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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Moonraker (24 page)

BOOK: Moonraker
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—¿Adónde tenemos que ir a buscar la comida?

—No tenemos que hacerlo.

Ella le indicó una relación de platos impresa junto a cada asiento. A cada posibilidad de selección de la lista, correspondía un botón.

—Elige lo que quieras y aprieta el botón adecuado —señaló a continuación hacia una de las paredes—. Ése es el plato especial de hoy.

Bond miró a través de un panel de cristal y vio un gran conjunto de ternera asada girando en un asador. Una fila de platos estaba situada en una estrecha cinta colocada debajo. Mientras Bond observaba, un delgado rayo de luz se movió verticalmente por la ternera y un trozo cayó en el plato. El proceso se repitió y Bond se dio cuenta que la carne era cortada con un rayo láser controlado automáticamente. Pensó en las linternas láser que llevaban los guardias y frunció el ceño.

—Creo que puedo resistir la ternera —dijo.

Eligió con rapidez y apretó los botones adecuados, añadiendo por último uno que marcaba «Vino Tinto». Transcurrieron dos minutos durante los que mantuvo su recelosa mirada sobre el reflejo de la figura de Tiburón en el cristal exterior, y entonces se abrió una portilla situada en el extremo de la mesa. Surgieron por allí dos bandejas que se deslizaron con lentitud por un hueco situado en el centro. Cuando llegaron frente a Bond y Holly, se detuvieron. Se escuchó un
clic
y las dos bandejas se apartaron de la línea central para llegar ante los comensales. Bond hizo un gesto de aprobación a Holly.

—Impresionante —cogió una pequeña botella de vino y examinó la etiqueta—: Kubrick 2001. Una cosecha excelente.

—Eres incorregible, James —dijo Holly, sacudiendo la cabeza.

—También estoy preocupado. No me gusta el aspecto de esas esferas que vimos sobresaliendo en el lado del gran globo. En cuanto hayamos hecho algo con el sistema de camuflaje de radar, echaremos un vistazo.

Holly dejó sobre la mesa la taza de café y miró fríamente a Bond.

—¿Es eso una orden, comandante Bond? Si lo es no voy a tener más remedio que desobedecería. Mi rango en la NASA es el equivalente al de coronel. Te supero en rango, James.

—Escoges un momento excelente para recordármelo —dijo Bond—. Está bien. ¿Aceptarías una respetuosa sugerencia para iniciar pasos en el sentido de comprobar si esas esferas están llenas de gas nervioso y listas para ser lanzadas?

—La aceptaría —contestó graciosamente Holly. Miró a su alrededor—. Y ahora creo que podemos seguir nuestro camino. Tiburón no parece haber tenido mucho apetito.

—Eso depende —dijo Bond.

Apretó un botón que marcaba «Disponible» y en el centro de la mesa se abrió una trampilla para recibir la bandeja que se deslizó hacia ella. Ahora, la mesa estaba lista para recibir a más comensales.

Bond se levantó y siguió a Holly hacia la puerta. Con el movimiento hacia el centro de la estación se hizo más marcada la sensación de falta de peso. Giraron en la galería y se aproximaban al corredor del satélite dos cuando Tiburón apareció de nuevo. Se inclinaba hacia adelante y miraba de buen humor la esfera de gravedad cero donde antes habían estado los gimnastas. La expresión de su rostro era triste. Se encontraba situado justo frente al letrero Unidad de Camuflaje Electrónico.

Bond maldijo interiormente e indicó el camino hacia una escalera de acero en espiral que desembocó en otro pasillo circular del que surgían unas habitaciones sin puertas. Observó el interior de una de ellas y vio que era un dormitorio con camas dispuestas de dos en dos, separadas por espacios curvados, como los pétalos de una flor. Un par de astronautas estaban durmiendo en uno de los cubículos, con las manos extendidas el uno hacia el otro a través de la intersección, y las puntas de los dedos tocándose mientras descansaban sobre el suelo. Bond miró recelosamente a su alrededor.

—Muy bien podemos quedarnos por aquí hasta que no haya moros en la costa.

Entró en la habitación y se tumbo en una de las camas. Holly le siguió más cautelosamente.

—Trae recuerdos, ¿verdad? —preguntó Bond.

Holly sonrió. Le dio la espalda y encogió las rodillas, adquiriendo una posición fetal. No había ropa de cama, sólo una firme almohada. Bond descansó la cabeza en ella y se concentró en mantenerse despierto. No le fue muy difícil con sus quemaduras causándole dolor.

Apenas se había extendido cuando otra pareja entró en el dormitorio y penetró en el cubículo situado enfrente con rapaz avidez. Se besaron apasionadamente y se separaron para tumbarse en sus camas individuales. Inmediatamente, el hombre extendió su brazo y elevó la pequeña mesilla situada entre las camas. Cuando ésta retrocedió hacia la pared, las dos camas se juntaron y los lados de la partición se curvaron hacia arriba para encontrarse y formar una pantalla que ocultaba a los ojos curiosos lo que sucedía en la cama doble. Bond sólo podía ver dos formas detrás del material opaco.

