Moonraker (14 page)

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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

BOOK: Moonraker
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Desde el primer piso de la tienda Cristal Venini, Drax observó a Bond y a M atravesar juntos la plaza. Una débil pero triunfal sonrisa se extendió por su fea boca. Ver a los orgullosos ingleses metidos en un verdadero pastel era siempre una visión agradable. Drax se dirigió hacia un teléfono y marcó trece números con gesto autoritario. Hubo una pausa y entonces alguien contestó al teléfono. Drax se presentó con rapidez y acalló las preocupadas preguntas.

—Sí, sí. No hay ya más motivos de alarma. Me he ocupado de todo. Se ha impedido una pequeña crisis —su tono de voz se hizo urgente—: Pero, una cosa muy importante: a partir de ahora se debe cambiar la ruta de toda la mercancía. Es posible que reciba usted visitantes. Visitantes curiosos. No tenga escrúpulo alguno en disponer de ellos —hubo un gruñido de aquiescencia al otro extremo de la línea. Drax esperó un momento y añadió—: También esta la cuestión de sustituir a Chang. ¿Qué ha logrado usted? —Drax escuchó y mostró sus dientes desiguales en una sonrisa—. Excelente. Si puede conseguirlo, me encantaría —sus oídos escucharon mayores seguridades—. ¿Que lo ha enviado en el siguiente vuelo? Espléndido. Muy gratificante. Ha hecho usted muy bien.

Drax colgó el teléfono mientras aún sonaban las palabras de agradecimiento y se extendió en la silla hasta que le crujieron las articulaciones. En el término de unas pocas horas se había resarcido del trabajo de toda una vida. Ahora el futuro —su futuro— parecía asegurado.

El agudo chirrido electrónico cortó la voz que anunciaba el vuelo y el guardia de seguridad saltó hacia adelante. La figura gigantesca estaba casi introducida en el arco electrónico, con los hombros apretados contra los costados y la cabeza inclinada. Una rápida mirada no reveló nada que hubiera podido desatar una reacción y, sin embargo, siguió oyéndose aquel chirrido que partía los oídos. Otro guardia de seguridad llegó corriendo y empezó a formarse una pequeña multitud. Fue en ese momento cuando la boca del hombre se abrió y mostró sus dientes, que brillaban terroríficamente.

Dos hileras de dientes de acero brillantes.

La señal de alarma alcanzó una agudeza aún más elevada y frenética, y la última llamada para el vuelo de Río de Janeiro quedó completamente apagada.

11. Dientes de acero en Río

Bond llegó a la conclusión de que las vistas más hermosas en Río de Janeiro daban al mar; desde la playa de Copacabana hasta el Ponto de leme y la Ilha de Contunduba, con las desiguales alturas marrones y verdes de Niterói al fondo. Todo eso y la propia playa, una magnífica ondulación de arena semejante a un gran campo de juego, salpicado de campos de fútbol y voleibol, era de todos los colores de la piel, desde el miel hasta el negro, retorcido, transformado, inmerso y elevado para dirigir los balones por encima de las redes o entre los postes. Permanecer tumbado incluso bajo el sol tropical y escuchar las olas del Atlántico rompiendo contra la playa lisa, era una confesión de apatía tolerada únicamente a los turistas y a las mujeres excepcionalmente hermosas. Detrás de la playa y de la amplia autopista que la separaba, los inconfundibles hoteles y bloques de apartamentos se elevaban hombro con hombro, como estacas blancas en una verja. Contenida detrás de ellos se encontraba la jungla. Cuatro mil kilómetros de jungla que se extendía hasta la cordillera del Pacífico sin abandonar por ello los límites del Brasil.

Bond apretó un botón y la ventanilla del Rolls Royce bajó silenciosamente para esconderse en la carrocería. Parecía extraño que en sólo cinco horas y media de vuelo el Concorde le hubiera llevado desde Europa hasta el centro de la costa de América del Sur. El aeropuerto Charles de Gaulle, cubierto de niebla, no sólo pertenecía a otro continente, sino a otra estación climática. Aquí el aire era cálido, de una fragancia balsámica; la luz era lúcida y clara. En París, las luces de los coches habían brillado apagadas a través de una pantalla opaca; la gente caminaba envuelta en la nube de vapor de su propia respiración.

El Rolls se detuvo de nuevo en la procesión de tráfico que se movía con lentitud. Bond olió el aroma del café recién hecho y contempló el reflujo y el flujo de la gente apresurándose a su alrededor. Los vendedores de bebidas sin alcohol y de perros calientes, y los limpiabotas, deambulaban por entre las aceras de los cafés. Los gruesos turistas norteamericanos con las cámaras bailoteándoles sobre el vientre, como un rollo extra de grasa. El murmullo de trabajadores sudorosos colgando decoraciones para el carnaval en el aire. Un niño pequeño persiguiendo una errante pelota de fútbol entre las ruedas que giraban con lentitud.

