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Authors: Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Pedernal y Acero (37 page)

BOOK: Pedernal y Acero
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El estruendo de la lucha había quedado tras ellos cuando Delged instó a su montura a que aterrizara. Volvió a señalar. Tanis vio una franja gris azulada en la extensión de hielo, que parecía interminable; vio la sombra que, tal como Delged había dicho, disimulaba el acceso al castillo de Valdane.
Ala Dorada
y
Mancha
aterrizaron y esperaron a que el semielfo recogiera su petate, arco y espada, y Caven su arma. Después los búhos levantaron otra vez el vuelo y, junto con Delged, regresaron al campo de batalla sin más preámbulos.

Tanis avanzó con cautela hacia el borde de la grieta. Caven fue tras él y hurgó la nieve grisácea con la puntera de la bota.

—Espero que los exploradores no se hayan equivocado de grieta —musitó el mercenario.

De repente un trozo de nieve cedió, seguido por la plancha de hielo que ocultaba la hendedura. Los dos hombres se asomaron a la sima; los laterales de la grieta emitían una fantasmagórica luz azul, y no se divisaba el fondo.

—Delged dijo que había que saltar —musitó Caven—. ¡Y pensar que las alturas me asustaban!

Tanis sonrió, ocultando con el gesto su propio temor.

—Explícame otra vez por qué estoy haciendo esto —continuó Mackid, que tenía el rostro sudoroso y la mirada prendida en la grieta.

—Por el poema —contestó Tanis— «Los tres amantes…» Ésos somos tú, Kitiara y yo. Y «la doncella hechicera» es Lida.

—Eso ya lo has dicho antes —rezongó Caven—. Pero sigue un poco más, hasta la parte que habla de «muertes congeladas en nevadas tierras baldías». ¿También se refiere a nosotros?

—Creo que tenemos que reunirnos todos, con las gemas de hielo, para que la magia de Lida sea capaz de derrotar a Valdane y a su hechicero. Confío en que sean
sus
muertes las que se mencionan en el verso. De todas formas, ya es demasiado tarde para echarse atrás.

—Nunca es demasiado tarde —dijo en voz baja el kernita.

Tanis estaba a punto de contestar cuando Caven saltó al vacío. El semielfo fue tras él.

Poco después habían llegado al fondo sin sufrir percances y observaban las paredes del calabozo y los cadáveres colgados.

—Perecer de hambre en un sitio así… —susurró Caven—. No es el modo de morir para un guerrero. —Su mano apretaba la empuñadura de la espada con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

Tanis señaló el acceso que se abría a cierta altura del suelo.

—Si me encaramo a tus hombros, podría auparme hasta allí y después te subiría a ti —sugirió.

—¿Y qué pasa con el muro de hielo?

—Esperemos que el ungüento del clérigo funcione.

—¡Vaya ánimos que das! —rezongó Mackid. El kernita suspiró, se agachó, y entrelazó los dedos de las manos.

Tanis puso el pie en el improvisado estribo, trepó a los hombros de Caven y, una vez que el kernita se hubo incorporado, rozó, cautelosamente, el borde del acceso con el dedo untado de ungüento. No se le quedó pegado. El semielfo se aupó por la abertura y arrojó a Caven la cuerda que colgaba de una clavija.

—Esto resulta demasiado sencillo —musitó Tanis, sin tenerlas todas consigo.

—Eres demasiado desconfiado, semielfo —dijo Mackid—. Aun en el caso de que sepan que estamos aquí, supondrán que nos hemos quedado atrapados en el calabozo o pegados a las paredes, como los otros.

Con las espadas desenvainadas, los dos hombres aguardaron un momento, en silencio, examinando el corredor.

—Ni un ruido —observó Tanis.

—Estamos a gran profundidad bajo la superficie —comentó Caven, sin mucha convicción.

—¿Es que no hay guardias?

Los dos compañeros avanzaron cautelosos por el pasillo. La iluminación que proporcionaba el hielo era tan constante que no arrojaba sombras, pero ponía un tinte espectral en los semblantes de los dos hombres.

