Mar de fuego (88 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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Las mazmorras

Al alba del día siguiente, sin poder aguardar más, Magí estaba frente a los calabozos. Un guardia con el rostro soñoliento y el talante destemplado por el relente de la madrugada que se le calaba en los huesos medía la puerta a paso lento con la lanza al hombro mientras aguardaba el cambio de turno. A la segunda ronda, y viendo a un hombre enteco, cubierto con un sombrero de ala que le ocultaba el rostro y envuelto en una capa parda, inmóvil en la esquina, cual estatua de mármol, detuvo su monótono caminar y se dirigió a él con gesto agrio.

—¡Eh, tú! Si no tienes nada mejor que hacer, continúa tu camino. Aquí no se puede detener nadie.

El intruso, en vez de alejarse, se encaminó hacia él e introdujo su mano bajo la capa; el centinela, creyendo que iba a desenfundar una daga, se alejó dos pasos y puso el pico de su lanza en el pecho del inoportuno visitante.

—¡No me vengas con gaitas, que no son horas! Muéstrame las manos lentamente o te ensarto como a una sabandija.

El extraño ya sacaba su diestra y en ella, enrollado, un papiro.

Entonces habló con voz aguda y algo nerviosa.

—Entrega esto a tu superior; léelo si lo consideras oportuno.

El otro bajó la pica y en tanto tomaba la vitela, comentó:

—No es mi cometido ni soy hombre de letras. Aguarda aquí hasta que lo comunique al jefe de la guardia.

Desapareció el hombre unos instantes y apareció de nuevo acompañado de un sujeto que se abrochaba el jubón con gesto adusto y el pergamino en su mano.

—Que tengáis buen día, señor. El alcaide os recibirá enseguida a pesar de lo temprano de la hora.

Magí, que no estaba hecho a estas deferencias, lanzó sobre el centinela una mirada de triunfo y se dispuso a seguir al oficial.

Tras un recorrido sinuoso pararon ante una puerta y el jefe de la guardia golpeó con los nudillos.

De inmediato sonó un «adelante» y ambos hombres se hallaron en un sobrio gabinete. Tras un breve saludo y luego una breve inspección, el responsable de los calabozos habló:

—Señor, tened la amabilidad de tomar asiento. —Magí procedió a ello—. Por lo visto tenemos un amigo común: el señor Mainar, que os recomienda, es buen amigo mío. ¿Lo conocéis de ha mucho tiempo?

Magí, sin comprometerse, respondió:

—Tengo negocios con él.

—¿De la misma índole tal vez?

—No, no, me limito a proveerle de ciertas cosas de tráfico delicado y él me corresponde con su favor —improvisó Magí a modo de explicación.

—Ya…, entiendo… os paga en especies. Ahora comprendo el interés que mostráis por la morita; es una buena pieza, que es pena desperdicie la tersura de sus carnes en sus mejores años aquí dentro.

Magí se descaró.

—Estuve en varias ocasiones con ella y tengo cierto empeño en rescatarla de este mal paso.

El alcaide abrió el cajón de su escritorio y extrajo de él un documento.

—El capricho os va a salir caro. Tengo aquí la sentencia, y la multa para librar a esa mujer no es precisamente cosa baladí… Claro está que matar a una prójima con unas tijeras de podar tampoco lo es.

—¿A cuánto asciende la multa? —inquirió Magí con un hilo de voz.

—Se ha establecido en diez mancusos de oro.

Magí apenas pudo contener una sonrisa. ¡La suerte le sonreía por fin! Llevaba encima suficiente dinero como para satisfacer ese pago. Una luz de esperanza asomó a sus ojos.

—De momento quisiera hablar con ella, luego decidiré si me conviene pagar su deuda.

El jefe de las mazmorras hizo sonar una campanilla y un carcelero compareció al instante.

—Acompañad al señor de la Vall a la celda de la mora. Dejadle entrar; voy a hacer una excepción, pero quedaos cerca, por si acaso.

—Como mandéis, señor.

Descendieron una retorcida escalera de caracol y, precedido del carcelero, llegó Magí a un húmedo y lóbrego corredor al que daban varias rejas enfrentadas, en las que se amontonaban, separados por sexos, los forzosos usuarios.

—Aquí están la presas que tienen en su haber muertes violentas. Allá al fondo está vuestra recomendada.

Un hombre, adiposo y mugriento, vestido con un apestoso mandil, estaba al fondo del pasillo sentado en un escabel que apenas sostenía su peso, con un grueso aro de llaves sujeto al cíngulo que rodeaba su cintura. Al ver a los recién llegados se puso en pie.

—Abre la reja.

La orden no admitía réplica y el hombre introdujo en la cerradura una inmensa llave.

Cuando vio a Nur rodeada de otras mujeres harapientas y sucias a Magí se le cayó el alma a los pies. La mora estaba recostada con los brazos cruzados bajo la cabeza, en el banco de piedra que corría a lo largo de la pared del fondo. Por una ventana enrejada pasaba la única luz que iluminaba aquel antro de angustia y desolación.

