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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (87 page)

BOOK: Mar de fuego
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Llegada frente a la puerta, escuchó atentamente: la pareja estaba ya solazándose en la cama en los preámbulos del acto. Gueralda llamó con los nudillos.

—Pasa.

Gueralda entró con la mirada baja. Estaban en la cama los dos como Dios los trajo al mundo y su mirada no pudo evitar la visión de la mata de pelo rojo que ocupaba el ancho pecho del mercader.

Nur apenas reparó en ella.

—Déjalo ahí —dijo señalando la mesita.

Gueralda obedeció y salió de la habitación.

El tiempo transcurrió lento cual caminar de ciego, y Gueralda deseó que su pócima surtiera efecto. Cuando consideró que había pasado el tiempo suficiente se dirigió de nuevo a la habitación de Nur, portando una bolsa en su delantal. Con sigilo y cuidado sumo abatió el picaporte y abrió la puerta una cuarta. Sobre la cama, desnudo, yacía Tomeu y supuso que la mora estaba en el chiribitil donde tenía la bañera de cinc, asimismo dormida, ya que de no ser así hubiera sonado la campanilla. Los nervios de Gueralda se aplacaron como por ensalmo. Ajustó la puerta a su espalda e introduciendo su diestra en la bolsa del delantal, extrajo de ella las tijeras que había hurtado de la carretilla del jardinero. El miembro del hombre aún estaba medio turgente. Gueralda se acercó a la cama y sin vacilar ni un instante lo cercenó de un limpio tijeretazo.

Entonces se desató el infierno. El terrible dolor despertó al hombre que lanzando un aullido aterrador intentó, con el lienzo que cubría el lecho, contener la hemorragia que le manaba de la entrepierna, a la vez que miraba a Gueralda sin acabar de reconocerla. Ella, con la mirada enloquecida, sostenía en una de sus manos el miembro y en la otra las ensangrentadas tijeras. En aquel instante por la portezuela que separaba la alcoba del cuchitril, apareció desnuda y todavía mojada Nur, que sólo había tomado medio vaso de hipocrás y a quien, por tanto, la adormidera no había hecho demasiado efecto. La mora se lanzó sobre Gueralda como una pantera enfurecida. Las tijeras salieron disparadas a la par que el macabro trofeo y las dos rodaron por el suelo unidas en un fiero abrazo, arrancándose el cabello a puñados. Los gritos del hombre dominaban el ruido sordo que presidía su lucha. Finalmente, Gueralda quedó a horcajadas encima de la mora. Nur intentaba mantenerla alejada aferrándola por el cuello con ambas manos, mientras Gueralda intentaba zafarse del terrible ahogo. Entonces, cuando consiguió sujetar los brazos de la mora contra el suelo, ésta con una corcova de su poderosa pelvis la desmontó y Gueralda cayó junto a la pata de la cama. La mora se puso en pie al instante para reanudar su ataque cuando vio que su rival lo intentaba. Pero Gueralda no llegó a levantarse: se incorporó a medias y luego volvió a caer, boca abajo. Entre sus omóplatos asomaba el mango de una de las hojas de las tijeras. Entonces Nur se abalanzó sollozando sobre el chamarilero que emitía sordos gemidos, cubriéndolo con su cuerpo desnudo. Por la puerta aparecieron Maimón y el Negre, atraídos por el tumulto.

El eunuco se hizo cargo de la situación y volviéndose al Negre, le ordenó:

—Ve en busca del alguacil, tráetelo de inmediato y que alguien llame al físico del Pi… Este hombre se está desangrando.

En tanto el Negre salía a cumplir su cometido, Maimón se acercó al lecho y, de una terrible bofetada, alejó a la mora del herido, derribándola a los pies del aguamanil.

