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Authors: Leigh Brackett

Piratas de Skaith (2 page)

BOOK: Piratas de Skaith
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El Decimotercer Heraldo avanzó.

—¿Qué navíos estelares? Los expulsé de Skeg en llamas. ¿Qué navíos estelares?

—Hay tres —explicó Llandric—. Uno el de Penkawr-Che; el extranjero que les prometió a Stark y a Pedrallon llevar nuestras delegaciones al Centro Galáctico, en Pax. Penkawr-Che nos ha traicionado. No ha ido a Pax. Ha vuelto a Skaith con los otros dos navíos y todos sus pasajeros.

Ferdias calmó el tumulto.

—¡Señores, por favor! ¡Dejadle seguir!

—Lo descubrí cuando me dijeron que había tres navíos orbitando Skaith. Inmediatamente fui a donde estaba el transmisor y me puse a la escucha. Penkawr-Che había transferido a tres de los pasajeros: a Pedrallon lo había alojado en una de las naves; a la dama Sanghalaine de Iubar y al llamado Morn en otra. Esta última nave debía aterrizar en Iubar, en el sur, y exigir un rescate por la dama. El otro navío debía dirigirse a Andapell, el país de Pedrallon. Como es príncipe, el rescate sería muy elevado. Penkawr-Che tenía que aterrizar en Tregad, y entregar sus Nobles a cambio del correspondiente rescate. Lo mismo haría en Irnan. Y lo hizo.

Reinó el silencio. El silencio de unos hombres que saborean una noticia inesperada y la saborean para asegurarse que es verdad.

El Decimotercer Heraldo habló con voz rara y seca.

—Has dicho Irnan.

—Sí.

—Stark estaba en Irnan. ¿Qué ha sido de él?

—Dilo —exigió Ferdias—. Stark les interesa mucho.

—Penkawr-Che exigió a Stark como parte del rescate. Stark sabe dónde se encuentra el tesoro, en alguna parte del norte, que anhela Penkawr-Che. El de Antares requería también el objeto volante que poseía Stark.

El Decimotercer Heraldo tendió la mano y agarró la túnica de Llandric por el cuello.

—¡Habla claro! Pedir no significa obtener. ¿Qué ha sido de Stark?

—Fue entregado. Es prisionero de Penkawr-Che.

—¡Prisionero!

Los Señores Protectores paladearon la palabra. El Señor Gorrel la repitió varias veces, dejándola deslizarse por las esqueléticas mandíbulas.

—Prisionero —dijo el Decimotercer Heraldo—, pero no muerto.

—La última conversación que pude captar entre los navíos fue la de anoche. Iubar pagó el rescate de Sanghalaine y Andapell el de Pedrallon. Hablaron de templos y otros lugares que quieren saquear. Penkawr-Che aterrizó en un lugar conocido por los otros capitanes. Empezará por expoliar las ciudades del tlun en las junglas, entre las tierras altas y el mar. Ha dicho que interrogaría a Stark y que esperaba obtener resultados muy pronto. Luego dijo que mataría a los dos terrícolas, aunque haya muy pocas oportunidades de que alguna vez puedan testimoniar contra los capitanes estelares.

Llandric sacudió la cabeza rabiosamente.

—Stark no cuenta. Esos capitanes fuera de la ley han venido para matar y robar a nuestro pueblo. Por eso he decidido ponerme en vuestras manos. Para que sepáis todo esto mientras quede tiempo. ¡Debe impedirse!

Casi gritaba.

—Sé dónde se encuentran —siguió—, y dónde quieren golpear. Ignoraban que les oía. No dije nada. Era inútil y temía que enviasen una de esas cosas volantes para destruir el transmisor. Pero los navíos han aterrizado, las cosas volantes se dedican al pillaje y... si actuáis rápidamente...

—Basta, Llandric —ordenó Ferdias—. Señores, ya sabéis cómo nos van las cosas y cómo se comporta Nuestra Madre Skaith con sus hijos. Stark está prisionero. Morirá junto con Ashton. Todos los peligros que nos amenazaban han sido barridos de un solo golpe, por la acción de un único hombre. ¿Negaremos a ese hombre la merecida recompensa?

