Nadie lo ha visto (33 page)

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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Nadie lo ha visto
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Le dolían las articulaciones y sentía hormigueo en las manos. Se le estaban quedando dormidas. Las levantó hacia el estrecho rayo de luz. Las cuerdas, muy apretadas, le habían puesto las muñecas rojas. Decidió empezar a pensar de manera positiva y volvió a sentarse. ¿Qué posibilidades tenía? ¿Podía intentar reducirlo cuando abriese la trampilla la próxima vez? Difícilmente. Era mucho más grande que ella y, por otra parte, no tenía nada que pudiese utilizar como arma. Pensó dónde podría encontrarse el búnker. Probablemente lejos de las casas más cercanas. Aunque ahora, en verano, siempre había gente cerca. La gente se movía y paseaba por el bosque y por los campos, aprovechando al máximo la cercanía de la naturaleza. Miró la pequeña rendija del ventanuco. ¿Se atrevería a gritar? Hagman quizá estuviese allí fuera. Supuso que estaría en su coche. Y si la oía, ¿qué tenía que perder? Lo más probable era que estuviese aún viva porque la necesitaba para salir de allí. Lo cual significaba que había policía buscándola. De modo que mientras la policía permaneciese en Farö, no la mataría.

No tenía las piernas tan fuertemente atadas como la primera vez. Era difícil moverse, pero podía hacerlo. Consiguió llegar hasta la pared de enfrente. Se acercó al ventanuco cuanto pudo y gritó con todas sus fuerzas pidiendo auxilio. Gritó una y otra vez, hasta que ya no pudo más. Se sentó en el banco a esperar, con la mirada clavada en el ventanuco. Los minutos pasaban. Ni la menor señal, ni de Hagman ni de nadie. Repitió el procedimiento hasta quedar extenuada.

Se acostó de nuevo. Tal vez fuera mejor tratar de ser sutil. Hablar con él. Pedirle perdón. Convencerlo de que estaba arrepentida.

Sí, eso haría.

MARTES 26 DE JUNIO

A
nders Knutas estaba sentado ante una taza de café y un bocadillo de queso en una construcción con aspecto de barracón que hacía las veces de cafetería y kiosco en el camping de Sudersand.

Eran las seis y media de la mañana y Emma Winarve seguía sin aparecer. La policía detuvo a Jan Hagman y lo condujo a comisaría. No sabían si el padre estaba implicado o no, pero no querían correr ningún riesgo.

Al comisario lo devoraba la inquietud. ¿Estaría Emma con vida? Hagman tenía que estar aún en Farö. El transbordador quedó cerrado desde el principio, lo mismo que los accesos a la dársena. No podía haber abandonado la isla, salvo que lo hiciera en su propio barco, posibilidad que Knutas consideraba casi completamente descartada. La policía había peinado las costas de Farö, y, por otra parte, ¿adónde habría podido dirigirse? No había ningún islote cercano al que hubiera podido escapar. Era imposible que pudiera llegar hasta la isla de Gotska Sandön o hasta la Península sin que lo descubrieran. Así pues, la única posibilidad era que hubiese navegado en su propio barco hasta algún punto de la costa de Gotland. Y eso parecía irrealizable.

«En consecuencia, hemos de partir del hecho de que todavía se encuentra en la isla», reflexionó sorbiendo un azucarillo, mientras vertía café en el platillo. Cuando estaba solo bebía el café en el platillo, como hacía su padre, y lo sorbía con el azucarillo entre los dientes.

Por lo que sabían, Jens Hagman no tenía amigos ni familiares en la isla. Según el padre, la familia no conocía a nadie en Farö, habían estado allí muchas veces cuando los niños eran pequeños y alquilaron una casa en Ekeviken varios veranos. «Así que Hagman conoce la zona bastante bien», pensó Knutas.

En la zona norte de la isla se registraron todas las casas, establos, graneros, cobertizos, casitas de veraneo, tiendas de campaña y caravanas. Los registros aún continuaban.

