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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha visto (32 page)

BOOK: Nadie lo ha visto
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El museo al aire libre de Bunge apareció a la derecha de la carretera y poco después estaban ya en Fårösund.

En la dársena de los transbordadores se encontraron con el cordón policial y con varios bomberos que vivían en Fårösund, que habían recibido órdenes de la policía local para que vigilaran el cordón de los transbordadores hasta que llegara la policía. Knutas los saludó agradecido e inmediatamente el transbordador que había estado esperándolos se puso en marcha sobre las aguas del estrecho.

L
a tormenta y la lluvia habían cesado. Emma estaba detrás de la puerta del cuarto de invitados. No se le ocurrió otro sitio donde esconderse. Oía débilmente el sonido de la radio en el piso de abajo. Sólo deseaba poder atravesar la pared y desaparecer. Tenía los músculos tensos y se concentraba en intentar contener la respiración. Las caras de sus niños pasaron ante sus ojos. Tenía ganas de llorar, pero se reprimió.

De pronto oyó el conocido crujido de la escalera. Con sigilo, atisbo el pasillo a través de la abertura que había detrás de la puerta. Su corazón latía con tanta fuerza que pensó que se oiría. Le vio la mano; empuñaba un mango. Era un hacha. Se le escapó un sollozo tembloroso. Se mordió la mano para evitar que la oyera. El hombre entró en el dormitorio de sus padres. Tomó una decisión instantánea. Salió al pasillo y dio dos saltos escaleras abajo, antes de que él fuera tras ella. Dio un traspié y cayó de cabeza en el suelo del cuarto de estar. La agarró del tobillo cuando trataba de levantarse del suelo. Se volvió con un alarido y consiguió golpearle de lleno la mano con el bate de béisbol. El intruso gritó y aflojó la presa lo suficiente como para que pudiera ponerse en pie.

Sollozando, llegó a tropezones hasta la entrada, con la vista puesta en la puerta de la calle. Agarró el tirador, pero la puerta estaba cerrada y no tuvo tiempo de abrirla antes de que se abalanzara sobre ella. La agarró del pelo y la arrastró hacia atrás, hasta la cocina.

—Desgraciada, jodida guarra —chilló—. Zorra, hija de puta. Ahora te vas a callar. Maldita puta asquerosa.

La empujó hasta tenerla sentada, sujetándola por el cuello con una mano.

—Ahora te toca a ti, jodida zorra. Ha llegado tu maldito turno.

Su cara, a tan sólo unos centímetros de la suya, reflejaba una cólera infinita. El aliento le olía a menta, y eso le recordó a alguien. El abuelo. Era el mismo olor. Pastillas para la garganta. Grandes, blancas y transparentes, que se podían chupar una eternidad. Venían en una bolsa marrón de papel. El abuelo siempre la invitaba.

Cuando alzaba el hacha y calculaba el golpe, aflojó algo la presión alrededor del cuello de Emma. De algún sitio sacó ella una fuerza salvaje. Con un grito gutural, levantó las dos manos y consiguió zafarse de la que le oprimía el cuello, y al mismo tiempo lo tiró al suelo. Cayó sobre él y lo mordió en la mejilla, con tanta fuerza que sintió el sabor de la sangre en la boca. Esta vez tuvo tiempo de alcanzar la puerta y salir.

Corrió hasta el muro de piedra y saltó por encima de él hasta el otro lado. Se encontraba abajo, en la playa. Maldijo la luz y siguió alejándose. La arena estaba muy firme y se podía correr con facilidad. Además, estaba acostumbrada. Allí había corrido para mantenerse en forma centenares de veces. Cuando había avanzado un trecho no pudo evitar volverse, para ver a qué distancia estaba él. Para su asombro descubrió que no la perseguía. Se detuvo y miró desesperada a su alrededor. No se veía a nadie por ninguna parte.