Tan sonoras como las olas de la resaca, las voces se alzaron.

Llandric miró a Ferdias con la incredulidad pintada en el rostro.

—Tenía la impresión de que Pedrallon se había equivocado. Creí que entenderíais a dónde nos lleva vuestra política. Pero ahora no se trata de opiniones, sino de hechos. ¡Se trata de asesinatos! ¿Y aún así habláis de recompensa?

—Joven tonto —dijo Ferdias sin ira—. Han sido tus amigos los que han traído esta maldición. No nosotros. Nosotros no asumiremos vuestra culpabilidad. —Alzó las manos—. ¡Os lo ruego, Señores! Calmémonos para reflexionar.

Se volvió a la ventana, desde donde podía ver el Viejo Sol brillando sobre las cúpulas doradas y escuchar el tintineo de las campanas.

—Gracias a nosotros, nuestro mundo pudo sobrevivir al caos de la Migración y recuperar un orden nuevo y estable que ha durado siglos. Y durará mientras controlemos las fuerzas de la destrucción. Puesto que ya no es posible escapar con los navíos interestelares, esas fuerzas parecen controladas, pues los que querían huir no pueden escapar de sus responsabilidades. Pero, ¿podemos estar seguros de que la amenaza no se reproducirá? Como ya ha ocurrido, pueden llegar nuevos navíos estelares. Otros pueblos pueden verse tan tentados como Irnan.

Se detuvo. Los demás esperaron: sus seis colegas vestidos de blanco; los Doce, de rojo, con báculos de pomo dorado; el Decimotercer Heraldo de amargo rostro; y Llandric, entre sus guardianes.

—Quiero que esta lección quede tan bien aprendida que nadie la olvide jamás —continuó Ferdias—. Quiero que la palabra extranjero sea un anatema. Quiero que la gente de Skaith aprenda, con el miedo y el dolor, a odiar todo lo que venga del cielo. Quiero que nadie desee jamás ser gobernado por forasteros.

Miró las calles hormigueantes de la Ciudad Baja.

—Sufrirán algunos inocentes, y es muy triste. Pero será por el bien general. Señores, ¿estamos de acuerdo en que no perseguiremos a esos capitanes estelares?

Sólo Jal Bartha objetó algo.

—Sus pillajes no serán, quizá, ni tan graves ni tan extensos que susciten tal sentimiento en el pueblo.

—Los árboles más altos nacen de semillas muy pequeñas. Velaremos para que las noticias se difundan.

Ferdias se adelantó y se plantó ante Llandric.

—¿Lo entiendes ahora?

—Entiendo que he sacrificado mi vida en vano. —El joven rostro de Llandric asumió una extraña severidad. Había envejecido diez años—. ¡Ésa es vuestra bondad! ¡Abandonáis a vuestros hijos, a esos hijos que tanto decís amar, para que sean aniquilados en favor de vuestra política!

—Por eso mismo nunca serás un Señor Protector —replicó Ferdias—. No tienes visión de futuro. —Se encogió de hombros—. No morirán tantos y, además, ¿qué podríamos hacer contra las armas de esos extranjeros?

Cruelmente, Llandric replicó:

—Eres muy viejo, Ferdias, y tu visión de futuro pertenece al pasado. Cuando las hordas hambrientas te persigan, vengan del norte o del sur, cuando nadie pueda sobrevivir, recuerda quién cerró el camino del espacio.

Los guardias le hicieron salir.

Ferdias se volvió hacia el Decimotercer Heraldo.

—Un día triunfal, Gelmar, después de tanta adversidad. He querido que la compartieras.

Gelmar, Primer Heraldo de Skeg, le miró con una oscura llamarada brillando en sus ojos.

—Os lo agradezco, Señor. Haré ofrendas a todos los dioses para que Stark sea capturado. —Se calló y, con un furor salvaje, añadió—: Eso no cambia el hecho de que, cuando tenía que capturarle, fracasé.

