—Estoy en el pasillo de un hospital. Han atacado a Acke.
Stilton se había perdido las noticias sobre Acke. Había tenido sus propios problemas. Sin embargo, su cerebro analítico se estaba restableciendo. Vinculó inmediatamente el ataque con el incendio en la autocaravana. Kid Fighters.
—¿Kid Fighters? —preguntó Abbas cuando Stilton le pasó el teléfono.
Stilton transportó a Abbas rápidamente del mundo a la vuelta de la esquina a un mundo mucho más concreto, con niños maltratados y gente sin techo asesinada y caravanas incendiadas. Y su propia búsqueda de los que los medios de comunicación llamaban «los asesinos del móvil».
—Avísame si necesitas ayuda. —El hombre de los cuchillos sonrió levemente.
Bertil Magnuson no sonreía. En su embriaguez de whisky recién adquirida intentaba descubrir de qué iba todo. Pero no lo consiguió. Ni lo que Wendt había perseguido, ni lo que quería decir con «venganza». Pero ahora mismo no importaba demasiado, para él.
Para él, todo había acabado.
Como presidente de Cedergränska Tornets Vänner, los Amigos de la Torre Cedergrenska, una asociación que apoyaba económicamente la conservación del antiguo monumento, le habían confiado una llave de la torre.
Una llave que, no sin cierta dificultad, consiguió sacar de una de las preciosas cajitas de nácar de Linn en la cómoda de la entrada. Luego abrió su caja fuerte privada.
Mette Olsäter y su círculo más cercano estaban sentados en la sala de investigaciones de la Brigada Criminal. Una sala que hacía poco había estado sumamente concurrida. Dos mujeres y tres hombres alrededor de un reproductor de casetes con una antigua grabación. Una antigua conversación. Era la tercera vez que la escuchaban.
—Es la voz de Magnuson.
—Sin lugar a dudas.
—¿Quién es el otro?
—Nils Wendt, según su propia carta.
Mette miró la pizarra en la pared. La fotografía del lugar de los hechos en la playa de la isla de Kärsön. El cadáver de Nils Wendt. Los mapas de Costa Rica y Nordkoster y muchas otras cosas.
—Así que ahora sabemos de qué trataban esas breves llamadas al teléfono móvil de Magnuson.
—Chantaje, probablemente.
—Con la ayuda de esta cinta.
—En la que Magnuson reconoce haber encargado un asesinato.
—La pregunta es qué pretendía Wendt, de qué trataba el chantaje.
—¿Dinero?
—Es posible. Según la carta que él mismo escribió en Mal País, quería ir a Nordkoster para recuperar el dinero que había escondido allí.
—Y puesto que dejó una maleta vacía, se supone que no lo encontró.
—Así es.
—Pero no tiene por qué ser así —dijo Bosse Thyrén, el joven y hábil investigador.
—No.
—Puede perfectamente tratarse de algún tipo de venganza, a otro nivel.
—Y solo Bertil Magnuson nos lo puede decir.
Mette se levantó y dio órdenes para que fueran por Magnuson.
La torre Cedergrenska a oscuras y en silencio presentaba un aspecto fantasmagórico para una persona normal. O para una persona en estado normal. Bertil Magnuson no estaba en ese estado. Sostenía una pequeña linterna en la mano y estaba subiendo las escaleras hacia lo alto de la torre, la estancia desnuda y desconchada con apenas un par de pequeños tragaluces que daban al mundo.
Un mundo que no hacía mucho le había pertenecido.
El hombre que había extraído el coltán y le había dado al mundo electrónico el tantalio, el componente exclusivo en que se basaba toda la expansión interactiva.
Bertil Magnuson.
Hoy en día, vinculado a un asesinato.
Pero no era así como pensaba Bertil mientras subía a tientas por los estrechos peldaños de piedra con la ayuda de su pequeña linterna. Borracho, cada tanto se apoyaba en la pared de ladrillo.
Volvió a pensar en Linn.
En la vergüenza.
En que tendría que mirar a Linn a la cara y decirle: «Es verdad. Cada palabra de esa cinta es verdad.»
No lo soportaría.
Por eso estaba aquí.
Cuando finalmente logró llegar a la estancia en lo alto de la torre, se encontraba más allá de las sensaciones físicas. Era desagradablemente oscura y húmeda y no le gustaba. Avanzó a tientas hasta un tragaluz, sacó su pistola gris del bolsillo y se la metió en la boca. Luego miró hacia fuera y hacia abajo.
Tal vez no debería haberlo hecho.
Allí abajo, en línea recta desde el tragaluz, vio a Linn que en ese mismo momento salía a la terraza de su casa. Su precioso vestido. Su pelo cayendo sobre sus hombros de aquella manera tan bella. Su fino brazo estirándose para recoger la botella de whisky casi vacía del suelo. Y su cabeza volviéndose apenas, ligeramente sorprendida, y luego alzaba la mirada.
Hacia la torre Cedergrenska.
Y entonces sus miradas se cruzaron, como pueden cruzarse las miradas a larga distancia, en un intento de alcanzarse.
