—Me siento tentado de llamarlo todo un día.
Holly arregló el cobertor seductoramente y colocó su bolso sobre la mesita de noche. Se acercó a Bond e hizo una mueca al ver su mano.
—Será mejor que me dejes echarle un vistazo a eso —le desplegó los dedos uno a uno y examinó el profundo corte que le recorría la palma de la mano—. Tengo algo en el cuarto de baño.
—Mientras no esté en tu bolso —dijo Bond sonriente, descansando el rostro contra el cabello de ella—. Supongo que tienes razón, Holly. Será mejor que trabajemos juntos.
Ella echó la cabeza hacia atrás para mirarle y él cerró su mano libre sobre la de ella.
—
Détente?
—De acuerdo —asintió Holly con un gesto.
—¿Entendimiento?
—Es posible —contestó ella moviendo la cabeza enigmáticamente.
—¿Cooperación?
—A veces.
—¿Confianza?
La boca de ella se acercó a la suya con rapidez.
—¿Por qué tienes que hablar tanto?
Cuatro horas más tarde, Bond yacía desnudo bajo una sábana, sintiendo a Holly que respiraba contra su hombro. Ella dejó escapar un pequeño suspiro contenido y estiró un brazo sobre su pecho. Bond se giró y extendió furtivamente su brazo derecho. Su Rolex Oyster Perpetual, brillante en la oscuridad, le dijo que ya era hora de marcharse. Se deslizó fuera de la cama, colocando suavemente el brazo de Holly sobre la sábana caliente. Holly emitió otro suspiro contenido y se hundió en la almohada. De pronto, Bond pensó en lo vulnerable que parecía y la tapó con la sábana hasta los hombros. Sus ropas estaban mezcladas con las de ella y un rayo de luz lunar jugó sobre la etiqueta de la chaqueta de lana que había atraído su mirada en la tienda de cristal. «Victoria Bevan, hecho a mano. Great Shelford, Cambridge, Inglaterra». Evidentemente, la doctora Goodhead extendía una amplia red en busca de lo mejor. Bond sintió un aguijonazo de nostalgia al contemplar aquel lazo de unión con un país que, para él, significaba más que cualquier otro en el mundo. Inglaterra, en invierno, se adaptaba a la cruda aspereza de su espíritu y, sin embargo, quedaba descartado un regreso inmediato. Su única pista le conducía a climas aún más tropicales. Respiró el aire frío de la noche y se puso bruscamente su suéter de cuello alto. Faltaban cinco horas hasta que amaneciese y tenía muchas cosas que hacer.
Holly se permitió otro suspiro al cambiar su posición para aprovechar el cálido espacio dejado por Bond y escuchó el sonido que él producía al vestirse. Hubo una exhalación casi inaudible cuando él se puso los zapatos, y ella escuchó el crujir de una madera del piso cuando él se movió hacia la puerta. La manija giró. Una pausa, un
clic
. La puerta volvió a quedar cerrada. Holly permaneció quieta, escuchando durante unos segundos.
—¿James?
El tono de voz fue lastimero. Se incorporó, apoyándose en un codo y registró la habitación con la mirada. No había señales de Bond al acecho. Rápidamente, se sentó en la cama y se apartó el pelo de la cara antes de coger el teléfono. Esperó, golpeándose levemente la punta de la nariz con irritación, y mientras recordaba aquel increíble rostro tranquilo que una hora antes se había abandonado al acto amoroso más apasionado de su vida.
La siempre esperanzadora voz de un conserje de noche italiano sonó al otro extremo de la línea.
—
Si, signora?
La voz era tan fría como la de una maestra de escuela baptista del Medio Oeste en su primer viaje al este de los Grandes Lagos.
—Envíe a alguien en busca de mi equipaje… Inmediatamente, por favor.
Una delgada cortina de lluvia caía sobre la plaza de San Marcos cuando Bond se subió el cuello de su gabardina Aquascutum y esperó respetuosamente para acomodar sus pasos a los menos rápidos de M y Frederick Gray. Habían transcurrido pocas horas desde que abandonara la suite de Holly y la más que rápida llegada de sus dos jefes seculares fue decididamente una embarazosa reunión de gente rica. Recordó las líneas inmortales de Gray:
¡Qué feliz podría ser cualquiera,
si el otro estuviera muy lejos!
—Será mejor que esto sea algo muy bueno, Bond —espetó Gray—. Anoche hubo una sesión hasta muy tarde y apenas tuve tiempo de sacarme de la cabeza ese condenado timbre de la división cuando llegó su mensaje.
M creyó necesario interceder en favor de su protegido.
—Habitualmente, 007 no aprieta el botón de pánico a menos que se trate de algo muy serio, señor ministro.
Gray lanzó un gruñido que no le comprometía a nada y contempló la plaza. Pequeños grupos de
carabinieri
armados se ocultaban bajo las arcadas con tanta discreción como son capaces de mostrar los italianos.
—Veo que lo ha cubierto todo con nuestros amigos los italianos.
—Sí, señor —asintió Bond bruscamente—. Nos hemos ocupado de todo.
