Las dos figuras que aparecieron parecían duendes en la penumbra. Sus apretados uniformes negros les cubrían de la cabeza a los pies y estaban ajustados a máscaras de oxigeno presurizadas dotadas de tubos que iban desde debajo de los reforzados paneles de cristal situados a nivel de los ojos, hasta dos pequeños cilindros sostenidos a las espaldas. No dudaron un instante y se movieron con rapidez hacia el pie de la escalera en espiral. El primero en salir indicó el camino y comenzó a subir. Sobre él se hallaba la cabina de control del vehículo espacial.
En la cabina del 747, el primer oficial se frotó las manos y preguntó pensativamente:
—¿Cómo vamos ahora, Dick?
—Acabamos de pasar sobre Fairbanks.
—¿Seguimos el horario previsto?
—Con veinte minutos de adelanto.
El primer oficial se frotó las manos un poco más y pensó que al cabo de unas pocas horas más estaría regresando a casa, con la mujer que le esperaba, de regreso del restaurante italiano. La neblina del invierno se arremolinaría alrededor de las farolas de la calle. Él podría escuchar los pasos de ambos y observar la respiración en el aire frío. Le gustaba Londres en invierno. Pero lo que más le gustaba era el pensamiento de lo que sucedería una vez se hubiera quitado el cobertor de la cama demasiado pequeña para dormir, pero del tamaño suficiente para todo lo demás.
Sintió los ojos del capitán posados en él.
—Puedo leerte como en un libro abierto, Joe. No creo haber volado nunca con un…
Se interrumpió al ver cómo el primer oficial empezaba a inclinarse hacia adelante, en su asiento.
—¡Qué dia…!
En la extremidad derecha del panel de control se había encendido una alarma.
—¡La ignición del vehículo espacial!
—Tiene que haber un fallo en el sistema. ¡Comprueba los circuitos!
Antes de que el primer oficial pudiera obedecer la orden, se produjo un rugido ensordecedor y el 747 se sacudió como si hubiera sido aplastado por una mano invisible en medio del aire. La cabina tembló y el rugido aumentó en intensidad.
—¿Qué diablos está ocurriendo?
—¡El vehículo está despegando!
—No puede…
La voz se interrumpió al darse cuenta de la terrible realidad. Un agudo gemido casi les rompió los tímpanos y una luz cegadora les quemó los ojos que miraban fijamente, como si se hubiera producido un repentino fogonazo delante de sus caras. Los retrocohetes del Moonraker alcanzaron su plena combustión y una bola de fuego envolvió la cabina, apagando los gritos en las gargantas de la tripulación. Como un insecto envenenado después de haber introducido su aguijón mortal, el Moonraker se estremeció en el aire y los gases de escape de su cola siguieron llenando la cabina del herido 747. Después, se produjeron dos explosiones de los cohetes secundarios, casi simultáneamente, enviando su rugido por todo el aparato. El morro del 747 se inclinó y las llamas lamieron toda la longitud del fuselaje. Como si fuera una pesada carbonilla encendida, el aparato empezó a caer del cielo.
El almirante sir Miles Messervy, del Alto Estado Mayor, alías M, miró pensativamente por la ventana del despacho situado en un octavo piso, desde donde se dominaba Regent's Park. El despacho pertenecía a la Transworld Consortium, pero este nombre también era un alias para designar una sección adjunta del Ministerio de Defensa británico, que podría haber sido denominada como Servicio Secreto. «Podría haber sido» si M no hubiese tenido que ver nada con el nombre. Esa clase de terminología le habría parecido demasiado vistosa y dramática para sus gustos puritanos, de viejo lobo de mar. Prefería el oscurantismo de Transworld Consortium y había lamentado, aunque aceptado, la conveniencia del cambio del nombre original de la organización, que había sido el de Universal Export. Se dirigió hacia la mesa de despacho, recubierta de cuero rojo, y llenó la pipa de tabaco, tomándolo de la base de una vaina de bronce de catorce libras que le servía como recuerdo de sus tiempos en la marina y como tarro para contener el tabaco, por ese orden.
Había en el aire una atmósfera de triste amenaza que quizás se comunicaba a partir de las nubes que descendían sobre el parque. Pero quizás no. M se sentía incómodo. Dirigió la mirada hacia el teléfono de su mesa, como si algún mensaje telepático le hubiera advertido que estaba a punto de sonar. Justo debajo del receptor había una luz roja que se encendía cuando se trataba de una llamada del máximo secreto desde las esferas superiores del Ministerio de Defensa. La luz se encendía cuando morían los reyes y eran asesinados los presidentes.
Y ahora, mientras M la observaba, el teléfono sonó y la luz roja se encendió.
El pulso de M no se alteró lo más mínimo. Sostuvo la pipa a medio llenar en su mano izquierda y cogió el auricular.
—Aquí M.
Percibió el tono de urgencia y apresuramiento de la voz al otro extremo del teléfono, y se profundizaron aún más las líneas que marcaban las esquinas de sus ojos claros y grises.
