Read Piratas de Skaith Online

Authors: Leigh Brackett

Piratas de Skaith (4 page)

BOOK: Piratas de Skaith
8.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ashton, de pie, permanecía muy tranquilo. La luz cortante acentuaba la delgadez de su cuerpo. Sus huesos parecían más prominentes, los músculos más tensos. Sobre la palidez de su piel, corría sangre oscura. También él evitaba mirar la linterna. Pero observaba a Stark.

Llegaron otros hombres, éstos traían la ropa solicitada. Uno de ellos vendó a Ashton con ruda eficacia con el contenido de un botiquín de primeros auxilios. Acto seguido, limpió el arañazo del hombro de Stark. Los dos hombres se vistieron: pantalones, túnicas, botas ligeras. Las túnicas eran de color claro; Stark lo lamentó.

—¿Las armas?

Penkawr-Che sacudió la cabeza.

—Más adelante, cuando hayas hablado.

Stark lo esperaba.

—Bien —asintió—. Pero Ashton se marcha ahora mismo.

Penkawr-Che le miró fijamente.

—¿Por qué?

—Porque, ¿quién garantiza que no nos mientes? Digamos que es una prueba de tu buena fe.

Penkawr-Che empezó a maldecir, pero hizo un gesto a Ashton con la cabeza.

—Vete.

Se mostraba confiado. Tenía todas las cartas. Podía concederle aquello a Stark. Además, Ashton no iría muy lejos.

Antes de alejarse por la oscura landa, Ashton se quedó meditabundo durante unos momentos.

—Ahora, habla —le exigió Penkawr-Che.

Stark no apartaba los ojos de la túnica, ligeramente brillante, de Ashton.

—Como te he dicho antes, los Hijos son muchos menos que al principio. Mutación controlada: se ven obligados a reproducirse entre ellos. Una gran parte de la inmensa Morada está desierta desde hace generaciones y vagué durante muchos días por las tinieblas, buscando una salida.

—Y viste la luz.

—Sí. Por una abertura en la roca. Hay un balcón en esa abertura, muy alto, sobre un acantilado. Con toda seguridad, un puesto de observación. Debe haber más. Como no pude descender, no escapé por allí. Pero es una entrada a las catacumbas. No está vigilada, sino olvidada...

—¿Inaccesible?

—Para cualquier enemigo conocido por los Hijos cuando la Morada fue construida. Para ti, no. Los cazas pueden depositar a los hombres allí arriba. Puedes meter todo un ejército sin disparar un solo tiro. Podrías llenar las calas de las naves sin que los Hijos se enterasen de tu presencia.

Con ojos acerados, Penkawr-Che escrutó el rostro de Stark como si quisiera sondearle el cerebro para averiguar la verdad.

—¿Cómo daré con el balcón?

—Tráeme algo para dibujar y te haré un mapa.

Sobre la landa, Ashton había llegado hasta un macizo de espinos. Se detuvo y volvió la vista atrás.

A Stark le llevaron una hoja de plástico delgado y un punzón. Apoyó la hoja en la caja de la linterna. Penkawr-Che se inclinó para ver mejor. Los cuatro hombres estaban muy cerca, sin soltar los aturdidores. Ashton había ya desaparecido en la sombra de las zarzas.

—Mira —le pidió Stark—. Ésta es la cara norte de las Llamas Brujas. Aquí está la Llanura del Corazón del Mundo; aquí, las Montañas Crueles, los Pozos Termales, la Ciudadela... lo que queda de ella. Por aquí, al oeste, la ruta que llevaba al campamento de los Harsenyi. La vi desde el balcón. Mis datos son aproximados.

—¡Sin instrumentos!

—Ya sabes que mi profesión es la de mercenario. Mi vista está entrenada.

Se pasó el punzón entre los dedos.

—Puedo marcarte el lugar de tal modo que, con los cazas, darás con él en media jornada.

—Pero —objetó Penkawr-Che—, en este momento no tienes intención de hacerlo.

—No. Y sin ello, tu búsqueda requerirá mucho más tiempo. Más tiempo, me parece, del que quieres dedicar a la tarea.

