Authors: Laura Gallego García
Fuego, veneno, garras y colmillos... Jack se sintió sobrecogido y, por un momento, olvidó que todos los dragones habían muerto. Por un momento olvidó que era también humano, en parte, y que había otras amenazas más graves pesando sobre el futuro de Idhún. Olvidó todo aquello, y le pareció encontrarse en un mundo pasado, un mundo donde dos razas luchaban sin tregua, en una guerra interminable. Jack... Yandrak dejó escapar un rugido de triunfo y se zambulló en el corazón de la batalla, junto a sus hermanos, los dragones, los Señores de Awinor, contra aquel enemigo de corazón frío y mente retorcida, sabiendo que podía morir en aquella lucha, pero que moriría matando... matando sheks.
En aquel mundo soñado, los dragones aún existían. En aquel mundo pasado, los dragones seguirían luchando contra los sheks por toda la eternidad.
Y, aunque una parte de sí mismo se estremecía de horror, en el fondo de su corazón añoraba aquellos tiempos que no volverían.
En tierra, Alsan y los suyos no estaban encontrando grandes dificultades en hacer retroceder a los szish. Aunque los hombres-serpiente eran hábiles guerreros, aquellos en concreto no parecían estar en su mejor momento. Sin duda, la larga estancia en las cuevas de la cordillera les había pasado factura. Al principio pelearon como solían, con eficacia y precisión, pero pronto empezaron a cometer fallos y a dejarse llevar por el nerviosismo. Las huestes de Vanissar se aprovecharon de ello. Y, cuando los szish empezaron a replegarse, los humanos los hostigaron.
—¡Se retiran! —exclamó Denyal, desde su puesto en el interior de Uska.
—Ya lo he visto, malditas serpientes cobardes —gruñó Kaer.
—No es propio de ellos —aseveró el líder de los Nuevos Dragones.
—Tal vez porque hasta ahora nunca habían llevado las de perder.
Denyal se mordió el labio inferior, reflexionando sobre sus palabras.
A través de la escotilla de la dragona podía ver que, efectivamente, las serpientes estaban replegándose. Parecían dar por concluida la lucha, y trataban de quitarse a sus contrincantes de encima para emprender una huida hacia el sur.
La batalla no parecía decantada a favor de ninguno de los dos bandos, pero Denyal no sabía cómo iban las cosas en tierra y, además, los sheks parecían ir perdiendo energías a medida que pasaba el tiempo. Tal vez aquello fuera un síntoma de que realmente no podían más, y por ello optaban por una retirada estratégica. No obstante, daba la sensación de que lo hacían a regañadientes.
—¿Los seguimos? —preguntó Kaer.
—Claro que sí —gruñó Denyal—. Hay que darles caza antes de que vuelvan a esconderse.
Durante un buen rato, las serpientes volaron en dirección al sur, y los dragones las persiguieron. Por tierra, también los szish optaron por eludir una batalla que no podían ganar. La lucha entre sheks y dragones, en cambio, no parecía tan clara. Habían caído varias serpientes, pero también habían sido derribados otros tantos dragones.
Denyal había pasado muchos años luchando contra las serpientes en Vanissar. Sabía que siempre hacían las cosas por una razón de peso. Y que, a menudo, aquella razón se escapaba al entendimiento humano. Porque no solía ser la razón más obvia, sino la más importante.
—Se dirigen al sur —dijo Kaer, con satisfacción—. Van a guiarnos hasta la base de Drackwen. Por fin sabremos dónde se ocultan las demás serpientes.
Denyal frunció el ceño.
—No son tan tontos. No nos mostrarían voluntariamente algo tan importante. Tiene que haber algo más.
—No hay más. Están cansados, tienen miedo de ser derrotados y huyen. Cuando los alcancemos...
—...Si es que los alcanzamos —comprendió Denyal de pronto—.
Los sheks no están cansados, solo están fingiendo. Somos nosotros los que estamos cansados, o lo estaremos muy pronto.
Ambos cruzaron una mirada.
—No podremos llegar hasta Drackwen hoy —entendió Kaer—. Al anochecer tendremos que detenernos a renovar la magia de los dragones, y entonces...
—... entonces darán media vuelta y nos atacarán, y no podremos defendernos. Esto es un error, Kaer. Tenemos que volver atrás.
El piloto dejó escapar una sonora maldición y golpeó el tablero de mandos, con furia. Pero detuvo a la dragona, que aleteó, suspendida en el aire, con un resoplido de disgusto.
Fueron necesarias un par de maniobras más para que los dragones frenaran su avance. Momentos después, estaban todos congregados en torno a Uska, y veían marchar a los sheks, con resignación.
Todos, menos uno.
Tardaron un poco en darse cuenta de que Yandrak seguía persiguiendo a los sheks. Quizá no había entendido que los dragones artificiales no aguantarían aquel ritmo, o tal vez no le importaba. El caso es que, para cuando quisieron llamarlo, estaba ya muy lejos.
El plan funcionaba.
