Authors: Chufo Lloréns
El vizconde de Cardona observó a su hijo de arriba abajo con una mirada inquisitiva y plagada de interrogantes. Al punto se hizo a un lado abriendo totalmente la puerta.
—Pasa, hijo mío, sé bienvenido a tu casa.
Bertran dio un paso al frente, y cuando esperaba que su padre avanzara su diestra para que le rindiera pleitesía, éste adelantándose, le abrazó y le besó en ambas mejillas.
—¡Cuán largo se me ha hecho el tiempo que has estado fuera, hijo mío! Bendigo al Señor que en su clemencia me ha permitido ver este día.
—Y a mí regresar; el recuerdo de vos, de mi madre y de los paisajes de mi país han alimentado mi esperanza durante todo este tiempo.
—Ven conmigo, tenemos mucho de qué hablar.
El vizconde condujo a su hijo hasta los asientos situados bajo un ventanal y ambos se sentaron como antaño, cuando Bertran había cometido alguna travesura y era convocado solemnemente por su padre para dar cuenta de la misma.
Al comienzo los prólogos fueron generales. El vizconde preguntaba y Bertran respondía sobre los temas que iban surgiendo: su estancia en la corte de Barcelona, su aprendizaje de las armas… Era como si el vizconde estuviera dando un rodeo antes de entrar, por fin, en un asunto que le arañaba el alma.
—Y dime, hijo, aunque la distancia hasta Barcelona es sustancial, el viento lleva y trae noticias, aunque uno nunca sabe hasta qué punto son ciertas… Me ha llegado que eres alférez del joven conde —afirmó más que preguntó—. ¿No crees que antes de aceptar un cargo tan comprometido debías haberlo consultado conmigo?
Bertran meditó su respuesta.
—Tal vez sí, padre, pero la vida urge muchas veces. Se me mostró el documento que ratificaba que la paz entre nuestro vizcondado y Barcelona era total, y debo deciros que nada tiene que ver el joven conde Ramón Berenguer con otros asociados que habéis tenido. Me confirmó que el trato era de igual a igual, que Cardona mantenía todos sus privilegios y que consideraba nuestro castillo como avanzada que defendía a los condados catalanes del poder sarraceno. La verdad, padre, me sentí honrado y pensé que mi nueva posición redundaría en beneficio de nuestra casa. Por eso acepté.
—¿Y no se te ocurrió pensar que existe una gran distancia entre firmar la paz con otro condado y ponerte al servicio de quien hasta hace muy poco fue un enemigo?
Bertran permaneció en silencio, sin saber cómo explicar a su padre la amistad y el cariño fraternal que sentía por Cap d'Estopes.
—Padre —dijo por fin—, me consta que fue en contra de vuestra voluntad, pero vos me entregasteis como rehén al conde de Barcelona. Y debo deciros que nada me ha dolido más en la vida que tener que abandonar este castillo, a vos, a mi madre… Pasé los primeros meses odiando a quienes consideraba mis enemigos, pero debo ser franco con vos: desde el principio Ramón Berenguer, el hijo del viejo conde, me trató como si fuera su hermano menor. Y sí, cuando llegó el momento, acepté honrado el puesto de alférez.
El vizconde de Cardona se alzó de su sitial y acercándose al ventanal y abriéndolo, requirió con un gesto a su hijo que acudiera a su lado.
—Mira, Bertran: la torre del homenaje ha sido reconstruida, pero la señal sobre el estribo señala el límite de la parte vieja.
—Lo veo perfectamente, padre, pero la parte nueva es quizá mejor y más sólida que la anterior.
—Tal vez —repuso Folch de Cardona con voz ronca—, pero lo que no se borrará jamás ni en la estructura, ni en la memoria de las gentes, es la marca infamante que, además de en la torre, llevo yo en el alma.
Bertran no supo qué decir.
—Hay que cerrar las heridas, padre.
—Ésa, hijo, fue la herida que causó la casa de los Berenguer a la casa de Cardona. La paz está firmada, pero la memoria sigue y el recuerdo de esa infamia me acompañará hasta la tumba.
El vizconde cerró el ventanal y regresaron a sentarse. Un silencio tenso se apoderó de ambos.
—Padre —dijo Bertran en un intento por disipar la tensión—, os juro que desde el primer día fui tratado como un huésped y recibí instrucción de armas como los hijos escogidos de las más nobles casas de Barcelona. Si en el futuro no evitamos rencillas y nos dedicamos a guardar rencores, la paz no existirá nunca.
—Voy viendo que tal vez seas ahora más otro Berenguer que un Cardona —repuso el conde, con amargura.
—Jamás —objetó Bertran—. Tengo muy claro cuál es el orden de mis lealtades, pero los tiempos son otros y si no nos acomodamos a ellos, nos quedaremos atrás.
Hubo otra larga pausa entre padre e hijo.
—Está bien —cedió por fin el vizconde—. Ahora estás aquí, y espero que permanezcas un tiempo con nosotros…
—Nada puede causarme mayor placer, padre. Ardo en deseos de ver a madre.
