Read Por un puñado de hechizos Online

Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Por un puñado de hechizos (9 page)

BOOK: Por un puñado de hechizos
12.73Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Con muchos nervios, hice de tripas corazón y me quedé mirando el muro del callejón, antes de apoyarme en él para tener un aspecto más natural.

—¿Qué? ¿Le está poniendo los cuernos a su marido o qué?

—No —respondió Jenks, concentrado en seguir mirando a través del cristal—. Va al gimnasio para ponerse en forma y sorprenderle por su vigesimoquinto aniversario. No se la merece, ese cabronazo desconfiado.

Dio un salto repentino, y reculó un metro y medio, hasta casi golpear la pared de enfrente.

—¡Tú! —exclamó, derramando polvo por todas partes, como si fueran rayos de sol—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?

Me separé del muro y me acerqué a él.

—Jenks…

Cayó como una piedra, y se quedó flotando ante mí; me apuntaba con el dedo mientras todo el polvo que había soltado en las alturas llovía sobre nosotros. La furia dominaba sus diminutos rasgos, y le otorgaba un aspecto duro, amenazador.

—¡Te lo ha contado! —chilló, con la mandíbula apretada, la cara muy roja bajo su pelo corto y rubio.

—Jenks, está preocupada… —Reculé un paso, un poco asustada.

—¡Idos las dos al infierno! —maldijo—. Me largo de aquí…

Se dio la vuelta, con las alas convertidas en un borrón de color rojo. Yo me conecté con una línea. La energía fluyó y se equilibró en el mismo tiempo que tarda una pompa en desaparecer.


Rhombus
—invoqué, imaginando un círculo. Apareció de la nada una capa dorada, tan gruesa que casi ni nos permitía ver los muros del callejón que nos rodeaba. Me tambaleé, un poco desequilibrada porque no me había permitido el tiempo necesario para dibujar un círculo en el aire.

Jenks se detuvo de golpe, a tan solo un par de centímetros del círculo.

—¡Maldita bruja estúpida! —gruñó, mientras parecía buscar algún insulto peor—. Déjame salir. Te destrozaré el coche. ¡Dejaré huevos de babosa en tus zapatillas! Te… Te…

Con los brazos en jarras, me enfrenté a él.

—Sí, harás todas esas cosas, pero primero me vas a escuchar. —Abrió los ojos como platos, y yo me incliné hacia él hasta que tuvo que recular un poco—. ¿Qué es lo que te pasa, Jenks? ¡Todo esto no puede ser consecuencia de que no te haya contado lo que es Trent!

El rostro de Jenks perdió todo rastro de sorpresa. Sus ojos se fijaron en las vendas y las heridas del cuello, y después descendieron hasta el amuleto contra el dolor. Sus ojos volvieron a estrecharse, seguramente usando toda su fuerza de voluntad, aunque en ellos ardía todavía una rabia antigua.

—Es cierto —respondió, flotando a un centímetro de mi nariz—. ¡Es porque me mentiste! ¡Es porque no confiaste en que yo pudiese guardar esa información! ¡Es porque te measte en nuestra amistad!

Por fin
, pensé.
Por fin
. Apreté los dientes; estaba casi bizqueando, para poder seguir viéndolo aunque estuviera tan cerca.

—¡Por Dios! Si te digo lo que es, ¿te calmarás?

—¡Cállate! —me espetó—. Ya no me importa, y no necesito tu ayuda. Rompe el círculo y deja que me aleje de ti de una vez, o te meteré algo en donde no debería haber nada.

—Eres un gilipollas —exclamé, ya caliente—. ¡De acuerdo! —Enfurecida, hundí un pie en el círculo. Contuve el aliento cuando la energía del hechizo volvió a entrar en mi interior. Ante el callejón, la gente que pasaba nos lanzó unas miradas curiosas—. ¡Huye! —le grité, con grandes aspavientos, sin importarme lo que los viandantes pensasen de mí—. Vete ya, maldita bola de telarañas. Llevo cinco meses intentando disculparme, pero estás tan preocupado por tus malditos sentimientos que no quieres escuchar. Me parece que te gusta mucho estar enfadado. Creo que con tu diminuta mentalidad de pixie te sientes más seguro así. Me parece que te encanta dar la imagen de «pobrecito pixie al que nadie toma en serio», y que tú mismo la alimentas. ¡Y cuando confío en ti, lo primero que haces es asustarte y huir para no tener que ser consecuente con tus propias ideas! —Jenks se había quedado con la boca abierta y perdía altura poco a poco. Al verlo hundirse, me acerqué un poco; tal vez por fin lo había ablandado.