—Todos hemos fracasado, Gelmar. Acuérdate que siguiendo mis órdenes trajeron a Simon Ashton a la Ciudadela. De no haberlo hecho, Stark nunca habría llegado a Skaith para rescatarle; no se habría cumplido la profecía de Irnan; no se habría desatado la rebelión; y la Ciudadela no estaría destruida. —Ferdias apoyó una mano en el brazo de Gelmar—. Ahora, todo ha terminado. Incluso esos últimos navíos no tardarán en partir. No ha pasado nada que no pueda ser borrado. Debemos pensar en la reconstrucción.

Gelmar asintió.

—Es cierto, mi Señor. Pero no quedaré satisfecho hasta que Stark haya muerto.

3

N´Chaka estaba en una jaula.

Los acantilados se alzaban a cada lado del estrecho valle. Sus picos negros atravesaban el cielo. El verde lugar en el que bullía el agua se hallaba muy cerca y él tenía la boca reseca; tanto que la lengua parecía una dura ramita.

Veía cuerpos oscuros sobre la verde hierba. La sangre roja se tornaba negra y árida. El anciano estaba muerto, con toda su tribu. El martilleo de la matanza retumbaba todavía en los oídos de N´Chaka.

Aulló de rabia y dolor, sacudiendo los barrotes de la jaula.

Alguien habló.

—N´Chaka.

Hombre sin Tribu. Su nombre. Creía tener otro. Pero su verdadero nombre era aquél.

—N´Chaka.

Voz de padre. No el padre anciano. Padre Simon.

N´Chaka, apretando los barrotes, se inmovilizó. Tenía los ojos abiertos; pero abiertos a unas tinieblas marcadas con terribles imágenes de luces cegadoras. El calor tórrido, cuerpos velludos, olor a sangre en al aire ardiente; belfos de odiosas sonrisas. Pensó: «Pero los míos no sonreían nunca».

—Eric —dijo la voz del padre—. Eric John Stark—. Mírame.

Lo intentó. No vio nada más que imágenes oscuras y brillantes.

—Eric. N´Chaka. Mírame.

Lentamente, al filo de las tinieblas, algo tomó forma y se acercó, hacia N´Chaka. O quizá él se arrojaba hacia ello con un desgarro frío que era sentido por todos sus nervios. Las tinieblas se disiparon como olas vencidas. Al otro lado de los barrotes se encontraba Simon Ashton.

N´Chaka se estremeció. Las imágenes se habían ido. Ya no veía el valle, ni la fuente, ni los cadáveres de su pueblo adoptivo. Los hombres de acerados bastones también se habían marchado; ya no le atormentaban. Pero los barrotes seguían allí.

—Libérame —dijo.

Simon Ashton sacudió la cabeza.

—No puedo, Eric. Lo hice una vez, pero ocurrió hace mucho tiempo. Te han drogado. Ten paciencia. Espera a que pase.

N´Chaka golpeó los barrotes durante un tiempo. Luego, se calmó. Poco a poco, vio que Simon Ashton estaba atado a una X metálica, suspendida por una cuerda de la rama de un alto árbol. Ashton estaba completamente desnudo. También el árbol; desnuda de hojas y corteza, la madera era tan blanca como si fuera de hueso. El extremo de la cuerda estaba enrollado alrededor del tronco.

Stark no comprendía, pero sabía que acabaría por hacerlo. La imagen de Ashton se movía lentamente a impulsos de la brisa; tanto miraba a Stark, como no.

Más allá del árbol se veía una zona despejada, una landa llena de escombros y, en algunos puntos, árboles sin corteza de troncos esqueléticos. También se divisaba una hierba canija, constelada de florecillas. Las flores eran blancas, con corazones redondos y oscuros. Parecían ojos. Innumerables millares de ojos que acechaban desde todas partes movidos por la brisa.

Era tarde. El Viejo Sol se alzaba apenas por el oeste y las sombras eran muy largas.

Stark se volvió, mirando al otro lado.

