Pedernal y Acero (38 page)

Read Pedernal y Acero Online

Authors: Ellen Porath

Tags: #Fantástico

BOOK: Pedernal y Acero
10.44Mb size Format: txt, pdf, ePub

Res-Lacua, que sostenía las espadas de los dos prisioneros, se encontraba entre Tanis y Kitiara, y entonces el semielfo comprendió.

—¡Tanis, no! —gritó Caven cuando su compañero se adelantó con el petate en la mano.

El semielfo estaba a menos de un metro de Lida cuando abrió el doble fondo, al mismo tiempo que el kernita se abalanzaba hacia adelante. La luz violeta de las gemas inundó la estancia, y Valdane gimió. Los ojos de Janusz relucieron, en tanto que los de Lida se llenaban de lágrimas.

Entonces, de improviso, Kitiara se encontró junto a los dos hombres, con sus espadas en la mano. El ettin se había quedado boquiabierto, embobado. Valdane masculló un juramento y desenvainó su daga.

—¡Tanis, da las gemas a Lida! —gritó Kit, mientras se volvía con presteza hacia la hechicera y ordenaba—: Tú, maga, has estudiado con Janusz. Utiliza las gemas para sacarnos de aquí. ¡Rápido!

Lida cerró los ojos y empezó a entonar unas palabras. Tendió las manos y Tanis dio un salto para poner las ocho piedras restantes en las palmas de la joven. Un espasmo de dolor contrajo el semblante de Lida, pero la maga no interrumpió la salmodia.

—Teieca nexit. Apprasi nacas. Teleca nexit. Apprasinacas. —
Repitió una y otra vez las extrañas palabras hasta que los sonidos se entretejieron como los hilos de un bordado y no se distinguían las unas de las otras—.
Telecanexitapprasinacas. Telecanexitapprasinacas.

Janusz alzó la mano para golpear a Lida, pero Caven se abalanzó sobre él, con la espada enarbolada. Valdane corrió, furioso, hacia Kitiara, y Tanis giró sobre sí mismo para escudar a la mercenaria.

Res-Lacua miraba a los humanos y parpadeaba con expresión atontada. Entonces vio que la espada del soldado barbudo hería la mano del amo. En el mismo momento en que Janusz gritaba y retrocedía contra la pared, aferrándose la mano, el ettin salió de su estupor.

—¡Amo! —rugió mientras agarraba al mercenario por la cintura. Arrojó al kernita contra la pared opuesta y soltó una carcajada al oír el ruido que hacía el cuello de Caven Mackid al romperse.

Kitiara se abalanzó sobre el ettin, y su espada atravesó el corazón de la criatura de dos cabezas. Con un último vestigio de energía, Res-Lacua le propinó un empellón que la lanzó contra el trono de Valdane. La espadachina se desplomó en el suelo, inconsciente.

La voz de Lida se alzó sobre el tumulto.

—¡Tanis, no puedo usarlas! ¡Son demasiado poderosas! —Soltó un gemido y después se derrumbó, sollozante, sobre la mesa. Las gemas cayeron de sus manos y rodaron por el suelo.

El semielfo no tenía tiempo para atender a la maga. Caven había muerto y Kitiara yacía inconsciente, tal vez moribunda. Ello lo dejaba solo frente a Valdane y su mago. Tanis se lanzó sobre Janusz; todavía se encontraba en mitad del salto cuando el envejecido hechicero pronunció unas palabras indescifrables, y el semielfo se estrelló contra un muro invisible. El mago esbozó una mueca sarcástica.

—Es sólo un sencillo conjuro de protección —se mofó Janusz.

Pero Tanis no le hizo caso, ya que su atención estaba prendida en otra parte. Los dedos de Valdane sangraban, a pesar de que ni él ni Caven habían rozado siquiera al cabecilla.

—El vínculo de sangre —musitó el semielfo—. Wode tenía razón. Lo que hiere a uno, hiere al otro… Quizá lo que
mate
a uno, también
matará
al otro —añadió en voz alta.