Mette y sus hombres llegaron a toda prisa a la casa de Magnuson. Se apearon del coche y se acercaron a la mansión iluminada. Puesto que nadie les abrió a pesar de sus repetidas llamadas, rodearon la casa y subieron a la terraza. La puerta estaba abierta de par en par. En el suelo de la terraza había una botella de whisky vacía.
Mette miró alrededor.
No sabía cuánto tiempo llevaba sentada allí. El tiempo era irrelevante. Estaba sentada con su vestido de color cereza, la cabeza destrozada de su marido apoyada en la rodilla. Parte del cerebro estaba esparcido por la pared de ladrillo.
La primera conmoción, la que le sobrevino cuando oyó el disparo en la torre y vio el rostro de Bertil desaparecer del tragaluz, la había llevado a subir la escalera presa del pánico.
La segunda conmoción, cuando ya estaba arriba y lo vio, eclipsó la primera. Ahora estaba destrozada, en otro estado, dirigiéndose lentamente hacia el dolor. Su marido se había pegado un tiro. Estaba muerto. Pasó la mano delicadamente por el pelo corto de Bertil. Sus lágrimas cayeron sobre su americana negra. Tocó su camisa azul de cuello blanco. Hasta el final, pensó. Le acomodó la cabeza y miró por el pequeño tragaluz, hacia abajo. ¿Había coches de policía en el acceso de vehículos? ¿Gente desconocida en la terraza? No acababa de comprender quiénes eran las personas vestidas con ropas oscuras que se movían de un lado a otro allí abajo. En su terraza. Vio a una mujer corpulenta que sacaba un móvil. De pronto sonó el teléfono de Bertil, en el bolsillo de la americana que descansaba sobre su rodilla. Movió una mano y lo sacó. Un objeto extraño que sostenía en la mano, que sonaba. Descolgó, escuchó y contestó.
—Estamos en la torre.
Mette y su equipo subieron rápidamente. Constataron con la misma celeridad que Bertil Magnuson había muerto y que su esposa estaba conmocionada. Cabía la posibilidad de que ella le hubiera disparado, pero teniendo en cuenta los antecedentes era muy poco probable. También considerando la escena en la torre: era sencillamente trágica.
Mette contempló al matrimonio Magnuson. No era muy dada a las reacciones emotivas cuando se trataba de crímenes y castigos, y toda su compasión fue para la esposa. Por Bertil Magnuson no sentía nada.
Más allá de un segundo de decepción.
Desde un punto de vista policial.
Sin embargo, la compasión que sentía por Linn la llevó a hablar. Un rato más tarde, en la casa de los Magnuson. Le habían dado un tranquilizante a una Linn que pedía explicaciones. Por qué estaban allí, y si tenía que ver con la muerte de su marido. Así pues, Mette eligió con cuidado qué contarle. De la manera más suave posible. Consideraba que la verdad cura mejor, aunque pueda resultar doloroso recibirla. Que Linn fuera a entender de qué se trataba todo era demasiado pedir. Incluso Mette lo comprendió. Sin embargo, la cinta grabada podía explicar, en cierto modo, el suicidio de su marido.
Que tenía que ver con un asesinato.
El suicidio de Bertil Magnuson se filtró a los medios sin tardanza. Sobre todo en la red.
Uno de los más rápidos en reaccionar fue Erik Grandén. En un estallido más bien furioso, tuiteó su indignación por el acoso al que se había sometido a Magnuson en los últimos tiempos, uno de los más vergonzosos llevados a cabo contra una persona en la historia moderna de Suecia. El ejemplo más cercano que se le ocurría era el linchamiento de Axel von Fersen en Riddarholmen, en 1810. «¡Una culpa odiosa pesa sobre los hombros de estos acosadores! ¡Han provocado que una persona se quitase la vida!»
Una hora después, la dirección del partido lo citó para una reunión.
—¿Ahora?
—Ahora.
Grandén tenía sentimientos encontrados cuando se dirigió a toda prisa a la reunión con la dirección. Por un lado estaba el terrible suicidio de Bertil y sus pensamientos iban para Linn, a la que tenía que acordarse de llamar. Por el otro, sentía cierta euforia ante la inminente reunión. Daba por supuesto que se trataba de su futuro puesto en Europa, de lo contrario no lo hubieran citado con tanta urgencia. Lamentaba no tener tiempo de ir a la peluquería antes de la reunión, ya que, naturalmente, la prensa estaría allí.
Mette estaba en su despacho. Dentro de un rato repasaría el caso con su equipo. El suicidio de Magnuson había modificado el tablero de juego. Lo había complicado. Ahora, gran parte de la investigación se centraría en la conversación grabada, a pesar de que ninguno de los interlocutores seguía con vida. La posibilidad de llegar al autor del asesinato de Nils Wendt a través de pruebas sólidas había disminuido considerablemente.
Seguramente también estaría muerto.
Todo lo que tenían eran indicios. Quimeras, como Leif Silbersky diría a la prensa.
