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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Moonraker (20 page)

BOOK: Moonraker
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Bond apretó el paso y comenzó a sentir cómo disminuía el embotamiento producido por el frío. El círculo de luz se fue haciendo más grande y brilló verde con luz del sol. Era como aproximarse a otro mundo después de la tumba acuática de la garganta. Unos pocos pasos más y se encontró de pie en la boca de una cueva, sintiendo cómo el sol caliente jugueteaba con sus miembros. Por encima de él había una escarpadura y por delante se encontraba la jungla atestada nuevamente con una profusión de cedros gigantes de los que pendían florecientes lianas. No se veía el menor rastro de la mujer.

Bond se agitó y bajó por un estrecho camino lleno de maleza que evidentemente era muy poco utilizado. ¿De dónde procedía la mujer con aquel extraño vestido? Bond se estrujó el cerebro para recordar dónde había visto antes un vestido como aquél. El camino se abría formando un estrecho claro, y Bond se encontró frente a una masa de piedras cubierta de enredaderas que, sin duda alguna, habían sido antes un edificio. Miró a su alrededor y vio otros amontonamientos de piedras casi ocultos por la jungla. Comprendió que había llegado a las ruinas de una antigua ciudad. Había una pared larga que podría haber pertenecido a un edificio público; había un pozo cerrado por los ladrillos caídos; una hilera de pilares truncados se extendía como dientes rotos. Todo estaba cubierto por una tupida red de enredaderas. Bond se abrió paso con dificultad por entre los edificios, buscando a la mujer. No había la menor indicación de que el lugar estuviera habitado. Salió a otro claro donde crecía la hierba alta y miró la línea de los árboles. Erizándose por encima de una maraña de enredaderas se encontraban las piedras más altas de un edificio. Bond avanzó con cautela, atravesando unos matorrales espinosos, para encontrarse ante una recia pirámide de piedra que se elevaba unos treinta metros en el aire y que aparecía coronada por un templo. Unas escaleras subían por la cara de la pirámide, y detenida en medio de ellas se encontraba la mujer. No miraba a Bond, pero había algo en su forma de estar de pie, medio girada hacia él, que sugería que le estaba esperando.

Apenas hubo aparecido él, la mujer continuó avanzando y desapareció entre dos piedras enormes. Bond se sintió incómodo pero, al mismo tiempo, fascinado. Miró a su alrededor una vez más, pero no observó signo alguno de vida humana. Los pájaros cantaban desde las ramas altas de los árboles y escuchó el rápido farfulleo líquido de un mono. Esperó unos segundos y después se dirigió hacia el pie de la pirámide.

Q había hablado de la civilización maya del Yucatán. Eso era lo que le recordaba la pirámide. Y la ropa que llevaba la mujer. ¿Era posible que alguna rama de las tribus mayas se hubiera visto obligada a emigrar hacia el sur a causa del hambre o de alguna lucha interna? ¿No estaría siguiendo a la superviviente de una raza supuestamente extinguida, que de algún modo se las había arreglado para propagarse hacia las grandes zonas inexploradas de la selva de América del Sur? Empezó a subir los gigantescos escalones y se maravilló al pensar que piedras de este tamaño hubieran podido ser transportadas con instrumentos manuales. Algunos de los bloques tenían más de metro y medio de altura y cuatro metros de longitud. Bond llegó al lugar donde la mujer había desaparecido y se encontró ante la boca de un estrecho pasaje que descendía hacia el corazón de la pirámide. Sobre las dos piedras de la entrada había pinturas de guerreros con lanzas. Bond miró hacia atrás para contemplar la jungla extendiéndose en todas direcciones y después bajó hacia el interior. Por debajo de donde él se encontraba había un brillo de luz, y a medio camino de la escalera estaba la hermosa mujer. En esta ocasión, ella se volvió hacia él y su rostro se abrió en una sonrisa de bienvenida. Como si estuviera convencida de que no era necesaria ninguna otra invitación, la mujer se volvió y siguió bajando los escalones. Bond la siguió. A derecha e izquierda, las paredes aparecían adornadas con desvaídos frescos que mostraban las hileras de hombres en marcha, ataviados con túnicas cortas y tocados como el que llevaba la mujer a la que Bond consideraba como su guía. La mujer no miró a su alrededor, sino que continuó bajando los escalones hacia la fuente de luz. Bond se sentía excitado al presentir que estaba a punto de revelársele un gran secreto. El corazón del enigma tenía que hallarse en el centro de la pirámide. Apresurando el paso, llegó al final del túnel y miró a su alrededor, asombrado.