—El campo de fuerza nos protege a los dos —dijo Janusz, sin perder la sonrisa—. Y, en cualquier caso, tú no sobrevivirás mucha tiempo. Puedo convocar mágicamente a mis secuaces en cualquier momento.

Lida levantó la cabeza.

—No, Janusz —susurró—. No puedes ejecutar hechizos a través de esa barrera protectora. Tendrás que anularla primero para hacerlo.

Tanis esperó junto al perímetro de la zona de protección, con la espada en una mano y la daga en la otra.

—Tan pronto como la levantes, te mataré —le dijo al mago. El semielfo llamó a Lida con un ademán para que fuera a su lado. La joven apartó las gemas a patadas y corrió junto a Tanis.

—El poema —recordó él en voz queda. Lida arqueó las cejas en un gesto interrogante—. El portento, creo, fue enviado por tu madre, esté donde esté, muerta o…

—O escondida en el Bosque Oscuro —lo interrumpió la maga—. Como sospechaba.

—El poema requería que tú, Kitiara, Caven y yo estuviéramos juntos, con las gemas de hielo, a fin de que hicieses uso de la magia y pusieras fin a todo esto —continuó Tanis en un quedo susurro.

La mirada de Janusz no se apartaba de ellos ni un instante. Valdane estaba extrañamente inmóvil, con los ojos alertas. El semielfo prosiguió:

—Pero Caven ha muerto, y Kitiara está inconsciente. Sólo quedamos tú y yo, Lida… Kai-lid.

La boca de la joven se entreabrió. Tanis vio que sus labios se movían, y comprendió que estaba recitando el poema para sus adentros. Sufrió un cambio, como si su concentración se enfocara en un punto de su interior, y sus ojos, su rostro, se quedaron momentáneamente inexpresivos.

—Xanthar no está en la batalla —dijo después—. Ha muerto.

Tanis asintió en silencio, aunque las palabras de Lida eran más una afirmación que una pregunta.

La joven tragó saliva con esfuerzo e inclinó la cabeza. Cuando la alzó de nuevo, había una mirada decidida en sus ojos. Se volvió hacia Janusz. Un atisbo de sorpresa asomó a los rasgos del hechicero. Cuando la joven habló, se dirigió a Valdane, que la observaba con cautela.

—Conociste a mi madre hace mucho tiempo —dijo—. La atormentaste sin descanso, hasta que recurrió a aquellos que la socorrerían, y escapó. Su constante pesadumbre, creo, fue no poder llevarse a su hijita, pero las leyes del Bosque Oscuro son extrañas y a menudo insondables… como muy bien sé. —Lida respiró hondo; su voz se hizo más firme—. Cuando llegó el momento, se apareció para ayudarme.

La joven entrelazó las manos y recitó:

Los tres amantes, la doncella hechicera,

el vínculo de amor filial envilecido,

infames legiones resurgidas, de sangre manan ríos,

muertes congeladas en nevadas tierras baldías.

Con el poder de la gema, el mal vencido.

—Parece que dos de los tres amantes han sido eliminados, Valdane —continuó Lida—. Pero yo también soy tres personas. Soy Lida Tenaka, doncella al servicio de tu hija. O así te lo parezco.

Su mano desató un saquillo colgado del cinturón, tomó un pellizco de hierba molida y después abrió otra bolsita, con el mismo movimiento fluido.

—También soy Kai-lid Entenaka, del Bosque Oscuro, amiga y pupila del mentor, Xanthar —continuó.

Lanzó al aire la hierba desmenuzada; el polvillo rojo y azul se posó en su lustroso cabello negro.

—Temporus vivier —
susurró—.
Revela, revela.

En ese momento, el pelo de Lida brilló con un tono rubio ceniza, no negro. Valdane gritó. Los azules ojos de la joven, tan semejantes a los de su padre, traspasaron al cabecilla.

—Y, por último, soy Dreena tan Valdane —concluyó—, salvada de morir en el fuego mágico merced al amor de mi sirvienta.