—Quizá sea una buena señal que Kitiara y Lida no estén en la mazmorra —susurró Caven—. Tal vez Valdane les ha dado un buen trato.

—O puede que ellas se hayan puesto de su parte —dijo Tanis.

—Kitiara, es posible, pero no la maga.

Llegaron al final del corredor, donde se bifurcaba a derecha e izquierda. Un poco más adelante, los pasillos se volvían a bifurcan Caven maldijo por lo bajo; Tanis eligió el que estaba más a la derecha y echó a andar.

—Tanto da uno u otro —le dijo a Mackid.

Caven alcanzó el final del corredor; vaciló un momento y, justo entonces, una figura peluda saltó sobre él. Una segunda figura atrapó a Tanis por detrás. Otros tres ettins aguardaban atentos tras los dos primeros.

Los hombres se resistieron, pero sus oponentes los excedían en número. A no mucho tardar, los ettins los habían reducido y desarmado.

—Cogidos, cogidos —parloteó uno de los monstruos—. Amo
razón.
Tipos muy tontos ir directo a trampa. —Soltó una risotada y empezó a brincar con tanto entusiasmo que la cabeza de Caven, a quien tenía sujeto, golpeó dos veces contra el techo.

—¡Res-Lacua, estúpido necio! —espetó Mackid—. ¡Deja de saltar!

El ettin se detuvo y clavó en el kernita sus dos pares de ojos.

—¿Conoces a Res? —preguntó con desconfianza la cabeza derecha.

—¡Lucho para Valdane, zopenco! ¿Es que no te acuerdas de mí? —Al ver que la expresión desconcertada de la
cabeza,
derecha no desaparecía, Caven se volvió hacia Lacua—. ¿Y tú? ¿No me recuerdas?

—Hace mucho tiempo —admitió Lacua, asintiendo despacio—. Ahora no.

—Suéltame —ordenó el kernita—. El amo se pondrá furioso.

Tanis contuvo la lengua. Poco a poco, el ettin aflojó los dedos cerrados sobre Mackid. El kernita se arregló las ropas.

—Y ahora, llévanos a mí y a mi prisionero ante la capitana Kitiara.

—¿Prisionero? —Los ojos de Res-Lacua fueron de Caven a Tanis.

—Sí. Es un…, un regalo para la capitana Kitiara.

Dos pares de cejas se fruncieron.

—No capitana.

—Sí, la capitana.

—No. Comandante.

Caven contuvo a duras penas un respingo.

—Eh… sí, bueno. Llévame ante la comandante Kitiara. —Adoptó una pose erguida—. ¡Ahora!

Los cuatro ojos del ettin se volvieron hacia Tanis, que agachó la cabeza e intentó dar una imagen convincente de prisionero. Los otros ettins murmuraron entre sí, pero en un lenguaje desconocido para el semielfo.

—Amo decir que llevar a él —porfió Res-Lacua.

—Quería decir a la comandante Kitiara —insistió Mackid—. Es lo que me dijo. Después de que te marcharas… Hace un momento. Acabo de estar con él.

Dos pares de ojos porcinos se estrecharon. Res-Lacua frunció los entrecejos.

—Llevar a amo —repitió, obstinado, Lacua.

—Sí, sí —añadió Res.

Caven estaba a punto de insistir una vez más, cuando el rostro izquierdo del ettin se iluminó.

—Pero —dijo Lacua, casi feliz—, ¡comandante está con amo!

—Fantástico —siseó Tanis a Caven mientras los dos eran escoltados pasillo adelante; continuaron por otro, y después por un tercero—. Fíjate en la ruta. Quizá tengamos que huir a todo correr.

—¿Por la grieta? ¿Cómo? —Caven intentó hacer un alto para hablar con el semielfo, pero Res-Lacua tiró de él y lo obligó a seguir caminando.

—No olvides que, con un poco de suerte, tendremos una maga de nuestra parte —le recordó Tanis.

