Authors: Patricia Cornwell
Marino no lo ha mencionado, y de repente me doy cuenta de que hay personas que hablan. Alzo la mirada e intento situarme. Marino está de pie en el umbral de la puerta con Mandy O’Toole.
Detrás de ellos, Colin Dengate tiene una expresión peculiar en su rostro mientras sostiene el móvil junto a la oreja.
—... Te están escuchando, porque no quiero que me sigas llamando por esto y tenga que repetirme. Diles de mi parte que me importa un carajo lo que quieran hacer. No debe tocar absolutamente nada. Bueno, ¿hola? Así es. No sabes si uno de ellos, uno de los guardias no... Siempre tenemos que incluirlo en la ecuación, por no hablar de que no saben una mierda de cómo trabajar una escena —dice Colin y debe hablar con el investigador Sammy Chang del GBI cuyo tono es el tricorder de Star Trek, el extraño pulso electrónico que oí hace unos minutos.
—¡Muy bien, muy bien! Claro, sí. Dentro de la hora. Sí, ella me lo dijo. —La mirada de Colin está fija en mí como si yo fuera la persona que podría haberle dicho lo que sea a que se refiere—. Lo comprendo. Voy a preguntarle. Y no. Para que conste, por tercera vez, la alcaide no debe poner los pies allí —dice mientras me levanto de mi silla.
Colin finaliza la llamada y me dice:
—Kathleen Lawler. Creo que deberías venir conmigo. Dado que estuviste allí, podría ser útil.
—¿Dado que estuve allí?
Pero lo sé.
Colin se vuelve hacia Mandy O’Toole.
—Busca mi equipo y mira si el doctor Gillan puede hacerse cargo del muerto en el accidente de tráfico que traen. Quizá puedas echarle una mano. La pobre madre de la víctima lleva esperando en el vestíbulo toda la mañana, así que podrías ir a ver cómo está. Iba a ir pero ahora no puedo. A ver si necesita agua, un refresco o lo que sea. El maldito policía estatal le dijo que viniera directamente aquí para la identificación. Por lo que me han dicho, seguro que no se puede ver.
Colin Dengate cambia a cuarta en su viejo Land Rover y el poderoso motor ruge como si estuviera hambriento. Circulamos a gran velocidad por una estrecha cinta de pavimento oculta por bosques impenetrables, la carretera con curvas cerradas a través de las sombras de los pinos y recta en una llanura abierta de edificios de apartamentos y un sol ardiente, el Coastal Regional Crime Laboratory tan oculto de la civilización como la cueva de Batman.
El viento caliente sacude el techo de lona verde oliva, y hay un fuerte sonido de tambores cuando Colin nos pasa la información, que es sospechosamente detallada, se considera que Kathleen Lawler estaba sola en las últimas horas de su vida. Si bien las demás reclusas podrían haberla oído, no podían verla cuando murió en el interior de su celda, lo más probable de un ataque al corazón. El guardia M. P. Macon se lo sugirió al investigador Sammy Chang antes de que Chang llegara allí. En el momento en que llamaron a Chang, la prisión ya tenía resuelta la muerte de Kathleen, uno de esos tristes acontecimientos al azar, con toda probabilidad relacionado con el tiempo de verano en Lowcountry. Un golpe de calor. Un ataque al corazón. El colesterol alto. Kathleen nunca se había cuidado una mierda de ella misma, le dijeron a Chang.
Según el guardia Macon, Kathleen no informó de nada fuera de lo habitual al principio del día, no estaba enferma ni de mal humor cuando le pasaron por el cajón de la puerta de su celda, a las cinco cuarenta de la mañana, la bandeja con el desayuno, consistente en huevo en polvo, gachas de maíz, pan blanco tostado, una naranja y un cuarto de litro de leche. De hecho, parecía alegre y habladora, informó el guardia que le entregó la comida y más tarde fue interrogado por el guardia Macon.
—Le dijo a Sammy que ella preguntó qué se necesitaría hacer para conseguir una tortilla tejana con patatas fritas. Estaba bromeando —dice Colin—. Al parecer, en los últimos tiempos se había obsesionado con la comida más de lo habitual y Sammy tiene la impresión, a partir de lo que se le ha dicho, que ella podría haber estado convencida de que no pasaría mucho más tiempo en la GPFW. Quizá fantaseaba sobre sus comidas favoritas porque ya se veía comiendo lo que se le antojara, y he visto antes este síndrome. Las personas bloquean en su mente aquello de lo que han sido privados hasta que creen que está a su alcance. Entonces es en lo único que piensan. Comida. Sexo. Alcohol. Drogas.
—En su caso es probable que las cuatro —dice el vozarrón de Marino desde el asiento trasero.
—Creo que Kathleen pensaba que podría llegar a un acuerdo si cooperaba —le digo a Colin al tiempo que escribo un mensaje de texto para Benton—. Le reducirían la sentencia y ya iba por el camino de regreso al mundo libre.