Su primera impresión fue la de hallarse en una catedral. Grandes paredes de vidrios de colores se elevaban en el aire y formaban el fondo de la pirámide. Contra ellas se apretaba la jungla y el efecto de integración se veía aumentado por las plantas y enredaderas que ascendían para encontrarse con el cristal desde el interior. Rocas cristalinas brillaban como iluminadas internamente y había un estanque que serpenteaba y que estaba atravesado por un puente plateado. La naturaleza había sido dominada como en un jardín japonés, pero aquí todo aparecía en una escala gigantesca y era menos formal. Junto al puente arqueado, la mujer esperó a Bond como en una escena idílica, y él tuvo la extraña sensación de hallarse en un mundo de ensueño. Durante un momento escalofriante se preguntó si no habría perecido en la catarata, siendo lanzado directamente a un purgatorio en el que se perdía la memoria. Avanzó hacia la mujer y de repente se dio cuenta de que ya la había visto antes. En la tienda de Cristal Venini. Ahora, la sensación de hallarse en un sueño adquirió proporciones de pesadilla. La mujer empezó a cruzar el puente y después se detuvo para ver si él la seguía. Había algo en su mirada que aún agitó más la perturbada mente de Bond. La mujer miraba no para ver si él la seguía, sino para asegurarse de ello. Bond empezó a rodear el estanque. El agua estaba clara y la superficie apenas si se veía perturbada por el suave chorro de una pequeña cascada situada en un extremo. Sólo un alarmista habría sentido sospechas. Pero Bond era un alarmista cuando se trataba de la cuestión de la propia supervivencia. Siguió el dibujo de las piedras que formaban el pavimento alrededor del estanque y casi dio un salto cuando otras dos figuras se materializaron a través del follaje… mujeres vestidas como la primera. Una vez más, las reconoció. Eran aspirantes a astronautas, vistas en California. Le miraron con rostros sonrientes y expectantes como si esperaran que él hiciera algo. Se volvió hacia la primera mujer. Estaba todavía sobre el puente. Ella también le sonreía. Y esperaba.

Bond puso su pie sobre el puente e inmediatamente se dio cuenta de que algo andaba mal. La piedra situada bajo sus pies no era fija, sino que se balanceó sobre un vacío. Antes de que pudiera avanzar, saltó en el aire y le lanzó al estanque. Bond chocó contra el agua e inmediatamente tomó impulso para salir. Posteriormente, tuvo la impresión de haber empezado a nadar cuando todavía se hallaba en el aire. Quienquiera que fuese el que deseara verle en el estanque, no estaba pensando en su nivel de colesterol.

Sus manos acababan de chocar sordamente contra una roca cuando una fuerza como un látigo de acero se enroscó alrededor de su pecho. Bond fue impulsado hacia atrás y recibió una terrorífica ojeada de lo que le había sucedido. Elevándose ante sus ojos se encontraba la horrible boca abierta de una gigantesca anaconda. Sus anillos se apretaban alrededor de su pecho y él empezó a gritar antes de ser estrellado bajo la superficie. La presión que sentía sobre el pecho podría haberla ejercido un par de enormes cascanueces. Parecía como si su caja torácica fuera a romperse en cualquier momento, aplastándole los pulmones y convirtiéndole en un amasijo de huesos rotos.

Bond forcejeó y desgarró con las manos, pero la fuerza de la serpiente era excesiva para él. El aire empezaba a escapar sistemáticamente de su cuerpo. Bond tragó media bocanada de agua y empezó a sentir pánico. Sus dedos se hincaron en el fondo del estanque y se cerraron alrededor de una roca. Se levantó y golpeó la figura que se balanceaba ante su cara. Uno de los golpes alcanzó sólidamente la cabeza de la anaconda y la fuerza de su apretón disminuyó. Con nuevas esperanzas, Bond empezó a esforzarse por salir de entre los anillos. Sus dedos rozaron un lado del estanque. Entonces, los anillos volvieron a apretarse a su alrededor como un muelle que se hubiera contraído. El enorme peso de la fuerza le hundió. Más allá del nudo de los anillos, Bond vio tres metros de cola azotando el agua. Retorciéndose desesperadamente, se metió los dedos en el bolsillo interior de su túnica. Como una imagen subliminal vio la forma de la pluma retráctil que había cogido de la habitación de Holly en Venecia. Sus dedos se cerraron alrededor de la punta y la desplegó en su mano. Cuando sus torturadas costillas parecían a punto de romperse bajo la presión, dirigió la punta de la pluma contra la carne en tensión de la serpiente y apretó la punta. Transcurrieron unos segundos y no sucedió nada. El apretón no disminuyó y la serpiente seguía tratando de que abriera la boca para así ahogarlo. Entonces, de repente, el cuerpo enrollado a su alrededor no fue más que un peso sin la menor fuerza. Bond se liberó y sintió cómo se expandía su caja torácica. La serpiente quedó en el agua, como suspendida. Sufrió convulsiones y después quedó inmóvil.

Bond nadó hacia el borde del estanque y se sostuvo allí, respirando dolorosamente. Después se aupó y cerró los ojos mientras llevaba aire a los pulmones. Cuando los abrió fue para ver una pequeña montaña de cuero húmedo contra su rostro. El cuero, que brillaba opacamente, pertenecía a la puntera de un zapato. Por encima del zapato se elevaba un tronco de material empapado que formaba la pernera de un pantalón. Por encima de la pernera del pantalón estaba Tiburón. Tenía la boca y los dientes abiertos en una mueca, haciéndolos brillar como en un acto travieso en un mundo travieso. Bond descanso la cabeza sobre las manos y regularizó su respiración. Algo le decía que iba a necesitar cada gramo de aire que pudiera encontrar.