Sobre la llanura, un alto cilindro taladraba el cielo. Stark conocía aquel navío.

El «Arkeshti».

Penkawr-Che.

El último velo de la droga se abatió en la mente de Stark.

El «Arkeshti» había llegado a Irnan. ¡Qué deprisa había caído el rayo del cielo! Durante un momento, todo fue bien. Al instante siguiente, en medio de una tormenta de truenos, fuego y polvo, el «Arkeshti» aterrizó y se conoció la traición de Penkawr-Che en su totalidad.

De buena gana, Stark se habría quedado en Irnan para contribuir a la defensa de la ciudad contra cualquier amenaza de los Heraldos, esperando la llegada de los delegados de la Unión Galáctica. Sin embargo, frente al «Arkeshti» y sus tres cazas armados, Stark se sintió impotente. Su propio caza planetario, obtenido de Penkawr-Che cuando aún eran aliados y se dirigían a ayudar a Irnan, era semejante a los otros tres. Contaban con un cañón láser, un arma poderosa comparada con las armas primitivas de un planeta que no poseía ninguna tecnología avanzada, pero impotente contra adversarios semejantes. El blindaje del «Arkeshti» resistiría el láser como resistía el polvo estelar. Y Stark no podía esperar derribar a tres pilotos avezados antes de ser derribado él mismo.

Aunque lo hubiese podido intentar, tenía que pensar en los rehenes.

Ashton, Jerann y el Consejo de Irnan. Dos Fallarins aliados de Alderyk, que querían viajar a Pax como observadores. Todos estaban en manos de Penkawr-Che.

Sólo la radio del caza de Stark sirvió para intercambiar mensajes entre el navío y el Consejo Interino de Irnan. La mayor parte del tiempo, los rehenes permanecieron al aire libre, a la vista de la ciudad, y bajo amenaza de muerte. Para obtener la cooperación de Stark, Ashton se encontraba entre ellos. Penkawr-Che había descubierto el afecto que le ligaba con Stark.

Irnan pagó. Y Stark era parte del rescate exigido.

Hizo lo imposible para obtener la liberación de Ashton. En vano. La desesperación y el salvaje furor de Irnan no le fueron de ninguna ayuda.

Pero no culpaba a los irnanianos. Habían soportado los meses de asedio de las tropas mercenarias de los Heraldos. Habían soportado el hambre, la peste y la destrucción de su fértil valle. Habían soportado todo aquello porque tenían esperanza... la esperanza de que todos los sufrimientos les conducirían a una vida mejor en un nuevo mundo liberado del oprimente yugo de los Heraldos y de la carga de sus hordas Errantes, más numerosas con cada nueva generación. Pero aquella esperanza había desaparecido, destruida en pocos instantes por la traición de un hombre que no era de su mundo. La esperanza había muerto para aquella generación. Quizá no renaciera nunca más.

Meglin, jefe del Consejo Interino en ausencia de Jerann, miró a Stark fríamente y le dijo:

—Los Heraldos volverán, y con ellos los Errantes. Y seremos castigados. Fuese o no un crimen, nos comportamos como unos estúpidos al confiar en hombres de otro mundo y en costumbres que no conocíamos. Ya no los queremos aquí. —Señaló al navío—. Esa gente es la tuya. Vete.

Obedeció. No podía hacer otra cosa. Penkawr-Che le hizo saber sin lugar a dudas lo que pasaría si intentaba escapar. Puesto que no se trataba sólo de Ashton, sino de sus Nobles, los irnanianos se ocuparon de que no pudiese huir.

Avanzó él solo hasta el navío estelar. Los Perros del Norte no le eran de ninguna ayuda. Sus compañeros, tampoco. Dejó a sus espaldas a cuantos le habían acompañado desde el sur para levantar el asedio de Irnan: Tuchvar, el aprendiz gris, con los perros; los Hombres Encapuchados de los desiertos septentrionales; los Fallarins de alas y oscuro pelaje, hermanos de los vientos, que se habían despojado de sus collarines y cinturones de oro para pagar el rescate de los suyos.

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