Le explico a Benton que él y Lucy quizá no nos encuentren cuando aterricen en Savannah, que voy de camino a una escena del crimen y le digo de quién se trata. Le pido que me haga saber cuanto antes si hay algo nuevo de Dawn Kincaid y su supuesto ataque de asma.
—¿Alguien se ha tomado la molestia de mencionarle a Jaime Berger que no tiene una mierda de influencia con los fiscales y los jueces de por aquí?
Colin mira en el espejo retrovisor, porque la pregunta es para Marino.
—No oigo muy bien en este túnel de viento —responde.
—No creo que quieras que suba las ventanillas —grita Colin.
—Da lo mismo si Jaime tiene influencia o no aquí, no subestimes el poder de la protesta organizada, sobre todo en estos días, debido a internet. —Le recuerdo a Colin el daño que puede hacer Jaime Berger—. Es muy capaz de montar una campaña de presión social y política, similar a lo ocurrido en Misisipi hace poco, cuando grupos de derechos civiles y humanos presionaron al gobernador para que suspendiese la pena de cadena perpetua por robo impuesta a dos hermanas.
—¡Vaya ridiculez! —exclama Colin, indignado—. ¿A quién se le ocurre condenar a nadie a cadena perpetua por robo?
—No oigo absolutamente nada aquí atrás.
Marino está sentado en el filo del asiento, inclinado hacia delante y sudando.
—Tienes que abrocharte el cinturón —grito por encima del viento caliente que entra por las ventanillas abiertas, el motor sonoro y gruñendo como si el Land Rover quisiera abrirse paso a través de un desierto o una ladera rocosa y estuviera aburrido e inquieto con la mansedumbre de una carretera asfaltada.
Ahora avanzamos a buen ritmo por la 204 Este, dejamos atrás el Centro Comercial Savannah, y seguimos en dirección hacia el río Forest y el Little Ogeechee y kilómetros sin fin de pantanos y matorrales. Tenemos el sol delante de nosotros, el resplandor tan intenso como un flash, de un brillo cegador en su reflejo sobre el capó blanco del Land Rover y los parabrisas de los otros vehículos.
—Lo que quiero decir —le digo a Colin— es que Jaime es muy capaz de ir a los medios y hacer que Georgia parezca un reducto de bárbaros racistas. De hecho, disfrutaría. Dudo que a Ridley Tucker o al gobernador Manfred les haga ninguna gracia.
—Ahora no importa —opina Colin—. Es baladí.
Tiene razón, lo es, al menos en el caso de Kathleen Lawler. No conseguirá suspender una sentencia, ni obtener una reducción, y nunca volverá a probar de nuevo la comida del mundo libre.
—A las ocho de la mañana la escoltaron a la jaula de recreo para su hora de ejercicio —añade Colin, y explica que le dijeron que la hora permitida para el ejercicio es temprano por la mañana, durante el verano.
Kathleen, al parecer, caminó dentro de la jaula a paso más lento de lo habitual, y descansó más a menudo mientras se quejaba del calor. Estaba cansada y la humedad le dificultaba la respiración, y cuando volvió a su celda, pocos minutos después de las nueve, se quejó a las demás reclusas de que el calor la había agotado y dijo que debería haberse quedado en el interior. Durante las dos horas siguientes, Kathleen siguió quejándose de que no se encontraba bien. Estaba exhausta. Le resultaba difícil moverse y cada vez le costaba más respirar.
Le preocupaba que el desayuno le hubiese sentado mal y repetía que no debería haber estado caminando con un calor y una humedad que, según sus palabras, podían matar a un caballo. Al mediodía dijo que tenía dolores en el pecho y esperaba no estar sufriendo un ataque al corazón, y luego Kathleen dejó de hablar y las internas de las celdas cercanas comenzaron a gritar para pedir ayuda. Abrieron la puerta de la celda de Kathleen a las doce y cuarto. La encontraron desplomada sobre la cama y no pudieron reanimarla.
—Admito que es extraño que ella te dijese lo que te dijo —comenta Colin, que se abre paso entre el tráfico como si respondiera a una escena en la que no es demasiado tarde para salvar a alguien—. Pero no hay manera de que una reclusa en el corredor de la muerte pudiera llegar hasta ella.
Se refiere a la afirmación de Kathleen Lawler de que la trasladaron al Pabellón Bravo por Lola Daggette y que ella le tenía miedo.
—Solo repito lo que me dijo —respondo—. No me lo tomé en serio en ese momento. No vi cómo era posible que Lola Daggette y cito «fuese a por ella», pero Kathleen parecía creer que Lola tenía la intención de hacerle daño.
—No podría ser más estrambótico y desde luego he visto muchas cosas rarísimas —manifiesta Colin—. Casos en los que el difunto tuvo alguna clase de premonición o una predicción sin sentido para nadie más. Entonces lo siguiente que te enteras es:
¡Paf! La persona está muerta.
