Authors: Chufo Lloréns
Ambos hombres se dirigieron a la puerta.
El interrogatorio
El interrogatorio en el Castellvell ordenado por el juez de Barcelona Eusebi Vidiella, que pretendía desentrañar las circunstancias que habían rodeado las extrañas muertes de Rashid al-Malik y el caballero Marçal de Sant Jaume en la masía fortificada de Arbucias que había sido propiedad del segundo, había despertado en la ciudad una inusitada expectación. Entre lo llamativo de la circunstancia, el hecho de que la hueste hubiera sido convocada para un asunto privado, y lo que se consideraba un enfrentamiento entre el estamento de la nobleza y un simple vecino de la ciudad, había hecho que la adquisición de un asiento en el salón de las columnas para presenciar el debate y la sentencia que dictara el juez fuera una cuestión de dura competencia. No se trataba en el fondo de ver quién tenía razón, sino más bien de comprobar si la pugna soterrada entre ambas clases sociales avanzaba en Barcelona: cada circunstancia que pusiera a prueba la posibilidad de enfrentarse a la nobleza con una remota posibilidad de éxito por parte de un ciudadano de a pie y, más aún, si éste era un pobre hombre, despertaba el interés de comerciantes, artesanos, leguleyos y todos aquellos que pretendían alcanzar algún derecho frente a los poderosos.
Sobre una tarima se había dispuesto una larga mesa en cuyo extremo figuraba un pequeño atril con una rica Biblia forrada de cuero rojo con cantoneras y herrajes dorados. Tras la mesa, en tres sillones de alto respaldo se situarían el juez Eusebi Vidiella, en el asiento central, y a sus lados el veguer de la ciudad Olderich de Pellicer y el notario mayor, Guillem de Valderribes. Frente a la tarima había un banco sin respaldo donde se habrían de sentar los encausados, y en los extremos, en sendos taburetes, se acomodarían dos soldados. La zona central del salón se reservaba para las autoridades civiles y religiosas del condado y los representantes de las casas nobles; a ambos lados, los afortunados ciudadanos que pudieran entrar a presenciar el acontecimiento. Un altillo al que se accedía por una pequeña escalera de caracol provisto de una celosía de madera que ocultaba a sus ocupantes se había reservado para los interesados de la parte que había incoado el procedimiento. En esta ocasión, teniendo en cuenta que el máximo interesado en aclarar los hechos era el ciudadano Martí Barbany, al que avalaba su larga lista de méritos contraídos, el conde había autorizado su presencia en aquel privilegiado lugar. Martí, acompañado de Manipoulos y de Felet, aguardaba expectante el comienzo de la vista.
El barullo en los laterales era considerable. Todos conversaban a gritos con el vecino más próximo o con alguien de detrás, con lo que el griterío aumentaba de una forma desmedida; en la parte reservada a la nobleza los gestos eran contenidos y los allí presentes hablaban entre sí con mucho más recato, mirando sin embargo hacia el pueblo situado a ambos lados con indisimulado desprecio.
La contera de la vara del ujier golpeó fuertemente la tarima.
El volumen de las voces descendió al punto.
La voz del ujier resonó en la sala.
—¡Su señoría, el juez del condado Eusebi Vidiella i Montclús, y sus excelencias el veguer de Barcelona don Olderich de Pellicer, y el notario mayor del condado don Guillem de Valderribes!
Los ilustres próceres que iban a presidir el acto ocuparon los tres sillones.
Un silencio profundo se instaló en el salón. El juez Vidiella tomó la palabra.
—Se abre la instrucción para esclarecer los hechos referidos al posible rapto del señor Rashid al-Malik, huésped del preclaro ciudadano de Barcelona don Martí Barbany, naviero y emérito embajador de nuestro señor, el conde de Barcelona Ramón Berenguer I, por parte de gentes adictas o sujetas a la autoridad del fallecido caballero Marçal de Sant Jaume.
Luego, volviéndose hacia el ujier, ordenó:
—Que pasen a declarar por turno estricto y según sean llamados los testigos y oponentes: de una parte Bernardot de Colera, carretero de esta ciudad, y de la otra el guardián de la masía fortificada propiedad del caballero Marçal de Sant Jaume situada en Arbicias, Pere Fornells.
A la orden del juez, por una puerta lateral, y custodiado por dos armados, compareció el carretero, amedrentado por la circunstancia, más que dispuesto a defender su derecho a la recompensa anunciada. Tras una inclinación de cabeza fue conducido al banco central, donde se sentó a instancias del juez en medio de los alguaciles, que permanecieron en pie a ambos lados.
En medio de un silencio sepulcral el juez Vidiella comenzó el interrogatorio.
—Póngase en pie el inquirido.
Bernadot, visiblemente nervioso, obedeció.
—Adelántate hasta la mesa y disponte a prestar juramento a requerimiento de su excelencia reverendísima el obispo de Barcelona.
