Authors: Chufo Lloréns
La visita de Amina
La silueta de una mujer a lomos de un pollino se dibujaba al final del sendero que ascendía culebreando hasta el antiguo molino de Magòria, reconvertido en una pequeña masía gracias a la generosidad de Martí Barbany y al esfuerzo de Ahmed y de su amigo Manel, así como de los trabajadores a quienes el naviero había encargado las obras.
El maestro de obras había tenido la habilidad de aprovechar la vieja construcción, uniendo por un lado la vivienda con la pequeña torre del molino, y por el otro el cobertizo con las cuadras.
El trabajo de sol a sol era el único alivio para Ahmed, que consumía las horas levantando los muros de su casa, cultivando los huertos que poseía y cuidando de sus animales.
Aunque nunca se olvidaba de tener la tumba de Zahira aseada y llena de flores, también se entretenía al caer la tarde colocando viejos cacharros de metal sobre el muro que cerraba el predio y ejercitando su puntería con su vieja honda en compañía de Manel, su amigo de siempre. Éste, que había dejado su puesto en la plaza del Blat y el negocio de burros que regentaba su padre, se había trasladado a vivir y trabajar con él y pese que al principio se negaba a aceptarlo, Ahmed le asignó una dotación que le permitía cubrir sus necesidades y ahorrar un dinero.
—Me parece que Amina viene a vernos —exclamó Manel.
Al aviso de Manel, Ahmed oteó a lo lejos la figura de una mujer a lomos de un pollino que se fue agrandando lentamente.
Efectivamente, era Amina, y aunque las circunstancias de la vida los hacían vivir en lugares distintos, el amor de los hermanos permanecía inalterable. Desde su regreso de la aventura del rescate del
Laia
, se veían regularmente en casa del amo. La pretensión de Ahmed de reunir bajo el nuevo techo a su familia había sido vana. Naima, su madre, a pesar de que su pobre mente ya no regía y en todo se dejaba guiar con mansedumbre, tenía dos manías: la primera era creer que el primero que entraba en las cocinas era Omar, y la segunda era negarse a traspasar el umbral de la casa bajo ningún concepto. El amo dio la orden de que fuera atendida en todo momento y que le dejaran hacer lo que quisiera. Amina iba cada semana a verla, pero se había negado a abandonar a Marta en el monasterio. Ahmed entendió que su hermana debía de tener poderosas razones y respetó su actitud. Sin embargo, desde el día que Marta ingresó en el monasterio, y pese a que Amina la siguió en calidad de doncella, sus encuentros fueron menudeando al punto que era rara la semana que en un momento u otro no la viera, ya fuera en la casa de la plaza de Sant Miquel por las mañanas, o al caer la tarde en el molino.
En tanto Manel se dirigía al interior de la casa en busca de una jarra de agua anisada, que tanto complacía a Amina cuando el calor apretaba, Ahmed se llegó hasta la puerta del cercado. Cuando vio a su hermano, Amina fustigó ligeramente al jumento con un junco obligándole a acelerar el paso.
La muchacha se llegó a la cuadra, y tras desmontar de un ligero salto tomó al burro por la brida y lo ató al pesebre. Desde el interior vio que su hermano se acercaba a la abertura de la entrada y lo observó al contraluz, detenidamente. ¡Cómo había cambiado! De aquel muchacho que jugaba con Marta y con ella en el jardín posterior de la casa de la plaza de Sant Miquel junto a la capilla donde se hallaba el mausoleo de la señora, al hombre que ahora avanzaba hacia ella reposado y seguro de sí, mediaba un abismo. El largo viaje en busca del
Laia
, las interminables jornadas de navegación, las angustias de la aventura, el conocimiento de mares lejanos y el ver de cerca la muerte lo habían hecho madurar. Lo único parejo era su mirada triste y soñadora que parecía siempre teñida de nostalgia.
—Que Alá sea contigo, hermana.
—Que Él te acompañe.
Ahmed la sujetó por los hombros antes de besarla y la observó con detenimiento en tanto que Naguib, el mastín de Ahmed a quien éste había puesto ese nombre en recuerdo del pirata, se frotaba el lomo contra ella. Aquella mujer de veintidós años que había sacrificado lo mejor de su juventud al servicio de su ama era lo único que le iba a quedar en el mundo cuando su madre, a la que ya le faltaba caminar poco trecho, partiera hacia la casa de los muertos.
Sin más, ambos hermanos se tomaron por la cintura y recorrieron el pequeño sendero que conducía al cobertizo de troncos y de uva de parra.
Manel la saludó alborozado.
—
Salaam aleikum
, Manel —se inclinó Amina juntando ambas manos sobre su pecho.
Manel respondió al modo islámico.
—
Aleikum salaam
, Amina. Sé bienvenida a tu casa.
Se sentaron los tres bajo la umbrosa parra del pequeño porche y Manel hizo notar a la mujer que en su honor había traído la jarra con el agua anisada que tanto le agradaba.
Amina, en homenaje a la atención que Manel había tenido con ella, tomó la jarra y dio un largo trago que calmó su sed.