Es cierto que he escuchado a los miembros de una familia decirme que su ser querido tuvo un sueño o una sensación que presagiaba su muerte. Algo le dijo a la persona que no subiese al avión, al coche, que no tomase por una salida determinada o que no saliera a cazar, caminar o correr. No es nada nuevo oír tales historias, o incluso que te digan que la víctima dio advertencias e instrucciones sobre una muerte violenta inminente y quién sería el culpable. Pero no puedo apartar de mi cabeza los comentarios de Kathleen Lawler, o hacer a un lado mis sospechas de que no soy la única que los escuchó.
Si nuestra conversación fue grabada en secreto, entonces hay otros que están al corriente de las quejas de Kathleen sobre lo indignante e injusto que era trasladarla a una celda donde el peligro estaba directamente sobre su cabeza, tal y como lo describió hace menos de veinticuatro horas.
—También comentó el aislamiento del Pabellón Bravo y que los guardias podían hacerle algo malo sin que hubiese nadie para presenciarlo —le digo a Colin—. Le preocupaba el hecho de que al segregarla la habían hecho vulnerable. Su temor parecía sincero, aunque no necesariamente racional, pero lo creía de verdad.
En otras palabras, no me dio la impresión de que lo estaba diciendo para impresionarme.
—Ese es el problema con los reclusos, en particular, aquellos que han pasado la mayor parte de su vida encerrados. Son creíbles. Son tan manipuladores que deja de ser manipulación, por lo menos para ellos —señala Colin—. Siempre están diciendo que alguien va a por ellos, los maltratarán, lastimarán, matarán. Y, por supuesto, no son culpables y no merecen estar en la cárcel.
Cuando salimos de Dean Forest Road y pasamos por el mismo centro comercial donde ayer utilicé el teléfono público, pregunto por las gotas de sangre en las fotografías que estaba mirando cuando Sammy Chang llamó. ¿Colin o Marino sabían que había sangre en la galería, en el patio trasero y el jardín de los Jordan? Alguien estaba sangrando, y es posible que esta persona saliera de la casa, quizá para abandonar la propiedad a través del jardín y una arboleda y acceder a East Liberty Street. Quizá la persona resultó herida en el patio trasero y goteaba sangre cuando regresaba a la casa. Sangre que no se limpió, añado, y que llevó a preguntarme si la dejaron en el momento de los asesinatos.
—Un goteo constante —explico—. Alguien sangrando desde una posición vertical mientras se mueve, lo más probable entrando o saliendo de la casa. Por ejemplo, si alguien se corta la mano y la mantiene alzada. También un corte en la cabeza o una hemorragia nasal.
—Es curioso que menciones una mano cortada —señala Colin.
—No creo saber nada de eso.
La voz de Marino de nuevo suena fuerte en mis oídos.
—Imagino que se tomaron muestras de dichas manchas de sangre para el ADN —agrego.
—Yo no sé nada sobre sangre en la galería o el patio —repite Marino—. No creo que Jaime tuviese esas fotos.
—¿Confidencialmente? —dice Colin mientras volvemos sobre mis pasos de ayer, con la GPFW a unos minutos de aquí—. Porque necesitas conseguir esta información de los informes de ADN. Nunca se creyó que las manchas de sangre tuviesen nada que ver con los asesinatos. Estás haciendo lo que hice entonces, quedar atrapada en algo que terminó en nada.
—Las fotos fueron tomadas cuando se procesó la escena del crimen —digo.
—Por el investigador Long, y son parte del expediente del caso, pero no fueron presentadas como pruebas durante el juicio —explica Colin—. Decidieron que no estaban relacionadas. No sé si has visto las fotos de Gloria Jordan.
—Todavía no.
—Cuando lo hagas, advertirás que tiene un corte en el pulgar izquierdo, entre el primer y el segundo nudillo. Un corte reciente pero más parecido a una herida defensiva, lo que me desconcertó al principio porque no había otras lesiones defensivas. La apuñalaron en el cuello, el pecho y la espalda veintisiete veces y le cortaron la garganta. La asesinaron en la cama y no había ningún indicio de que luchase e incluso que supiese lo que estaba sucediendo.
Resultó ser que el ADN de las gotas de sangre de la galería era de Gloria Jordan. Cuando me enteré se me ocurrió que ella podría haberse cortado el pulgar antes y que, por lo tanto, el corte no tenía nada que ver con su asesinato. Este tipo de cosas suceden a menudo. Sangre vieja, sudor, saliva que no tiene nada que ver con el crimen que estás investigando. En la ropa, en el interior de los vehículos, en un cuarto de baño, en las escaleras, en la calzada, en un teclado de ordenador.
—¿El pulgar con el corte tenía sangre cuando examinó el cadáver? —pregunta Marino cuando pasamos por delante del chatarrero, con sus montañas de coches y camiones destrozados.
—Jesús. Había sangre por todas partes —responde Colin—. Sus manos estaban así. —Aparta las manos del volante y las mete debajo del cuello—. Quizás un movimiento reflejo para llevárselas a la garganta después del corte o para adoptar una posición fetal mientras moría. O puede ser que las pusiera así el asesino que creo que dedicó cierto tiempo a acomodar los cuerpos para burlarse de ellos. El caso es que sus manos estaban llenas de sangre.