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Authors: Leigh Brackett

Piratas de Skaith (3 page)

BOOK: Piratas de Skaith
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Dejaba Irnan a sus espaldas como quien deja atrás el cuerpo de alguien que tuvo una enorme importancia en su vida y acaba de morir.

Dejaba también a Gerrith, la Mujer Sabia, que era una parte de sí mismo. Habían tenido muy poco tiempo para hablar.

—No debes estar aquí cuando lleguen los Heraldos —dijo Stark. Aquello era en lo que más pensaba—. Te matarán como mataron a tu madre.

Halk, el gran guerrero que había luchado a su lado por medio planeta, le explicó cruelmente:

—Todos encontraremos un refugio seguro, Hombre Oscuro. No te preocupes por nosotros. Inquiétate por tu propia suerte. Conoces a los tuyos mejor que yo. A mí me parece, de todos modos, que Penkawr-Che no te tiene mucho aprecio.

Una sola vez, Gerrith le desanimó.

—Lo siento, Stark. No lo había previsto. Si hubiera podido advertirte...

—No habría diferencia —replicó Stark—. Tiene a Ashton.

Y se dejaron, sin un momento de intimidad para decirse adiós.

Stark pasó ante los Nobles rehenes que le miraron con un odio helado y sorprendido. No porque hubiera cometido ninguna falta, sino porque en él habían fundado sus esperanzas: el Hombre Oscuro de la profecía que les conduciría a la libertad. Sólo le habló el viejo Jerann.

—Tomamos juntos este camino —dijo—. A los dos nos ha conducido a la desgracia.

Stark no respondió. Se adelantó hasta el lugar en que se encontraba Ashton, rodeado por guardianes. Entraron juntos al navío.

Aquello había pasado... ¿cuándo? No conseguía acordarse.

Una vez más, miró a Ashton, colgando del entramado metálico.

—¿Cuándo?

—Fuiste apresado ayer.

—¿Dónde estamos? ¿Lejos de Irnan?

—Muy lejos. Al oeste y al sur. Muy lejos para pensar en volver, aunque estuvieras libre. Todos tus amigos habrán abandonado Irnan antes de que vuelva a alzarse el sol.

—Sí —respondió Stark.

Se preguntó si tendría ocasión de matar a Penkawr-Che.

La jaula no era lo bastante alta como para permitirle estar en pie. La recorrió a cuatro patas. Estaba tan desnudo como Ashton. No encontró nada que pudiera servirle de arma, ni siquiera un guijarro.

La jaula no tenía puerta. Le habían encerrado allí mientras aún estaba drogado y los barrotes fueron soldados sobre la marcha. Comprobó la resistencia de los barrotes uno por uno; parecían lo bastante sólidos como para resistir cualquier intento de romperlos.

Dominó un acceso de claustrofobia y se dirigió de nuevo a Ashton.

—Recuerdo que Penkawr-Che me interrogaba y recuerdo unos pinchazos. ¿Le dije lo que quería saber?

—Se lo dijiste. Pero hablabas en tu idioma natal. Me hizo traducirlo; pero los aborígenes peludos no tenían palabras para expresar las cosas que él deseaba saber. Decidió que drogarte era perder el tiempo.

—Entendido —respondió Stark—. Te va a usar a ti. ¿Te ha hecho sufrir?

—Todavía no.

Llegaron dos cazas con los motores revolucionados al límite. Aterrizaron junto al navío, junto a los otros dos, que debían haber llegado antes. De ellos salieron unos hombres y descargaron unos fardos cilíndricos embalados en tela de saco: tlun, una droga que actuaba sobre la mente y que se podía vender a precio de oro en los mercados extranjeros.

—Han empezado a expoliar la jungla —explicó Ashton—. Parece que el día ha sido bueno.

Stark pensaba en otra cosa.

—Por lo menos, tenemos una oportunidad.

La X metálica de Ashton giraba al extremo de la cuerda.

