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Authors: Patricia Cornwell

Niebla roja (30 page)

BOOK: Niebla roja
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—¿Cualquier cosa en el cuarto de baño que le llevase a pensar que pudo haberse cortado antes? —pregunta Marino.

—No. Pero uno de sus vecinos declaró que la señora Jordan estaba en el jardín la tarde antes de los asesinatos, al parecer haciendo la poda de invierno —continúa Colin; me imagino el jardín durmiente detrás de la casa de los Jordan, las ramas cortadas, los canalones y los retoños que vi en las fotografías.

Gloria Jordan no tenía mucho de jardinera o ella no había llegado muy lejos con su poda cuando se cortó el pulgar y tuvo que parar.

—¿El tipo de al lado que tenía un caniche? —pregunta Marino—. ¿Lenny Kasper, el vecino que llamó a la policía la mañana de los asesinatos después de ver el vidrio roto en la puerta de la cocina?

—Sí, creo que ese era su nombre. Si no recuerdo mal, veía el patio de los Jordan desde varias de sus ventanas y vio a la señora Jordan trabajando en su jardín aquel día, a primera hora de la tarde. La teoría que tiene más sentido es que se cortó mientras podaba. Las gotas de sangre las dejó cuando volvió del jardín después de cortarse el pulgar. Mi conjetura es que se sostenía la mano en alto y esto encaja con lo que tú viste en las fotografías de la escena.

Regresó a la casa y dejó sangre en el suelo de la galería y encontraron unas gotas en el pasillo en la zona del baño de huéspedes.

—Es posible —admito, supongo que dubitativa.

—Era una herida importante —añade—. Se ve en las fotos y en la histología. Sangraba y se inflamó.

—Tal vez era importante —contesto, pero tengo mis dudas—. Pero entonces, ¿por qué no se puso una tirita? ¿Un vendaje de cualquier tipo?

—No sé. Pensé que era un poco extraño. Pero la gente hace cosas extrañas. De hecho, ocurre a menudo.

—Tal vez quería dejarla al aire —grita Marino—. Algunas personas lo hacen.

—Estaba casada con un médico que sin duda sabía que la infección es la complicación más común de una herida abierta —contesto—. De hecho, si ella no se había vacunado contra el tétanos hacía poco y se cortó con una herramienta de jardinería, eso también debería haber estado en la ecuación.

—No hay ninguna otra explicación lógica para justificar la sangre en la galería y el jardín —afirma Colin—. Era la suya. Así que, obviamente, sucedió algo que le hizo sangrar y no está relacionado con ser apuñalado hasta la muerte, lo más probable mientras dormía. Ella y su esposo habían tomado ansiolíticos, sedantes, clonazepam. En otras palabras, Klonopin, que se utiliza para aliviar la ansiedad o el pánico y como relajante muscular.

Algunas personas lo utilizan como ayuda para dormir —explica para beneficio de Marino—. La esperanza es que los Jordan nunca supieron qué les sucedió.

—¿Tu teoría en aquel momento fue que primero asesinaron al marido?

—No es posible saber el orden en que fueron asesinados, pero la lógica sugiere que el asesino lo mataría primero a él, luego a ella y después a los hijos.

—¿Asesinaron a puñaladas a su marido que estaba a su lado y no se despertó? Tuvo que tomar mucho clonazepam —comento.

—Supongo que sucedió muy rápido. Un ataque relámpago —opina.

—¿Qué pasa con sus zapatos? Si estaba sangrando mientras caminaba aquella tarde hacia el interior de la casa, lo más probable es que goteara sangre sobre cualquier calzado que llevase en el jardín. ¿Alguien pensó en buscar unos zapatos con sangre?

—Creo que tienes fijación por los zapatos —dice Marino en mi nuca.

—Dado que ella solo llevaba un camisón e iba descalza cuando la asesinaron —responde Colin—, nadie se interesó por los zapatos.