«Ha debido de quedar más malherido de lo que yo creía», pensó. Aliviada, siguió corriendo hacia el faro. Allí solía haber gente. Si conseguía llegar hasta él, estaría a salvo. Aún no podía verlo, antes tenía que rodear el cabo, y hasta allí quedaba todavía un buen trecho. Ahora corría más despacio. La playa parecía casi fantasmal. No se veía ni un alma. Sólo oía su respiración jadeante y el suave sonido sordo de sus propios pies.

El último tramo estaba cubierto de piedras en lugar de arena. Estuvo a punto de caerse, pero logró mantener el equilibrio. Cuando llegó hasta el otro extremo de la playa, estaba extenuada. El sudor le resbalaba espalda abajo. Seguía sin verse ni un alma, pero pronto llegaría arriba, a la carretera, y entonces la salvación no estaría tan lejos.

De camino hacia el faro se permitió tomar aliento un momento. El pequeño conjunto de casas que había en el lugar parecía desierto. Siguió corriendo en dirección al aparcamiento y vio un coche aparcado algo más lejos, en el lindero del bosque.

Cuando estuvo algo más cerca, advirtió que era un Saab rojo.

Así pues, toda la carrera había sido en vano.

Sólo tuvo tiempo de pensar que debía de haber subido al coche y conducido hacia el faro, antes de que el golpe la alcanzara en la parte posterior de la cabeza.

H
abía dos policías fuera de la casa, cuando Johan, por fin, llegó. No se veía a Emma. Aparcó el coche al lado del muro y entró en el jardín.

—Me llamo Johan Berg, soy periodista —dijo mostrando su carné de periodista—. Soy amigo de Emma Winarve. ¿Dónde está?

—No lo sabemos. La casa está vacía y estamos esperando refuerzos. Tienes que largarte de aquí ahora mismo.

—¿Dónde está Emma?

—Ya te hemos dicho que no lo sabemos —contestó uno de los policías con brusquedad.

Johan se volvió, corrió alrededor del muro que rodeaba la casa y bajó hasta la playa.

Ignoró a los policías que lo llamaban. En cuanto llegó a la playa descubrió las huellas en la arena. Pisadas muy claras.

Corrió tras las huellas de Emma, dio la vuelta al cabo y divisó el faro. Las pisadas seguían. Comprobó aliviado que sólo eran las huellas de una persona. Probablemente se había dirigido al faro en busca de ayuda. Pero ¿dónde estaba el asesino?

Miró hacia arriba, al reborde elevado y cubierto de hierba que discurría paralelo a la playa antes de que empezara el bosque. La podía haber perseguido desde allí. Desde allí habría tenido también una buena vista.

Cansado y jadeante, llegó hasta el faro y se metió por un camino que conducía al aparcamiento.

—¡Emma! —gritó.

No hubo respuesta. No había ningún coche en el aparcamiento y tampoco vio a nadie. ¿Qué habría sido de ella?

Intentó buscar huellas entre los guijarros, pero no encontró ninguna y decidió continuar por arriba, por la carretera asfaltada. Estaba completamente vacía, silenciosa y desierta, con el bosque a uno y otro lado. Miró en dirección a las casas más cercanas. Parecían vacías. De pronto oyó el ruido de un motor que se acercaba y se dio media vuelta.

Un coche de policía se detuvo con un frenazo y de él salieron Knutas y Jacobsson.

—¿Has visto o has oído algo?

—No. Sólo lo que creo que son las pisadas de Emma en la arena. Conducían hasta aquí.

Sonó el móvil de Knutas. La conversación fue corta.

El comisario se dirigió a Karin.

—Es probable que el asesino sea Jens Hagman. El hijo de Jan. Lo han encontrado en el registro escolar. Tiene la misma edad que las víctimas, e iba a una clase paralela a la de ellas en sexto. Además, su padre, Jan Hagman, tiene un Saab rojo, un modelo del 87. El coche ha desaparecido.