¿Podría esconderse en algún otro sitio? Claro que podía haberse escondido fuera. Pero era poco probable. El riesgo de que lo descubrieran era demasiado grande. ¿Podría tener algún compinche? Sí, pero no era lo más probable. ¿Quién iba a querer ayudar a un loco que podía hacer cualquier barbaridad?

E
mma había ideado varios planes alternativos, cuando se abrió la trampilla. Hagman llevaba un cuchillo.

—Oye, por favor, no me hagas daño —le suplicó, cuando lo tuvo ante sí.

Tenía el cuchillo en la mano; el filo brillaba en la oscuridad.

Hagman la miró con una mueca inescrutable.

—¿Y por qué no habría de hacerlo?

—Entiendo por qué has matado a las otras. Fue horrible lo que te hicimos.

—Tú no entiendes nada —chilló él con ira, con los ojos muy abiertos.

La única arma de la que Emma disponía era la palabra. Así que continuó.

—Sé que es imperdonable, y después de aquello he pensado muchas veces en ponerme en contacto contigo. Quería pedirte perdón. Lo siento. Pero sólo éramos unas niñas.

—Sólo unas niñas —repitió con sarcasmo—. Así que eso crees. He sufrido un infierno toda mi vida por lo que me hicisteis. He vivido siempre acojonado. Hicisteis que nunca pudiera relacionarme con chicas, que nunca me atreviera a acercarme a la gente. He estado solo, tan terriblemente solo… Sólo unas niñas —volvió a decir con voz llena de odio—. Sabíais muy bien lo que hacíais. Me destrozasteis la vida. Ahora os ha llegado la hora de pagar por ello.

Emma intentó desesperadamente encontrar algo más que decir. Ganar tiempo. Por otra parte, tenía un miedo atroz a provocarlo.

—¿Por qué me has dejado a mí la última?

—No creas que ha sido una casualidad. Lo he calculado todo con mucho cuidado.

—¿Y eso?

—Quería vengarme de quienes me hicieron sufrir según un orden y empezando con la peor. Cuando acabé con ella, le llegó el turno a Helena.

—¿Con ella? ¿Quién?

Por un momento, el miedo dejó paso a la sorpresa.

El la miraba en la oscuridad.

—Mi madre, por llamarla de alguna manera. Todos creen que se suicidó —añadió, y se rio con tristeza—. La policía es tan torpe… Se tragaron todo el anzuelo. Pero fui yo. La maté, y disfruté al hacerlo. No tenía ningún derecho a vivir. Una madre que tiene hijos de los que no quiere saber nada… ¿Qué clase de madre es ésa?

Jens Hagman había aumentado el tono de voz y casi gritaba. Se notaba la falta de aire en el búnker.

—¿No se ocupaba de ti? —susurró Emma, tratando de calmarlo.

—Soy un aborto vagabundo. Siempre lo he sido. Un hijo no deseado —masculló con dureza—. Pero esa bruja pagó por ello. Sí, tuvo lo suyo —declaró con aire triunfal, mirándola muy fijo.

No pudo dejar de ver la locura que brillaba en aquella mirada.

La idea se abrió paso con toda crudeza: no tenía escapatoria. No volvería a ver a sus hijos. Se esforzó al máximo para no romper a llorar, para no perder los nervios.

En ese momento se oyó el ruido lejano de un helicóptero. Hagman se estremeció y escuchó con atención.

—No te muevas, o te mato directamente —gritó—. Y mantén la boca cerrada.

El helicóptero parecía que volaba en círculo justo por encima de ellos. De repente se oyó la voz de Knutas a través de un megáfono.

—¡Jens Hagman! Somos de la policía. Sabemos que estás ahí dentro. Lo mejor es que te entregues. Estás rodeado y hemos inmovilizado tu coche. No tienes ninguna posibilidad de escapar. Lo mejor que puedes hacer es entregarte. ¡Sal con las manos en la cabeza!