—No sabes, hermana, lo que nos agradan tus visitas.
—Eres la mensajera de cosas nuevas —añadió Manel—. Aquí sabemos de Barcelona, de sus mercados y de lo que ocurre en la casa de la plaza de Sant Miquel, pero en cuanto a novedades de la corte y cosas que pasen en las alturas, tú eres la que nos pone al corriente.
—Eso sería antes, Manel —se rió Amina—. Ahora sólo puedo darte novedades de las costumbres de las monjas, de sus labores, de sus rezos nocturnos, de sus compotas y de poco más.
—¿Cómo está el ama Marta? —preguntó Ahmed.
Amina desvió la mirada… No podía decirse que su querida Marta estuviera tranquila. La última carta de Bertran la había sumido en la zozobra: en ella, el joven, a pesar de reiterarle su amor y sus deseos de hacerla su esposa, le informaba de que el vizconde de Cardona deseaba tenerlo a su lado durante un tiempo. ¿Cómo podía negarse, se preguntaba Bertran, después de tanto tiempo ausente? Y añadía que estaba seguro de que durante su estancia allí podría convencerlo para que bendijera su matrimonio con Marta. Llevaban tres años de espera, decía Bertran, ¿qué eran unos meses más a cambio de disfrutar de una vida entera juntos sin que nadie se opusiera a ello? Marta se había enojado, había llorado, pero al final, pensaba Amina, había acabado aceptando. Su propio padre, que la adoraba y que conocía a Bertran, había impuesto ese plazo de tres años… El vizconde de Cardona, que seguro que también quería a su hijo y no sabía de ella más que su nombre y lo que Bertran le hubiera contado, tenía derecho a pedir unos meses de espera… Por duros que le resultaran. Pero Amina, aunque apoyaba a su ama en todo, también estaba preocupada. Intuía que el joven heredero de Cardona tendría que acabar escogiendo entre la lealtad a su familia y el amor por su ama… e ignoraba hacia qué lado se decantaría su decisión.
—Sufro por ella, Ahmed, aunque intento animarla en todo momento. Ya conoces el motivo que la llevó a trasladarse al monasterio… —Su hermano asintió, aunque Amina conocía otra poderosa razón, el infame acoso de Berenguer, del que nadie sabía nada—. Han transcurrido ya los tres años que solicitó el amo, y el amor de Marta sigue tan firme como antes, o más si cabe… Ni un solo día transcurre sin que me hable de Bertran, aunque de sobra sabe lo que todos conocemos.
Manel intervino.
—¿Y qué es ello?
—Lo que el amo observó en su día —respondió Amina, con pesar—. Que es difícil que el primogénito de un vizconde se case con una plebeya, por más que el padre de ésta sea uno de los ciudadanos más importantes y prósperos del condado.
Ahora fue Ahmed el que intervino.
—No opino lo que tú, hermana. Si se trata de amor verdadero no es posible olvidarlo fácilmente… Yo lo sé bien.
—Lo tuyo, hermano, fue algo excepcional.
—No fue, lo sigue siendo.
Hubo un silencio momentáneo entre los tres. Luego Manel observó, renuente:
—De cualquier manera, el amor es cosa de dos.
—Juraría que también él la corresponde. Según mis noticias, y estoy bien advertida de lo que ocurre en palacio, el joven Bertran se ha dedicado en cuerpo y alma al servicio del nuevo conde, aunque ahora se encuentre en Cardona… Para pedir a su padre, entre otras cosas, la bendición para casarse con Marta.
—¿Cómo sabes, hermana, tantas cosas de lo que allí ocurre?
—Delfín, el hombrecillo que acompañó a la condesa Almodis desde Tolosa, va frecuentemente a visitarnos al monasterio. —Amina no dijo nada de las cartas que los jóvenes se intercambiaban gracias al amable bufón—. Te aseguro que no hay nadie en el mundo mejor informado sobre los intríngulis de la vida palaciega. Y, cómo no, también contamos con el consejo y la amistad del padre Llobet, ahora confesor del monasterio, como bien sabes.
—¿Ha mejorado su salud definitivamente? No habrá vuelto a recaer… —preguntó Ahmed. Todos habían estado muy preocupados por el aspecto del buen arcediano años atrás, pero los aires del monasterio parecían haberle sentado bien.
—Vuelve a estar fuerte como un roble —dijo Amina con una sonrisa—. Es tan extraño… Llegó al monasterio enfermo, con un respirar agitado que le acompañaba todo el día; casi ni podía decir su misa y ni siquiera bajaba al huerto. De todos modos, el físico le había prohibido por el bien de su espalda agacharse para cuidar las plantas.
Amina se levantó. Adoraba visitar a su hermano, pero no quería regresar tarde.
—Una cosa más antes de irte —dijo Ahmed—. ¿Ese Delfín, que tan bien informado está de los asuntos de la corte, te ha dicho algo acerca de cómo se llevarán a cabo las disposiciones testamentarias del difunto conde? La gente está intranquila: nadie acaba de entender cómo acabará esto.
Una nube ensombreció el semblante de Amina. Secretamente, temía el momento en que Berenguer llegara a gobernar, y para ello faltaban sólo unos escasos meses.