—¿Y en un momento anterior cuando dejó la sangre en el suelo de la galería y en el pasillo? —pregunto cuando pasamos por delante del invernadero, con los arbustos envueltos y los árboles en tiestos—. ¿Estuvo allí el resto del día y la noche y nadie la limpió?

—Probablemente, en invierno no utilizaban mucho la galería y el mosaico era de color rojo oscuro. El suelo del pasillo era de madera oscura. Quizá no se dio cuenta o se olvidó sin más. Sé a ciencia cierta que el ADN es el suyo. Era su sangre —recalca—. Creo que estarás de acuerdo en que no estaba sangrando en la planta baja y en el exterior, en plena madrugada, cuando tuvieron lugar los asesinatos. Hay muchas razones para creer que ella nunca salió de la cama.

—Estoy de acuerdo en que no parece posible que estuviese sangrando en la galería y en el patio trasero, y luego volviera a meterse la cama para ser apuñalada varias veces, mientras había un intruso dentro de la casa asesinando a toda su familia —señalo mientras recuerdo los escollos obvios para poner fin a una investigación antes de empezar porque todos los involucrados creen que el asesino ha sido capturado.

Cuando descubrieron a Lola Daggette lavando la ropa ensangrentada en la ducha en la casa de acogida, las deducciones fueron fáciles. Y ¿qué diferencia habría si estaban equivocados? La sangre en el suelo de la galería, un corte en el pulgar de Gloria Jordan, la alarma desconectada o las huellas dactilares sin identificar ya no importaban. Las mentiras descabelladas y las coartadas fantásticas de Lola, y el caso estaba cerrado, la asesina juzgada y declarada culpable y en el corredor de la muerte. No hay más preguntas cuando la gente ya tiene las respuestas.

20

Recogemos las maletas de la escena del crimen y el equipo de protección personal de la parte trasera del Land Rover y caminamos por la carretera de cemento a través de arbustos en flor y arriates, los coloridos capullos blanqueados por el resplandor. En el interior del puesto de control en el edificio de columnas blancas nos esperan la alcaide y el guardia Macon.

—Un momento desgraciado —dice Tara Grimm y hoy su comportamiento coincide con su nombre.

No sonríe, la mirada de sus ojos negros es hostil cuando se fija en mí, y mantiene los labios apretados. En un desaliñado contraste con el elegante vestido negro del día anterior, lleva un traje chaqueta azul pastel, una blusa con un estampado de flores chillón con una pajarita, y sandalias...

—Supongo que viene con el doctor Dengate —me dice e intuyo su decepción. Detecto la hostilidad—. Creía que había regresado a Boston.

Suponía que yo estaba muy lejos al norte de aquí, o al menos de camino, y veo en sus ojos y la expresión de su rostro que su mente está haciendo cálculos rápidos, como si mi presencia de alguna manera cambiase lo que podría pasar después.

—Este es mi jefe de operaciones de investigación.

Le presento a Marino.

—¿Y cómo es que está en Savannah?

Ni siquiera trata de ser amable.

—La pesca.

—¿Pescar, qué? —pregunta.

—Sobre todo el pez sapo —responde Marino.

Si ella capta su poco oportuna pulla no lo demuestra.

—Le estamos muy agradecidos por su tiempo y atención —le dice ella a Colin mientras Macon y otros dos guardias uniformados inspeccionan nuestras maletas de la escena del crimen y el equipo.

Cuando pasan su atención a la ropa de protección personal, Colin les ordena que las dejen.

—No pueden tocarlas. A menos que quieran que sus ADN aparezca en todo, y supongo que no querrán porque no sabemos a ciencia cierta qué mató a esta dama.

—Déjenles pasar. —La voz cantarina de la alcaide tiene el tono acerado de un comandante militar—. Venga conmigo —le ordena a Macon—, y les acompañaremos al Pabellón Bravo.