Estaba volviéndose hacia Holly en espera de una reacción cuando Tiburón apareció en el umbral. Rápidamente, Bond levantó su mesilla de noche y una sorprendida Holly se encontró de pronto con una mano sobre la boca en el momento en que los paneles de separación se cerraban sobre ellos.

—¡Tiburón!

Bond susurró el nombre y las afiladas uñas de Holly se apartaron de la carne del dorso de la mano de él. Se quedó quieta, mirando con Bond hacia el final de las camas. Un enorme contorno oscuro mostraba que Tiburón se encontraba en medio del dormitorio. Durante unos segundos no se movió, y entonces, cuando se escuchó un suspiro de placer procedente de las camas opuestas, la sombra se retiró. Bond esperó unos pocos momentos más y entonces besó a Holly con ternura detrás de la oreja, antes de bajar la mesa. Sin el menor ruido, las particiones se deslizaron hasta alcanzar su posición original. No había el menor rastro de Tiburón. Bond se levantó y se dirigió al corredor. Estaba vacío. Holly apareció a su lado y ambos regresaron por la escalera en espiral hacia la galería. Había poca gente en este nivel y entraron en el túnel que conducía al satélite dos sin cruzarse con nadie. Bond se aproximó a la puerta marcada con el rótulo de «Unidad de Camuflaje Electrónico» y echó un vistazo a través de un panel de cristal. En el centro de una habitación circular había un banco de circuitos eléctricos que parecían conexiones telefónicas. Había dos técnicos, con túnicas blancas, sentados ante consolas en el extremo más alejado de la habitación. Vigilaban unos monitores en los que unas líneas horizontales en zig-zag se perseguían unas a otras de izquierda a derecha. Bond se volvió a Holly y lanzó su puño contra la palma de la mamo. Ella asintió con un gesto.

El golpe en la puerta fue tan ligero que el primer técnico no lo oyó por encima del ruido producido por el equipo Su compañero le dio un codazo y extendió el dedo pulgar por encima del hombro. De nuevo se escuchó un golpe discreto en la puerta. El primer técnico suspiró y se levantó. Después, volvió a suspirar. ¿Por qué siempre tenía que ser el que abriera la puerta? Miró a su colega y se preguntó si valía la pena iniciar una discusión por ello. Sin embargo, ahora ya se había levantado y no valía la pena afrontar el problema por el momento. A la próxima ocasión, Wilson podría contestar la llamada. Cruzó la habitación y miró por la portilla. En el exterior, había una hermosa mujer vestida con el uniforme de piloto. Su rostro le pareció vagamente familiar. El técnico apretó el instrumento que abría la puerta y sonó un zumbido. Inmediatamente, la puerta se abrió con rapidez y la mujer echó a correr en dirección a las consolas. El primer técnico se giró para perseguiría. En ese momento escuchó otro sonido. Se volvió, pero ya era demasiado tarde. El puño de Bond le alcanzó en la cara y él retrocedió, tambaleándose, doblándosele las rodillas. Otro golpe alcanzó el mismo punto, y él chocó contra la columna central, inconsciente antes de caer al suelo.

El segundo técnico se volvió en cuanto Holly irrumpió en la habitación. Empezó a levantarse y a extender la mano hacia un lado en busca de su linterna láser. Holly hizo oscilar un brazo y un certero golpe de karate se hundió en el tenso músculo del cuello del otro. Lanzando un grito de dolor y sorpresa, ensayó un derechazo. Holly saltó a un lado, esquivándolo, y volvió a golpear con el canto de la mano. En esta ocasión no se produjo ningún sonido, a excepción del producido por el hombre al caer ante sus pies.

—¿Dónde aprendiste a luchar así? ¿En la NASA? —preguntó Bond contemplando con admiración la inerte figura del hombre.

—No. Vassar.

Holly se movió con rapidez hacia la columna central y comenzó a estirar grupos de hilos. Bond se arrodilló y empezó a atar a los técnicos. Holly cogió la linterna láser y dirigió el haz contra el sistema de circuitos. El delgado rayo de blanca luz asesina cayó sobre el metal y el humo se elevó rápidamente en el aire. El sistema de camuflaje del radar se estaba fundiendo en una masa viscosa de olor fétido.

—¿Apagado? —dijo Bond.

—Podrías decirlo así. Digamos que ha quedado sin operatividad.

—Entonces, ¿ahora se nos puede ver desde La Tierra?

Holly asintió con un gesto.

—Así es. Confiemos en que alguien esté vigilando.

16. ¿Puedes verme, Madre Tierra?