—Sólo me ha dicho que al condado le esperan tiempos difíciles, Ahmed. ¡Que Dios nos ayude!
La herencia compartida
Aunque el tiempo transcurrido desde la muerte del conde era breve, mucha agua había corrido bajo los puentes en la relación entre los hermanos. Apenas celebradas las exequias, los componentes de la
Curia Comitis
habían urgido a las autoridades barcelonesas —veguer, obispo, senescal, notario mayor y jueces— a que se reunieran para tomar las oportunas decisiones para llevar a la práctica el singular testamento del conde. Tal y como éste había dispuesto en sus últimas voluntades, Ramón Berenguer había comenzado su reinado.
Aquella mañana se había convocado el consejo reducido. Presidía el obispo de Barcelona como autoridad religiosa, la responsabilidad en lo civil recaía en el veguer Pellicer y el notario mayor Valderribes; la autoridad militar era el senescal Gualbert Amat.
El notario mayor tenía la palabra y todos los presentes atendían sus argumentos coligiendo que su postura era la que convenía al condado. Berenguer, que por primera vez en su vida olfateaba de cerca el auténtico poder, permanecía apartado y recogido en sí mismo.
—Y entiendo —decía Guillem de Valderribes— que siendo ya de por sí complicado el gobierno de tan extenso territorio, la decisión de vuestro padre, si bien comprensible, es de delicado cumplimiento; por ello invito a vuestras excelencias a coordinar voluntades, de manera que, en decisiones trascendentales, se siga una única línea política que trascienda a los semestres naturales. Establecer, por así decirlo, unas líneas maestras sea quien fuere aquel de vuestras mercedes que esté al frente en cada momento.
Cap d'Estopes tomó la palabra.
—Señorías, es claro que lo principal es obedecer los deseos de mi padre, pero sin pretender juzgarlo; entiendo que el cumplimiento de su testamento es harto complicado, y bien sabe Dios que no me guía el afán de poder. Lo que decís, Guillem, no sólo me parece justo, sino tremendamente atinado; malamente podrán ir los condados de Barcelona, Gerona y Osona si cada semestre se cambian normas principales o se dan órdenes contrapuestas. Estoy completamente conforme con vuestra opinión —añadió con firmeza.
Berenguer, que hasta aquel instante había permanecido ausente, regresó al mundo de los vivos.
—Pues con todo respeto, señores, a mí no me parece lo más procedente.
—¿Queréis explicaros, hermano?
—Es muy simple, nunca se me tuvo en cuenta y por Dios que la última voluntad de mi padre me sorprendió. Jamás se pensó en mí para nada; desde siempre supimos que el heredero era nuestro hermanastro Pedro Ramón y, en su defecto, sin duda vos. A mí me iba a corresponder un lejano territorio allende los Pirineos, y eso contando con la diosa fortuna, pero hete aquí que en sus últimos instantes e influido sin duda por los terribles sucesos ocurridos, mi padre decide que cada uno sea el control del otro, y en su sabiduría y experiencia considera que ese poder alternativo servirá para que yo ejerza de elemento moderador y, ¿por qué no decirlo?, corrector de cualquier dislate que se os ocurra hacer. Como podéis suponer, no voy a renunciar al poder que me ha sido otorgado.
Un tenso silencio descendió unos instantes sobre el grupo; luego tomó la palabra el veguer.
—Respetando completamente la voluntad de vuestro padre, creo, señor, que cabe una solución intermedia que, sin merma del poder que os ha sido otorgado, coadyuve a que los condados sean guiados en una misma dirección, sea cual sea el que esté al frente de ellos en aquel momento.
—Os escuchamos, Olderich —terció Ramón—. Estoy seguro de que tanto Berenguer como yo sólo queremos el bien de nuestros súbditos.
—Veréis, excelencias. Podíamos acordar una línea intocable respecto a asuntos concretos e indiscutibles, de manera que cualquier cosa que las afecte requiera la reunión del consejo. De esta manera, sin dejar de tener en cuenta la autoridad y el deseo de aquel que esté al frente del gobierno del condado, controlaríamos su posible anulación o corrección, hasta la siguiente reunión de la
Curia Comitis
.
Los presentes se miraron y alguna cabeza dibujó un signo de asentimiento.
La voz aguda de Berenguer interrumpió de nuevo.
—No fue ésa la intención del testador. El deseo de mi padre exige de mí que sea el elemento moderador del afán de poder de mi hermano que por otra parte ha quedado muy patente a lo largo de su vida. —Y, volviendo el rostro hacia Ramón, le espetó—: Siempre fuisteis el preferido de mi padre; si, en su última hora, éste me ha otorgado poder, ha sido por algo y entiendo que, aunque fuera al final de su existencia, se dio cuenta de la doblez de vuestro carácter, y de que dais con una mano lo que quitáis con la otra. Pues desde ahora os anuncio que se os ha acabado la preeminencia, estaré atento a cualquier decisión que toméis en vuestro mandato y, si lo considero oportuno, la revocaré cuando me toque gobernar.