—Eres muy exigente, Stark. ¿Qué quieres ahora?

—Diles a tus hombres que guarden las armas y se alejen.

—Imposible.

—No confío en ti. No quiero que haya hombres que puedan matarme en cuanto haya acabado el mapa.

—Tienes mi palabra de que no lo harán. —Penkawr-Che sonrió—. Tampoco yo confío en ti. Creo que si hicieran lo que pides, te irías en el acto sin terminar el mapa. Te diré lo que vamos a hacer. Dentro de un minuto exactamente, enviaré a unos hombres tras Ashton; le abatirán con los aturdidores y toda esta estúpida comedia volverá a empezar. —Con un dedo, señaló un montón de armas depositadas en el suelo, a corta distancia—. Sin armas, no sobrevivirás mucho tiempo. Acaba el mapa, llévate las armas y márchate... libre.

Los dedos de Stark apretaron el punzón hasta casi romperlo. Inclinó la cabeza y estrechó los ojos.

—Será Ashton quien sufra por tu culpa —le indicó Penkawr-Che—. ¿Doy la orden?

Stark suspiró roncamente y se inclinó sobre el mapa. Penkawr-Che sonrió con fugacidad. De un modo imperceptible, sus hombres se calmaron. Sabían lo que tenían que hacer.

—Bien. Que Dios te maldiga —rezongó Stark con voz baja y furiosa—. Mira. —Penkawr-Che miró lo que dibujaba el punzón—. La Ciudadela no es más que una ruina calcinada, pero la encontrarás detrás de las brumas de los Pozos Termales. De la Ciudadela...

El punzón empezó a trazar una línea recta y segura.

La mano izquierda de Stark golpeó la lámpara, lanzándola en las desprevenidas manos de Penkawr-Che. El hombre dorado gritó de dolor y sus manos quemadas soltaron la linterna.

Stark actuaba tan deprisa que apenas podía seguírsele. En lugar de dirigirse hacia las armas, se arrojó contra el hombre más cercano. Éste, que vigilaba a Stark, había permanecido mirando la luz que resultaba muy brillante, incluso medio oculta por la caja. Durante la fracción de segundo en que su vista se ajustaba al cambio, Stark se abalanzó sobre él y le derribó. El aturdidor se descargó contra el cielo. Stark huyó como una bestia salvaje y enorme rodando sobre la hierba entre ojos que eran flores.

Un hombre ordinario, por hábil que fuera, no habría podido encontrar un escondrijo. Pero él era N´Chaka, el mismo que consiguió ocultarse entre las rocas desnudas cuando la Muerte de Cuatro Patas le perseguía resoplando. Y, como con la aventura de la Muerte de Cuatro Patas, avanzaba entonces como tantas veces antes cuando tuvo que hacerlo para sobrevivir. En aquel momento, Stark corría a ras del suelo.

Tras él, la luz titubeó y estalló. Habían vuelto a levantar la lámpara: pero resultaba peor para los tiradores que la ausencia total de luz. De todos modos, disparaban al azar, pues le perdieron de vista casi en el acto. Confiaban demasiado en su número y en la inutilidad de cualquier tentativa de huida. Se basaban en los reflejos humanos habituales. Pero Stark apostaba por sus reflejos contra los de sus adversarios y, por el momento, iba ganando. No tardó en encontrarse lejos del alcance de los aturdidores.

Empezaron a disparar con armas de largo alcance. La tierra saltaba como pequeños surtidores: a veces tan cerca que se veía salpicado, a veces tan lejos que descubrió que los hombres disparaban más sobre una zona dada sistemáticamente que sobre un blanco preciso. Una parte de los disparos llegaron al macizo espinoso en el que vio a Ashton por última vez; pero Stark sabía que Ashton no estaría allí.

Al abrigo de un macizo, se quitó la clara túnica, la enrolló y se envolvió con ella la cintura. A sus espaldas, la claridad era uniforme. Muy brillante en las alturas. A nivel del suelo, quedaba fragmentada por las irregularidades del terreno, obligando a sus adversarios a disparar contra lugares claros y oscuros. Stark permaneció cuanto pudo en los sitios más tenebrosos.