Janusz lanzó un largo gemido y pronunció una palabra mágica. Entonces Tanis pudo entrar en acción; el hechizo de protección había desaparecido. El semielfo apartó a Dreena de un tirón cuando ya Valdane se abalanzaba sobre ella; acto seguido arremetió contra Janusz y hundió su espada en el pecho del envejecido mago.

Janusz se desplomó sin decir una palabra. Al mismo tiempo, Valdane lanzó un grito agónico y cayó a los pies de Dreena. La sangre brotaba del pecho del cabecilla, no del de Janusz, a pesar de que la espada estaba hincada en el pecho del mago.

El sonido de un sonsonete se alzó a espaldas de Tanis. Dreena giraba despacio sobre sí misma, con las manos extendidas y una gema de hielo en cada palma.

—Terminada a ello. Entondre du shirat. —
Empezó a girar más deprisa, y sus pies sólo fueron un borrón bajo el repulgo de la túnica—.
Terminada a ello. Entonare du shirat.

Tanis escuchó un crujido en las paredes. Entonces Dreena frenó la velocidad de las vueltas y se detuvo. Sacudió la cabeza; las lágrimas le humedecían los ojos.

—La muerte de Janusz causará la destrucción de este lugar —dijo—. He hecho cuanto estaba en mi mano para proporcionarnos un poco de tiempo y escapar, pero debemos marcharnos ahora mismo, enseguida.

—¿Y las gemas? —preguntó el semielfo mientras corría presuroso hacia Kitiara y la alzaba en sus brazos.

En silencio, con un estremecimiento de repulsión, Dreena arrojó las piedras que sostenía en las manos.

En las paredes de hielo aparecieron gotitas de agua. El moribundo Valdane intentó coger una de las gemas, pero Tanis la puso fuera de su alcance con una patada. De manera repentina, como si la habitación se hubiese caldeado, el suelo se tornó húmedo y resbaladizo. El semielfo y la maga caminaron hacia la puerta con precaución; se detuvieron ante el cuerpo de Caven.

—Tendremos que abandonarlo —musitó Dreena.

—Lo sé. —Tanis dio un silencioso adiós al kernita.

Los bloques de hielo se desmoronaban de manera gradual. Ya en la puerta, Dreena se detuvo vacilante y miró atrás, al mago que la había amado y al padre que la había traicionado, pero Tanis la obligó a salir al corredor.

Janusz se había desplomado sobre el estrado; Valdane intentaba ir en pos del trío, pero se derrumbó tras arrastrarse unos cuantos palmos.

En la estancia, la nieve se desprendía del techo: una tenue cortina blanca grisácea, que corrió un velo sobre los muertos y moribundos.

—¡Tanis, apresúrate!

El semielfo corrió por el pasillo detrás de Dreena. De repente, las paredes de hielo perdieron su luminosidad, y quedaron sumidos en una oscuridad total.

—Janusz ha muerto. Y también mi padre —declaró la joven con voz inexpresiva—.
Shirak.

Una luz mágica brilló a su alrededor, alumbrándoles el camino. Dreena se detuvo, desorientada en el laberinto de corredores.

—Por aquí —gritó Tanis, y, guiado por la luz mágica, avanzó presuroso por uno de los pasillos, con el peso muerto de Kitiara cargado en un hombro. Poco después divisaba el rollo de cuerda junto al acceso que daba al calabozo—. ¿Podrás hacernos subir levitando hasta el borde de la grieta? —preguntó a la maga.

—No lo sé, pero lo intent…

Un estruendo la interrumpió. Los dos saltaron hacia atrás cuando toneladas de hielo se desplomaron desde lo alto de las mazmorras.

—La grieta —susurró Dreena; se había quedado tan pálida que su semblante parecía de porcelana.

—¿Hay alguna otra salida? —inquirió el semielfo.

—No, que yo sepa. —De pronto, Dreena agarró a Tanis por el brazo y tiró de él, obligándolo a retroceder por el corredor—. ¡Los aposentos de Janusz! ¡Sus libros! —gritó.