—Mr Bond —la voz produjo un eco de abajo hacia arriba, y ocultaba una nota de verdadera lástima—, desafía usted todos mis intentos de planear para usted una muerte divertida.

La mano de Tiburón descendió y cogió a Bond como si fuera un juguete flotante retirado de una bañera. Con una facilidad desdeñosa, lo dejó caer nuevamente al suelo ante el propietario de la voz.

Drax apareció ante unos escalones que daban a lo que presumiblemente había sido un punto de observación ventajoso, situado sobre una roca elevada.

—¿Por qué terminó el encuentro tan sumariamente?

—Descubrí que me estrujaba demasiado —dijo Bond.

Drax se frotó la parte delantera de su túnica de seda negra, desdeñando la observación de Bond como si se tratara de una mota de polvo sobre la tela.

—Siempre bromeando, Mr Bond. Supongo que se trata de una característica muy inglesa esa de reírse siempre frente a la adversidad. Pues bien, puedo prometerle mucho de qué reírse. Será interesante ver si su sentido del humor puede estar a la altura necesaria.

Hizo un gesto hacia Tiburón y se dio media vuelta. Tiburón extendió una mano y Bond se tambaleó hacia adelante. Los rostros familiares de otras dos mujeres habían aparecido, y él observó que compartían una expresión común con las tres primeras: desilusión.

—Siento mucho lo de vuestro animalito —dijo Bond.

Las mujeres le miraron fríamente y siguieron comportándose como damas de honor participando en una ceremonia nupcial.

Drax indicó el camino hacia unas pesadas puertas de metal, que se abrieron al aproximarse él y revelaron una escena totalmente en contraste con respecto a la tranquila calma de la cámara de cristal. Grupos de técnicos estaban sentados ante largas y altas pantallas de monitores y computadoras, y los sonidos de voces ocultas transmitiendo información técnica parecían los de los agentes de una bolsa de cambio. Bond observó rápidamente que todas las pantallas tenían una cosa en común. Revelaban diferentes fases de cohetes preparados para el despegue. Cohetes que evidentemente iban a ser utilizados para lanzar algo al espacio. Bond observó unas abrazaderas gigantes que se retiraron con lentitud de un misil y reconoció las palabras familiares en el casco: MOONRAKER. Palabras y símbolos nuevos aparecían continuamente en las parpadeantes pantallas, y Bond se dio cuenta de que estaba observando el procedimiento previo al lanzamiento, no de uno, sino de varios vehículos espaciales. Se volvió hacia Drax, que miraba a su alrededor como un obispo en una catedral recién consagrada.

—¿Qué demonios está tramando aquí, Drax?

Drax ni siquiera se dignó mirarle. Una de sus brutas manos se elevó para acariciar reflexivamente la enrojecida piel de su cara.

—Un tópico novelesco muy apreciado por las criadas es el de que el villano lo explique todo antes de disponer de sus víctimas. No tengo la más mínima intención de seguir ese precedente.

—¿Ni siquiera dará la más breve explicación, Drax?

Drax se volvió de espaldas al ajetreo de la cámara de control y miró hacia una caja de cristal abovedada situada en un nicho. En la época victoriana habría contenido una serie de aves disecadas, pequeñas y de brillantes colores. Ahora contenía una hermosa orquídea negra, con sus flores ribeteadas de escarlata, como si hubieran sido sumergidas en sangre. Bond reconoció la diapositiva que le había mostrado Q en el taller:
Orchidaceae Negra
.

Bajo la vigilante mirada de Tiburón, Bond se acercó a Drax.

—¿Qué me dice de esa orquídea?

Drax habló como si lo estuviera haciendo consigo mismo.

—El curso de una civilización. No fueron ni las plagas ni la guerra lo que exterminó a la raza que construyó la gran ciudad que nos rodea. Fue su reverencia por esta maravillosa flor.

Bond volvió a contemplar la blanda figura de la orquídea. Detrás de su brillante belleza superficial había una impresión de maldad oculta más sutil que sus colores. La propia figura de la flor sugería la de una mantis religiosa. «Acércate a mí y te devoraré», parecía decir. En el corazón de la flor había una diminuta figura fetal tan apretada que parecía estar gritando de dolor y desesperación, como llamando a una vida que nunca podría tener.

—La flor es venenosa —dijo Bond.

—A largo plazo, sí —admitió Drax—. La exposición a su polen causa esterilidad. Los desgraciados mayas nunca se dieron cuenta de ello. En cada una de las crisis de su menguante civilización se volvieron al culto de la flor que era la responsable de su destrucción. Patético, ¿verdad?

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