—Venga, vete —continué; sentía que las piernas me habían comenzado a temblar—. Quédate escondido en tu pequeño sótano maloliente, pero Matalina y los niños volverán al jardín. Te puedes meter una cereza por el culo y hacer mermelada con ella, no me importa, pero a ellos los necesito. No puedo mantener mis dientes de león a salvo de esas malditas hadas, y necesito mi jardín tanto como necesito refuerzos durante una misión en una noche de luna llena. Tus quejas, tus gemidos, no significan ya nada para mí porque he intentado disculparme y lo único que has hecho es cagarte en mí. ¡Pues ya no voy a disculparme más!

Él seguía en el aire, con las alas cambiando hasta un tono más suave de rojo. Parecía no saber qué hacer con las manos, ya que las alzó hasta la cinta de la cabeza y luego las bajó hasta la espada.

—Encontraré a Jax y a Nick —añadí, a medida que sentía que la rabia disminuía. Ya había dicho todo lo que quería, y solo me quedaba escuchar lo que él pensaba—. ¿Vendrás conmigo o no?

—Mi viaje al norte no te incumbe en absoluto —respondió secamente Jenks, alzándose de nuevo en el aire.

—Y una mierda que no me incumbe —le atajé yo, mientras oía como la primera gota de lluvia golpeaba el contenedor de basuras que teníamos al lado—. Tal vez Jax sea tu hijo, pero quien lo ha metido en problemas es mi ex novio. Te mintió a ti. Me mintió a mí. Voy a ir hasta allá arriba para darle de patadas a Nick desde aquí hasta siempre jamás. —Incluso yo notaba mi tono huraño, y Jenks me dedicó una sonrisa maliciosa.

—Ándate con cuidado —se regodeó—. Alguien puede llegar a pensar que todavía lo quieres.

—No lo quiero —respondí. Me estaba empezando a entrar dolor de cabeza—. Pero tiene problemas, y no voy a permitir que sea quien sea el que se los cause lo mate.

El rostro de Jenks volvió a adquirir un aspecto amargo, insolente; se alejó para posarse sobre un madero que salía de un cubo.

—Venga ya —me dijo sarcásticamente, con los brazos en jarras—. ¿Cuál es el verdadero motivo de tu viaje?

—Ya te lo he dicho —respondí. Escondí la mano herida al darme cuenta de que me la estaba mirando.

—Bla, bla, bla. —Se burló de mí, moviendo rítmicamente la cabeza arriba y abajo, haciendo un gesto con la mano como si indicase que podía seguir hablando, que no me creería—. Ya sé por qué vas, pero quiero oírtelo decir.

Solté un bufido; no me lo podía creer.

—¡Sí, es porque estoy completamente furiosa con él! —acepté por fin, bajo la lluvia que ahora ya caía de forma regular. Si teníamos que continuar hablando mucho más, acabaríamos empapados—. Me dijo que volvería… ¡y lo hizo! Volvió para vaciar su piso y volverse a largar. Ni se despidió; ni vino a decir «Nena, ha estado bien, pero me tengo que ir». Tengo que decirle a la cara que la ha cagado conmigo, que ya no lo amo…

Las diminutas cejas de Jenks se arquearon. Ojalá fuese mayor; le borraría aquella sonrisa de la cara.

—Esto es una especie de ritual de cierre de esos que tenéis las mujeres, ¿no? —comentó. Lo miré con aire despectivo al oírle.