Así pues, Mette dejó a un lado por un momento el caso Wendt y empezó a examinar el extracto de los archivos informáticos de Jackie Berglund. Uno de ellos contenía un fichero. Una cartera de clientes. Una mezcolanza de compradores de sexo conocidos y desconocidos. Sin embargo, algunos nombres provocaron cierta reacción en ella.
Sobre todo uno.
Grandén se sentó a la mesa oval. Normalmente eran dieciocho en la dirección. Hoy el grupo reunido era más reducido. Los conocía a todos muy bien. Había propiciado personalmente la entrada en la vida política de algunos, a otros los había obligado a aceptar.
Así eran las reglas del juego político.
Se sirvió agua del botellín que tenía delante, mientras esperaba a que alguien tomara la iniciativa. Estaban tardando un poco. Paseó la mirada alrededor de la mesa.
Ninguna mirada se cruzó con la suya.
—Es un momento histórico para nosotros, para todos, no solo para mí —dijo.
Y contrajo levemente el labio superior, un gesto muy propio de él. Todos lo miraron.
—Lo de Magnuson ha sido una gran tragedia.
—Por supuesto —dijo Grandén—. De alguna manera tendremos que pararle los pies a esta mentalidad plebeya, cualquiera podría verse afectado.
—Exacto —dijo uno de los presentes, y se inclinó hacia un reproductor de CD que había sobre la mesa. Detuvo el dedo justo antes de apretar el botón—. Hace un rato nos entregaron esto.
Miró directamente a Grandén, que en ese momento se estaba pasando la mano por el pelo, temiendo que se le hubiera levantado de aquella manera ridícula que solía hacerlo cuando tenía el viento en contra.
—¿Ah, sí?
El hombre pulso el
play
y se oyó una conversación grabada. Grandén reconoció las voces en el acto. Dos de los tres mosqueteros de los cuales él era el tercero.
«Esta mañana encontraron a Jan Nyström en un lago, muerto.»
«Lo he oído.»
«¿Y?»
«¿Qué quieres que te diga?»
«Sé que estás dispuesto a ir muy lejos, Bertil, pero ¿hasta el asesinato?»
«Nadie puede vincularlo con nosotros.»
«Pero nosotros lo sabemos.»
«No sabemos nada. Si no queremos. ¿Por qué estás tan indignado?»
«¡Porque un ser humano inocente ha sido asesinado!»
«Es tu interpretación.»
«¿Y cuál es la tuya?»
«He solucionado un problema.»
Llegados a este punto, Grandén empezó a comprender que la reunión no tenía nada que ver con su trampolín a Europa, aquel que debía propulsarlo a los brazos de Sarkozy y Merkel. Intentó ganar tiempo.
—¿Podrías retroceder un poco?
El hombre accionó el reproductor. Grandén escuchaba concentrado.
«Es tu interpretación.»
«¿Y cuál es la tuya?»
«He solucionado un problema.»
«¿Haciendo matar a un periodista?»
«Deteniendo la difusión de un montón de mierda poco rigurosa sobre nosotros.»
«¿Quién lo mató?»
«No lo sé.»
«O sea, ¿simplemente hiciste una llamada?»
«Sí.»
«Hola, soy Bertil Magnuson, quiero que quiten de en medio a Jan Nyström.»
«Más o menos.»
«Y luego fue asesinado.»
«Murió en un accidente de tráfico.»
«¿Cuánto tuviste que pagar?»
«Cincuenta mil.»
«¿Eso es lo que cuesta un asesinato en Zaire?»
«Sí.»
El hombre apagó el reproductor y miró a un Grandén sorprendentemente sereno.
Al fondo, la cisterna de agua susurraba débilmente. Alguien dibujaba garabatos en un bloc.
—El periodista Jan Nyström fue asesinado el veintitrés de agosto de 1984 en Zaire. Tal como acabamos de escuchar, el crimen fue instigado por Bertil Magnuson, entonces director gerente de MWM. Por entonces tú eras miembro de su consejo de administración.
—Correcto. —Su labio inferior se veía normal.
—¿Qué sabías de todo esto?
—¿Del crimen?
—Sí.
—Nada. Sí recuerdo que Nils Wendt me llamó después del asesinato y me contó que ese periodista se había presentado en sus oficinas de Kinshasa con un reportaje con acusaciones muy graves acerca del proyecto de MWM, y que le había pedido una declaración.
—¿Se la dio?
—Magnuson y Wendt le prometieron una declaración a la mañana siguiente, pero el periodista nunca apareció.
—Lo mataron.
—Por lo visto. —Grandén miró de reojo el reproductor de CD.
—¿Te dijo Wendt algo más? —preguntó el hombre.
—De pronto afirmó que había mucha verdad en esas acusaciones y que ya estaba harto de los métodos de Magnuson y que quería abrirse.
—¿De MWM?
—Sí. Pensaba abandonar la compañía y desaparecer. «Esconderse», como lo expresó. Aunque antes quería procurarse un seguro de vida.