Fue una larga noche. Al toque de laudes, el juez Vidiella se había hecho cargo de lo sucedido en la mancebía de Montjuïc. La explicación de Maimón le fue de gran utilidad. El físico que acudió a la llamada del alguacil logró detener la hemorragia y, cumpliendo las órdenes del magistrado, hizo llamar a un carro que transportó al medio muerto individuo al hospital d'en Guitard, en el camino de la Boquería. Tras comprobar que Gueralda estaba muerta, ordenó que el cadáver fuera levantado y conducido al depósito del cementerio de Montjuïc, para que sus familiares, si es que los tenía, se hicieran cargo del entierro. Finalmente ordenó al alguacil que condujera a la mora a los calabozos. Vidiella concluyó que ambas mujeres, que se odiaban, se habían enzarzado en una pelea por causa del hombre herido. Que la muerta era la que le había cercenado el miembro al pobre desgraciado y que la llamada Nur había arrebatado las tijeras a la otra y la había apuñalado.

Ésta fue la conclusión del juez, por más que la mora juró y perjuró que la otra se había clavado las tijeras accidentalmente.

116

Reclamando deudas

La vida de Magí estaba destrozada. La última vez que había ido a ver a Nur se había enterado de la terrible noticia y del horrendo destino que aguardaba a la mora en las mazmorras. Ese mismo día, casi enloquecido, se plantó en la mancebía de la Vilanova dels Arcs y, a gritos, exigió ver a Mainar. Una adusta Rania fue a informar a su amo de la inesperada visita, algo asustada al ver el estado de desazón que demostraba aquel curita al que sólo conocía de vista, pero que siempre le había parecido de lo más dócil. Rania regresó poco después y Magí siguió a la mujer por un pasillo secundario que cruzaba la cocina, donde varios esclavos y servidores preparaban el condumio del mediodía en dos grandes ollas que olían a col hervida y a nabos, y ambos salieron por la parte de detrás a una galería porticada de la que descendía una escalera que desembocaba en el huerto.

—Allá lo tenéis. Os aguarda.

Partió la mora dejándolo solo, y desde lo alto de su privilegiada posición, Magí observó la inconfundible figura del tuerto, con la coleta sujeta con una guita y la crencha de cabello blanca que le hendía la cabeza, humillando a un hombre que con la mirada baja aguantaba impasible la bronca de su amo. Su voz llegaba nítida hasta los oídos del joven cura.

—¡Y no me vengas ahora con monsergas de vieja, Pacià! —decía el tuerto en un tono de voz en verdad amenazador—. Ni tengas la osadía de pedirme que mejore tu jornal: estás aquí por mi benevolencia, tengo esclavos que podrían hacer tu trabajo. ¿Tienes seis hijos y tu mujer vuelve a estar preñada?, será porque tú habrás puesto de tu parte, de lo cual infiero que no debes de llegar a la noche demasiado agotado a tu casa. ¡Regresa a tu trabajo y no vuelvas a importunarme!

—Señor, son únicamente diez dineros, que para vos nada representan y que para mí lo son todo: soy un buen jardinero, os hago de carretero, saco cada noche las basuras de la casa, que no son pocas, y las llevo hasta el albañal del Cagalell… Muchas noches me dan aquí las completas y tengo que ir entonces a la Vilanova de la Mar, donde vivo, y a la salida del sol vuelvo a estar aquí. ¿Qué más puedo hacer?

—¡Irte ahora mismo al maldito infierno! —exclamó Mainar—. ¡Sal de mi presencia y no vuelvas más!

Con el odio reflejado en su mirada, el hombre tiró al suelo la azada que tenía en las manos y sacudiendo el polvo de sus perneras con el sombrero de paja, se dirigió al almacén, pasando al lado de Magí, que se apartó sobresaltado. Tras esta diatriba, Mainar divisó al curita en lo alto de la terraza.

—Y a vos, Magí, ¿qué asunto urgente os trae por aquí a tan temprana hora? —le espetó Mainar.

Magí bajó los tres peldaños que descendían de la galería y se dirigió, por el sendero de tierra que se abría entre dos hileras de plátanos, hasta donde estaba el tuerto.

