Authors: Chufo Lloréns
—¿Dónde estabais cuando ocurrió el suceso?
—En la bodega, señoría.
—¿A cuánto ascendían los dineros que hallasteis en su armario?
—A más de cien libras barcelonesas, señoría.
—¿Dónde está ahora ese montante?
—Fue requisado por el senescal el día de autos.
Finalmente fue llamado Gualbert Amat, tras retirar el banco y colocar frente a la mesa del tribunal un cómodo sillón de alto respaldo semejante al que ocupaban el juez, el veguer y el obispo.
—Ilustrísimo señor, siento haceros perder este tiempo para tan ingrata tarea, pero es mi obligación aclarar los hechos.
—Estoy a vuestras órdenes, ilustre juez.
—Decidme, senescal, ¿cuál fue el motivo de vuestra subida, al frente de la hueste barcelonesa, al país de Arbucias?
—El insigne ciudadano Martí Barbany había ofrecido mediante pregón una cantidad muy respetable a quien diera noticia del paradero de su amigo y huésped Rashid al-Malik. A la veguería llegó la noticia de que alguien había indicado algo y la pista era suficientemente clara y precisa para creer que podía ser auténtica. Y tristemente así lo fue; la única diferencia es que, según mi criterio, el señor al-Malik subió allí por propia voluntad. Nadie lo raptó ni forzó.
—¿Cuál es vuestra opinión al respecto de que por lo visto llegara en malas condiciones?
—No me atrevo a opinar, lo que os debo decir es que fue tratado como huésped distinguido, colmado en todas sus exigencias y pagado con generosidad, pues según se me dijo, el dinero hallado en su poder era únicamente la mitad del pacto: la otra mitad se le entregaría al finalizar su trabajo.
—¿Cómo entendéis su muerte?
—Por lo visto el producto que manejaba era harto peligroso. Aquel día había invitado a su anfitrión a ver el resultado. Todo se incendió y el señor de Sant Jaume, al intentar sofocar el fuego, por lo visto inextinguible, ya que éste era su mérito, se prendió en las llamas y ardió como una antorcha.
—¿Creéis posible enterrar al señor de Sant Jaume en camposanto cristiano?
—Tratar de separar los cuerpos es tarea inútil, tal como os dije. Y al-Malik era de fe islámica. Inhumar a un no creyente de la verdadera fe en tierra de cristianos o bajo símbolos sagrados sería delito incalificable.
—Me acompañaréis a Arbucias en próxima fecha para que compruebe con mis ojos lo que decís, de lo que no dudo en forma alguna: me limito a cumplir con mi obligación.
El juez Vidiella, tras otra serie de preguntas, dio por finalizado el interrogatorio. Una semana después, y tras acudir a Arbucias a fin de ver con sus ojos la gruta y los cadáveres de los fallecidos en tan extrañas circunstancias, sentenció que, pese a la opinión de Martí Barbany, quien seguía sosteniendo que su amigo jamás habría comerciado con su descubrimiento, el interfecto había acudido a Arbucias por su voluntad con la finalidad de elaborar para el señor de Sant Jaume el llamado fuego griego a cambio de una desorbitada cantidad de dinero, y que el destino quiso que falleciera en el intento arrastrando con él a su patrocinador.
Al haber muerto sin herederos conocidos todos los bienes del señor de Sant Jaume pasarían a la corona condal.
Las espuelas de plata
La imposición de las espuelas de plata a tres de los pajes que habían realizado sus estudios y prácticas en palacio era un acontecimiento memorable. Se trataba de una ceremonia de hombres y de guerreros, pero desde los tiempos de la condesa Almodis se había cambiado. La difunta condesa, atendiendo a la solicitud de las jóvenes que componían su séquito, había logrado que se abriera la galería de damas y desde aquella privilegiada situación, las muchachas podían presenciar la ceremonia tras las celosías que cubrían los arcos del primer piso, comentando desde allí el ritual del acto y la bizarría de los caballeros.
Aquél era un día señalado para Marta, aunque ante Bertran había fingido la más absoluta indiferencia. La joven se debatía entre un cúmulo de sentimientos: obediencia hacia su padre, honradez con sus propios anhelos, y el miedo que la atenazaba en cuanto veía la siniestra figura de Berenguer. Eso sin contar el peso de la costumbre que vetaba sus deseos de contraer matrimonio con el hombre que amaba.
Marta sabía que su aliado era su padrino Eudald Llobet pues además de adorarla, era el único, junto con Amina, que conocía todas las vicisitudes que habían rodeado su decisión al respecto de ingresar en Sant Pere de les Puelles. Ya había hablado con la abadesa, sor Adela de Monsargues, quien no había opuesto objeción alguna al ingreso de Marta a finales del mismo año. Al pensar en su querido padrino, un velo de inquietud cubrió los ojos de la joven. En las últimas semanas lo había visto pálido, ojeroso y, aunque el buen hombre afirmaba que se encontraba tan bien como siempre, la debilidad de su voz y su lento paso, tan distinto del de antes, hacían sospechar lo contrario. El físico, preocupado, le había incluso prohibido agacharse para cuidar sus plantas.