—Muy bien, señor ministro —dijo finalmente—. Nos pondremos a trabajar en ello.
Volvió a dejar el auricular y se detuvo para reflexionar por un instante antes de apretar el botón del intercomunicador que le conectaba con su secretaría. La voz de ella surgió inmediatamente.
—¿Sí, señor?
M hizo una profunda inspiración y habló pausadamente, con una voz de la que había desaparecido todo matiz de emoción.
—Moneypenny. Quiero a 007. Tan pronto como pueda localizarle.
El rostro era oscuro, marcado por una cicatriz blanquecina de unos diez centímetros de longitud, que recorría la mejilla derecha. Los ojos eran anchos, situados al mismo nivel bajo unas cejas rectas, negras y más bien largas. El pelo era negro, partido a la izquierda y peinado de modo que un espeso mechón negro le caía sobre la ceja derecha. La nariz, larga y recta, bajaba hacia un estrecho labio superior bajo el cual aparecía una boca ancha y finamente cortada, pero cruel. La línea de la mandíbula era firme e implacable.
El hombre llevaba un traje de alpaca de color azul oscuro, una camisa de algodón Sea Island y unos sencillos zapatos negros hechos especialmente para él por John Lobb, de St. James's Street, Londres. Llevaba una corbata negra de punto, un poco más delgada de lo que dictaba la moda del momento. Pero James Bond era insensible a las veleidades del mundo de la moda masculina. Tales detalles no tenían ningún interés para él. Sacó una cigarrera de metal y consideró si debía fumar su cigarrillo número cincuenta del día. Mientras contemplaba el desgastado metal casi pudo ver el informe de su último chequeo médico, que M le había extendido por encima de la mesa del despacho elevando una ceja sobre aquellos ojos grises terriblemente claros:
El oficial admite un consumo de alcohol de más de media botella de licor diario de una graduación de más de 40 grados. También fuma una media de sesenta cigarrillos diarios sin filtro. Estos cigarrillos le son fabricados especialmente con una mezcla de tabacos turcos y de los Balcanes que contiene una proporción de nicotina superior a la de las marcas ordinarias. Durante el examen médico, se observa que este régimen
—Bond sonrió al recordar la palabra «régimen»—
está empezando a producir el efecto esperado. La lengua aparece con sarro. La presión sanguínea se halla elevada a 180/100. El hígado empieza a ser palpable. No se observa disminución ni en la frecuencia ni en la gravedad de los dolores de cabeza occipitales a los que nos referimos en el informe previo. El espasmo en los músculos del trapecio ha aumentado en intensidad y los nódulos de «fibrositis» se están haciendo más manifiestos.Es difícil evitar la conclusión de que la salud del oficial está siendo minada sistemáticamente por su «mode de vivre»
—«Muy elegantemente expresado», pensó Bond. «¿Qué está sucediendo estos días en Harley Street?»—.
Se recomienda enérgicamente que, si no quiere ver gravemente dañada su eficiencia en el trabajo, deje de fumar de inmediato y reduzca la ingestión de alcohol. Un cambio al vino sería lo preferente y una abstinencia total lo ideal».
Inequívoco. Eso era lo menos que podía decirse. M no le había hecho críticas, pero le aconsejó que considerara las sugerencias del informe. Seriamente.
James Bond decidió hacerlo así mientras fumaba su cigarrillo número cincuenta del día. Se lo introdujo entre los labios, cerró la caja de metal y buscó su gastado Ronson. La pequeña llama orgásmica vaciló y él aspiró el humo con avidez. Se encontraba en perfecta forma y cuando no se sintiera así emprendería por si mismo cualquier acción que considerara necesaria. Los médicos eran para los hombres obesos sentados detrás de mesas de despacho dedicados a decirles a otras personas lo que tenían que hacer. Se preguntó qué dirían la mayoría de los médicos si se auscultaran con su propio estetoscopio.
Para Bond, el fumar formaba también parte del ritual de volar, y él disfrutaba con los rituales. También le gustaba un martini con vodka bien hecho. Miró por la cabina del jet privado de ocho asientos que le habían enviado para que regresara desde Dakar, y localizó una pequeña nevera que parecía tener un aspecto prometedor. Se hallaba alojado justo detrás de la entrada de la estrecha cabina del piloto y bajo un montón de elegantes revistas que Bond ya había hojeado. Con una intuición que a Bond le pareció completamente admirable, la azafata apareció por la abertura y cerró la puerta tras ella. Era alta, con una boca grande y sensual y pechos muy bien formados. Su sonrisa no se había desgastado volando en las rutas seguidas por las líneas aéreas comerciales, y ahora apareció en su rostro como expresión genuina de su deseo de agradar. Su vestido era simple. Una falda de lana verde, de buen corte, y una blusa de seda blanca que hacía juego con sus medias.
—¿Le apetece una copa? —le preguntó ella.
Bond le devolvió la sonrisa.
—Ya sabía yo que podía usted leer los pensamientos. ¿Tenemos ginebra Gordon's y un vodka de grano?