Los szish no estaban preparados para aquella batalla. Habían luchado con esfuerzo, pero los caballeros los superaban en número y estaban en plena forma. Los sheks habían comprendido que los szish perderían la lucha, y les había parecido muy sensata la decisión que habían tomado: se retiraban.
Los sheks cubrirían su huida, pero Eissesh no estaba seguro de que fuera buena idea separarse. De modo que se le había ocurrido que tal vez sería mejor que se replegaran ellos también.
Había luchado contra los Nuevos Dragones durante sus días como gobernador de Vanissar. Sabía cómo funcionaban aquellos artefactos, y que tendrían que detenerse en algún momento.
Si los humanos eran tan estúpidos como para seguirlos, se quedarían sin magia, y entonces sería el momento de dar media vuelta Y atacar. Si eran listos, los dejarían marcharse.
Y, en aquel momento, huir era lo más importante. Si todo salía bien, las serpientes pronto abandonarían Idhún. Ya no valía la pena luchar por aquel mundo.
Fue difícil para los sheks controlar el odio y dar media vuelta. Eissesh tuvo que repetir varias veces su razonamiento para que, poco a poco, la lógica fuese ganando al instinto. El cansancio que mostraban los sheks no era del todo fingido: su cuerpo les exigía que se quedaran para luchar, mientras su mente intentaba convencerlos de lo contrario.
Cuando el primer shek logró dar media vuelta y huir, para los demás fue un poco más fácil escapar de las garras del instinto.
«No son dragones de verdad», les recordó Eissesh. «No valen la pena».
Como era de esperar, los humanos tardaron bastante en caer en la cuenta de lo que sucedería si continuaban persiguiéndolos. Pero al final lo entendieron, porque sus dragones se detuvieron y los dejaron marchar, lo cual, en el fondo, era una lástima: todos los sheks estaba deseando tener una oportunidad para destrozarlos.
También las tropas de tierra de los sangrecaliente dejaron de hostigar a los szish, y Eissesh rió entre dientes. Ni siquiera los caballeros de Nurgon eran tan valientes sin la sombra de los dragones cubriéndoles las espaldas.
«Aún nos siguen», dijo alguien entonces.
Eissesh volvió la cabeza y vio un punto dorado tras ellos.
«Los dragones de verdad son aún más estúpidos que los falsos dragones», comentó, irritado.
Era cierto que aquel dragón no necesitaba de la magia para volar. Pero no era posible que no se hubiera dado cuenta de que se había quedado solo.
«Seguid adelante», dijo. «Yo me ocuparé de él».
Pero eligió a tres serpientes más para enfrentarse al dragón.
Los sheks no eran especialmente cobardes, pero tampoco confundían la valentía con la locura. Sabían que Yandrak era un enemigo peligroso y, simplemente, no querían correr riesgos. Cuatro sheks tendrían más posibilidades de vencerlo que uno solo, aunque ese uno fuese Eissesh.
Jack se detuvo de pronto, desconcertado. ¿Dónde estaban los demás dragones? Llevado por sus ensoñaciones, y por aquella visión que había tenido de tiempos pasados, en que los suyos dominaban el mundo, apenas se había percatado de que los dragones artificiales se retiraban. Cuando quiso darse cuenta, estaba solo, y cuatro sheks lo rodeaban. Uno de ellos lo observaba con un único ojo brillando en su rostro de ofidio.
«¿Qué está pasando?», se preguntó Jack, confuso. El instinto se le disparó, y se revolvió, con un rugido amenazador, tratando de decidir a qué serpiente atacaría primero.
Optó por la más cercana. Se lanzó sobre ella, y la cogió por sorpresa. El shek se alejó de él, con un siseo alarmado, pero Jack llegó a golpearlo con la cabeza y a desgarrar una de sus alas con los cuernos. El shek chilló de dolor.
Inmediatamente, Jack sintió que algo lo fustigaba en pleno pecho, con tanta fuerza que lo dejó sin respiración. Se volvió, de forma instintiva, hacia la serpiente que lo había azotado con su larga cola.
De nuevo, el shek con un solo ojo.
Jack quiso apartar la cabeza, pero la mirada de aquella serpiente ya se había clavado en él. Se quedó quieto por un momento, tal vez llegara a perder la conciencia... y, en aquel instante en blanco, perdió el control y empezó a caer.
Volvió en sí con un rugido de alarma y batió las alas, pero era demasiado tarde. Caía y caía sobre las estribaciones de las montañas, y cuatro sheks lo perseguían para matarlo.
Se esforzó por recordar a Sheziss, todo lo que ella le había enseñado; a Victoria, que lo aguardaba en Vanis; incluso a Christian. Luchó por dominar el instinto y, en lugar de dar media vuelta y pelear hasta morir, huyó para salvar la vida.
Planeó por entre los picos de las montañas y buscó un lugar donde aterrizar.
El resto no lo recordaría con claridad. Se desplomó sobre el suelo, destrozando algunos árboles y, aunque las alas frenaron la caída, fue dolorosa de todas formas. Se transformó en humano de inmediato y buscó un refugio entre la maleza, con el corazón palpitándole con fuerza. En aquel momento echó de menos las capas de banalidad que les había regalado Allegra, a él y a Victoria, al comienzo de su aventura idhunita.