—Sammy Chang del GBI debería estar allí —dice Colin.

—Sí, creo que ese es su nombre, el agente del GBI que ha estado revisando la celda. ¿Cómo quiere hacer esto?

Se dirige a Colin con una voz del todo diferente, como si yo no estuviese aquí, como si nuestra misión fuera accidental.

—¿Hacer qué, exactamente?

La primera puerta de acero se abre y se cierra detrás de nosotros con un ruido discordante. A continuación, se abre y se cierra la segunda puerta. Macon camina unos tres metros por delante de nosotros, y se comunica por radio con el centro de control.

—Podemos organizar el transporte a sus instalaciones —sugiere Tara.

—Prefiero mantener las cosas limpias y sencillas, nosotros nos encargaremos de todo —responde Colin—. Una de nuestras furgonetas está de camino.

El pasillo por donde nos lleva la alcaide crea la ilusión de un laberinto, cada esquina, cada puerta cerrada y el pasillo que las conecta se refleja en los grandes espejos convexos montados muy altos en las paredes, todo de hormigón gris y acero verde. Salimos de nuevo a la tarde sofocante, con su calor sofocante, y las mujeres de gris se mueven en silencio como sombras en el patio de la prisión, deambulan en grupos entre los edificios, ocupadas en arrancar a mano las malas hierbas de los caminos. Juntos a la sombra de las mimosas, tres galgos jadean sentados o tumbados en el césped.

Las reclusas observan nuestro paso sin expresión en sus rostros y estoy segura de que la noticia de que Kathleen Lawler está muerta ha llegado a todos los pabellones. Una bien conocida miembro de su comunidad, que pusieron contra su voluntad en custodia preventiva, porque, al parecer, se temía que una o muchas de ellas podrían hacerla víctima de un ataque, solo duró dos semanas en máxima seguridad.

—No los tenemos mucho tiempo afuera. —Tara por fin me habla mientras Macon abre la puerta que conduce al Pabellón Bravo, y me doy cuenta de que se refiere a los perros—. En verano permanecen la mayor parte del día en el interior menos cuando tienen que hacer sus necesidades.

Me imagino la odisea que debe de ser en una prisión cuando uno de los galgos rescatados da señales de que es el momento.

—Por supuesto que están bastante bien aclimatados al calor con sus hocicos largos y sus cuerpos delgados. No son de pelo largo y se puede imaginar el calor en la pista. Así que aquí están bien, pero tenemos cuidado —continúa, como si la hubiese acusado de crueldad con los animales.

Tintinean las llaves en la larga cadena unida al cinturón de Macon cuando abre la puerta del Pabellón Bravo y entramos en aquel lúgubre mundo gris. Casi puedo sentir un alto estado de alerta al pasar junto a la torre de cristal de espejo, en el segundo nivel donde los guardias invisibles vigilan y controlan las puertas interiores. En lugar de girar a la izquierda, hacia las salas de visita en la que estuve ayer, nos llevan a la derecha, más allá de la cocina de acero inoxidable, que está desierta, y luego la lavandería, con sus hileras de lavadoras industriales de carga máxima.

A través de una puerta pesada entramos en un área abierta vacía con taburetes y mesas atornilladas al suelo de cemento, y un nivel más arriba una pasarela, y detrás las celdas de máxima seguridad, con las puertas de metal verde, cada una con una cara mirando a través del pequeño panel de cristal. Las reclusas nos miran desde lo alto con inquebrantable intensidad y las patadas comienzan como en respuesta a una señal. Dan puntapiés contra las puertas de metal, y el ruido sordo resuena con un estruendo espantoso, como si estuviesen cerrando las mismísimas puertas del infierno.

—Mierda —exclama Marino.