Karin se lo quedó mirando estupefacta.

—¿Ha sido el hijo? ¡Y nosotros en la inopia! —exclamó.

—No sigas —cortó Knutas—. La autocrítica la dejaremos para más tarde. Ahora tenemos que dar con él.

En la carretera principal que bajaba hasta el muelle de los transbordadores dispusieron controles en varios puntos. La policía montó una base provisional junto al camping de Sudersand. Un grupo de policías y perros formaron una cadena para dar una batida a la zona del bosque entre Skärsände y el faro. Olle Winarve llegó al lugar.

Después de hablar con Grenfors en Estocolmo, Johan llamó a Peter. Desde luego, tenían que informar de lo que estaba ocurriendo. Al mismo tiempo, la inquietud que sentía por Emma estaba a punto de consumirle.

C
uando encontró la carta, tomó la decisión de matar a Helena. Estaba en el dormitorio de su madre. Sus padres ocupaban dormitorios separados desde hacía muchos años. A él no le parecía extraño. Nunca los vio abrazarse, ni dedicarse ninguna muestra de cariño. Su madre estaba ahorcada en el granero. Su padre tardaría en volver a casa. Disponía de unas cuantas horas para registrar su habitación antes de verse obligado a llamar a la policía y avisarles de que había encontrado a su madre colgada en el granero. Abrió los cajones de su cómoda y los revisó afondo. Papeles viejos con anotaciones casi ilegibles, recibos, fotografías del maldito gato al que su madre quería tanto. «Lo quería más que a nosotros», pensó con amargura. Algunas joyas feas, un dedal, bolígrafos que en su mayor parte habían perdido la tinta. «¿Cuánto tiempo hará que no miraba sus cajones?», se preguntó irritado. Entonces encontró algo que le llamó la atención. En el fondo de uno de los cajones había un sobre amarillento y arrugado. Leyó lo que ponía delante. «Para Gunvor».

Era la letra de su padre. Frunció la frente y abrió el sobre. La carta sólo estaba escrita por un lado. No llevaba fecha
.

«Gunvor:

»He estado despierto toda la noche pensando y ahora estoy preparado para contarte lo que me ha pasado últimamente. Sé que te lo habrás preguntado, pero no has dicho nada, como de costumbre
.

»El caso es que he conocido a otra mujer. Creo que por primera vez en mi vida he experimentado lo que es el amor de verdad. No lo he planeado; sólo ha ocurrido sin que pudiera resistirme
.

»Llevamos viéndonos medio año. Pensé que tal vez se tratase de algo accidental, que se me pasaría, pero ha sido todo lo contrario. La amo con todo mi corazón y he decidido que quiero compartir mi vida con ella. Además, está embarazada. Y ahora quiero hacerme cargo de ella y de nuestro hijo
.

»Los dos sabemos que nunca me has querido. Muchas veces me ha sorprendido, incluso me ha asustado tu frialdad. Tanto para conmigo como para con los niños. Ahora se acabó. He encontrado a alguien que me ama. Es una alumna mía y se llama Helena Hillerström. Cuando encuentres esta carta, yo ya me habré mudado a un apartamento en la ciudad. Te llamaré más tarde
.

Jan».

Estrujó la carta, mientras las lágrimas le abrasaban los párpados por dentro. No había otra Helena Hillerström, tenía que ser precisamente ella. La decisión fue fácil de tomar
.

