Authors: Chufo Lloréns
—Ven, Pacià. El amo quiere que hagas una tarea muy especial.
Pacià fue hacia él.
—No sé de dónde queréis que saque el tiempo: si no vigilo a la gente el trabajo no sale. Cuando todos comienzan a holgar y cae el día, debo sacar los desperdicios, cargar el carro e irme hasta el Cagalell para verter allí la basura, que no es poca y que cada día aumenta. Llego a misas dichas, ceno los restos y voy a recogerme al chiribitil del fondo del parral para cuando suenan los laudes estar de nuevo en pie cuidando de que la reata de gandules que están a mi cargo, doblen el espinazo y comiencen a trabajar. ¿Qué nuevo trabajo me queréis encomendar ahora, si ni tiempo tengo de ver a mi mujer y a mis hijas?
El eunuco contemporizó.
—Esto, por lo visto, es primordial; si no llegas a lo demás, se te pondrá ayuda.
—Yo vine aquí como carretero y estoy haciendo de todo.
El eunuco entendió las razones del capataz: aquel hombre valía lo que ganaba e hizo el propósito de suplicar al amo una mejora del jornal de Pacià. Lo hizo egoístamente, ya que si el hombre se hartaba y se iba, caería sobre él un montón de trabajo.
—Tienes razón, Pacià, hablaré con el amo. Me facilitarás mucho las cosas si cumples bien el encargo que te voy a dar.
—Todo cuanto sea llevar a casa un trozo de pan, bienvenido sea; decidme qué he de hacer e intentaré cumplir como siempre he hecho, pero quiero dejar muy claro que dos veces se me prometió una mejora y nunca ha llegado.
—Ya sabes cómo es el amo: ciertas cosas hay que recordárselas; si no, se olvida —repuso el eunuco.
—Pues a ver si esta vez no ocurre lo mismo. Pero id al asunto, ¿en qué consiste el encargo?
—Bien, la cosa parece ser importante, y lo digo por el hincapié que ha puesto el amo en ello. Si debes salir al campo para hacerlo, no tengas reparo, házmelo saber y tómate el tiempo necesario.
—Dejaos de vueltas y decidme de una vez el cometido.
—Debes ir a algún secarral a la hora que el sol pegue fuerte y cazar un lagarto, cuanto más grande mejor, meterlo en una caja y darle de comer hasta que el amo lo reclame.
A Pacià le extrañó la rara demanda.
—¿Para qué quiere el amo un lagarto?
—Lo ignoro, creo que es para hacer un regalo o algo parecido si no entendí mal el otro día; la cosa tiene su aquel y el que lo recibe sabe el porqué.
El hombre quedó unos instantes pensativo.
—Bien, no soy quién para entender las rarezas de algunos, pero creo que este trabajo no puede ser más sencillo.
—¿Y por qué?
—En mis idas y venidas he visto muchos: en la muralla, en piedras… siempre al calor y esperando que les llegue la comida a la boca. Sólo hay que esperar al más grande o al más tonto.
—¿Cómo te harás para cazar uno?
—Echándoles encima un lienzo cuando están confiados. Las horas de sol son las más favorables.
—Muy bien, Pacià. Hazme quedar bien y yo me ocuparé de lo tuyo —prometió el eunuco.