—De todos modos, no creo que nos deje con vida. Si por algún azar completamente increíble, uno de nosotros volviera a la civilización, significaría el fin de Penkawr-Che.

—Lo sé —replicó Stark—. No he hablado por amor hacia los Hijos de Nuestra Madre Skaith.

Probó de nuevo los barrotes.

Apareció un pájaro amarillo que cruzaba la ruda hierba. Las flores como ojos lo observaban. Se detuvo bajo el árbol del que colgaba Ashton y alzó los ojos, moviendo la cabeza para seguir el movimiento del cuadro. Era un pájaro de unos sesenta centímetros de alto, de patas muy fuertes. Parecía que no podía volar. Empezó a trepar por el árbol. Hundía las garras en la madera muerta con un claro chasquido.

Los dos hombres le siguieron con la mirada. El pájaro trepó hasta la rama de la que colgaba Ashton. Avanzó por ella hasta ponerse encima de su cabeza y le observó fijamente. Tenía el pico negro, liso, brillante, curvado y como de acero.

Echando la cabeza hacia atrás, Ashton miró al pájaro atentamente. El ave lanzó un alegre pitido y saltó de la rama.

Stark y Ashton gritaron al unísono. Ashton efectuó un movimiento convulso. El cuadro giró. El ave intentó alcanzar a Ashton, falló, siguió cayendo, agitando las alas y gritando seca y furiosamente. Cayó al suelo con pesadez y se sentó.

Ashton miró los rasguños rojos que dejaron las garras. Stark se concentró en uno de los barrotes, intentando soltarlo.

El pájaro se levantó, se alisó las plumas y volvió a trepar al árbol.

Alguien le arrojó una piedra. El animal lanzó un grito seco y saltó a la hierba, alejándose a sorprendente velocidad.

Penkawr-Che se adelantó y se plantó, sonriendo, entre Ashton y la jaula.

4

El de Antares era alto. Se movía con la seguridad felina de un león. Su piel poseía un tono dorado claro y recubría una osamenta alta y fuerte. Sus ojos eran de un color oro más oscuro y de pupilas alargadas. Tenía cabellos de rizo apretado que parecían formar un casco sobre su cráneo. Llevaba una túnica muy hermosa de un tejido sedoso, de color gris humo, sobre un pantalón negro y estrecho. En la mano derecha portaba un látigo de cuero largo y delgado. En la punta del látigo tintineaban varios objetos metálicos, semejantes a colas de escorpiones.

—A pesar de su inquietante apariencia —explicó Penkawr-Che—, esta tierra cuenta con pobladores. La tenacidad de la vida siempre resulta sorprendente. Uno se pregunta cómo... ¿De qué puede vivir el pájaro amarillo, y olvidémonos de una presa accidental como Ashton? ¿Por qué, además, vivir en un entorno como éste? No puedo decirlo. Sin duda, volverá junto con la hembra. Mientras le esperamos, vosotros tendréis otras cosas en que ocuparos.

Miró a Stark, luego a Ashton y, por último, de nuevo a Stark.

—Esta vez, responderás a mis preguntas, a menos que, por alguna razón, te veas más ligado a los Hijos de Skaith, que intentaron matarte, que a este hombre, tu padre adoptivo.

Casi sin mirarle, golpeó a Ashton con los escorpiones del látigo. Se escuchó un grito agudo que fue reprimido.

—Las drogas han conseguido que Ashton sea más explícito que tú. Ya me ha dicho cómo puedo encontrar las Llamas Brujas, pues él mismo tuvo ocasión de verlas cuando estuvo prisionero en el norte. Pero nunca penetró en la Morada de la Madre y no ha podido hacer otra cosa que repetir lo que tú mismo le dijiste. ¿Es verdad que el enorme laberinto de cavernas que se extiende bajo las Llamas Brujas guarda un tesoro perteneciente al pasado de este planeta?

—Es verdad —respondió Stark—. Los Hijos tienen pasión por la Historia. Esa pasión les ha debido impedir volverse completamente locos después de renunciar al mundo exterior.