El tráfico empezó a moverse de nuevo y Bond miró tras él, con la actitud alerta adquirida en cien misiones. Un Ferrari Dino se abría paso por entre los automóviles que le seguían a una velocidad que invitaba al desastre. Mientras lo observaba pasar casi sobre la sección central, atrayendo sobre sí un estrépito de bocinas antes de introducirse en un espacio, a tres coches de distancia, Bond se olió el peligro.

—¡La próxima a la derecha!

Bond vio cómo las cejas del chófer se elevaban al mismo tiempo que miraba por el espejo retrovisor.


Sim, senhor
.

El Rolls se salió del carril y con un discreto chirrido de ruedas cortó el tráfico que venía y aceleró metiéndose en una calle situada entre bloques de apartamentos. Un tumultuoso estrépito de bocinas informó a Bond que el Ferrari les seguía. Miró hacia atrás y tuvo la impresión de ver a una mujer de bonito pelo oscuro llevando un pañuelo de cabeza. Su expresión era decidida al inclinarse sobre el volante. Bond tenía el semblante severo cuando se inclinó hacia el conductor.

—Piérdala.

En esta ocasión, la respuesta la dio el Rolls. Antes de que Bond tuviera tiempo de sujetarse, el volante giró de golpe y el Rolls se metió por un camino privado entre dos bloques de apartamentos, virando repentinamente en la entrada a un garaje subterráneo. El conductor de un vehículo familiar se preparaba para salir cuando el Rolls se lanzó hacia él… y abrió los ojos para ver que se había transformado en un Ferrari. Hubo un chirrido de frenos y ambos automóviles chirriaron el uno detrás del otro, metiéndose en una estrecha calle de tres carriles. El tráfico se iba formando en una intersección y se escuchó nuevamente el sonar de los claxons cuando el Rolls se salió de su carril, evitando por muy poco el tráfico en sentido contrario y un camión que apareció por la izquierda. Por la derecha bajaba un tranvía, cuya plataforma posterior estaba atestada de pasajeros, algunos de ellos colgando de sus costados como refugiados.

Bond vio al Ferrari aumentando la velocidad tras él y dio nuevas instrucciones al chófer. El Rolls cruzó las líneas del tranvía y después aceleró, subiendo por la calle por la que había bajado el tranvía. El Ferrari frenó hasta detenerse cuando el tranvía bloqueó momentáneamente su camino, y después se lanzó a la persecución.

Colgado de la parte lateral del tranvía, el hombre de mediana edad y sin afeitar, con los pantalones arrugados que terminaban justo por debajo de la rodilla, observó cómo desaparecía el Ferrari y se preguntó por qué el extranjero impecablemente vestido con un ligero traje tropical había saltado de un Rolls Royce para ocupar una posición junto a él, en el tranvía. Bond le miró sonriendo amablemente, pero no dijo nada.

A primera vista, el número 1.784 no tenía un aspecto muy diferente al de otros bloques de apartamentos situados frente a la playa de Copacabana. Era, quizás, ligeramente más alto, y la arquitectura resultaba más discreta que la de los hoteles más recientes, pero no había en él nada que lo distinguiera como uno de los edificios de bienes raíces más valiosos del mundo. Bond subió los escalones, pasando junto a los macizos de flores cuidadosamente atendidas e insertó la delgada llave de platino que se le había entregado en la ranura especial de la entrada. Las puertas de cristal se abrieron obedientemente y entró al frío de aire acondicionado del vestíbulo. Sus ojos necesitaron unos pocos segundos para acostumbrarse a la semipenumbra, y fue en este breve período cuando una figura bronceada y bien vestida apareció junto a él.

—¿Mr Bond? Le estábamos esperando —miró más allá de donde se encontraba Bond, hacia las puertas de cristal—. ¿Y su equipaje?

—Vendrá después —contestó Bond sonriendo agradablemente—. La temperatura era tan agradable que he preferido caminar.

—Desde luego —era una clara política el no discutir con los clientes—. Me llamo Álvarez. Si desea alguna cosa mientras se encuentre con nosotros… cualquier cosa…, será un gran placer procurársela.

—Gracias.

Fue una contestación demasiado corta para agradecer tanta obsequiosidad. Pero Bond la dio, y a continuación fue conducido hacia un ascensor del tamaño de una pequeña sala de baile. Apenas se había cerrado la puerta cuando pareció abrirse de nuevo y el señor Álvarez anunció que se encontraban en el piso veintiuno, el más alto del edificio. Indicó el camino sobre un suelo de madera de caoba pulimentada hasta alcanzar el brillo de un caparazón de tortuga, y respetuosamente tomó de los dedos de Bond la llave.

—Se han vuelto a programar las llaves para recibir su llave personal, Mr Bond.

Bond asintió con un gesto y observó mientras la placa de platino era insertada en una de las dos puertas que podrían haber permitido el paso de un gran piano dejando aún varios centímetros de espacio a cada lado. Con la actitud del perfecto empresario Álvarez abrió la puerta y extendió una mano, invitándole a pasar. El ático parecía estar situado a corta distancia de la costa africana.

—¡La suite presidencial!

—Deben recibir ustedes a muchos presidentes por aquí —dijo Bond, mirando a su alrededor.

