Mar de fuego (83 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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Terminados los oficios, las monjas regresaron a sus celdas. Mientras caminaba en silencio por los fríos pasillos, Marta cerró los ojos y se imaginó fuera de aquellos muros, paseando por los jardines de palacio, de la mano de Bertran.

109

La promesa de esponsales

Muy lejos de Barcelona, en tierras de Sicilia, un atónito Bertran contemplaba el engalanado salón donde iba a celebrarse el banquete en honor de la delegación venida de la ciudad condal para pedir la mano de la princesa Mafalda, finalizando así el trámite que inició Martí Barbany años atrás en calidad de embajador. En sus años de vida nunca había visto nada igual, y era evidente que los duques de Sicilia querían demostrar con esa fiesta el aprecio que sentían por quien iba a ser su nuevo yerno y por quienes, como Bertran, le habían acompañado en ese viaje. Bertran ocupó el lugar que le habían asignado en la mesa, rodeado de otros nobles sicilianos y de algunos acompañantes de Cap d'Estopes, que, en la mesa presidencial, departía con Roberto Guiscardo y su esposa ante la mirada tímida y algo asustada de Mafalda.

Mientras degustaba los manjares que eran servidos sin interrupción entre el tumulto de risas y comentarios, Bertran permanecía con la mirada ausente. Habría dado cualquier cosa por tener a su lado a Marta, en lugar de a la damisela siciliana que, según ella misma le había informado, acompañaría a Mafalda de Apulia a la corte barcelonesa. Bertran casi no le prestó atención: su pensamiento estaba en otro lado, lejos de allí. Le sucedía a veces, de repente el rostro de Marta aparecía en su mente y sin poder evitarlo se sumergía en un mar de bellos recuerdos, reviviendo sus conversaciones, sus peleas incluso, y sus encuentros en el invernadero. Después de tanto tiempo de separación la memoria se afilaba y el más nimio de los recuerdos se hacía importante. Habían transcurrido casi tres años desde su nombramiento como alférez y desde que Marta ingresara en el monasterio de Sant Pere de les Puelles, y ni un solo día había dejado Bertran de evocar su rostro. Y nunca, ni un solo momento, había flaqueado su amor por ella. Era algo que ni él mismo podía explicarse, una certeza que le había acompañado en sus misiones junto a Ramón Berenguer, en las eternas jornadas de navegación hacia tierras de Sicilia, y que surgía ahora, también, en medio de esa hermosa fiesta. Amaba a Marta y sabía que ella le esperaba; no podía imaginarse un futuro en el que ambos no anduvieran de la mano.

Por fin, un brindis a la salud de los futuros novios lo sacó de su ensimismamiento. Vio a Ramón Berenguer, y comprendió por el semblante de su conde y amigo que las conversaciones sobre la boda le habían complacido en grado sumo. Ojalá pudiera celebrar una fiesta igual para festejar su enlace con Marta, se dijo. Y, al observar a Mafalda de Apulia pensó que sin duda era bella, pero que nadie, ni siquiera esa hermosa joven, podía compararse con la mujer que la vida y el destino le habían asignado. La noche fue larga, y largo el festejo: fuegos de artificio en los iluminados jardines y, después de que el legado pontificio se retirara, baile hasta la madrugada.

Luego en la soledad de su cámara, releyó el billete que la dama de la cena había deslizado en su mano en uno de los cruces de la danza citándolo en su dormitorio al toque de laudes; Bertran, con parsimonia, tomó el candil que brillaba al costado de su cama y haciendo con el mensaje un pequeño rollo, lo quemó en la llama; después recogió en la palma de su mano las volátiles pavesas y acercándose a la ventana sopló expandiéndolas por el aire de la madrugada. Sabía que le esperaba una noche de insomnio: desde que partieron de Barcelona, el sueño le esquivaba y su mente no le daba sosiego. La visita a Cardona, tanto tiempo postergada, no aceptaba más demora. Bertran estaba seguro de sus sentimientos, pero también anhelaba recibir la bendición de los suyos. Una sola palabra de su padre a favor de la boda disiparía todos sus desvelos y le permitiría presentarse ante Marta sin que ninguna nube empañara su radiante felicidad.