—Señor, ¿qué cosa terrible ha ocurrido? —Los ojos de Magí eran los de un demente, su voz apenas se oía.

—¿Qué ha ocurrido? Yo os lo explicaré: que esa mora imbécil que siempre frecuentabais apuñaló, por odios de mujeres, a una de mis criadas que, enloquecida, había atacado a un cliente. Y, lo que es peor, todo eso me ha echado encima a los jueces del conde, cosa harto inconveniente para mis negocios.

—Y ¿qué será de ella ahora? —balbuceó Magí—. He oído decir que está recluida en las mazmorras…

—¿Dónde queréis que esté? Está con quien corresponde, con maleantes y asesinos.

Magí perdió la compostura.

—¡Tenéis que sacarla de allí sea como sea! Esto no habría sucedido si me la hubierais vendido. ¡Prometisteis vendérmela si cumplía vuestros deseos!

—No sabéis lo que estáis diciendo. Por lo que a mí respecta, se puede pudrir allá adentro. Además, ¿cómo decís que habéis cumplido mis deseos cuando es público y notorio que vuestro maldito arcediano vive como un gallo entre sus gallinas en el monasterio de Sant Pere de les Puelles?

—No es culpa mía que los guantes que me disteis no obraran el efecto deseado más rápidamente; ni que el físico le prohibiera ocuparse de sus plantas por mor de los huesos del rosario de su columna. Además, os recuerdo que me dijisteis que os hice un buen servicio cuando os hablé de un fuego que ardía bajo el agua. ¡Tenéis que ayudarme, no puedo vivir sin ella!

Mainar lo observó circunspecto y pensó que todavía podría sacar algo de aquel curita.

—Tenéis razón… Me hicisteis un servicio, y aunque la circunstancia hizo que al fin no me sirviera para nada, voy a devolveros el favor.

Magí escuchaba al tuerto como Moisés en el Sinaí.

—Conozco al juez Bonfill, haré lo que pueda por vos, aunque no puedo prometeros gran cosa.

Sin poder contenerse, Magí se precipitó a asir la mano de su salvador cubriéndola de besos.

—¿Qué estáis haciendo? Dejaos de zarandajas. Acudid dentro de tres días a la casa de Montjuïc y Maimón os informará del resultado de mi gestión. Y ahora dejadme, que tengo negocios urgentes que despachar.

A partir de aquel momento, una rara desazón había invadido el espíritu de Magí, ya que amén del desahogo carnal que la mujer le ofrecía, estaba el placer inenarrable que le proporcionaba el aspirar aquel maravilloso polvo que elevaba su espíritu hasta límites insospechados aunque después le hacía descender a los infiernos. Magí caminaba por los pasillos de la Pia Almoina como alma en pena. El curita atribuía su desgracia a un castigo divino por la gravedad de los pecados cometidos que abarcaban casi todos los mandamientos de la ley de Dios. Había deshonrado a su padre empeñando su sepultura, había robado a la Iglesia hurtando de los cepillos donde los fieles depositaban sus limosnas y a su madre los útiles necesarios para ejercer su trabajo de partera; se había dado al vicio y a la fornicación, y lo más grave, había aceptado colaborar para acabar con la vida de su superior, que siempre se había mostrado con él solícito y cariñoso, y al que sólo un milagro había salvado de una muerte cierta. Ser nombrado confesor oficial de las monjas del monasterio de Sant Pere de les Puelles, para de esta manera poder acompañar a su ahijada en aquel voluntario encierro, le había preservado la vida en el justo momento que los signos externos del envenenamiento comenzaban a ser visibles: el arcediano había adelgazado notablemente; el color de su rostro se había tornado cetrino y su mirada taciturna, y sendos ruedos oscuros silueteaban sus ojos. El intenso dolor de su maltrecha espalda y su mal aspecto habían hecho que el encargado de la enfermería llamara al físico que, amén de recetarle una pócima que debía tomar cada mañana en ayunas, le urgió a que dejara de lado su afición a cuidar sus rosas y chumberas, ya que al encorvarse el rosario de huesos de su espalda se resentía en extremo. El superior, atendiendo las indicaciones del físico, le conminó a ello, aludiendo al voto de obediencia, y había ordenado, para evitarle tentaciones, que dejara en la Pia Almoina el cestillo de jardinería con todos sus aditamentos, guantes incluidos, que Magí se había ocupado de destruir de inmediato.

