De un humor introspectivo, pasé la página y descubrí un conjuro que podía envolver a la gente en una capa de aire de tal espesor que uno se movía con tanta lentitud como si estuviese sumergido en melaza. Supongo que se podría aprovechar para ganar ventaja en una pelea y matar al oponente con un golpe en la cabeza, con una cuchillada… ¿Condenarías también tú alma si lo que hicieses al frenarlos fuese aprisionarlos con un par de esposas? Cuanto más lo leía, más difícil de discernir me parecía. Había supuesto que todos los conjuros demoníacos eran magia negra, por defecto, pero no podía ver el mal en este.
Lo más preocupante era el poder que tenían todos ellos. El conjuro que se mostraba ante mí no era la ilusión de melaza que causan las brujas negras que usan las líneas luminosas para que la gente tenga pesadillas en las que son incapaces de escapar de algo o no pueden llegara salvara un ser querido. Y tampoco era un amuleto de tierra de los que yo creaba laboriosamente, que tenían como objetivo una persona determinada, y que como resultado conseguían reacciones algo más lentas, y no esta inmovilidad casi completa. El conjuro demoníaco aprovechaba la puesta en marcha y el amplio radio de aplicación de la magia de las líneas luminosas, y la controlaba a través de un par de amuletos «polarizados», lo que lo dotaba de la permanencia y la existencia de la magia de tierra. Era una mezcla de ambos. Y era real. Era magia demoníaca, y yo era una de las dos únicas personas que podían caminar bajo el sol y dominar esta magia.
—Gracias, Trent —musité mientras pasaba la página, y notaba que las yemas de los dedos cosquilleaban—. Tu padre era un genio.
No me estaba quejando. No debería haber sobrevivido más allá de la pubertad. La aberración genética que me afectaba había matado a todas las brujas que habían nacido con ella antes de que cumpliesen los dos años. Creía completamente que el padre de Trent Kalamack no sabía que lo mismo que me estaba matando era lo que me permitía dominar la magia demoníaca, que sorteaba accidentalmente los desequilibrios de una enfermedad genética. Lo único que sabía era que la hija de su amigo estaba muriendo de una enfermedad antigua y que él poseía el conocimiento y la tecnología, aunque fuese ilegal, para salvarme la vida.
Y lo hizo. Y me preocupaba un poco que el único otro brujo que el padre de Trent había curado estuviese sufriendo un infierno en vida como la familiar del demonio Algaliarept en siempre jamás.
La culpa me dominó, pero la acallé enseguida. Ya le había advertido a Lee que no me entregase a Al. Le había advertido que escapásemos de siempre jamás cuando teníamos la oportunidad. Pero noooo. El brujo malvado del Oeste pensaba que lo sabía todo, y ahora estaba pagando con su vida por aquel error. Había sido él o yo, y me gustaba el sitio donde vivía yo.
Una refrescante ráfaga de viento se metió en la cocina; revolvió las cortinas y trajo consigo el aroma de la lluvia. Eché una mirada al libro que tenía ante mí y pasé la página; me encontré con un conjuro para eliminar la inteligencia de la gente y que se quedasen con el mismo cerebro que un gusano. Cerré el libro parpadeando. Vale, era sencillo darse cuenta de que algunos de aquellos hechizos eran de magia negra, pero ¿existirían tal vez las maldiciones blancas?
El tema estaba en que yo sabía que la magia de tierra era poderosa, pero dotarla de la rapidez y la versatilidad de la magia de líneas era algo terrorífico. Y en cada uno de los conjuros se hallaba aquella mezcla de las dos ramas de la magia. En las pocas horas que había pasado sentada allí, había encontrado conjuros que doblegaban la masa hasta convertirla en energía de las líneas luminosas, o a la inversa, de manera que podías hacer que las cosas pequeñas fuesen grandes, o las cosas grandes pequeñas; no se proyectaba tan solo la ilusión de un cambio de tamaño, sino que el cambio era real… Tan real que hasta podían tener «descendencia viable».