Bertran dudó unos instantes: el tema de Marta le quemaba en el pecho. El reencuentro con su padre estaba siendo más duro de lo que había creído. Pero en ese momento, Folch de Cardona le sonrió, y el joven vio en esa sonrisa al mismo padre al que había querido y respetado de niño.
—Hay algo más, padre. Vengo a pediros vuestra bendición. Deseo casarme.
Un hondo suspiro escapó del pecho del vizconde.
—No debería extrañarme… Ya eres un hombre. Y dime, ¿quién es la elegida de tu corazón? ¿De qué noble familia procede? ¿Será una buena alianza para el vizcondado de Cardona?
El rostro de Bertran reflejó, además de una naciente palidez, una firme decisión.
—Será la mejor alianza para mí, padre: la elegida de mi corazón está adornada de virtudes y, si Dios nos da hijos, serán la alegría de vuestra vejez y la honra de esta casa. Se trata de la hija del distinguido ciudadano de Barcelona Martí Barbany, el conocido naviero.
Un gesto de incredulidad torció el semblante del vizconde.
—¿Me estás diciendo que esa joven no pertenece a la nobleza?
Bertran apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
—No, padre. Pero eso no me importa: es una joven que ha sido educada en la corte, y que ahora se halla en un monasterio completando su formación. Su padre es uno de los ciudadanos más ricos y respetados de Barcelona. Y… yo la amo con todas mis fuerzas, padre.
Folch de Cardona asintió con la cabeza.
—Entiendo tu pasión, Bertran… E incluso puedo simpatizar con ese ardor juvenil… Pero el matrimonio es otra cosa, hijo. Como heredero del vizcondado de Cardona tienes ciertas responsabilidades que no puedes eludir.
—No pretendo eludirlas en modo alguno, padre —repuso Bertran—. Pero tampoco puedo eludir los sentimientos que me dicta el corazón.
—¡Un vizcondado no se gobierna con el corazón, sino con la cabeza! —dijo el vizconde levantando la voz. Al ver la mirada impasible de su hijo, el vizconde decidió ceder—. Bertran, no quiero discutir ahora… Tiempo habrá de pensar en planes de boda, ya sea con esa joven o con otra que convenga más a los intereses del vizcondado. Supongo que piensas quedarte unos meses con nosotros…
La última frase de su padre sorprendió al joven. Lo cierto era que ardía en deseos de regresar a Barcelona; eso sí, con la bendición paterna para poder ir en busca de Marta con absoluta tranquilidad de espíritu. El vizconde notó la vacilación de su hijo e insistió:
—Has estado años fuera de aquí. Tu madre no te ve desde que eras apenas un muchacho. —Su voz, dura, no admitía réplica—. El vizcondado te necesita… yo te necesito a mi lado. No creo que unos meses sean demasiado pedir, sobre todo si en ellos debe decidirse tu futuro y el futuro de estas tierras.
Bertran asintió, aunque presentía que el vizconde estaba utilizando sus armas de padre para retenerlo a su lado. De todos modos, Ramón Berenguer no le había impuesto una fecha de regreso y le había animado a que pasara con sus padres el tiempo que considerara oportuno.
—Tenéis razón, padre. Me quedaré un tiempo con vosotros… Hasta que os convenza de lo maravillosa que es Marta y del profundo amor que siento por ella.
El vizconde ocultó una sonrisa.
—Por supuesto, hijo. Estoy seguro de que es encantadora… Y ahora vayamos a ver a tu madre. ¡Está impaciente por abrazarte!
Y, sin decir nada más, el vizconde se encaminó a la puerta. Tras unos instantes de vacilación, Bertran le siguió.
Muerte de «el Viejo»
Barcelona, 1076
El gran dormitorio estaba en penumbra. El conde Ramón Berenguer I de Barcelona, el Viejo, agonizaba en su lecho.
Las dos chimeneas estaban encendidas y un sahumerio dulzón proveniente de dos pebeteros prendidos flotaba por la estancia: el olor almizcleño mezclado con el sudor de la muerte lo invadía todo.
El viejo conde yacía postrado en la inmensa cama adoselada, con las frazadas subidas hasta su barbado rostro, el tronco recostado en dos grandes almohadones y los brazos sobre el lecho pegados al cuerpo. El obispo Odó de Montcada le había impartido los santos óleos. Estaban presentes Harush, el físico; sus dos senescales, Gualbert Amat y Gombau de Besora; el notario mayor Guillem de Valderribes; el veguer de Barcelona, Olderich de Pellicer, y seis representantes de las casas nobles.
La respiración era agitada pero aún no agónica.
Gualbert Amat se aproximó donde estaba el físico.
—¿Cómo lo veis, Harush?
—Habladme en un susurro, señor, a estas alturas nadie sabe lo que puede oír un moribundo.
El senescal aproximó sus labios al oído del físico.
—¿Está a las puertas de la muerte, Harush?