Hagman levantó del banco con tanta fuerza a Emma, que ésta a punto estuvo de caerse al suelo. Le puso el cuchillo al cuello, mientras avanzaba de espaldas hasta el ventanuco. Miró hacia fuera. Emma vislumbró el mar. Era notorio que estaba desconcertado. Estaba en apuros, y eso seguro que lo hacía más peligroso aún. Ella deseaba que aflojara la presión sobre su cuello.

Hubo unos momentos de silencio.

Después se volvió a oír la voz del megáfono.

—¡Hagman! Te habla la policía. No tienes salida. ¡Sal con las manos en la cabeza!

Jens Hagman reaccionó en silencio y con rapidez. Le cortó la cuerda de los tobillos, la empujó delante de él escaleras arriba y levantó la trampilla. Iba justo detrás de ella. El aire caliente la golpeó. Emma vio la posibilidad de huir. Ella llegaría arriba antes que él. La escalera era estrecha y la abertura del búnker tan angosta que sería imposible que salieran los dos a la vez. Cuando se encontraba ya casi a nivel del suelo e iba a dar el último paso para salir del búnker, dio una patada con todas sus fuerzas a Hagman, que se encontraba debajo de ella en la escalera. La patada lo alcanzó en la cara y lanzó una blasfemia. Al momento sintió su mano alrededor del tobillo y se desplomó.

El intento de huida había fracasado antes de empezar siquiera. Hagman le silbó al oído:

—Otra treta como ésta y estás muerta. Que lo sepas.

Emma entornó los ojos para poder ver algo en la luz de la mañana y observó tanto como le fue posible desde su posición. Se encontraban al lado de un bosque, con el mar a un lado y verdes colinas al otro, rodeados de policías arma en mano. En una colina algo más alejada se encontraba Anders Knutas con el megáfono.

Hagman la tenía sujeta delante de él como un escudo.

—¡Que se retiren todos los policías! Si no, me la cargo aquí y ahora. Sólo puede quedarse el comisario. Quiero un coche con el depósito lleno y cien mil coronas en una cartera dentro del coche. Además de comida y bebida suficiente para dos personas durante tres días. Si no hacéis lo que digo, le rebano el cuello. ¿Lo habéis entendido? ¡Y rápido! Si no tengo el coche aquí dentro de dos horas, la mato.

Knutas bajó la mano con la que sujetaba el megáfono. Pasaron unos minutos.

—Haremos lo que podamos —le contestó.

Se volvió hacia un colega que había a su lado y cambiaron unas palabras. Cinco minutos después habían desaparecido todos los policías. Hagman seguía en la misma posición que antes. Emma contemplaba el mar y las gaviotas que sobrevolaban el agua, las amapolas en flor, las clavelinas azules y las achicorias. Una belleza que le hacía daño. Volvió a pensar en sus niños. Habían comenzado sus vacaciones de verano y aquí estaba ella. A un milímetro de la muerte.

Knutas hablaba por un teléfono móvil. Cuando terminó la conversación, gritó hacia ellos.

—Tenemos problemas para conseguir el dinero tan deprisa. Necesitamos más tiempo.

La agarró con más fuerza.

—Me importan un carajo vuestros problemas. Ocúpate de obtener el dinero. Disponéis exactamente de una hora y cincuenta minutos. ¡Si no, morirá!

Para subrayar sus palabras, dio a Emma un corte en el cuello, que empezó a sangrar. No sintió ningún dolor.

C
asi dos horas más tarde apareció en la carretera un Audi de color verde, a unos cien metros de donde se encontraban. Un policía se bajó del coche. Knutas se dirigió a Hagman.

—El coche tiene el depósito lleno y las llaves puestas.

El policía levantó un maletín, lo abrió y les mostró el contenido. Tomó un fajo de billetes.