Por encima de la cabeza de Gregor Sverdlov había dos metros de aire, cuatro metros de hormigón armado y diez metros de nieve. En el puesto de escucha del ejército soviético en Severnyy Anyuyskiy Khrebet, los inviernos eran largos. Se decía que eran más largos que los intervalos transcurridos entre la llegada de los samovares de caliente té endulzado con el nuevo edulcorante que tenía en la punta de la lengua un gusto un tanto amargo, como de veneno. Se rumoreaba que este gusto se debía a un ingrediente especial añadido para erradicar los sentimientos antirrevolucionarios, especialmente los que podrían ser inducidos por la contemplación de las partes vitales de las mujeres. Gregor Sverdlov se frotó las manos y miró a su alrededor, con la esperanza de ver a la criatura, de la que se creía que era mujer, que traería el samovar. Estaba interesado por el té, no por la mujer. Mirar su aspecto tan poco elegante significaba simplemente duplicar lo que el Estado trataba de conseguir por medio de su bromuro. La mujer en cuestión no sólo desanimaba todo pensamiento amoroso, sino que los empujaba ante ella como ávida de encontrar algún acantilado por donde arrojarlos.

Hacía frío en el búnker. No tanto como fuera, donde los postes de radio se elevaban por encima de los pinos y donde las extensiones nevadas de terreno llegaban hasta las heladas aguas de Chaunskaya Guba, pero hacía el frío suficiente como para estimular los huesos de un hombre como si un director de pompas fúnebres con dedos helados los estuviera tocando. Gregor Sverdlov se levantó, hizo oscilar los brazos adelante y atrás y salió de la habitación. Pasaría todavía una hora antes de que terminara su servicio, dejándole libre para cruzar la nieve hacia la cabaña de maderas que compartía con otros once operadores de radar. La estufa estaría casi apagada y el aire viciado sólo sería marginalmente preferible a la asfixia, pero estaría caliente. Era algo esperanzador. Algo más inmediato que el día en que terminara su servicio militar, al cabo de dieciocho meses.

Gregor Sverdlov se volvió al llegar al extremo de la larga consola y dirigió una mirada aburrida hacia la fila de monitores. Inmediatamente avanzó hacia ella. Algo andaba mal. Apretó botones e hizo girar diales. Algo seguía estando mal. El satélite Kalinin no tenía que aparecer en pantalla hasta veinte minutos más tarde. ¿Por qué estaba recibiendo aquella señal? ¿No se habría quedado dormido? El pensamiento de haber cometido tal descuido le hizo estremecerse de temor, un estremecimiento procedente del frío que se apoderó de su cuerpo. Pero si no se había quedado dormido, ¿cómo podía haber dejado de ver aquel objeto entrando en su zona de vigilancia? No podía aparecer repentinamente en el espacio. Operó el trazador espacial y el calculador de posición avanzada, y esperó con nerviosismo e impaciencia mientras la máquina se agitaba y gemía digiriendo la información con que él la había alimentado. Finalmente, se escuchó un sonido mecánico y una pequeña tarjeta impresa cayó en su mano, cubierta de perforaciones.

Casi corriendo, cruzó la habitación y la apretó contra el disco de recepción del registro de imagen espacial. Apretó un botón y esperó mientras una luz pálida iluminaba la pantalla del gran monitor. Diez segundos más tarde apareció la imagen. Una imagen tan asombrosa e inesperada que la mano de Gregor Sverdlov seguía temblando cuando apretó el botón que le pondría en inmediato contacto telefónico con su controlador regional.

El pie desnudo trató de alcanzar la zapatilla que estaba bajo la cama y entonces abandonó el intento. La luz roja había empezado a encenderse y apagarse en la parte superior del teléfono, lo que significaba que el presidente esperaba al aparato. El general Scott, de la USAF, sacó el brazo que se las había arreglado para meter en su batín cuando sonó el teléfono por primera vez e hizo un gesto agresivo con la cabeza al unísono con la persona que le hablaba al otro lado. Finalmente, le llegó el momento de hablar.

—Escuche, general Gogol. ¿Cuántas veces tengo que decirle que nosotros no lo pusimos allá arriba? Estamos tan perplejos y asombrados como usted.

Una oleada de estática cubrió sus palabras y él se inclinó hacia adelante para correr la cortina situada junto a la cama. Una sirena gritaba y un camión de marines espaciales de los Estados Unidos se dirigía hacia una nave espacial con su cohete, situada en el centro de una plataforma de lanzamiento. La zona estaba iluminada por focos, como el escenario de una película de la Twentieth Century Fox.

—¿General Scott?

Le voz rasposa del ruso volvió a materializarse a través del éter.

—Sí, general Gogol. Sigo estando aquí:

—En tales circunstancias, estoy seguro de que no tendrá inconveniente alguno en que realicemos nuestra propia investigación. El satélite Kalinin se encuentra en una órbita similar reuniendo información meteorológica…

—Sabemos lo del satélite —le cortó Scott, permitiendo que en su voz sonara un ligero tono de sarcasmo—. No tenía la menor idea de que recogiera información meteorológica.

—Los detalles quizás no importen tanto por el momento —dijo Gogol con frialdad—. Propongo que desviemos el Kalinin para investigar a este intruso.

—Los informes sugieren que usted ya lo ha hecho así —dijo Scott.

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