El lagarto
Martí Barbany y el capitán Manipoulos despachaban en el balcón del segundo piso bajo el toldo de cañizo que lo cubría. Al fondo, la visión del mar azul de la rada y el tránsito de pequeños botes yendo y viniendo a la playa desde los barcos anclados era, según el griego, un regalo para la vista. Aquella tarde, mientras la voz de Basilis, monótona como un sonsonete, repetía cifras y condiciones de fletes y cargamentos, el pensamiento de Martí se hallaba muy lejos. Por enésima vez en aquellos años, lamentó haber enviado a su única hija a palacio. Su única pretensión había sido alejarla de todo peligro y cuidar de que recibiera una buena educación, pero nunca había previsto la posibilidad de que el amor la visitara por primera vez. Y no podía decirse que Marta hubiera escogido mal… ¿Qué más hubiera podido desear que entregar la mano de su hija a aquel joven que, según el informe del padre Llobet, estaba adornado de tan altas virtudes? Él mismo había comprobado que la mirada y las palabras de aquel joven caballero destilaban una honradez sin mácula. Pero su condición de futuro vizconde de Cardona vetaba aquel enlace…
Casi tres años habían transcurrido desde que Marta había entrado en Sant Pere de les Puelles, una decisión que en su día Martí, como padre, se había tomado casi como un desaire. Pero Marta se había mostrado firme: no volvería a la casa de la plaza de Sant Miquel, ni se quedaría en palacio. Aguardaría los tres años que Martí les había impuesto de plazo en el monasterio, completando su educación. Martí la visitaba con frecuencia, a la espera de descubrir en su hija algo que le hiciera pensar que había olvidado aquel amor imposible. No hablaban jamás de ello, pero Martí presentía que, exactamente igual que había sucedido con su esposa Ruth años atrás, la mente y el corazón de Marta estaban puestos en un solo hombre… Y renunciar a él, u olvidarlo, era algo que ni siquiera cruzaba su mente. Tal vez fuera Bertran quien faltara a su promesa: la vida de un joven alférez estaba llena de tentaciones y distracciones. Martí suspiró, pensando que los tres años estaban a punto de finalizar y saldría de dudas.
Manipoulos detuvo la lectura de cifras con una expresión inquisitiva en la cara, pero Martí negó con la cabeza y, con una leve sonrisa, le conminó a proseguir. Había logrado concentrarse en las cuentas cuando los pasos de Andreu Codina resonaron en los últimos escalones. El mayordomo se dirigió hacia donde estaban los dos amigos con un envoltorio en la mano.
—¿Qué ocurre, Andreu? ¿Qué me traes?
—Señor, un mensajero ha entregado esto al vigilante de la puerta principal y Gaufred me ha encargado que os lo entregue.
—Ya sabes que no me gusta ser interrumpido cuando trabajo.
—Lo sé y se lo he recordado a Gaufred, pero parece que el portador del paquete ha indicado que la cuestión urgía.
Manipoulos, que hasta aquel instante había estado metido en sus números, alzó la cabeza.
—Veamos qué es eso que merece tanta premura.
Diciendo esto Martí alargó la mano para que el mayordomo le entregara el paquete.
—Puedes retirarte, Andreu.
Tras cumplir el encargo, el hombre salió de la terraza.
El envoltorio estaba ligado con una cuerda y Martí comenzó a luchar con el nudo.
—Dejadme a mí —dijo Basilis—. Acabaremos antes con mi cuchillo.
El griego extrajo de la escarcela su viejo cuchillo marinero con la empuñadura de asta de carnero y tomando el paquete de las manos de su amigo, procedió a cortar la cuerdecilla.
Retirado el envoltorio de tela de saco apareció un cofrecillo de madera de nogal. Manipoulos se lo devolvió a Martí y éste lo abrió.
El griego adivinó al instante que algo anómalo ocurría: a su amigo le había variado la expresión del rostro y al punto se puso en pie y se colocó a su lado para observar el contenido.
Allí dentro, con la mirada vidriada y portando algo en la abierta boca, estaba la verde cabeza seccionada de un lagarto de regular tamaño.
—¿Qué es esta asquerosidad? —inquirió Martí.
—Traed aquí.
El griego tomó en sus manos el cofre y volvió a sentarse. Entonces usando nuevamente la punta del cuchillo y con sumo cuidado, procedió a extraer de la boca de la alimaña un sello labrado con una M y una B. Manipoulos procedió al punto a frotarlo con la punta del envoltorio de saco y una vez estuvo limpio se lo entregó a Martí; éste lo colocó a la luz del sol y lo observó detenidamente.