Había en su voz un ligero tono de desdén que sugería que no se sentía muy orgulloso de Frederick Gray.
Éste, por su parte, no se dio cuenta o no le importó.
—Pobres diablos. Supongo que en estos últimos tiempos hacen esta clase de cosas durante las horas de sueño.
El tono de su voz era piadoso y complaciente. Implicaba que el rapto de Moro
[3]
nunca hubiera sido posible en Inglaterra. De habérsele exigido una opinión, Bond se habría mostrado menos optimista.
Apareció la fachada de la tienda de Cristal Venini, con unos pocos madrugadores mirando inquisitivamente los escaparates. Los policías, envueltos en sus pesados tabardos azules, les hicieron retroceder a codazos. Un inspector se adelantó hacia ellos y saludó. Bond se dirigió a él en italiano y los tres ingleses entraron en la tienda, dejando junto a la puerta a los dos hombres vestidos de paisano que habían volado en compañía de Gray y M. La hermosa ayudante de la tienda, que había saludado a Bond en su primera visita, se adelantó presurosa hacia ellos dejando escapar una riada de excitadas palabras en italiano. Bond hizo un gesto a uno de los policías, que la apartó a un lado mientras ella seguía protestando. Gray parecía sentirse molesto.
—Confío en que sabrá lo que está haciendo, Bond. He jugado al bridge con ese Drax —M le dirigió una fría mirada que Gray consideró inmediatamente como un reproche—. Es una figura muy influyente en los asuntos anglo-norteamericanos. Una especie de diplomático sin cartera. Los tipos como él ejercen una considerable influencia internacional.
Bond no dijo nada, pero indicó el camino cruzando el patio. A través de la puerta de hierro forjado se veía la proa de una lancha de la policía. Dos policías montaban guardia en la parte inferior de la escalera. Nadie podía reprochar la velocidad y eficacia con que se habían movido los italianos. Bond tragó saliva. Tenía la garganta seca. A unos pocos metros de distancia se encontraban los restos de algo inexplicablemente diabólico. No le gustaba la idea de volver a mirar en el interior del laboratorio.
En la parte superior de las escaleras se encontraron con dos
carabinieri
y un hombre vestido de paisano que llevaba una bolsa de lona. El hombre vestido de paisano les estrechó solemnemente las manos e indicó el camino a seguir por el corredor. Se detuvo fuera de las puertas de acero y se volvió hacia Bond.
—¿Es esto? —preguntó Gray.
—Sí, señor.
Bond cogió la bolsa de lona y sacó tres máscaras antigás. Oscilaron entre sus dedos como calamares. Gray mostró una expresión de incredulidad.
—¿Máscaras antigás? —su voz era una imitación de la de lady Bracknell—. Oiga una cosa…
—No creo que sea prudente correr ningún riesgo.
La voz de Bond sonó firme, pero serena. M no dijo nada, pero extendió una mano para recoger una máscara. Gray lanzó una exclamación de impaciencia y le imitó. El hombre vestido de paisano y los
carabinieri
se retiraron del corredor, en dirección al patio.
—No he hecho esto desde la guerra.
La voz de M casi saboreó la nostalgia mientras se ponía la máscara antigás. Gray le imitó como si se le pidiera que se pusiese un sombrero de payaso en una fiesta infantil. Una vez satisfecho al ver que ambos se habían puesto sus máscaras, Bond se puso la suya y se aproximó al panel de la puerta. Su pecho se abombó al levantar un dedo. Cinco-uno-uno-tres-cinco. No ocurrió nada. Volvió a marcar los números con la misma ausencia de resultado. Detrás de él podía ver los ojos de Gray tras la máscara, esforzándose por ver los de M. Bond se volvió hacia la puerta y experimentó una conmoción. Allí donde antes sólo había una superficie lisa de metal se veía ahora una manija. Bond se sintió incómodo. Mientras Gray se aclaraba la garganta con impaciencia, Bond hizo girar la manija con suavidad y sintió cómo se abría la puerta, la empujó hacia dentro y penetró en la habitación, sólo para recibir su segunda sorpresa de la mañana.
Lo que antes había sido un despacho exterior había desaparecido ahora. No quedaba la menor señal del laboratorio. En su lugar había una larga cámara abovedada con tapices de Aubusson y pinturas renacentistas. Los estantes de libros se proyectaban a intervalos regulares en las paredes y el baño de oro de las tapas de cuero encuadernadas a mano brillaba a la débil luz de la mañana que penetraba por las altas ventanas en forma de diamante. Un enorme candelabro de latón colgaba del techo y la habitación aparecía salpicada de piezas de mobiliario antiguo de indudable gusto. Fue de una de ellas de donde se levantó una figura familiar. El tapizado de satén rosa de la silla hacía un insípido cumplido al velo rojizo y a la brutal complexión del hombre, pero no podía confundirse la presencia de Drax en ningún ambiente. Contempló a sus visitantes con una sonrisa divertida mezclada con una expresión de burla.