Se acostó pensando en ese viaje a Cardona y, para serenarse, releyó la última carta de Marta a la luz de la vela. Esa noche la paz que emanaba de sus palabras de amor fue como un bálsamo para su espíritu y, finalmente, con la imagen de Marta en su pensamiento, en su corazón y en sus labios, se durmió.

Al día siguiente de la fiesta, Roberto Guiscardo ordenó a Mafalda que se entrevistara con el ilustre huésped. El acto se llevó a cabo en la pequeña biblioteca donde su madre guardaba sus libros y pergaminos preferidos. Su anfitriona la acompañó y, cosa inusual en ella, la despidió con un beso en la frente y una lágrima desbordando el balconcillo de sus párpados. La puerta se cerró tras ella y quedó la muchacha, sentada en un sitial de doble asiento, con el alma encogida y la angustia de lo desconocido asomada en la blanca orilla de su alma. La espera se hizo eterna; al cabo de un tiempo unos pasos firmes y acompasados resonaron en el entarimado del salón adyacente, la cancela se abrió y la figura que la noche anterior había presidido la cena apareció en el umbral. Con paso lento y comedido, el caballero llegó a su altura, mientras ella mantenía los ojos bajos. Sintió más que advirtió que él hincaba su rodilla en tierra y cogía con suavidad su mano derecha. Mafalda sintió cómo el arrebol se apoderaba de su rostro, y sólo entonces se atrevió a alzar la vista. El semblante que pudo observar mucho más cerca que la noche anterior era hermoso: la tez curtida, la mirada noble, rubia la cabellera que enmarcaba su rostro de expresión afable y en el fondo de sus ojos risueños un brillo gentil. El gallardo caballero se puso en pie sin soltar su mano y tomó asiento a su lado.

—Mafalda —dijo él—, no porque vuestro padre me haya otorgado vuestra mano y el nuestro vaya a ser un matrimonio que conviene a nuestras familias, penséis que el amor no va a estar presente. Soy consciente de la importancia que representa emparentar con la poderosa casa de Calabria, pero esta ventaja no va a ser gratuita. Las naves de mis condados de Barcelona y Gerona protegerán las costas de vuestra patria frente al poder de los muslimes, cada día más osado. Sus piratas son el azote del Mediterráneo, y mis tierras ya sufrieron en su día, y durante muchos años, lo que representa el dominio mahometano y la peligrosa vecindad de los reyes de Lérida y Tortosa. Al-Mansur, que los castellanos llaman Almanzor, destruyó Barcelona y yo mismo me enfrenté en varias circunstancias a sus algaras para defender mis tierras. He jurado que, mientras yo aliente, la cristiandad no volvería a ser humillada por los infieles. Me consta que vuestro padre ha entablado querellas en infinidad de ocasiones, que es un esforzado paladín y que se basta y sobra para defender sus estados. Sin embargo, mis naves le serán de ayuda y éste y no otro es el motivo de que me acepte por yerno. Ha llegado la hora de que como futuro heredero natural de los condados de Barcelona, Gerona y Osona, junto con mi hermano Berenguer, tome esposa, y por eso he pagado a vuestro señor padre unos cumplidos
esponsalici
, que me parecieron sumamente liberales hasta que pude posar mi mirada en vos. Sois lo más bello que vieron ojos humanos desde que Dios todopoderoso hizo a la mujer. Sé que por obediencia vais a ser mi consorte, pero yo no pretendo eso. Mi deseo es escuchar de vuestros labios que aceptáis ser mi esposa, libremente y de buen grado. No busco una alianza, sino una compañera que aliente mis afanes, me dé hijos que engrandezcan mi estirpe y cierre mis ojos cuando llegue mi hora.