Para entonces, muchos de los pasillos se habían desplomado. Tanis, sobrecargado con el peso de Kitiara, avanzó con cuidado entre los fragmentos de hielo y nieve acumulada que les obstruían el paso. Vio desaparecer el mágico círculo luminoso tras una puerta, y lo siguió.

Lo que ocurrió a continuación puso a prueba los límites de la paciencia del semielfo. Mientras el palacio de hielo se derrumbaba a su alrededor, tuvo que esperar mientras Dreena revolvía los pergaminos y libros del mago; después, cuando la joven dio un grito de alegría al encontrar un tomo bajo un paquete de pergaminos, tuvo que aguardar varios minutos más, mientras la joven aprendía de memoria el hechizo correspondiente.

Una pared del cuarto espartano de Janusz se había desmoronado en un montón de nieve derretida. En su proceso de licuación, el hielo emitía unos crujidos ensordecedores, y Tanis tuvo que gritar para hacerse oír:

—¿No puedes leer el conjuro, sencillamente?

El largo cabello rubio de Dreena se meció al sacudir la joven la cabeza.

—Los magos debemos aprender de memoria un hechizo para que funcione de manera adecuada. Ahora, guarda silencio, por favor. —Cerró el libro y bajó los párpados. Sus labios se movieron, pero no se escuchó nada. Después empezó a recitar—:
Collepdas tirek. Sanjarinum vominai. Portali, vendris.

No ocurrió nada. Dreena echó una ojeada en derredor. Tanis rebulló inquieto, plantando el peso ora en un pie, ora en otro. Kitiara, echada sobre el hombro del semielfo, gimió. Entonces Dreena cogió una caja de madera de sándalo, con intrincadas tallas de minotauros y thanois. La abrió, y una luz violeta le bañó el semblante. Tomó en sus manos la solitaria gema.

—Collepdas tirek. Sanjarinum vominai. Portali, vendris —
repitió.

Justo en el momento en que los tres desaparecían del cuarto de Janusz, la fortaleza de Valdane se derrumbó sobre sí misma con gran estrépito. De repente, Dreena y Tanis, este último todavía cargado con Kitiara, se encontraron pataleando en las frígidas aguas de un lago abarrotado de minotauros, hombres morsas y ettins.

El semielfo sostuvo a Kitiara con la cabeza fuera del agua mientras buscaba a la maga. Dreena estaba a corta distancia, manteniéndose a flote con pericia, pero tiritando de un modo casi incontrolable.

Una amplia sección del glaciar había sufrido una implosión y se había derretido hasta convertirse en un mar helado. Los cadáveres de los Bárbaros de Hielo y los búhos caídos en combate flotaban por doquier. Tanis vio thanois que nadaban para ponerse a salvo, ajenos al frío y a la presencia del semielfo, Kitiara y Dreena. Los minotauros, sobrecargados con kilos de pesado armamento, se debatían en el agua con dificultad. Los ettins perecían mientras las cabezas de cada criatura discutían, sin ponerse de acuerdo, sobre la dirección en la que se encontraba el suelo firme.

Ala Dorada
y
Mancha
volaban en zigzag, casi a ras del agua, y al divisar a Tanis, Dreena y Kitiara sacaron a los tres compañeros de las frígidas aguas. Se reunieron con las fuerzas atacantes, que estaban a salvo sobre las espaldas de los búhos, a gran altura sobre el agitado lago. Kitiara volvió en sí y se encontró encaramada a
Ala Dorada,
sujeta por un tembloroso semielfo que iba pegado a su espalda, y mirando, no a Lida, sino a Dreena.

—¿Quién…?

Entonces la mercenaria se quedó muda de horror al ver que Dreena ten Valdane arrojaba la última gema de hielo, la que había cogido en los aposentos de Janusz, a las aguas del lago, que se extendía muy por debajo de ellos.

Other books

Rust by Julie Mars
It Takes a Scandal by Caroline Linden
Hearts and Crowns by Anna Markland
Shimmer: A Novel by Passarella, John
Affection by Ian Townsend
Sweetly by Jackson Pearce
Manna From Heaven by Karen Robards
Watching Over Us by Will McIntosh
First Comes Marriage by Mary Balogh