Pero, por fortuna, los sheks no lo encontraron. Planearon un par de veces sobre el lugar donde se había ocultado y después remontaron el vuelo y siguieron su camino.
Jack sonrió, agotado, pero no se atrevió a salir de su escondite. Se acurrucó entre las raíces de un árbol, cerró los ojos un instante... y se quedó dormido.
—¿Todavía no ha vuelto? —preguntó Alsan en voz alta.
Shail negó con la cabeza.
—Ni rastro de él —dijo—. Deberíamos ir a buscarlo. Puede que los sheks lo hayan abatido, y en tal caso...
—...en tal caso, no podríamos hacer nada por él —intervino Tanawe.
Habían establecido el campamento en el norte de Shur-Ikail, junto al río Adir. Hacía rato que Shail y Tanawe habían terminado de renovar la magia de los dragones, pero seguían allí..., esperando a Jack.
—Los chicos están empezando a ponerse nerviosos —prosiguió la maga—. Deberíamos regresar.
—¿Y dejar atrás a Jack?
—Si los sheks se han reunido con las serpientes de Drackwen, serán una fuerza a la que no podemos derrotar ahora mismo —explicó Tanawe, con cierta impaciencia—. Ya los hemos expulsado de Nandelt; ahora debemos regresar a la base y reforzarnos, pedir ayuda a los reinos vecinos... formar un ejército importante para atacar Drackwen. Pero si perdemos más tiempo, les estaremos dando ventaja a ellos.
—¿Y dejar atrás a Jack? —repitió Shail, en voz más alta.
—Es un dragón —replicó Tanawe—. Los dragones no necesitan de la ayuda de los humanos para resolver sus problemas.
—En eso tienes razón —asintió Alsan, con un gruñido—. Jack ha demostrado repetidas veces que prefiere actuar por su cuenta. No sirve de nada ir tras él.
—Pero... —empezó Shail.
—Regresamos a Vanissar —cortó Alsan—. Buscad a Denyal y a Covan y decidles que levantamos el campamento.
Shail no dijo nada, pero dirigió a Alsan una larga mirada pensativa.
Cuando Jack se despertó, horas más tarde, ya era de noche, y las tres lunas brillaban suavemente sobre él. Tardó un poco en recordar todo lo que había pasado. El vuelo con los Nuevos Dragones, la batalla, la persecución... todo se mezclaba en su mente de forma confusa y desordenada, como si fuese parte de un extraño sueño.
«¿Dónde estoy?», se preguntó.
Poco a poco, la mente se le fue aclarando. Le había sentado bien dormir, aunque aquel no era el lugar más adecuado, y por eso ahora tenía el cuerpo entumecido. Se puso en pie y se estiró.
Estaba en un bosquecillo, al pie de las montañas. Por el tiempo que había volado en pos de los sheks, Jack calculó que debía de encontrarse al sur de Shur-Ikail, al pie de la Cordillera de Nandelt.
Alzó la mirada hacia el cielo, con precaución, pero no vio ninguna serpiente. Se habían marchado.
Aquello era un alivio, pero, por otra parte, el dragón que había en él se sintió decepcionado. Jack se riñó a sí mismo por desear, siguiera por un instante, luchar él solo contra dos docenas de sheks. Era absurdo, era una locura, y lo sabía. «Si no tengo cuidado, el instinto hará que me maten algún día», se dijo, alicaído. Pensó entonces en Alsan y los demás. Se preguntó dónde estarían, si habrían empezado a buscarlo, o si habrían regresado a Vanissar. Deseó que lo estuvieran aguardando en alguna parte de Shur-Ikail. Después de haber experimentado la sensación de volar con un grupo de dragones, aunque no fuesen de verdad, no le apetecía emprender solo el trayecto de regreso.
Se transformó en dragón. Comprobó que, aunque no tenía ninguna herida seria, la pelea contra los sheks lo había dejado bastante molido. Con un suspiro de resignación, abrió las alas y alzó el vuelo.
Al cabo de un rato, sin embargo, algo llamó su atención.
Sobrevolaba ya los márgenes de las praderas, y sus ojos escrutaban el paisaje, en busca de algo parecido a un campamento. Por eso descubrió la débil llama que ardía un poco más abajo, no lejos del río.
Intrigado, Jack trazó un círculo sobre la luz. Como sospechaba, era una hoguera. Se preguntó si se trataba de Alsan, que había ido a buscarlo. Por si acaso, se alejó un tanto, y aterrizó en un lugar un poco más apartado. Allí, recuperó su cuerpo humano. Si no era Alsan, no convenía asustarlo.
Al acercarse un poco más, lo recibió un delicioso aroma a carne asada. Se le hizo la boca agua, y recordó que no había comido nada desde el desayuno.
La persona que estaba sentada junto al fuego era grande y fuerte, pero no era Alsan. Jack se detuvo a una prudente distancia. Era demasiado pequeño para ser un gigante, y demasiado imponente para tratarse de un humano corriente. Y, no obstante, sus hombros estaban hundidos, como si soportase una pesada carga.