—Y en el maletín hay cien mil coronas en billetes de cien —gritó Knutas—. Además de comida y bebida. Exactamente lo que has pedido.

—Bien—contestó Hagman gritando—. Alejaos por lo menos doscientos metros del coche. Después, quiero un salvoconducto para el transbordador. Tiene que llevarnos a Fårösund. Si no, la mataré —volvió a decir.

—¡Entendido!

Jens Hagman empujó a Emma delante de él en dirección al coche. Su captor miraba sin cesar a los lados.

Salió derrapando. El Audi dio la vuelta y muy pronto estuvieron en la carretera principal en dirección a Fårösund.

A Emma se le arremolinaban los pensamientos. Tenía que hacer algo. Tan pronto como se hubieran quitado de encima a la policía, la mataría. Estaba convencida de ello. Ya se estaban acercando al barco, como se podía ver en las señales marcadas en el asfalto de la carretera.

Hagman redujo la velocidad. Allí estaba el transbordador esperando. Pudo ver al capitán en la cabina. Un marinero, en el muelle, estaba presto para soltar amarras.

Luego, ocurrió todo terriblemente deprisa.

Los policías salieron corriendo de la nada. Jens Hagman reaccionó enseguida y los esquivó. Intentaron abrir las portezuelas, pero salieron despedidos cuando Hagman dio un volantazo y el coche giró bruscamente. Un poco más adelante se encontraron con más coches de policía. Dejó el camino y siguió por el campo, entre enebros y piedras. El vehículo avanzaba sin control y Emma sólo tuvo tiempo de gritar antes de que se estrellaran contra un pino. El impacto fue muy violento. Salió proyectada contra el parabrisas, que se rompió. Una explosión de cristales rotos cayó sobre ella. Alcanzó a ver que Hagman salía del coche y se alejaba corriendo. Un humo espeso la envolvía. Logró abrir la puerta con el pie, se lanzó fuera del automóvil y se derrumbó en el suelo.

K
arin Jacobsson vio el coche desde lejos. Pronto distinguió a Emma en el suelo al lado del vehículo y a Hagman que se alejaba a todo correr. Sacó la pistola de la funda y quitó el seguro.

—¡Hagman! —gritó a los policías—. ¡Está ahí!

Jens Hagman se percató de su presencia al momento y apretó la carrera en dirección al bosque. A su espalda, Karin oyó voces cruzadas. Con el arma al frente apuntando a las piernas del fugitivo, fue tras él.

—¡Alto! —ordenó.

En vez de detenerse, se escondió detrás de un viejo molino.

Karin aminoró el paso. Sabía que estaba armado. Podría reducirla fácilmente si no actuaba con precaución.

Se deslizó con sigilo rodeando el molino por un lado. Oyó un ruido y se volvió. De pronto vio a Hagman que se lanzaba sobre ella. Rodaron por el suelo. El estruendo del disparo fue ensordecedor. El cuerpo que tenía encima de ella se quedó inmóvil.

C
uando se despertó en el hospital de Visby, Emma tardó unos momentos en recordar lo sucedido. Entonces llegaron las imágenes, una tras otra. El búnker. Knutas con el megáfono. Hagman con el cuchillo junto a su cuello, la huida, el choque.

Abrió los ojos. Al principio, los mantuvo entornados. Había dos figuras borrosas al lado de la cama. Alguien estaba sentado un poco más lejos.

—Mamá —dijo una vocecita.

Era Filip. Ahora lo veía con claridad. Tenía la cara pálida y seria, los ojos brillantes. Al momento lo tenía en su regazo, y a Sara también.

—Mis queridos hijos. Ya ha pasado todo.

Vio con el rabillo del ojo cómo su marido se levantaba de la silla y se le acercaba.

Olle se sentó en el borde de la cama y tomó las manos de Emma entre las suyas. Todo había terminado. Por fin.

E
ntró una enfermera y les dijo que podían volver al día siguiente. Se dieron un último abrazo.

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