—¡Cómo! ¡Pero si es Frederick Gray! ¡Qué sorpresa! —se aproximó a él con los brazos abiertos, mientras Gray se arrancaba la máscara antigás—. Y con distinguida compañía, llevando todos máscaras antigás —su sonrisa se amplió ante el trío—. Deben disculparme, caballeros. Como no soy inglés, su sentido del humor me parece a veces un poco difícil de seguir.
Bond sintió que las palabras le golpeaban como un trallazo. Se encontraba ante un individuo condenadamente astuto. Subestimar a Hugo Drax, aunque sólo fuera por un segundo, sería arriesgarse a pagarlo con la vida.
Los ojos de Frederick Gray parpadeaban de cólera y embarazo. Los apartó de Bond y estrechó la mano de Drax.
—Siento muchísimo esta intrusión… creo que nuestras líneas de comunicación han debido cruzarse —balbució volviéndose hacia M en busca de ayuda.
—Buenos días, Mr Drax —saludó M con toda serenidad—. ¿Tiene usted un laboratorio por aquí?
—¿Un laboratorio? —preguntó Drax, quien parecía sorprendido—. No. Están los talleres, desde luego, pero aquí no hay nada que pueda llamarse un laboratorio. El arte de fabricación del cristal, tal y como se practica aquí, ha cambiado muy poco en el transcurso de los siglos.
—¿Y no se han producido más accidentes? —preguntó Bond fríamente—. ¿Cómo por ejemplo el que condujo a la muerte a miss Parker?
Durante una fracción de segundo un diminuto punto rojo brilló en el centro de los desiguales ojos de Drax.
—Un incidente sí, pero en modo alguno un accidente. Alguien penetró anoche en los talleres de cristal. Parece ser que Chang, mi ayudante personal, sorprendió al intruso en el museo, que es adonde habría acudido cualquier ladrón… No puedo saber con seguridad lo que sucedió porque Chang ha sido asesinado.
Gray se volvió para mirar a Bond y después se controló.
—¡Qué terrible! Acepte mis condolencias.
—Gracias —replicó Drax—. Supongo que no será ése el crimen que están investigando, ¿verdad?
—No directamente —contestó M—. Aunque puede que los acontecimientos estén relacionados.
—Eso siempre es posible —admitió Drax; miró a Bond sin la menor simpatía—: Confío en que me mantendrá usted al margen de todos los acontecimientos que puedan desarrollarse —sonrió y añadió—: Creo que ésa es la ambigua expresión que utilizan ustedes, los ingleses, en situaciones como ésta, ¿no es así?
—A veces —contestó M evasivamente; Bond se dio cuenta de que el viejo no mostraba simpatía por Drax, aunque eso difícilmente iba a ayudarle a él en su situación actual—. Creo que será mejor que le dejemos en paz —dijo M, saludando con un gesto brusco a Drax y volviéndose hacia la puerta, con Gray siguiéndole a dos pasos de distancia.
Una vez fuera, en la plaza, la situación fue diferente. En cuanto estuvo libre de los extrañados curiosos y de los no menos confusos
carabinieri
, Gray se lanzó al ataque. Ignoró a Bond y se dirigió únicamente a M.
—Ésta ha sido la mayor humillación de toda mi vida —siseó—. Le pedí que pusiera a trabajar en esto a su mejor hombre, ¿y con qué me encuentro? Con un lunático paranoide que probablemente ha cometido un asesinato. Y no sólo eso, sino que nos saca de la cama para convertirnos en cómplices —su voz parecía aproximarse a un punto en que podía romperse—. ¡Quiero que se le sustituya inmediatamente! Este hombre necesita ser sometido a una revisión médica. Sólo Dios sabe cual va a ser el resultado de todo este asunto.
M escuchó estoicamente hasta que Gray se agotó y comenzó a atravesar la plaza, espantando bandadas de palomas, le vio alejarse y después se acercó a Bond. Se metió la mano en el bolsillo, buscando su pipa.
—¿Qué demonios está pasando, 007? ¿Es qué le han vuelto a drogar?
—No, señor —contestó Bond, sacudiendo la cabeza—. Allí había un laboratorio. Drax es un tipo condenadamente astuto. Eso es todo.
Bond se metió la mano en la chaqueta.
—Sin embargo, no pudo quitar esto de en medio, señor —y sacó la ampolla de vidrio que tendió a M—. Esto es lo que estaban destilando. Me gustaría que Q lo analizara. Pero con la máxima precaución. Ha matado a dos hombres.
—Uno más que usted —replicó M secamente. Cerró la mano alrededor de la ampolla de vidrio y miró a Bond—. ¿Qué voy a hacer con usted, James? Ya ha oído lo que ha dicho Gray. Tiene que abandonar esta misión.
—¿Un permiso de consolación, señor? —preguntó Bond con una mueca de los ojos.
M contempló su querida pipa y después la ampolla, guardando esta última.
—¿En qué lugar está pensando?
—Siempre he tenido deseos de visitar Río de Janeiro, señor —dijo Bond, con tono uniforme.
—¡Oh, sí! —asintió M—. Recuerdo que lo mencionó usted cuando veníamos desde el aeropuerto —de pronto, su voz adquirió un tono muy duro—. Muy bien. Pero nada de deslices, 007. De otro modo, ambos nos encontraremos con problemas.