—¡Por mi vida que éste es el anillo que regalé en su día a Rashid al-Malik! —exclamó Martí, asombrado. Una sombra de pesar cubrió su semblante al recordar el desafortunado destino de quien había sido su huésped y uno de sus más fieles amigos. Poco se había aclarado sobre su muerte. Martí había pagado la recompensa al carretero que les había informado a través de Manipoulos: ni siquiera había querido volver a verlo.
—¿Estáis seguro? —inquirió Basilis.
—Completamente: tened en cuenta que en todo el orbe sois sólo cinco las personas que lo poseéis o lo han llegado a poseer, y todos y cada uno de ellos tienen algo diferente. Ved que la piedra del fondo de éste es un ágata y el vuestro un lapislázuli. Me reitero en ello: es el de Rashid… Alguien se lo arrancó del dedo y ahora me lo envía.
—De lo que se deduce que quien tuvo algo que ver en su muerte os quiere enviar un recado… y de seguro no ha sido el caballero Marçal de Sant Jaume, ya que éste murió con él.
Martí se puso en pie y comenzó un precipitado ir y venir por la terraza.
—No entiendo nada, Basilis.
—Pues algo está muy claro —replicó el griego al instante—. Quien os lo envía quiere que tengáis la certeza de que Rashid fue asesinado o, si no, que su muerte fue provocada. Y dejaros claro que no os teme, que es vuestro enemigo y está cerca.
—Pero ¿por qué un lagarto?
Manipoulos permaneció pensativo durante unos instantes.
—¿Acaso esto os dice algo, Basilis?
—He recorrido varias veces el mundo conocido, mis viejas sandalias han pisado los polvos de muchos caminos, he conocido más gentes y costumbres de las que puedo recordar y sí, algo me viene a la memoria.
—¿De qué se trata, Basilis?
—Por lo visto, en tierras del Nilo, aguas arriba, existe una vieja ciudad llamada Tebas. Cerca de ella vive una antigua secta de adeptos a las falsas ideas de los pitagóricos y otros filósofos griegos. Cuando se impuso la verdadera religión, adaptaron sus falsas ideas a algunas enseñanzas de Nuestro Señor y se convirtieron en herejes. Creen que su ley es anterior y más elevada que la del Señor Jesucristo, que no están sometidos a las ataduras de la religión y que pueden asesinar cuando conviene a sus intereses. Y como el más importante es la grandeza de su secta, no dudan en matar por encargo, pues piensan que así sirven a Dios. Antes de hacerlo, envían a sus víctimas una cabeza de lagarto, pues por la afición de este animal al sol, lo consideran símbolo de la sumisión a la divinidad.
Martí lo miró a los ojos.
—¿Entendéis que me están amenazando?
—Pues diría que quieren insinuar que sois vulnerable y que no les importa que lo sepáis, de modo que os avisan diciendo que al igual que mataron a Rashid pueden hacerlo con vos.
Martí se engalló.
—Si quiere guerra, quien sea la tendrá. Mirad cómo ha acabado el pirata que tenía tras de sí al walí de los ziríes de Túnez.
—Os recomiendo prudencia —objetó el griego—. Os enfrentáis a un enemigo solapado y oculto que, por lo visto, no dudó en matar o causar la muerte a quien sólo era un buen amigo vuestro…
Martí asintió, pensativo, y por una vez se sintió aliviado de que su hija se hallara a salvo de esa nueva y desconocida amenaza, protegida tras los sólidos muros de Sant Pere de les Puelles.