Tara Grimm permanece inmóvil como una estatua, mirando hacia arriba. Sus ojos se mueven a lo largo de la pasarela y se detienen en una celda directamente encima de la puerta por donde acabamos de entrar. El rostro que mira al exterior es pálido e indistinguible desde la posición un piso más abajo, pero veo el pelo castaño largo, la mirada fija, la boca que no sonríe mientras una mano entra en el vidrio y le hace con el dedo el gesto de «¡chúpala!» a la alcaide.

—Lola —dice Tara, que sostiene la mirada de Lola Daggette mientras continúa el tremendo estrépito de los puntapiés—. La siempre amable, inofensiva e inocente Lola —añade con sorna—. Ahora acaba de conocerla. La injustamente condenada Lola, que algunos piensan que debe volver a la sociedad.

Seguimos adelante, pasamos por delante de una puerta con el vidrio cubierto, y luego un carro de libros de la biblioteca aparcado cerca de un rompecabezas de Las Vegas sin terminar, las piezas ordenadas en pequeños montones sobre una mesa de metal. Macon abre otra puerta con sus llaves tintineantes y, en el momento que pasamos a través de ella, cesan los puntapiés, y de nuevo reina un silencio absoluto. Adelante hay seis puertas a cada lado separadas del resto del pabellón, algunas con bolsas de basura de plástico blanco vacías, que cuelgan de las cerraduras de acero brillante, y los rostros en las ventanas van de jóvenes a viejos y la tensa energía en ellos me recuerda a un animal a punto de lanzarse, a punto de escapar como algo salvaje que está aterrorizado. Quieren salir. Quieren saber lo que pasó. Siento el miedo y la ira. Casi los huelo.

Macon nos lleva a una celda en el otro extremo, la única con la ventana vacía y la puerta entreabierta, y Marino comienza a repartir la ropa de protección mientras dejamos las maletas de la escena del crimen y las cámaras en el suelo. En el interior de la celda de Kathleen Lawler —un espacio más pequeño que un establo— Sammy Chang, el investigador de la escena del crimen del GBI, hojea un cuaderno que aparentemente sacó de entre los libros y otros cuadernos colocados en dos estantes metálicos pintados de gris. Sus dedos enguantados pasan las páginas y está cubierto de pies a cabeza en Tyvek blanco, lo que Marino considera un exceso, porque él viene de una época en la que la mayoría de los investigadores solo se ponían guantes quirúrgicos y un poco de Vicks en la nariz.

Los ojos oscuros de Chang pasan de Marino a mí y después mira a Colin y le dice:

—Tengo fotos de casi todo lo que hay aquí. No estoy seguro de qué más podemos hacer por el acceso.

Lo que dice es que los guardias y otro personal de la prisión tienen acceso a la celda de Kathleen y un sinnúmero de otras reclusas han estado encerradas en ella a lo largo del tiempo. Espolvorear en busca de huellas dactilares e impresiones, así como otros procedimientos forenses de rutina que se hacen en un caso de muerte sospechosa, no van a ser útiles porque el lugar está contaminado. Las muertes bajo custodia son similares a homicidios domésticos, ambos complicados por las huellas dactilares y el ADN que significan muy poco si el asesino tenía acceso regular a la casa o el lugar donde ocurrió la muerte.

Chang tiene cuidado con lo que comunica. No quiere sugerir abiertamente que si alguien que trabaja en la prisión es responsable de la muerte de Kathleen Lawler, lo más probable es que nosotros no vayamos a deducirlo con el procesamiento de su celda de la manera como lo haríamos si fuese la típica escena del crimen. Él no dirá en presencia del guardia Macon y la alcaide Tara Grimm que su principal objetivo desde que llegó ha sido asegurar la celda de Kathleen y evitar que nadie —incluidos ellos dos— saboteen las posibles pruebas. Por supuesto, en el momento de su llegada ya hubiera sido demasiado tarde para proteger la integridad de cualquier cosa. No sabemos a ciencia cierta cuánto tiempo llevaba muerta Kathleen en su celda antes de que lo notificasen al GBI y al despacho de Colin.

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