—Mira, voy a ir a buscar a Jax y sacaré el maldito culo de Nick de cualquier problema en el que se encuentre. ¿Vasa acompañarme o te vas a quedar perdiendo el tiempo resolviendo casos sórdidos como este, para poder comprarte un billete de avión con el que lo único que conseguirás es estar tres días ingresado en un hospital? —Me detuve, pensando que tenía la posibilidad de apelara su amor por su esposa sin miedo de que escapase—. Matalina está asustada, Jenks. Tiene miedo de que, si vas solo, no vuelvas.

Las emociones abandonaron su rostro. Durante un segundo, creí que había ido demasiado lejos.

—Puedo hacerlo solo —me respondió de nuevo, furioso—. No necesito tu ayuda. Pensé en la poca comida que podría conseguir, en las frías zonas de la aurora boreal. En Michigan, en mayo todavía podía nevar. Y Jenks lo sabía.

—Seguro que no la necesitas —repliqué yo. Crucé los brazos en el pecho, mirándolo—. Del mismo modo que yo habría podido sobrevivir a las hadas asesinas del año pasado sin tu ayuda.

Frunció la boca. Cogió aliento para decirme algo. Alzó las manos, señalándome con un dedo. Abrí mucho los ojos, burlona. Poco a poco, todavía posado sobre el madero, volvió a bajar las manos, y sus alas cayeron a ambos lados de su cuerpo.

—¿Vas a ir?

Intenté disimular mi necesidad de demostrarle mi entusiasmo.

—Sí —respondí—, pero para tener alguna posibilidad, necesito a un especialista en traspaso de sistemas de seguridad, en reconocimiento… Alguien en quien pueda confiar para que me guarde las espaldas. Ivy no puede venir conmigo; no puede salir de Cincinnati.

Las alas de Jenks volvieron a ponerse en movimiento con un zumbido, pero enseguida se detuvieron.

—Rachel, me hiciste mucho daño.

Sentí una gran congoja en el pecho a causa de la culpa.

—Lo sé —susurré—. Y lo siento. No me merezco tu ayuda, pero te la estoy pidiendo. —Alcé la cabeza, para suplicarle con la mirada. Su rostro, por primera vez, reflejaba todo el dolor que yo le había infligido. Verlo me rompía el corazón.

—Lo pensaré —balbució, y volvió a ascender por el aire. Di un paso hacia él, vacilante.

—Me iré mañana a mediodía.

Entre el castañeteo de sus alas, Jenks voló hacia mí. Estuve a punto de alzar una mano para que se posase en ella, pero si lo rechazaba me sentiría demasiado herida.

—Supongo que para una bruja eso es una hora temprana —remarcó. El agudo zumbido de sus alas fue aumentando hasta que me empezaron a doler las órbitas de los ojos—. De acuerdo, iré contigo al norte… pero no volveré a la agencia. Es solo un trato circunstancial.

Se me cerró la garganta, y me tragué con mucho esfuerzo el nudo que se me había formado. Volvería. Él lo sabía tan bien como yo. Me moría de ganas de gritar «¡Sí!» con entusiasmo, quería dar saltos de alegría para que la gente que pasaba se me quedase mirando, pero lo único que hice fue dedicarle una leve sonrisa.

—De acuerdo —acepté, tan aliviada que estuve a punto de ponerme a llorar. Parpadeé varias veces, y lo seguí hasta la entrada del callejón. Aunque en otras ocasiones Jenks se hubiese metido bajo mi gorra para protegerse de la lluvia, aún era pedir demasiado en aquellas circunstancias.

—¿Puedes reunirte conmigo en la iglesia, después de la medianoche? —le pedí—. Tengo que preparar algunos hechizos antes de partir.

Salimos del callejón juntos. En aquella penumbra, me sentía igual que si estuviésemos surgiendo de un agujero negro. Nos andábamos con pies de plomo, porque aunque los movimientos nos eran familiares, las sensibilidades estaban a flor de piel.

—Allí estaré —respondió Jenks aprensivo, mirando la lluvia.

—Bien, bien. —Escuchaba el sonido de mis botas en la acera. La vibración de cada paso me recorría toda la columna—. ¿Todavía tienes el teléfono, el que iba a juego con el que me regalaste? —Noté la duda en mi voz. ¿La habría sentido también Jenks? Yo me había quedado el teléfono que me había dado durante el solsticio. Por Dios, si casi lo había colocado en un altar.