Pero en esos días, el pensamiento del joven cura iba y volvía una y otra vez a la mazmorra, sabiendo que la mujer cuyo cuerpo desencadenaba su locura, y que le había enseñado las artes del amor, estaba confinada allí dentro. Su mente no dejaba de pensar en la posibilidad de colgar los hábitos, sacar a la mora de allí y huir con ella adonde el destino los condujera… Sabía que para todo ello necesitaría dinero y dándole vueltas una y otra vez al asunto, tomó una decisión desesperada.

Dos días después un tembloroso Magí dirigía sus pasos a la casa de su madre, donde cambió su ropa talar por otra de villano y cubrió su pelo que denotaba su condición de sacerdote con un viejo sombrero que ya había utilizado en otras ocasiones. Ataviado de esta guisa, y con un zurrón a la espalda, se encaminó a ver a Aser ben Yehudá, el cambista judío al que ya había recurrido otras veces. La cola de paisanos llegaba hasta la calle: gentes de toda laya, desde artesanos a mercaderes pasando por comerciantes, y hasta alguna que otra mujer solicitando una prórroga del pago de su pignoración. Y llevando consigo a sus niños pequeños para ablandar el corazón del cambista. La cola fue avanzando; los más iban saliendo cabizbajos, con el rostro apesadumbrado, señal evidente del fracaso de su gestión.

Por fin, un impaciente Magí se halló frente al judío.

—Sed bienvenido de nuevo a mi casa, señor Vallés —dijo el judío, recordando el falso nombre que había dado Magí durante sus tratos previos—. Sentaos, por favor. ¿Qué os trae por aquí?

Magí se sentó en el pequeño escabel que había frente al judío, que cuidaba que su posición quedara siempre más elevada que la del solicitante.

—Os traigo algo de gran valor, señor ben Yehudá —dijo el joven sacerdote bajando la voz—. Estoy seguro de que os interesará.

Los ojillos del judío se achicaron hasta semejar una sola raya y con un ampuloso gesto, le animó a proseguir.

—Veamos de qué se trata.

Magí dejó el zurrón encima de la mesa; lo abrió y, con sumo cuidado, extrajo de él un cáliz de oro, bellamente tallado, que había sustraído del tesoro de la Pia Almoina. El judío observó el objeto, intentando no demostrar el interés que despertaba en él algo de tan gran valor.

—No os preguntaré de dónde lo habéis sacado —dijo el prestamista—. ¿Cuánto queréis por él?

Magí tenía la boca seca; sus ojos apenas osaban posarse en ese objeto sagrado. Por un instante estuvo a punto de guardarlo de nuevo, devolverlo a su lugar y olvidar aquel sacrilegio, pero el recuerdo de Nur encerrada en las mazmorras se impuso a sus escrúpulos de conciencia.

—Diez mancusos de oro.

El judío no vaciló. Pocos minutos después, Magí salía de aquella casa con el zurrón vacío, los bolsillos llenos y un enorme peso en el corazón. Cabizbajo y nervioso, el curita se dirigió a ver a Maimón, quien le esperaba y no con buenas noticias: lo único que su amo había conseguido del juez Bonfill era la oportunidad para que Magí, en nombre de Mainar, visitara a la mora en la cárcel. Debía presentarse en las mazmorras al día siguiente con la autorización firmada que Maimón tenía para él. Esa noche, Magí no concilió el sueño: permaneció despierto en su cámara, con el saquito de monedas en una mano y el papiro que le daba acceso a los calabozos en la otra, pensando en su incierto futuro.

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