Miró fijamente a Penkawr-Che a través de los barrotes y luego volvió la vista al ensangrentado cuerpo de Ashton, colgado del árbol.

—Podrías llenar las calas de seis navíos con lo que hay en las cavernas. Y cada objeto valdría una fortuna para cualquier coleccionista.

—Eso pensaba —continuó Penkawr-Che—. Descríbeme la entrada de las cavernas a partir del paso de las Llamas Brujas y las defensas que las guardan. Descríbeme la Puerta del Norte, por la que escapaste. Dime cuántos hombres de Kell de Marg, Hija de Skaith, pueden oponerme sus armas y su valor de guerreros.

—Dar algo a cambio de nada, no es un trato, Penkawr-Che. Y, además, difícilmente puedo hablar metido en esta jaula.

Volvió a restallar el látigo.

—¿Quieres torturar a Ashton o que te dé la información? —preguntó Stark.

Penkawr-Che reflexionó, dejando que la cinta del látigo le acariciase los dedos.

—Supongamos que te dejo salir de jaula. ¿Y luego?

—Que sueltas a Ashton.

—¿Y luego?

—Primero, eso. Luego, ya veremos.

Penkawr-Che se rió. Dio una palmada. Del pequeño campamento montado durante la noche alrededor del navío emergieron cuatro hombres. A una orden de Penkawr-Che, soltaron la cuerda y bajaron a Ashton. Le desataron y le ayudaron a ponerse en pie.

—Ya esta cumplida la primera mitad de lo que pedías —recordó Penkawr-Che.

Los cuatro hombres llevaban aturdidores en el cinturón. Dos de ellos, además, portaban al hombro armas de largo alcance.

El Viejo Sol se deslizó con cansancio por el horizonte. Cubriendo la landa, las sombras se congregaron.

Stark se encogió de hombros.

—La Puerta del Norte da a la Llanura del Corazón del Mundo. Inmediatamente después, una vez en el interior, hay una sala de guardia. Más allá, un corredor protegido por planchas de piedra que pueden abatirse para formar barricadas. La propia puerta es una plancha más. Podrías mirar fijamente las Llamas Brujas durante un siglo sin descubrir jamás su secreto. —Le dirigió una sonrisa a Penkawr-Che—. Eso es un tercio de lo que querías.

—Continúa —exigió Penkawr-Che.

—No mientras siga en la jaula.

El látigo silbó. Los ojos de Ashton se llenaron de lágrimas, pero no gritó.

—Despelléjale si quieres. Mientras permanezca en la jaula, no diré una palabra.

Con una voz clara y controlada, Ashton dijo:

—Si le haces ir demasiado lejos, Penkawr-Che, no conseguirás nada. Vuelve con gran facilidad al estado salvaje.

Penkawr-Che examinó a Stark. Veía en él a un hombre alto, moreno, fuerte, mostrando las cicatrices de muchos combates. Un mercenario que se había pasado la vida en medio de las pequeñas guerras de los diminutos pueblos de los mundos lejanos. Un hombre peligroso. Penkawr-Che lo sabía y lo entendía. Pero sus ojos tan claros resultaban desconcertantes. En ellos había una cierta llamarada; algo inocente y mortal. Ojos de animal salvaje, muy difíciles de ver en un rostro humano.

Ashton añadió:

—No soporta estar enjaulado.

Penkawr-Che se dirigió a uno de sus hombres, que se marchó y volvió con un cincel. Arrancando un barrote, dejó espacio para que Stark pudiera salir de la jaula, pero no con facilidad. Mientras se deslizaba, los hombres le vigilaron estrechamente, empuñando los aturdidores.

—Bien —prosiguió Penkawr-Che—. Ya estás libre.

Stark respiró profundamente y se estiró un poco, como un animal. Se plantó erguido junto a la jaula.