Abrí el paraguas de Ivy y Jenks corrió a resguardarse bajo él. Cinco meses atrás se habría sentado en mi hombro; de todos modos, ese pequeño gesto de confianza me sorprendió.

—David lo trajo —contestó secamente, manteniéndose en uno de los extremos.

—Bien —repetí yo, sintiéndome estúpida—. ¿Podrás traerlo?

—Es un poco grande para podérmelo meter en el bolsillo, pero me las apañaré. —Hablaba con un tono sarcástico, amargo, pero cada vez se parecía más al Jenks que yo conocía.

Lo miré; estaba dejando tras de sí una débil estela de chispas plateadas. Mi coche estaba aparcado delante de nosotros. ¿Se sentiría ofendido si me ofrecía a llevarle a casa?

—¿Maldita bola de telarañas? —dijo Jenks mientras yo abría la puerta y él se lanzaba al interior como una exhalación.

Tragué saliva con dificultad. Eché un vistazo a la acera, a la gente que corría en busca de algún sitio cubierto porque las nubes se estaban abriendo y estaba diluviando. Había vuelto. Había conseguido que volviese. No era una situación perfecta, pero era un principio. Con la respiración entrecortada, cerré el paraguas y me metí en el coche.

—Dame un respiro —le respondí mientras ponía en marcha el coche y la calefacción, para calentarlo un poco—. Andaba mal de tiempo.

4.

Mantuve la camiseta negra de punto a la altura de mis ojos, valorándola. Al final no me decidí por ella, la volvía doblar y la metí en el tercer cajón. Sí, me quedaba bien, pero se trataba de una misión de rescate, no del baile de primavera. Me decidí por la camisa de algodón de color melocotón, y la coloqué encima de los téjanos que ya había guardado en la maleta que mi madre me había regalado cuando me gradué. Ella siempre insistía en que no se trataba de una indirecta, pero sigo teniendo mis dudas.

Abrí el cajón superior y me hice con calcetines y braguitas suficientes para una semana. La iglesia estaba vacía; Ivy había ido a buscar a Jenks ya su familia. La lluvia tamborileaba rítmicamente sobre el cristal de la ventana que mantenía abierta con un lápiz. El alféizar se estaba mojando, pero la lluvia no entraba por la ventana. Oí croar un sapo en el oscuro jardín. Sonaba adecuado al mezclarse con el
jazz
suave que llegaba desde la sala de estar.

Al fondo de mi armario encontré el jersey rojo de cuello alto que había guardado la semana pasada. Le quité la percha, lo doblé con cuidado y lo coloqué al lado del resto de ropa. Añadí un par de pantalones cortos de deporte, y mi camiseta negra favorita, la que tenía impresa la palabra «
Staff
» en el pecho. La había conseguido el pasado invierno, cuando trabajé en un concierto de Takata. En Michigan la temperatura podía llegar a los treinta y cinco grados, o bajar de repente hasta rozar los cero grados. Suspiré, alegre. Lluvia de medianoche, un sapo croando,
jazz
, Jenks volvía a casa. Era difícil que la situación mejorase.

Alcé la cabeza cuando oí el crujido de la puerta principal.

—Hola, soy yo —oí decir a la voz de Kisten. Bueno, pues había mejorado.

—¡Estoy aquí dentro! —le respondía voz en grito. Di un par de pasos hacia el pasillo, y me apoyé con la mano en el marco de la puerta mientras me inclinaba para sacar la cabeza. Las luces del santuario estaban apagadas, lo que remarcaba su silueta alta, misteriosa y atractiva mientras él sacudía el agua de su impermeable.

BOOK: Por un puñado de hechizos
12.73Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Silent Mercy by Linda Fairstein
The Persimmon Tree by Bryce Courtenay
The Last Twilight by Marjorie M. Liu
FOREVER MINE by LEE, MICHELLE
Metal Angel by Nancy Springer
Vanished Without A Trace by Nava Dijkstra
Prodigal Blues by Braunbeck, Gary A.
Confessions of a Heartbreaker by Sucevic, Jennifer
Cambodia's Curse by Joel Brinkley