Empezaron a crepitar nuevas armas. Entre los disparos, oía muchos gritos. Pero el vocerío se fue apagando paulatinamente hasta que, como la luz, quedó a lo lejos. Pero no así las descargas. Cuando Stark hubo sobrepasado ampliamente el macizo espinoso y huyó en medio de la noche, empezó a emitir un sonido bajo y sibilino, semejante al producido por la Muerte de Cuatro Patas, pero cadencioso, como una señal de reconocimiento. Siguió con el sonido hasta que la voz de Ashton, saliendo de una hondonada, llegó a él.

Stark se deslizó tras ella.

Ashton se había quitado la túnica y frotado la blanca piel con terrones de tierra. No olvidaba las lecciones de su aventurera juventud.

—El más bello sonido que haya oído —expresó. Apoyó la mano levemente en el hombro de Stark—. ¿Y ahora?

—Ocultémonos —dijo Stark. Miró al cielo—. No va a estar tan oscuro durante mucho más tiempo.

Avanzaron por el barranco hasta donde desembocaba sobre la hierba y las flores de ojos turbadores. Un espeso macizo de zarzas cerraba la salida del barranco, pero Stark lo evitó.

Súbitamente, Ashton se detuvo.

—¡Escucha!

Tras ellos, desde donde se encontraba el gran navío, se oyó el sordo zumbido de motores que se ponían en marcha.

—Si —exclamó Stark—. Los cazas.

Siguieron corriendo. Suavemente, la primera de las Tres Reinas mostró su cara brillante por encima del horizonte.

5

Las Tres Reinas son la belleza suprema de Skaith. A decir verdad, su única belleza. Tres magníficas pléyades que iluminan el cielo sin luna, difundiendo una claridad más plateada y dulce que el rojizo brillo del Viejo Sol, aunque casi igual de fuerte. Incluso durante la noche, la oscuridad es rara en Skaith.

En aquel momento, poco importaba. La oscuridad no les protegería contra los cazas.

Encontraron nuevos macizos de zarzas, sombríos y tentadores, pero Stark los desdeñó. Una cresta baja se alzaba a la izquierda, silueteada contra la lejana claridad que rodeaba el «Arkeshti». Stark no se preocupó y permaneció unos instantes sobre la desnuda pendiente. Una pendiente acentuada, lo suficiente como para que el agua corriese por ella en la estación de las lluvias.

El zumbido de los motores cambió. Los cazas estaban en el aire.

—Aquí —dijo Stark, empujando a Ashton hacia un imperceptible hueco del terreno.

Arrancó puñados de hierbas y flores y cubrió a Ashton con ellos, lo bastante como para camuflar el aspecto de un cuerpo humano. A Ashton le dirigió tan sólo una palabra, un chasquido gutural que significaba inmovilidad. Acto seguido, se deslizó hasta la cresta.

Desde allí, vio una intensa actividad alrededor del navío. Hombres con linternas recorrían la landa, explorándola metódicamente. Otros se unieron a los primeros, buscando cuerpos muertos o heridos.

Por encima, los cuatro cazas encendieron las potentes luces de aterrizaje. Volaban en línea, precediendo a los hombres. Sus altavoces resonaban, como los anormales aullidos de alguna extraña especie de perros mecánicos que siguieran una pista tenazmente. Los rayos de los cañones láser golpeaban el suelo y las zarzas saltaban convertidas en polvo y llamas.

Apresuradamente, Stark abandonó la cresta. Encontró una hendidura en la pendiente. No habría sido capaz de albergar un conejo, pero se ocultó lo mejor que pudo y se quedó inmóvil entre la hierba y las flores.

El gruñido de los cazas llenó el cielo. Iban de un lado para otro, quemando lo que encontraban a su paso. Uno de los cazas planeó sobre el barranco, iluminándolo de blanco, pulverizando las sombras con los destellos del láser. El altavoz gritó el nombre de Stark. Después, se escuchó una risotada. Stark pensó que era la voz de Penkawr-Che; pero la distorsión metálica era tanta que no podía estar seguro. Uno tras otro, los zarzales que habían parecido tan buenos escondrijos fueron desapareciendo en medio de furiosas llamaradas.