El carretero dio tres pasos y se aprestó a jurar a sobre la Biblia. Odó de Montcada se puso en pie y adelantándose desde el lugar que ocupaba se llegó hasta la tarima.
—¿Juras poniendo la mano sobre la Biblia y por la santísima Trinidad que todo aquello que vayas a decir responderá únicamente a la verdad?
Bernadot colocó su diestra sobre el libro sagrado y juró repitiendo la fórmula.
En la bancada de la nobleza se escuchó un murmullo aprobatorio viendo que tanto el juez como el obispo trataban meramente de tú a aquel individuo.
La voz del juez Vidiella se hizo sentir de nuevo.
—Regresa a tu lugar y siéntate.
Bernadot, ya más tranquilo, ocupó su puesto en el banco y aguardó a que el juez comenzara con sus preguntas mientras el obispo se reintegraba a su sitial.
—¿Es cierto que el día 5 del pasado mes de mayo te presentaste en la guardia de la veguería para dar respuesta al pregón del conde nuestro señor sobre el desaparecido Rashid al-Malik?
Bernadot pisaba ya un terreno seguro y había preparado muy bien la historia que debería explicar.
—Así es, señor.
El juez le interrumpió.
—Cuando te dirijas a mí me tratarás de señoría.
—Así es, señoría —corrigió Bernadot.
—¿Cómo has pensado que la persona buscada era la misma que trasladaste a Arbucias?
—Por la coincidencia de la fecha y por la descripción que de él se hizo, señoría.
—Explica los hechos.
La gente rebulló inquieta y se aprestó a escuchar la historia que iba a explicar el indagado.
—Veréis, señoría. En mi calidad de mandadero había ya trabajado en otras ocasiones para el caballero de Sant Jaume llevando y trayendo mensajes y cosas a su masía de Arbucias, y debido a ello conozco todas las rutas y caminos imaginables. Aquel día se me requirió para que indicara el trayecto menos concurrido al cochero de una galera cerrada que no conocía bien el camino, y se me ordenó que fuera a caballo, pues tal vez el carricoche no regresara a Barcelona.
El juez le interrumpió de nuevo.
—¿Quién fue la persona que te vino a buscar?
—Samir, el mayordomo del señor de Sant Jaume.
—¿Conocías a quién o qué llevaba el carricoche?
—Hasta llegar allí no sabía lo que transportaba.
—Prosigue.
—Cuando estábamos a menos de media legua, el cochero me preguntó cuánto faltaba. Recuerdo que le indiqué que no me nombrara, ya que algo me decía que tanto misterio y tanto buscar caminos escondidos era cosa rara y tal vez no del todo legal, pero yo ignoraba lo que era.
—¿No viste al pasajero al partir?
—No, señoría. Se me indicó que estuviera en Sant Cugat del Rec a una hora determinada y cuando me presenté, la galera estaba cerrada, los cocheros en el pescante, y la escolta lista y a punto de partir.
—¿Cuándo supiste que transportaba a un pasajero y en qué estado se encontraba éste a su llegada?
—Lo supe, señoría, al llegar a Arbucias. Allí lo bajaron y pude ver claramente que estaba herido y en malas condiciones, pues de la capucha que le colocaron manaba un chorretón de sangre seca. Lo arrastraron hasta la casa entre dos.
—¿No te extrañó que le pusieran, según dices, una capucha y por qué no lo denunciaste al día siguiente en la veguería?
Bernadot pareció contrito.
—Ciertamente debía haberlo pensado, pero el señor de Sant Jaume me había contratado otras veces y pensé que no era extraño, señoría, que a alguien se le cubra el rostro para impedir que reconozca después el lugar donde está. A veces conviene mantener el secreto… Por lo que respecta a su estado, alguien se lo hizo antes de partir, pues mantengo que cuando me incorporé al grupo, el pasajero ya estaba dentro del carricoche y durante el camino no paramos ni una sola vez.
Bernadot había puesto buen cuidado en indicar, ya cuando acudió a la veguería, que si bien el hombre estaba en mal estado, ya debió de montar así en la galera, pues en su presencia nadie lo había maltratado. Pretendía cobrar el premio sin buscarse nuevos enemigos.
—¿Qué más me puedes decir sobre esa llegada?
—Tuve que pedir al que recogió la mercancía que nos diera algo de comida, pues en todo el camino no habíamos probado bocado debido a la prisa y al misterio.
—¿Volviste a ver al supuesto raptado, Rashid al-Malik?
—No, señoría, nos condujeron a las cocinas donde nos sirvieron un ligero condumio. Luego, ya de noche cerrada, regresé solo a Barcelona.
—¿Conocías tal vez de otras veces a cualquiera de los acompañantes?
—No, señoría, aunque posiblemente uno de ellos sí me conocía, porque, como ya he dicho, me preguntó cuánto faltaba llamándome por mi nombre.
El juez Vidiella se inclinó primeramente del lado del notario mayor y luego consultó con el veguer.
—Por el momento puedes retirarte. —Luego, dirigiéndose al ujier, ordenó—: Que entre el tal Samir.