—No lo sé respecto al vodka —se inclinó para abrir la nevera y Bond pudo disfrutar de la vista de unas caderas firmemente redondeadas—. Creía que el vodka se hacía con patatas.
—Buena parte de él, sí.
La chica se levantó con una botella de Gordon's en la mano.
—Me temo que esto es todo lo que tenemos. A menos que le guste el whisky.
—No, gracias. Tomaré cuatro medidas de Gordon's con un poco de martini seco, agitado hasta que esté muy frío. Si logra usted conseguir una piel larga de limón, mi felicidad será completa.
La chica le miró con una expresión de aprobación.
—Sabe usted muy bien lo que le gusta.
—Creo que eso facilita las cosas a todos —replicó Bond.
La miró fijamente durante un segundo más de lo necesario y expulsó dos hilillos de humo por las ventanillas de su nariz, como un dragón.
—¿Desde cuándo trabaja para la Transcontinental?
La chica empezó a mezclar la bebida.
—Sólo desde hace unas pocas semanas. Se tardó mucho tiempo en pasar por todas las comprobaciones de seguridad.
—Creo que no la había visto nunca anteriormente —dijo Bond, pensativamente—. Tampoco he podido reconocer a la tripulación.
—Ellos son como yo —informó ella—. Recién llegados —le dirigió su embrujadora sonrisa y avanzó hacia él con la bebida sobre una bandeja circular de plata.
Bond la tomó y percibió el satisfactorio frío del cristal contra las yemas de sus dedos.
—Gracias.
Volvió la cabeza y sonrió cuando la chica tomó asiento junto a él, inclinándose hacia atrás y dejando provocativamente al descubierto una rodilla.
—Delicioso —dijo Bond.
—Pero si no lo ha probado todavía —dijo la chica.
—No hablaba de la bebida —replicó Bond, levantando el vaso, llevándoselo a los labios y bebiendo.
Como sustituto, resultaba excepcionalmente bueno. Se volvió de nuevo hacia ella.
—Podría no viajar nunca con nadie más.
—Tiene usted mucha razón, Mr Bond.
Una pequeña automática había aparecido de debajo de la bandeja de plata, apuntándole a la boca del estómago. La expresión de la boca ni siquiera se contrajo. Bond suspiró.
—Me desilusiona mucho. Esperaba una mirada de sorpresa cuando mencioné a la Transcontinental —sacudió tristemente la cabeza—. Se supone que debía usted ser empleada de la Transworld.
—No importa.
La voz de la joven parecía frágil, como si sólo estuviera a un decibelio de romperse. Se hallaba sometida a una gran tensión. Se le había confiado un trabajo que alcanzaba el límite de su propia capacidad. Y resultaba dudoso que pudiera llevarlo a feliz término. Bond se dio cuenta de que se suponía que ella debía matarle. Las hábiles atenciones en el aeropuerto de Dakar, la sustitución de la tripulación. Todo le había conducido a aquel momento. Ahora, los labios de la chica aparecían fuertemente apretados. Estaba tratando de encontrar el valor necesario para apretar el gatillo.
Bond apartó el vaso de la boca, con una sacudida, y el cañón de la automática se ladeó defensivamente. En el instante exacto en que el arma se desviaba, Bond lanzó hacia delante la parte posterior de su puño, golpeando sólidamente la mano que sostenía el arma. La chica lanzó un grito de dolor y sorpresa, y la automática cayó al suelo, deslizándose hacia el otro lado de la cabina. Bond sujetó hábilmente la mandíbula de la joven y se arrojó hacia el arma en el momento en que se abría la puerta de la cabina del piloto. El copiloto se hizo cargo de la situación de un sólo vistazo y se lanzó hacia adelante para atrapar a Bond. Éste quedó momentáneamente prensado contra uno de los asientos y entonces se liberó para lanzarle un derechazo que alcanzó la parte lateral de la mejilla del hombre. Se escuchó un crujido agudo y un gruñido, más de extrañeza que de dolor, y el copiloto cayó de nuevo hacia adelante. Era un hombre corpulento y llevaba un paracaídas sujeto a la espalda. A Bond se le ocurrió entonces que aquél era una medida auxiliar que le vendría muy bien en su actual situación. Se inclinó para coger el arma, y cuando el copiloto trató de cortarle el paso le detuvo dirigiendo un pie contra su bajo vientre. El aparato se estremeció y el golpe de Bond se perdió en el muslo. Cayó hacia atrás, golpeando contra la pared del aparato. Antes de que pudiera volver a moverse, el copiloto estaba sobre él, agarrándole del cuello. Una mano llegó a su cuerpo y la otra se elevó sobre la cabeza de Bond. Se escuchó un ruido rechinante y surgió una bocanada de aire que amenazó con absorber a Bond de la cabina. El copiloto había abierto la puerta de emergencia contra la que estaba apoyado Bond. Éste pudo sentirse absorbido hacia el borde del espacio con el terrible vacío tras él. Sus manos se extendieron para agarrarse a los lados de la puerta abierta y el viento aullante trató de arrancarle las ropas de la espalda.