—Está muy mal, señor; mi misión es ahora que no sufra, ya que curación no tiene. Le he suministrado láudano y adormidera. Otra cosa no puedo hacer.
El notario Guillem de Valderribes se aproximó a los dos.
—¿Es necesario que haga llamar a los herederos?
Milagrosamente el moribundo abrió los ojos y haciendo un leve gesto con la mano diestra, ordenó al trío que se aproximara. Los tres hombres acudieron al punto.
Valderribes se adelantó.
—¿Deseáis, señor, que haga llamar a los príncipes?
El viejo conde, con un hilo de voz, ordenó:
—Quiero ver al padre Llobet.
Los tres se miraron extrañados.
El físico se adelantó y murmuró junto al oído del notario:
—Lo que tengáis que hacer, señor, hacedlo pronto… O pronto será tarde.
El senescal partió al punto y a una breve orden, un criado salió de la estancia precipitadamente.
La espera se hizo tensa. No cabía otra cosa que aguardar y ver si llegaba antes el padre Llobet o la desoladora visita de la muerte.
Las campanas de la catedral tocaron completas. El tiempo fue pasando lentamente; de un momento a otro el conde entraría en la agonía.
La noche se cerraba en la ciudad; el alma del conde de Barcelona estaba a punto de ingresar en el arcano de la eternidad. Desde la bóveda azul del infinito, las estrellas emitían guiños cómplices saludando la llegada de un nuevo amigo, el espectro de Ramón Berenguer I, mientras a lo lejos una jauría de perros aullaba presagiando la muerte.
El grupo de personas que estaba presenciando la agonía guardaba un silencio solemne, de manera que el roce de las bisagras al abrirse la puerta sonó como un trueno. El rostro de todos los presentes se volvió a un tiempo. Agitado y sudoroso, acompañado del senescal, entraba en aquel instante el arcediano Eudald Llobet.
El viejo clérigo esparció su mirada sobre todos y sin dudar un momento, ya que las vanidades poco le afectaban, se dirigió al gran lecho donde yacía el conde. Odó de Montcada se adelantó a la vez.
La voz del conde sonó muy queda y sin embargo audible.
—No, obispo, quiero confesar con el padre Llobet.
El prelado retornó a su sitio en tanto que el sacerdote, haciendo un esfuerzo, se hincaba de rodillas junto al lecho. Ante el asombro de los presentes, el padre Llobet tomó entre las suyas la esquelética diestra del conde.
—Aquí estoy, señor —murmuró, acercando sus labios al oído del moribundo.
—Gracias, Eudald. Mi esposa siempre hablaba de vos como de un fiel amigo al que poco importan las vanidades de la corte… Y desde su muerte he podido comprobar que así era. —La voz de Ramón Berenguer era un soplo—. Quiero confesar, aunque temo que para mí no haya perdón. He pecado mucho, vuestra reverencia.
—Vuestras faltas son una minucia al lado de la magnanimidad y misericordia de Nuestro Señor.
—Todo lo hice y todo lo pequé, pasé por encima de todas las barreras morales. Creo que no hay ni un solo mandamiento al que no haya faltado. Sabéis que deseé la mujer de mi prójimo, viví en adulterio y fui excomulgado; he matado, he jurado en falso, he codiciado los bienes ajenos. En fin, padre, he recorrido toda la escala de los vicios…
La voz del conde se debilitaba.
—Os voy a dar la absolución.
Un ligero apretón en su mano advirtió al arcediano que el conde todavía quería decirle algo.
—Todavía no, Llobet. Debo rogaros una cosa. El notario leerá mi testamento. No quiero que la discordia se instale entre mis hijos. Los he dotado por igual, y gobernarán el condado alternativamente, seis meses cada uno. Todo será de los dos y ninguno será más que el otro… —El conde lanzó un débil suspiro—. Pretendo ser justo, no quiero más tragedias en mi casa.
El sacerdote palideció.
—Si ésta es vuestra voluntad, que así sea.
La voz del anciano era un susurro; a Llobet le costaba entenderlo.
—No me engaño, padre… Sé cómo son mis hijos, sé que no será fácil… Escuchad, quiero que mediéis en sus disputas y he establecido que el primero en mandar sea Ramón.
—Así lo haré, señor.
El suave apretón de la mano del agonizante le indicó que su tarea había concluido. Entonces solemnemente le dio la absolución.
A una leve indicación el notario Guillem de Valderribes se aproximó al lecho.
—Que traigan a mis hijos —murmuró el conde—. Quiero que vean la muerte de su padre y sepan dónde van a parar las vanidades de este mundo.
A una señal del notario, el senescal Gualbert Amat se precipitó hacia la puerta en busca de los herederos.
Al cabo de un poco ambos gemelos aparecieron y se colocaron a ambos lados del lecho. A una señal del agonizante, el notario comenzó a leer el pergamino que contenía el testamento.
Ramón acariciaba la frente de su padre sin escuchar. Berenguer, sin embargo, no se perdía ni una sola de las palabras del notario.