Nur miró a Magí extrañada y en silencio: el celador salió de la mazmorra y ella, con voz neutra y sin mostrar extrañeza, indagó:

—¿Qué hacéis aquí?

A pesar de la sorpresa, los ojos profundos y negrísimos de Nur reflejaban la seguridad que posee toda mujer consciente del poder misterioso de su sexo.

—He venido a ayudarte.

La mora volvió a recostarse sin mostrar otro interés.

—Eso es imposible… Se me acusa de haber matado a una mujer y para salir de aquí se me exige una multa que no podría reunir ni trabajando toda la vida.

Magí se acercó hasta los pies del banco.

—Nada hay imposible si se tiene la bolsa llena. No vivo desde que supe del incidente.

—¿Y qué podéis hacer vos? —preguntó Nur con una sonrisa triste.

—He hecho lo necesario para obtener el dinero. Lo tengo conmigo.

Entonces la mujer se incorporó del todo.

—¿Esto habéis hecho por mí?

—Y más hiciera si fuera menester. Nur, eres la persona que más me ha dado en esta vida, aparte de mi madre. Quiero que sepas que he pasado por todo para compartir contigo el resto de mis días… Si ahora te pierdo, nada tendrá sentido y todo habrá sido en vano.

La mora lo observó con disimulado interés.

—Me honráis con vuestras palabras, Magí. ¡No merezco tal consideración!

—Tú te lo mereces todo, Nur —dijo Magí, cogiéndole la mano—. Mi vida no tiene sentido si tú no estás en ella.

—Pagad la multa e iré con vos.

—Lo tengo todo pensado —musitó Magí—. Huiremos de esta ciudad y empezaremos una nueva vida lejos de aquí…

—Primero sacadme.

Magí, loco de contento, se dirigió al carcelero.

—Por favor, conducidme de inmediato ante vuestro jefe. Voy a liberar a esta mujer.

Magí se puso en pie e intentó besar los labios de la mora. Ella dejó que sus bocas se unieran. Magí sintió su calor y se dijo que no había dinero en el mundo para pagar tanta felicidad.

Partieron ambos y mientras cerraba la reja, el carcelero no pudo reprimirse.

—¿Estáis seguro de lo que vais a hacer?

—Sin la menor duda.

Una hora después, Magí y Nur, libre y sonriente, salían del lóbrego edificio donde se hallaban las mazmorras. La mora le pidió una única cosa mientras él iba en busca del postillón que los llevaría fuera de la ciudad: pasar por la mancebía a recoger sus cosas. Allí debían encontrarse al cabo de tres horas, un tiempo que a Magí le pareció como un purgatorio tras el cual vería el cielo.

A la hora acordada, un ilusionado Magí llegaba a las puertas de la mancebía de Montjuïc. El Negre le abrió la puerta.

Sin cambiar un saludo, Magí le espetó:

—Vengo a buscar a Nur.

—Bienvenido, Magí. Ya que no saludáis, lo hago yo.

El curita no se dio por aludido e insistió.

—No tengo tiempo para saludos. Sólo he venido a buscar a Nur.

—Pues se ha ido.

—¿Que se ha ido? ¿Adónde?

—Llegó a media mañana, como supongo que sabéis. ¡Menuda sorpresa nos ha dado! No esperábamos volver a verla, la verdad… Estaba recogiendo sus cosas cuando le he dicho que el tal Tomeu estaba en el hospital d'en Guitard, y ha partido como una exhalación sin apenas recoger algo de ropa.

—¿Ése no fue el hombre al que hirieron la noche del percance que le costó la cárcel a Nur? —inquirió Magí, pálido.

—El mismo.

Magí no aguardó más y partió hacia el hospital, plagado de dudas. Tal vez Nur sólo había querido ver cómo se encontraba aquel individuo… Ya tras las murallas, saltó del carro sin despedirse y atravesando por el antiguo
cardus
de los romanos se dirigió al hospital d'en Guitard, situado entre el Pla de la Seu y la entrada del Castellnou. Allí un celador le impidió el paso, pidiendo explicaciones. Magí le dijo que iba comisionado por el encargado de las mazmorras, del que dio el nombre, y que pedía información sobre un tal Tomeu al que llamaban «lo Roig». El hombre, a pesar de sus dudas, le permitió la entrada y le indicó dónde encontraría al herido.

Magí ascendió la escalera subiendo los peldaños de dos en dos. El olor, pese a los pebeteros que despedían sahumerios de hierbas aromáticas, era intolerable; Magí cubriendo sus narices con el borde de su capa se asomó a la arcada de la gran estancia. Un cuerpo que estaba cubierto con una vieja manta era cargado en aquel momento en unas parihuelas y llevado por dos hombres, en tanto una monja ya preparaba el catre para colocar a otro que esperaba con la muerte dibujada en la cara.

Al fondo la vio a la vez que ella lo divisaba a él. Nur se puso en pie y se dirigió hacia donde él estaba.

Magí la interrogó entre temeroso y encelado.

—¿Qué se te ha perdido en este lugar? He ido a buscarte a la hora acordada y no estabas.