Tras varios giros y virajes, Tanis y Caven se encontraron en los aposentos de Valdane. El cabecilla estaba sentado en un trono dorado; su cabello pelirrojo resaltaba en contraste con los tonos púrpuras y azules de su camisa de seda. Tras él, Janusz se inclinaba sobre un cuenco colocado en la mesa que había delante de lo que parecía un ventanal. Lida estaba a su lado, sosteniendo unos recipientes que contenían hierbas. Evitó mirar a los prisioneros. Kitiara, vestida con lustrosas polainas de cuero negro, un corpiño ajustado bajo la cota de malla, y una capa de piel de foca ribeteada con otra clase de piel blanca, no mostró tantas reservas como la maga. Su mirada era gélida. Estaba inmóvil, de pie junto al trono de Valdane.

El paisaje del ventanal cambió y, de pronto, Tanis se encontró contemplando el campo de batalla que habían abandonado poco antes. Pero ahora era diferente. Unas nubes, blancas y esponjosas, con un aspecto casi inofensivo, flotaban sobre las fuerzas atacantes cuando antes el cielo había estado despejado. Las tropas de Valdane se apartaban de debajo de las nubes, pero las fuerzas atacantes parecían no haber reparado en ellas.

—¡Por los dioses! —musitó Caven—. ¿Fuego mágico?

—Veo que recuerdas el sitio de Meir, Mackid —dijo Valdane—. Pero, no. No es fuego mágico, sino algo mucho mejor. Algo que las gemas de hielo enseñaron al hechicero. Nieve mágica, supongo que podría llamársela. Ellos, sin embargo —añadió, señalando el ventanal—, creerán que es la agonía del Abismo.

—Aventi olivier —
entonó Janusz, y todos los ettins, salvo Res-Lacua, desaparecieron de los aposentos de Valdane. Tanis vio reaparecer a los cuatro entre las tropas que se veían en el ventanal. El mago esparció unos polvos anaranjados sobre la superficie del cuenco—.
Sedaunti, avaunt, rosenn.

El semblante de Lida se puso más tenso con cada palabra, como si se estuviera concentrando con todas sus fuerzas en algo escondido muy dentro de su ser. Todavía no había alzado la vista hacia los prisioneros.

Un alarido retumbó en el ventanal. El clamor provenía de los guerreros encaramados a los búhos. La nieve había empezado a caer sobre ellos. Pero esta nieve centelleaba y, cuando tocaba a los hombres de Brittain, se incendiaba. Varios guerreros soltaron los arneses y se precipitaron en el vacío. Unos cuantos búhos giraron enloquecidos de dolor, desmontando a sus jinetes, y empezaron a dar bandazos, frenéticos. Retumbó el trueno. Los minotauros y las otras tropas enemigas se habían puesto a cubierto bajo unas lonas alquitranadas.

Tanis vio a Brittain montado en
Cortavientos;
el cabecilla gesticulaba con su Quebrantador de Hielo e impartía órdenes como si la nieve mágica no fuera más que una sustancia irritante, como si hubiese combatido otras muchas batallas a decenas de metros sobre el suelo.

—¡Basta, Janusz! —suplicó de improviso Lida—. Ponle fin, aunque sea de momento. No lo soporto. La muerte de Dreena… —Su mano de piel morena se cerró crispada sobre la pechera de la túnica negra del mago.

Tanis advirtió la fugaz expresión de pesar que asomaba al semblante del hechicero.

—No puedo, Lida —dijo—. Esto es una guerra, y yo debo cumplir con mi cometido. Acabará enseguida.

Entonces los gritos cesaron, como si la predicción de Janusz se hubiese cumplido. Pero al semielfo no le pasó inadvertido el hecho de que el hechicero estaba tan sorprendido como él.

—¿Qué ocurre? —demandó Valdane—. ¿Ya ha terminado? —En su voz había una nota de desencanto.