Mafalda notó que algo en su interior despertaba al escuchar las palabras de Ramón Berenguer. Alzó su hermoso rostro hasta él y respondió con voz trémula pero firme:

—Hasta ayer no os conocía más que de oídas. Y esta mañana mi señora madre me ha recordado mis obligaciones familiares, pero quiero deciros que vuestras sinceras palabras se han abierto camino hasta mi corazón como la enredadera trepa por el tronco del árbol. Os tomaré como esposo y os respetaré toda mi vida, pero quiero que sepáis que deseo ser, ante vos y vuestros súbditos, más que la madre de vuestros hijos: caminaré a vuestro lado y os acompañaré en cuantas empresas afrontéis; quien os ofenda, a mí habrá ofendido, y quien os respete y obedezca, será mi amigo. Quiero ser en la paz vuestro apoyo y consuelo, en las cacerías vuestro halconero mayor y en el lecho la más avezada amante, hasta el punto de que no deseéis jamás en vuestro tálamo a ninguna otra mujer. Deseo merecer todos y cada uno de los títulos que me otorguéis, pero no por derecho sino habiéndolos ganado cumplidamente.

Tras oír estas palabras, Ramón Berenguer se puso en pie y alzándola sobre la punta de sus pies, la tomó por los codos y la enfrentó a él; descendió su hermoso rostro a su altura, la miró largamente y selló aquellos labios puros con los suyos.

110

Cardona

Varias semanas despues, dos jóvenes caballeros avanzaban uno tras otro por una estrecha vereda que corría paralela al río Cardoner. Habían salido de Barcelona el día anterior y, cabalgando de noche, habían llegado, ya avanzada la madrugada, a un recodo desde el que en lontananza se divisaba el montículo donde se alzaba el castillo de Cardona. Bertran se volvió en su silla hacia el joven Sigeric, al que había escogido de escudero desde que Ramón Berenguer le nombró su alférez, y le hizo un gesto con la mano para que se llegara a su lado. El joven dio espuelas a su cuartago y se puso a la altura del caballo de Bertran. Éste, señalando con el dedo el imponente edificio que se divisaba entre la neblina, remarcó orgulloso:

—Ésa es mi casa, ahí nací yo.

El joven escudero observó detalladamente la construcción.

—Hermoso lugar, señor; os diré que casi iguala en majestad al palacio de nuestros señores los condes. —Luego preguntó—: La espadaña que asoma tras la torre, ¿qué es?

—Es la iglesia de Sant Vicenç. Pertenece desde hace más de un siglo a la jurisdicción de mi familia —respondió Bertran.

—No comprendo cómo viviendo en este lugar preferisteis ir a Barcelona.

Bertran tardó unos instantes en contestar, recordando las razones que lo sacaron de su hogar más de cuatro años atrás.

—Las cosas no se eligen, Sigeric —dijo por fin—. Uno se ve obligado a hacerlas por imperativos que resultan incomprensibles cuando ocurren. Sin embargo, lo que en principio me pareció un mal paso, ha acabado siendo lo mejor que me ha pasado en la vida.

—Os envidio, señor; siendo tan joven, habéis tenido en verdad una vida azarosa y rica en experiencias.

—Realmente debo decir que los hados me han sido favorables… por lo menos hasta ahora.

—Creo que ninguno de los pajes que entraron con vos en su día en palacio ha alcanzado los honores que os han sido concedidos. Ser alférez del conde es en verdad una distinción que pocos alcanzan: habéis atravesado el mar cuando los demás apenas se han mojado los pies en él.

—No creas que todo son maravillas, Sigeric, las rosas siempre tienen espinas. Alza mi enseña de alférez del conde de Barcelona y sígueme.

Bertran taloneó a Blanc y partió a galope.