Los incendios y las luces de aterrizaje iluminaban totalmente la pendiente, incluso sin el plateado brillo de la Reina. Inmóvil, Stark escuchó el sordo latido de su corazón. Esperaba que Ashton pudiera permanecer tan quieto como él y durante tanto tiempo. Los cazadores estaban al acecho de cualquier movimiento. Stark, a costa de la experiencia de toda una vida, sabía que buscaban dos cosas: el abrigo en que se cobijaba la presa o a la propia presa huyendo por terreno descubierto. Apenas se fijaban en ningún punto concreto: no se veían ni abrigos, ni movimientos, ni escondites... no había nada que ver. Por aquella razón Stark se quedó en terreno descubierto.

Pero el precio de la invisibilidad es la inmovilidad. En cuanto la presa se mueve, está condenada.

Una pareja de pájaros amarillos olvidó este axioma. Aterrorizados por el ruido y las llamas, corrieron en diagonal hacia la cresta. El altavoz chirrió y un rayo láser los redujo a cenizas. Una presa bien magra para un arma tan mortal.

El caza planeó, buscando. Ashton debió permanecer inmóvil, pues nada llamó su atención y el aparato se lanzó a incendiar nuevos zarzales.

Stark siguió sin moverse. La tierra acumulada sobre él se iba desplazando. Desconocidos animalillos se movían encima suyo. Algunos le picaron. Las flores de ojos oscuros, miraban en todas direcciones, quizá a causa de los movimientos del aire causado por los cazas. El aire olía a humo. El fuego se extendía a partir de las zarzas. El rayo que mató a los dos pájaros había prendido en los matorrales. Cerca, demasiado cerca, Stark escuchaba el crepitar de la hierba seca. Intentó evaluar el grado de sequedad, esperando que las llamas no se extendieran demasiado rápidamente. Los buscadores se alejaban, pero los cazas volverían. No podía moverse.

Alrededor de su cara, las flores bajaron el rostro hacia él. Por encima suyo, los ojos miraban las llamas. Y levantaban la vista al cielo. Naturalmente, no podían ver; pero poseían quizá otros sentidos. Emitían un ligero perfume que se fue haciendo más fuerte cuanto más lo olía, a pesar del humo. Sentía la sensación desagradable de que la hierba se pegaba a él como algo vivo, acariciante. Deseaba ardientemente ponerse de pie y escapar de aquella excesiva intimidad.

El humo pasó sobre él. Se olvidó de todo lo que le molestaba esforzándose en no toser. El crepitar estaba muy cerca. Oleadas de calor le golpearon la piel.

Los cazas habían sobrepasado con mucho el lugar que podría haber alcanzado la presa y dieron media vuelta. Regresaban lentamente, planeando sobre la landa destruida, asegurándose de que no habían olvidado ningún escondrijo donde pudiera camuflarse un hombre. Uno de ellos cruzó sobre la pendiente y sus faros brillaron directamente encima de Stark.

Contuvo el aliento y cerró los ojos, por temor a que su brillo le delatase. El humo se enrollaba sobre él, lo que resultaba útil. Pero sus pies sentían el ardor de la tierra. En pocos instantes, estaría rodeado por las llamas. La hierba y las flores también lo sabían, no lo dudaba. Tenían miedo. Luchó contra su propio pánico y lo dominó. Tras una eternidad, el caza sobrevoló la cresta y se encaminó hacia el «Arkeshti».

BOOK: Piratas de Skaith
8.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Dishonored Dead by Robert Swartwood
The Falling Detective by Christoffer Carlsson
Island in the Dawn by Averil Ives
Sudden Death by Nick Hale
Bone Walker: Book III of the Anasazi Mysteries by Kathleen O'Neal Gear, W. Michael Gear
The Oak and the Ram - 04 by Michael Moorcock