El ruido metálico al ponerse en pie de los hombres en la planta baja rescató a Marta de sus pensamientos y la voz de su amiga Estefania Desvalls la trajo al presente.
—¡Atended, Marta, va a comenzar!
Las muchachas se precipitaron hacia la enjaretada celosía.
El aspecto de la planta baja era impresionante. En dos hileras de bancos estaban los retoños de las mejores casas de la nobleza catalana. La parte anterior del gran salón había sido alfombrada con un inmenso tapiz, sobre el que habían colocado tres reclinatorios equidistantes. Frente a ellos, se alzaba una gran mesa forrada con tela de damasco en cuyo centro lucía la imagen de sant Jordi y sobre un facistol una antigua Biblia con herrajes de oro; a la derecha sobre una tarima, se hallaba el trono del conde de Barcelona y a la izquierda cuatro sitiales en los que se habrían de situar el obispo Odó de Montcada, el senescal mayor Gualbert Amat y los dos jóvenes condes, Ramón y Berenguer.
El sonido de trompas y atabales anunció la llegada del viejo conde, que compareció muy decaído y cojeando visiblemente, apoyado en el segundo senescal Gombau de Besora, luego lo hicieron el obispo y los príncipes. Todos fueron ocupando los sitiales a ellos designados. Al hacerlo el conde, todo el mundo se fue sentando.
A Marta le dio un vuelco el corazón: precediendo a sus compañeros de ceremonia caminaba, tranquilo y orgulloso, el dueño de sus pensamientos. Bertran de Cardona se colocó frente al reclinatorio de en medio y los otros dos pajes vestidos al uso para el acontecimiento, lo hicieron a los costados.
El acto tenía un protocolo definido desde muy antiguos tiempos. Desde donde estaba Marta, la voz de los oficiantes llegaba confusa; sin embargo bastaba ver los movimientos para hacerse cargo del ceremonial. En primer lugar el obispo, acompañado de un acólito, acercó la Biblia a los reclinatorios donde estaban los aspirantes hincados de rodillas y recabó su juramento obligándoles a colocar su mano diestra sobre el libro sagrado. Luego uno a uno se arrodillaron ante el viejo conde y éste, después de pronunciar unas palabras ininteligibles desde donde ella estaba, les dio un ligero cachete en la mejilla. Al punto, el senescal, tomando sendas espuelas de plata que trajo un paje sobre un almohadón de terciopelo rojo, los llamó a su lado. Los jóvenes candidatos acudieron en fila y fueron colocando su pie derecho sobre un pequeño escabel frente a Gualbert Amat. Entonces el primer senescal les calzó solemnemente la espuela y por último les requirió a cada uno de los tres que escogiera su divisa y se colocara frente a su padrino.
En aquel instante el corazón de Marta se aceleró. Bertran se situó frente al joven Cap d'Estopes y, dirigiendo su mirada hacia donde ella estaba, sacó el pañuelo azul que ella le había dado tiempo atrás y, entregándoselo al conde, hizo que éste se lo anudara en su antebrazo derecho. Entonces con voz alta y clara, dijo:
—Señor, que mi lema sea: «Siempre, y pese a quien pese».
Marta le observó con los ojos llenos de lágrimas. En ese momento su enojo con él se desvaneció y todas sus dudas se disiparon: su corazón no podía equivocarse. Sí, le esperaría, tanto tiempo como hiciera falta. Pasaría en el monasterio los tres años marcados por su padre, soportaría la distancia con el mejor de sus ánimos. Porque sabía, sí, estaba segura, que un amor como el que sentía por Bertran no volvería a experimentarlo por hombre alguno.
La sentencia
Roma, 5 de septiembre del año del Señor 1073
Yo, Gregorio VII, asesorado por mi curia y teniendo que juzgar los hechos acaecidos en Barcelona en la tristísima jornada del 16 de octubre de 1071 en la cual fue muerta violentamente la condesa Almodis de la Marca.
ANUNCIAMOS:
Que puesto al corriente de los tristes sucesos, escuchados los testimonios, sopesadas las circunstancias agravantes y atenuantes y teniendo muy en cuenta la condición del acusado.
COLEGIMOS
:
Probado que el príncipe heredero Pedro Ramón, hijo de Ramón Berenguer I de Barcelona y de la fallecida condesa Elisabet de Nimes, mayor de edad y teniendo perfectamente lúcidas sus facultades mentales, ante numerosos testigos, el día señalado atacó a la esposa de su padre, la condesa Almodis de la Marca, causándole heridas en la cabeza y el cuello que le provocaron la muerte.
Por lo tanto y con gran dolor de nuestro corazón
CONDENAMOS:
Al antedicho Pedro Ramón, heredero de los condados de Barcelona Gerona y Osona, a ser recluido en el monasterio que se designe durante veintiún años; a vestir ropas de ermitaño y a llevar la misma vida monacal de la comunidad; a estar sometido a la autoridad del prior y a guardar los ayunos prescritos que manda la Santa Madre Iglesia y a guardar silencio durante el tiempo que se determine.