Compareció el liberto Samir, asustado y receloso.
Tras el correspondiente juramento ocupó el lugar que había dejado hacía unos instantes Bernadot de Colera.
—Di tu nombre y condición.
—Mi nombre es Samir, señoría, y el apellido que he adoptado es el de Jaume, en honor del amo que me otorgó la condición de hombre libre.
—¿Desde cuándo lo eres?
—Desde dos años antes de la muerte de mi querido patrón.
—Siendo hombre libre, ¿por qué seguiste en su casa?
—Por mero agradecimiento, señoría, tenía la consideración de mayordomo y, desde el día que fui libre, un buen estipendio.
—Tú contrataste a Bernadot de Colera. ¿Por qué lo hiciste?
—Convenía transportar a una persona, por lo visto muy importante; el asunto requería discreción, pues posiblemente alguien podría estar interesado en raptarlo. El recorrido común lo conoce todo hijo de vecino, pero no así las trochas por itinerarios discretos, de manera que mi señor me ordenó buscar a Bernadot de Colera, que conoce bien todos los caminos del condado y que había trabajado otras veces para mi amo.
—¿Le indicaste al tal Bernadot quién era el pasajero?
—No tenía esa orden, señoría. Se me ordenó discreción y se me advirtió que no era conveniente que oído alguno se enterara de quién era el pasajero de la carreta.
—¿Lo viste antes de subir a la galera?
—Eso reafirmó la conveniencia del secreto. Llegó a la casa de Sant Cugat del Rec herido y en no muy buenas condiciones. Por lo visto, de no ser por nuestra gente, que acudió a buscarlo, tal vez hubiera ocurrido una desgracia. Sufrió la agresión de unos malandrines e ignoramos si lo que pretendían era su bolsa o su persona.
—¿Te llegó noticia de los pregones de Barcelona?
—Algo oí, señoría, pero ignoraba que el nombre de la persona buscada fuera el del huésped de mi señor, que desde luego acudió a Sant Cugat libremente y por propia voluntad.
El juez Vidiella acalló los murmullos del público y, tras un golpe en la mesa, ordenó que Samir se retirara y ocupara su lugar Sisebuto, el inmenso guardián de la masía de Arbucias.
La entrada de éste en el salón volvió a despertar los cuchicheos y de nuevo el juez tuvo que llamar al orden a la bancada ocupada por el pueblo.
El mismo ceremonial se repitió otra vez. El hombretón sentado llegaba a la altura del hombro de los alguaciles que en esta ocasión estaban de pie.
Luego de demandar nombre y condición comenzó el turno de preguntas.
—¿Cuál es tu puesto en la masía de Arbucias?
—Soy mayordomo, jefe de vigilancia y hombre de confianza del alcaide.
—¿Conocías a Bernadot de Colera antes de que acompañara al señor al-Malik hasta el lugar?
—Lo conocía de otras veces y otros viajes.
—¿Es cierto que al bajar a al-Malik de la galera se le colocó una capucha y, si lo es, por qué motivo se hizo?
—Ciertamente, el alcaide me comunicó que iba a venir un huésped ilustre que no convenía que conociera el lugar donde se hallaba, por su propia seguridad. Para eso se le cubrió el rostro con una caperuza.
—¿En qué estado llegó el antedicho?
—Lamentable, señoría. Tuvo que atenderlo un físico y tardó varios días en recuperarse; por lo visto sufrió una agresión en Barcelona al caer la tarde del día que lo trajeron a Arbucias.
El interrogatorio continuó por los mismos derroteros; las respuestas de los implicados seguían las pautas que había marcado Mainar.
Luego fue requerido Pere Fornells.
A él le fue elevado el tratamiento y el juez le habló de vos.
—¿Cuál era vuestro cargo en Arbucias?
—Alcaide de la masía y administrador de los estados de mi difunto amo.
—¿En calidad de qué, según vuestro criterio y opinión, se alojó en la casa el señor Rashid al-Malik?
—Sin duda, en calidad de ilustre huésped, señoría; fue alojado en la estancia del torreón, que es de las más distinguidas de la mansión. Fue tratado a cuerpo de rey y cumplidos todos sus deseos.
—¿Por qué se le otorgó ese trato?
—Fue contratado por mi difunto señor para realizar una tarea trascendental y secreta para el condado, por la cual cobró un precio exorbitante, la mitad del cual apareció en el armario de su dormitorio cuando lo registramos tras su muerte. Mi señor pretendía ofrecer al conde el fruto de esa tarea para ganarse de nuevo su confianza y afecto.
Esta vez el murmullo partió de la zona central donde estaba la nobleza.
El juez Vidiella volvió a reclamar silencio.
—Decidme, ¿por qué elaboraba sus alquimias en una gruta oculta y cerrada?
—Ése fue su deseo, señoría. Maese Rashid exigió un lugar seguro y apartado dado que su experimento, como luego se demostró, era harto peligroso.