—Se han remontado por encima de las nubes —musitó, entre sorprendido y admirado, Janusz—. ¡Por Morgion, han volado directamente hacia las nubes y las han atravesado! El dolor…

—Pero ¿ahora están a salvo? —preguntó Lida.

—De momento.

La maga suspiró.

—Haz que las nubes tomen más altura, estúpido —bramó Valdane—. Tiene que haber un hechizo para eso.

—Valdane, en contra de lo que puedas creer, la magia es algo más que recitar unas cuantas palabras —adujo el avejentado hechicero con un suspiro—. Es preciso mucho estudio. Y…

—¿Y?

—… todavía no soy un experto en el control de las nubes de nieve mágica. Requiere largas horas de estudios en mis libros, así como investigaciones y pruebas con las gemas de hielo.

—¡Muy bien, pues, estudia!

Janusz suspiró otra vez y señaló un libro encuadernado en azul que había sobre la mesa. Lida se lo trajo y acercó su cabeza a la del hechicero para ver las páginas.

Valdane se echó hacia adelante, con las manos cerradas sobre los brazos del trono.

—Y ahora —le dijo al semielfo—, con respecto a las gemas de hielo…

—No las tenemos —lo interrumpió Tanis.

—Pero sabéis dónde están.

—Por supuesto —intervino Caven—. Al fin y al cabo, viajábamos con Kitiara.

Valdane sonrió, pero fue un gesto carente de humor. Sus azules ojos chispeaban.

—¿Dónde las habéis escondido?

La mercenaria posó una mano sobre el hombro de Valdane.

—No las han escondido —afirmó—. Las llevan consigo. Janusz y Lida alzaron la vista del libro. Tanis sintió el estómago revuelto. Brittain tenía razón: Kitiara se había aliado con Valdane. Caven y él habían corrido el riesgo de atravesar todo Ansalon sólo para hallar la muerte a manos de esta tornadiza mujer.

—Dejé la mochila en el Bosque Oscuro —manifestó el semielfo con gesto hosco.

Janusz prorrumpió en carcajadas, pero Lida guardó silencio.

—Sí, en el Bosque Oscuro —secundó Caven.

—No. Habéis traído mi mochila con vosotros —los contradijo Kitiara mientras señalaba el petate que sostenía Tanis en la mano.

Valdane se giró un poco en el trono y contempló fijamente a la mercenaria. Ella le sostuvo la mirada.

—Te dije que podías confiar en mí, Valdane —musitó suavemente, al tiempo que esbozaba una sonrisa incitante—. Haremos una buena pareja. Eso te lo he demostrado, ¿verdad?

—Asombroso —musitó el hombre.

—Tanis, coopera con Valdane. Únete a nuestra causa —pidió la mercenaria—. Te resultará muy provechoso.

—He olvidado dónde escondí las gemas de hielo —declaró el semielfo. Entrecerró los párpados y miró de reojo para comprobar la posición de Res-Lacua, que tenía su espada y la de Caven. Ninguno de los dos hombres moriría sin luchar, de eso no cabía duda.

Kitiara bajó los escalones del estrado sobre el que estaba el trono y se dirigió a la mesa donde trabajaban los magos.

—Tanis, Caven —dijo—. ¡No seáis necios!

—Esto es ridículo —espetó Valdane—. Ettin, coge el petate del semielfo.

—¡No, espera! —ordenó Kitiara. Cosa sorprendente, el cabecilla levantó la mano para detener al ettin—. Trae las gemas a Janusz, semielfo. En cualquier caso, es el único que puede utilizarlas.

—Matará a cualquiera que se interponga en su camino, incluyéndote a ti, Kitiara —dijo Tanis.

—Pero, semielfo —replicó con suavidad la mercenaria—, yo no tengo la menor intención de interponerme en el camino del mago, o en el de Valdane. —Sus negros ojos se clavaron en los de él, de color avellana y ligeramente rasgados—. Acércate, Tanis.
Ven y ponte junto a mí y a Lida.
Venid los dos, y traed las gemas de hielo para que todos podamos admirarlas.

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