Será asimismo desposeído de todo derecho sucesorio.
No podrá llevar arma alguna salvo en el caso de ser atacado por los enemigos de la fe.
Cometerá sacrilegio y será apartado de la Iglesia en caso de incumplir la sentencia anunciada.
Firmado y rubricado en Roma por Su Santidad
Yo, el Pontífice Gregorio VII
El placer de la venganza
Nuevas alianzas
Barcelona, finales de 1075
Bernabé Mainar observaba satisfecho a Berenguer Ramón, quien, después de solazarse con una de las esclavas de la mancebía, estaba, como era habitual, de excelente humor. Muchas cosas habían pasado en este tiempo, se dijo el tuerto, pero él seguía manteniendo una posición de privilegio cerca de los poderosos. Olvidado quedaba ya Pedro Ramón, quien después de conocerse la sentencia papal, sobornando a la guardia, había huido de palacio con los hombres que vigilaban la puerta cierta noche sin luna y con destino desconocido. Se rumoreaba que había ido a luchar contra el infiel y tal vez hubiera muerto ya. Mainar no había perdido el tiempo. Informó a la Orden del revés que habían sufrido sus planes, aunque les aseguró que todo no estaba perdido… Efectivamente, poco tiempo después de la desaparición del primogénito, desheredado por su acto de violencia delante de toda la corte, había recibido en la mancebía la visita de Berenguer. Y, a partir de ese momento, se había centrado en aproximarse a aquel gemelo influenciable, que si bien no había gozado de la confianza de su madre, podía cuando menos heredar parte del condado a la muerte del viejo conde. A su debido momento Mainar le había explicado también su verdadera identidad y la misión de venganza que se había impuesto, y había notado en los ojos de Berenguer la misma admiración teñida de temor que había asomado en su día a los ojos del primogénito.
—La esclava que me has traído hoy era toda una experta —murmuró Berenguer, medio amodorrado por el alcohol—. ¡A fe mía que vuestras mujeres saben hacer gozar a un hombre!
—Siempre os ofrezco lo mejor, mi señor.
—Lo sé, y os lo agradezco.
—Espero, mi señor, que las cosas de palacio vayan bien para vos.
—Tan aburridas como siempre —replicó Berenguer—. Mi hermano, por suerte, ha partido hacia Sicilia para conocer por fin a su prometida. ¡Ojalá su barco se hunda en el mar! —concluyó con un rapto de ira que no pudo contener.
Mainar sonrió.
—No digáis estas cosas… Alguien podría oíros.
—Yo sé bien dónde las digo… Mi conducta en palacio es irreprochable y procuro imitar el talante de mi hermano que tanto agrada a mi padre.
—Creedme, mi señor, que eso es lo mejor. Vuestro padre es muy anciano y no es conveniente impulsarle a tomar decisiones precipitadas.
—Cierto, amigo Mainar —dijo Berenguer—. Tengo buen cuidado de que mi conducta sea intachable. Ni siquiera persigo a las damas. Además, debo admitir que la más bella de las jóvenes de la corte, la más deseable, está fuera de palacio.
—¿Os referís por casualidad a…?
—Ya os he hablado de ella. Marta Barbany, ahora postulante en Sant Pere de les Puelles. ¡Estuvo a punto de ser mía, maldita sea!
—Si está en el monasterio, seguirá siendo virgen, señor. Ya la disfrutaréis cuando llegue el momento.
Berenguer asintió.
—Sé que vos tenéis también una cuenta pendiente con su padre, el naviero. Por lo que a mí respecta, vos tendréis vuestra venganza y yo a esa gacela escurridiza… Y creedme que no falta mucho —añadió, bajando la voz—. Entre nosotros, mi padre está enfermo. Muy enfermo. Los físicos dicen que con suerte milagro será que llegue al nuevo año.
El tuerto sonrió. Aquel puesto que tanto ansiaba volvía a estar a su alcance.
—En ese caso —dijo—, creo que ha llegado el momento de hacer llegar al señor Martí Barbany un obsequio que no olvidará. Una advertencia que le impida dormir tranquilo por las noches.
La voz de Maimón el eunuco sonó agria y destemplada:
—¡Pacià, deja lo que estás haciendo y sube al almacén!
El hombre dejó el azadón que estaba manejando apoyado en el muro, miró con filosofía el surco que estaba trazando, y tras enjugarse el sudor de la frente con un pañuelo acudió a la llamada del otro. La puerta del cobertizo estaba entornada; junto a los estantes del fondo donde, en cajas de madera, se almacenaban todos los productos del huerto, divisó a Maimón, que comprobaba si estaba todo lo necesario. El amo pretendía que no se comprara nada en el mercado y que la casa subsistiera con la fruta y verdura, los huevos y la leche, la carne de conejo y de pollo que suministraba la masía.