La mujer clavó en él su mirada dura y firme.

—Es muy sencillo, Magí. El hombre por el que perdí mi libertad, aunque lisiado, aún está vivo.

—¿Te refieres al individuo al que cercenaron la virilidad? ¿A ese despojo te refieres? ¿A ese medio hombre? —gritó Magí.

Toda la bilis de la mora salió a flote.

—¡Ese al que llamas medio hombre es más hombre que tú al completo, que pareces en el catre una sabandija! ¡Me quedo con él, Magí! ¡Vete con tus miserias a otro lugar y busca a otra que se ponga a horcajadas sobre tu ridícula verga, que más parece la de un conejo, y aguante tus gimoteos!

Tras estas palabras rebosantes de ira y desprecio, la mora dio media vuelta y se acercó al lecho del doliente Tomeu.

Quedó Magí estupefacto y confundido, mascando lentamente las palabras que habían salido de la boca de aquella mujer y que se abrían paso entre las brumas que envolvían su cerebro, inexorables cual una barrena. Sin saber adónde ir ni qué hacer, por un movimiento reflejo hijo de la costumbre se encontró en la puerta de la Pia Almoina dirigiéndose a su celda.

Los sacerdotes estaban entonando las completas cuando la puerta lateral del templo se abrió y apareció el rostro descompuesto del padre Ventura, quien tras una rápida genuflexión se dirigió al último banco en cuyo extremo se hallaba el superior. Éste inclinó la cabeza para escuchar mejor lo que éste le decía y luego partió a la carrera tras él.

Sin cambiar palabra ambos clérigos subieron las escaleras que conducían a las celdas de los sacerdotes más jóvenes. El padre Ventura iba delante, y llegando al último de los aposentos abrió la puerta dejando el paso franco a su superior. Lo que vieron los ojos de este último no se le habría de olvidar nunca jamás. En el suelo había una banqueta volcada y una sandalia, y colgando de una cuerda que pendía de una viga del techo, oscilaba el cuerpecillo del padre Magí: tenía la amoratada lengua fuera, un pie descalzo y se balanceaba lentamente cual péndulo macabro.

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La acusación

Un cambio importante se había operado en Berenguer. Por vez primera en su vida se sentía poderoso: aquél era su semestre. El extraño testamento de su padre le proporcionaba el mando, aunque fuera sólo seis meses al año, y el ver que las lanzas de los centinelas de las puertas se inclinaban a su paso le transmitía una sensación de gozo indescriptible. Nobles que en vida del viejo conde desdeñaban su presencia, ahora no solamente buscaban su saludo con fruición, sino que de una forma servil se ofrecían para realizar cualquier servicio que pudiera ordenarles. Estaba muy satisfecho de haberse negado a actuar en consenso con su hermano en el tiempo que correspondía a su mandato; los componentes de la
Curia Comitis
que censuraban sus decisiones habían sido apartados y sustituidos por otros más deseosos de complacerle. El poder realmente era un raro licor que, si bien de momento no llegaba a embriagarle, le suministraba un calorcillo delicioso. Casi todas las cosas que anteriormente estaban en el primer plano de su existencia habían pasado a un segundo lugar, excepto una… Había una espina clavada en el corazón de Berenguer: uno de los pocos caprichos que le había sido negado. Él, que había disfrutado de cuantas jóvenes había deseado, fueran damas o no, se había visto rechazado y humillado por una plebeya con aires de grandeza. Conocía el hecho de que por el ascendiente de aquel odioso clérigo que había sido confesor de su madre y tal vez de las pocas personas que influyeron en ella, Marta Barbany había entrado de postulante en Sant Pere de les Puelles. En esos últimos años Berenguer se había esforzado por ganarse la confianza de su padre, siguiendo los consejos de Mainar, y no se había atrevido a realizar acción alguna que pusiera en peligro su herencia. Pero ahora había llegado su momento: había sembrado y era tiempo de cosecha. Y el fruto que más codiciaba se llamaba Marta Barbany.

Su plan era perfecto y caminaba en tres vías diferentes. En primer lugar, el momento era el idóneo; aquel impertinente muchacho que estorbaba su camino seguía en Cardona, visitando a su padre. En segundo lugar, Sant Pere de les Puelles no era una fortaleza inexpugnable; no le iban a hacer falta arietes ni ingenios de asalto, había otras maneras. La influencia de la casa condal de Barcelona sobre el monasterio era determinante: si cegaba el caudal de sus dineros, pese a la contribución de muchas familias nobles que ayudaban a sufragar su mantenimiento, el monasterio no podría subsistir. Él sabría mostrar oportunamente a la abadesa, la madre Adela de Monsargues, el látigo y la zanahoria y además, examinando su interior detenidamente, llegaba a la conclusión de que aquella circunstancia difícil y adversa todavía exacerbaba más su instinto lujurioso. Finalmente, y ahí debía andar con mucho tiento, estaba el principal obstáculo, que no era otro que el tremendo poder de la fortuna del padre de la moza, Martí Barbany, pero para ello también tenía una solución: desacreditarlo y llevarlo a la ruina.

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