Sant Pere de les Puelles
El monasterio de Sant Pere de les Puelles, erigido diez décadas antes, estaba entre el
raval
de Sant Pere y el Rec Comtal. Se trataba de una sólida construcción de tres cuerpos y dos pisos, con un claustro ajardinado en cuyo centro había un estanque lleno de gordas ranas que croaban con insistencia. En torno al claustro se sucedían la cocina, el refectorio, la sala capitular y la enfermería; en la planta superior estaban las celdas de las profesas, las novicias y las postulantes. Desde el claustro se accedía al huerto por una parte, y por otra a la iglesia. El pórtico de acceso al edificio estaba abierto al este; un gran arco permitía la entrada de carros y caballerías y apenas en su interior y a la derecha se hallaban en los bajos las cuadras, los almacenes y bodegas donde se almacenaban las vituallas. Otra puerta que se abría a los fieles los domingos y fiestas de guardar estaba adornada con un arco de piedra en el que figuraban las imágenes de los doce apóstoles. El ábside, con una pequeña ventana del lado del claustro, estaba encarado al norte; tras el altar se hallaba la sacristía y junto a ella la pequeña celda del capellán que atendía la salud espiritual de la comunidad.
Marta era la penúltima de la fila exterior de las monjas que de dos en fondo avanzaban por el abovedado claustro hacia la iglesia para el rezo de vísperas. Al frente de la comunidad iba la abadesa, sor Adela de Monsargues. A diferencia de las monjas, las postulantes, todas hijas de casas nobles, iban vestidas con humildes sayas de sarga gris.
Marta intentaba concentrarse en las plegarias, pero mientras rezaba, su pensamiento volaba sin que pudiera evitarlo hacia la última carta que había recibido de su amado Bertran. Tal y como le había prometido él a su padre, no habían vuelto a verse desde hacía ya casi tres años, pero a lo largo de este tiempo ambos habían mantenido contacto a través de cartas que intercambiaban con la ayuda de Amina y Delfín, que se habían convertido en los mensajeros de la pareja. En la soledad de su austera celda, Marta las releía una y otra vez hasta aprenderlas como si fueran plegarias. En todas ellas, Bertran reiteraba su amor incondicional, su inquebrantable lealtad y el deseo, cada vez más ardiente, de volver a verla. Pero, a pesar de todas esas promesas, a pesar del amor que destilaban sus palabras, Marta no conseguía alejar las dudas de su mente… En estos momentos, sin ir más lejos, su amado Bertran acompañaba en calidad de alférez a Ramón Berenguer, que había viajado hasta tierras sicilianas a conocer a Mafalda, con quien se había prometido años atrás. Marta imaginaba las recepciones fastuosas, los bailes llenos de hermosas damas, y la visión de Bertran entre todas ellas le oprimía el corazón.
Se concentró en la oración, en un esfuerzo por desterrar esas ideas de su cabeza. Ya faltaba poco, se dijo. En su última carta, Bertran le había prometido que, a su regreso de Sicilia, iría a Cardona a solicitar de su padre su permiso y bendición para la boda. De nuevo la inquietud se apoderó de Marta… ¿Qué diría el vizconde de Cardona cuando supiera que su hijo, su heredero, quería desposar a una plebeya? ¿Y si su propio padre tenía razón y Bertran, pese a sus sentimientos, no era capaz de oponerse a los deseos del vizconde de Cardona si éste se negaba a autorizar el enlace? Marta sabía lo difícil que era negarle algo a un padre: ella misma amaba al suyo con todas sus fuerzas. Martí la visitaba todos los meses, a no ser que estuviera de viaje, y en casi todas sus visitas le pedía que regresara a casa. Marta sufría por no poder decirle la verdad: los muros del monasterio la habían protegido de los avances de Berenguer mucho mejor de lo que hubieran podido hacerlo todos los guardias de la mansión de la plaza de Sant Miquel. No había tenido la menor noticia de él en ese tiempo, y ya casi había olvidado los angustiosos momentos que vivió en palacio por su culpa. Estaba segura, y el padre Llobet la apoyaba en esa creencia, de que ni siquiera Berenguer se atrevería a violar el sagrado recinto de la casa del Señor para satisfacer su abyecta lujuria. Además, para que se sintiera más segura aún, y alegando que su presencia en la corte ya no era necesaria tras la muerte de la condesa, su padrino había abandonado la Pia Almoina y demandado el cargo de confesor del monasterio.