Cuando ambos caballeros se acercaban al foso que rodeaba el castillo, el sonido de un cuerno ronco y profundo avisó de su llegada. El alcaide, a requerimiento del centinela y apoyándose entre los dos merlones que coronaban la entrada, se asomó.

Bertran reconoció la silueta de su viejo ayo y poniéndose en pie sobre los estribos, gritó:

—¡Lluc, soy yo! ¿No me reconocéis?

El viejo servidor se asomó aún más para ver mejor, y Bertran supo por el gesto precipitado al retirarse que lo había reconocido. Lentamente el inmenso puente levadizo fue descendiendo entre ruidos de cadenas y crujir de polipastos. Bertran dio una palmada en la grupa de Blanc y lo hizo avanzar, seguido por Sigeric; los cascos de los nobles brutos resonaron al avanzar sobre la maciza madera del puente a la vez que el rastrillo que protegía la entrada iba ascendiendo poco a poco, abriéndose como las fauces de un inmenso dragón.

A la vez que ambos jóvenes descabalgaban en el patio de armas, se oyeron los pasos del viejo servidor, que descendía por la escalera de caracol que desembocaba en el cuerpo de guardia. El anciano se precipitó hacia Bertran intentando besar su mano, pero el joven lo alzó por los hombros con firmeza.

—¡Por Dios, Lluc, eso no! Para vos sigo siendo el mismo joven inquieto al que intentabais desasnar.

El hombre se puso trabajosamente en pie, alejándose un tanto y entrecerrando los ojos.

—Loado sea Dios, cuando os fuisteis aún erais un muchacho y regresáis ahora hecho un hombre… Mis ruegos han sido atendidos, ya me puedo morir.

—Falta mucho para eso, Lluc —repuso Bertran—. Aún daréis mucha guerra. Me habéis divisado en lontananza, lo cual demuestra que vuestra vista todavía es excelente.

—Sin embargo, ahora que os tengo cerca os veo como entre brumas. Pero no hablemos más de mí, vuestro padre ha dado orden de que fuerais conducido a su presencia en cuanto llegarais.

Bertran no se movió.

—Me agradaría ver a mi señora madre primero.

—El conde ha sido en este particular muy claro —advirtió el servidor—. Antes que nada, debéis verlo a él.

—Será solamente un instante, ayo —insistió el joven.

—Bertran, creo que no deberíais contradecir a vuestro padre. Doña Gala ya sabe de vuestra llegada y os verá a la hora de comer.

—Sea como ordene mi padre —cedió Bertran con un suspiro—. Atended a mi escudero y cuidad de los caballos, por la tarde me reuniré con vos para que me expliquéis los pormenores de vuestra vida.

—Poco os he de contar; aquí los días transcurren monótonos e iguales. De vez en cuando hay una algarada en la frontera y poco más. Desde que vuestro padre hizo las paces con el viejo conde de Barcelona la paz ha sido absoluta.

—Pues vamos allá. No perdamos tiempo… Estoy deseando verlo.

Bertran partió hacia el interior de la fortaleza con un nudo en la boca del estómago. Llegaba por fin el momento que tanto había temido durante estos años, el instante que sería decisivo para su futuro y el de Marta. Mientras avanzaba se percató de que todo estaba muy cambiado desde el día de su partida: el recinto había recobrado el esplendor de antaño. Aunque el camino hacia la torre del homenaje era el mismo, el mobiliario, los tapices, las lámparas… todo había recuperado el aspecto que tenía antes de la fatal enemistad que había enfrentado a Folch de Cardona con el viejo conde de Barcelona. Llegó el joven ante la puerta de la cámara de su padre y, tras un instante de vacilación, llamó con los nudillos. Fueron sólo unos segundos, pero a Bertran le parecieron una eternidad. Unos pasos denunciaron que alguien se aproximaba y al punto se abrió la gruesa hoja. Con las rodillas temblorosas, dio un paso hacia delante.

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