La observación pareció dejar confundido a Álvarez, quien dudó, mostrándose incómodo.

Bond pidió su llave y dirigió al asombrado director de nuevo hacia la puerta.

—No se moleste en enseñármela. Si me pierdo, llamaré un taxi —y cerró la puerta lentamente, acompañando su acción con una amable sonrisa de despedida.

La primera estimación del tamaño de la suite había sido exagerada, pero la sala de estar tenía el tamaño de un pequeño salón de hotel. Y también estaba amueblado del mismo modo. Columnas, arcos, grupos diseminados de muebles bajos y plantas altas junto a una terraza que mostraba más cristal que ladrillo. Era una habitación impersonal. Opulenta, desde luego, pero no un lugar donde refugiarse con un buen libro. Unas hojas de cristal de colores habían sido colocadas de modo que produjeran el efecto de un cuadro de Mondrian. Bond atravesó el salón, dirigiéndose hacia la terraza. La vista era impresionante, pero no tanto como él se había imaginado. Desde luego, la piscina, de tamaño casi olímpico, fue una verdadera revelación, y la vista de Río desde el Pan de Azúcar hasta Ipanema era como el sueño de un escritor de folletos para turistas. Lo inesperado fue que la piscina tuviera un ocupante. Ella estaba nadando, con estilo perezoso, con el delgado cuerpo bronceado dejando tras sí una hueca estela a través del agua cristalina. Nadaba como alguien acostumbrado a hacerlo mucho, con economía de esfuerzo, sin prisas, batiendo los pies para formar una pequeña ola de espuma. La espalda aparecía desnuda y no se observaba ninguna línea blanca a través del bronceado. Un pequeño triángulo de un azul descolorido cubría las agradables nalgas. Bond observó el abultamiento de los músculos de los hombros de la mujer cuando ésta salió del agua y se volvió hacia él. Se sentó al borde de la piscina y se sacudió el pelo húmedo, al parecer indiferente al hecho de que sus senos estuvieran al descubierto. Tomándose su tiempo, extendió una mano y cogió la segunda pieza del bikini, colocándosela del mismo modo que Bond había visto a los hombres ponerse la pistolera. Se ató el bikini bajo los senos y se levantó. Bond comenzó a caminar hacia ella, rodeando la piscina. La mujer le observó con arrogancia. Él podía haber sido el cartero que llegaba con un sobre sin importancia.

—¿Está usted incluida en el apartamento?

La mujer terminó de secarse la cara con una gran toalla blanca y miró a Bond con unos ojos profundamente negros.

—Eso depende de quién la alquile.

Dejó la toalla en el respaldo de una tumbona y se encaminó hacia un carrito con bebidas situado bajo un amplio parasol. La lona ondeaba ligeramente bajo la brisa.

—Vodka con Martini, ¿verdad?

—Con muy poco Martini, gracias.

Bond observó cómo le preparaba su bebida y aprobó el añadido de una rodaja de limón que descendió al fondo del vaso frío.

—Conduce usted bien.

De pronto, el rostro de la mujer se encendió en una sonrisa.

—Habitualmente, no tan de prisa. Mi viejo instructor en Hendon habría reventado de cólera. Siento haberle perdido en el aeropuerto —la mujer le tendió la bebida—. Y, a propósito, me llamo Manuela. Trabajo para la estación VH. Se nos ha pedido que le ayudemos.

—M piensa en todo —dijo Bond, sonriendo.

Al parecer, incluía mujeres a las que se había enseñado a conducir en la escuela de la policía de Hendon. Manuela hizo un gesto hacia el ático.

—¿Cree usted que vamos a estar cómodos?

—Yo no sufro de vértigo ni de agorafobia, así es que estaré muy bien —replicó, probando su bebida—. Prepara usted un Martini excelente.

—Gracias —replicó, mirando a su alrededor—. ¿No cree que éstos deben ser los aposentos más lujosos que el Servicio puede ofrecer a alguien en todo el mundo?

—He dormido en camas menos cómodas que la alfombra —dijo Bond—. ¿Cómo logramos algo así? Tengo la sensación de que voy a tener que escribirle a mi banquero para que me envíe fondos públicos.

—No tiene por qué molestarse. Antes perteneció a un criminal de guerra alemán. Nos lo dejó a nosotros en su testamento, antes de morir.

—¡Oh, sí! —dijo Bond—. Creo que recuerdo haber leído algo al respecto. Se cayó y se mató, ¿no fue así?

—Precisamente desde este balcón —informó Manuela, extendiendo una mano hacia él—. ¿Le vuelvo a llenar el vaso?

Bond extendió una mano, conteniéndola.

—No, gracias. Hay algo en este lugar que aconseja moderación. Dígame, Manuela, ¿significan las iniciales C y W algo para usted?

Manuela se lo pensó un momento y asintió con un gesto.

—Si se refiere a Río, desde luego. Hay una empresa llamada Carlos y Wilmsberg. Son muy importantes en el negocio de la importación-exportación. Se trata de una empresa subsidiaria de la Drax Corporation. Eso creo.

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