E
mma se despertó porque tenía frío. Estaba a oscuras y el aire, cargado de humedad. Se hallaba tumbada sobre una superficie dura y fría. Sus ojos tardaron en acostumbrarse a la oscuridad. La luz se filtraba por la rendija de un ventanuco que había en la parte superior de una de las paredes. Se encontraba en algo que parecía un refugio subterráneo. El suelo y las paredes eran de hormigón y el habitáculo estaba vacío, salvo dos bancos fijos, uno a cada lado. Ella estaba tumbada en uno de ellos. Calculó que el habitáculo tendría unos seis o siete metros cuadrados. El techo inclinado era bajo y hacía que el espacio pareciese aún más estrecho. En el centro, donde el techo era más alto, tendría dos metros como máximo. No había ninguna puerta, sólo una trampilla de hierro en el techo, hasta la cual llegaba una escalera de hierro oxidada fija en la pared. Comprendió que debía de estar encerrada en un búnker del ejército. Había bastantes en Gotland y en Farö. Ella y sus amigas solían jugar en ellos cuando niñas.

Tenía la garganta seca y un sabor ácido de nausea en la boca. Y además sentía un dolor punzante en la nuca. Quiso palparse para comprobar si sangraba, pero le resultó imposible. Tenía las manos y los pies atados con cuerdas. Observó las paredes grises, rezumantes de humedad. La trampilla del techo era la única salida al exterior, y estaba cerrada. Seguro que tenía un candado por fuera. ¿Qué hacía allí? ¿Dónde estaba Hagman y por qué no la había matado cuando la alcanzó? En cualquier caso, puesto que estaba viva, aún había esperanza. La cuerda le rozaba. No tenía noción del tiempo, ni sabía cuánto llevaba allí. Tenía el cuerpo dolorido y congelado. Con no pocos esfuerzos, logró sentarse. Se puso de pie y trató de mirar afuera a través del ventanuco, pero no lo consiguió. Intentó girar las manos. La cuerda lo hacía casi imposible. Los pies podía moverlos sólo unos centímetros.

Se esforzó para escuchar algún ruido, pero no oyó nada. El habitáculo estaba aislado y parecía como si ningún ruido del exterior llegase hasta allí. Oyó un crujir de hojas en el suelo. Una rana con manchas marrones se había metido en el búnker. Más allá vio otras, así como algunas polillas dormidas en el techo. El aire era húmedo y olía a cerrado.

Se tumbó de nuevo y cerró los ojos, esperando que se le pasara el dolor. Necesitaba poder pensar con claridad.

D
e pronto oyó ruido. Se abrió la trampilla del techo. Aparecieron un par de piernas y un hombre bajó hasta el búnker. Era Jens Hagman.

La miró fríamente y le acercó una botella de agua a la boca. Con su ayuda, bebió con ansiedad, a grandes tragos, sin atreverse a alzar la mirada. Cuando terminó de beber, se quedó sentada en silencio. No sabía qué hacer y prefirió aguardar. Ver qué hacía él.

Jens se sentó en el banco de enfrente. Había cerrado la trampilla y el habitáculo estaba de nuevo casi a oscuras. Emma podía oír su respiración en la oscuridad. Finalmente rompió el silencio.

—¿Qué piensas hacer?

—¡Cállate! No tienes derecho a hablar.

Dicho esto, se recostó contra la pared y cerró los ojos.

—Tengo que hacer pis —susurró Emma.

—Eso a mí me importa un huevo.

—Por favor. Que me lo hago encima.

De mala gana, se levantó y le desató las cuerdas. Tuvo que agacharse y orinar mientras él la contemplaba. Cuando terminó, la volvió a atar. La miró con expresión maligna, después subió la escalera y desapareció.

Las horas pasaban. Estaba tumbada de lado en el banco, a ratos dormida y a ratos despierta. Los sueños se mezclaban con los pensamientos. No podía distinguir unos de otros. A ratos se cernía sobre ella una pesada losa de apatía. Estaba en sus manos. No podía hacer nada. Podría tumbarse y morir allí. Terminar sus días en un búnker en la isla de Farö. Entonces centelleaban como cristales los recuerdos de sus hijos, Sara y Filip. La última vez que se vieron fue en casa del hermano de Olle, en Burgsvik. La imagen de los niños diciéndole adiós con la mano, cuando se iba en el coche. ¿Iba a ser la última vez que se vieran?

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