—En el paso de las Llamas Brujas, justo debajo de la cresta, hay una formación rocosa a la que llaman el Hombre Tendido. Bajo él, hay una entrada a las cavernas. Se trata de una plancha de piedra pivotante. En su interior se encuentra una caverna inmensa. Los Harsenyi acuden hasta allí para comerciar con los Hijos. Una segunda puerta conduce a la Morada de la Madre. Más allá de esta puerta se extiende un largo corredor protegido por barreras como las de la Puerta del Norte. Pero en éste hay muchas más, y son más poderosas. Ningún invasor ha conseguido franquear esas defensas.

—Tengo explosivos.

—De nada valen: todo se derrumbará. La vía quedará bloqueada.

—No te regocijes tanto —le pidió Penkawr-Che—. ¿Y los defensores?

—Los dos sexos llevan armas. —Stark no estaba seguro, pero no importaba demasiado—. Por lo menos, son cuatro mil; quizá, cinco o seis mil. No puedo decírtelo. Pasé allí poco tiempo y casi siempre perdido, vagando por la más completa oscuridad. Una gran parte de la Morada de la Madre está deshabitada y, manifiestamente, hay menos Hijos que cuando fue construida. Pero todavía quedan muchos. No tienen armas modernas; pero combaten muy bien con las que tienen. —Aquello, lo sabía a ciencia cierta, era falso—. Lo que es más importante es que contarán con la ventaja del terreno. Tendrás que tomar las salas una por una y nunca conseguirás llegar al final.

—Tengo láseres.

—Los Hijos se ocultarán. La Morada es un laberinto. Aunque consigas penetrar en ella, los Hijos te rodearán, te atacarán por todas partes sin dejarse ver y abatirán a los tuyos uno por uno. No tendrás hombres suficientes.

Frunciendo el ceño, Penkawr-Che se pasó la correa del látigo entre los dedos.

Un crepúsculo rojizo se extendió por la landa. En el campamento, encendieron hogueras.

Súbitamente, Penkawr-Che golpeó el hombro de Stark. Corrió la sangre.

—Tus informes carecen de valor. Los dos hemos perdido el tiempo.

Impaciente, se volvió para hablar con sus hombres.

—Espera —le pidió Stark.

Con los ojos convertidos en dos rendijas, Penkawr-Che preguntó:

—¿Esperar qué?

—Conozco una entrada a la Morada de Nuestra Madre Skaith que incluso sus Hijos han olvidado.

—¡Ah! —exclamó Penkawr-Che—. ¿La encontraste durante la breve visita en que te dedicaste a vagar por la oscuridad?

—En medio de las tinieblas, vi la luz. Te venderé ese dato.

—¿A qué precio?

—La libertad.

El rostro de Penkawr-Che era una máscara oscura, desdibujada. Antes de asentir hizo ademán de pensar durante unos segundos, como para no dar la impresión de estar muy interesado.

—Muerto, no vales nada. Si la información me satisface, os llevaré a Ashton y a ti a donde queráis, en Skaith, naturalmente, y os soltaré.

—No —rechazó Stark—. Nos soltarás aquí y ahora.

—Se hará como yo digo.

—No se hará como tú dices, sino como yo quiero, o no tendrás nada. Piénsalo, Penkawr-Che. ¡Todas esas cavernas llenas de tesoros sin esfuerzo! Ninguna barrena, ni un solo defensor. Si quieres soltarnos, ¿qué más te da dónde o cuándo?

—La landa es un lugar muy poco hospitalario.

Stark sonrió.

—Bien —dijo Penkawr-Che con impaciencia—. Si quedo convencido, os podréis marchar aquí y ahora mismo.

—Quiero ropa, armas y algo que me permita curar las heridas de Ashton.

Penkawr-Che frunció nuevamente el ceño, pero se dirigió a uno de sus hombres, que se alejó a la carrera.

El hombre no tardó en volver con una linterna que puso encima de una cala. Stark la bendijo silenciosamente, pero procuró no mirarla. La landa estaba completamente oscura. Seguiría así hasta que la primera de las Tres Reinas se alzase en el cielo, quizá en treinta minutos.

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