Me aparté de la mesa, nerviosa. Mis dedos tamborilearon sobre la vieja madera con un ritmo rápido, y le eché un vistazo al reloj. Casi las seis. No podía quedarme allí mucho más. El tiempo estaba cambiando, y quería salir con él. Me puse de pie, cogí el libro y lo guardé en la estantería más baja de la isla central de la cocina. No quería guardarlo con el resto de libros de mi biblioteca habitual… y tampoco quería tener aquellos tres volúmenes bajo mi almohada. Frunciendo el ceño, moví un libro de cocina normal y lo coloqué a modo de barrera entre mis grimorios y aquellos tomos demoníacos. Vale, soy una supersticiosa. Que me demanden.
Deslicé los dos últimos libros y me incorporé, frotándome las manos en los téjanos, mientras los observaba, colocados tan correctamente entre
El dulce libro de los dulces
que me había llevado de casa de mi madre y el de
Hilo y aguja para las brujas
que me habían regalado en el amigo invisible de la SI hacía tres años. Adivina cuál consultaba más.
Agarré mi bolso y me dirigí hacia fuera, acompañada por el repiqueteo de los tacones de mis botas mientras descendía por el pasillo, cruzaba por delante del dormitorio de Ivy y el baño, y penetraba en el santuario. Hacía tiempo que ya no había bancos, y solo quedaba la débil marca de una cruz justo donde había estado colocado el altar. Los cristales pintados de las vidrieras se alzaban desde la altura de la rodilla hasta la parte superior de aquellos muros de tres metros y medio de altura. El techo abierto, sostenido por vigas visibles, estaba oscurecido a causa del temprano crepúsculo que habían creado las nubes; me pondría las bragas de sombrero por volverá oír las risitas disimuladas de los pixies planeando travesuras allá arriba.
La enorme estancia ocupaba la mitad del espacio de la iglesia; estaba completamente vacía a excepción de un escritorio cubierto de plantas que se encontraba sobre el estrado donde antes se encontraba el altar, y el piano de media cola de Ivy, colocado tras pasar el vestíbulo. Solo la había oído tocar en una ocasión; sus largos dedos habían arrancado una emoción mucho más profunda de las teclas que la que jamás había visto en su rostro.
Agarré las llaves de mi escritorio al pasar por delante, y tintinearon alegremente mientras yo cruzaba el oscuro vestíbulo. Entrecerrando los ojos, cogí la cazadora de cuero rojo y la gorra del colgador que había tras las puertas de roble de diez centímetros de grosor. En el último momento, también me hice con el paraguas de Ivy, el que tenía el mango de marfil, antes de abrir la puerta. No había cerrojo, tan solo una barra que había que bajar desde dentro, pero nadie a este lado de las líneas luminosas se atrevería a robar en casa de una vampira del clan Tamwood.
La puerta se cerró a mi espalda con un golpe seco, y bajé rápidamente los escalones hasta llegar al sendero. Era una apacible tarde de primavera; la humedad de la cercana tormenta cambiaba la presión del aire, lo que provocaba que los petirrojos cantasen y que mi sangre se acelerase. Podía oler la lluvia y anticipaba el rugido distante del trueno. Me encantaban las tormentas primaverales, y sonreí al ver las nuevas hojas verdes que se balanceaban bajo la brisa.
Apresuré mis pasos cuando vi mi coche, aparcado en la pequeña plaza: era un descapotable de color rojo brillante con dos asientos delante y dos asientos inútiles detrás. En la acera de enfrente, unas cuantas casas más abajo, nuestro vecino Keasley estaba ante el porche frontal, doblado por la artritis, pero con la cabeza alta, saboreando el gusto del viento cambiante. Levantó una mano retorcida cuando lo saludé desde lejos, para hacerme ver que se encontraba bien. Había niños de edad preescolar gritando, respondiendo a los cambios de la presión del aire sin tanto autocontrol como yo.
Por toda la calle había gente que salía de sus casas de clase media, con las cabezas mirando al cielo. Era la primera lluvia cálida de la estación, y faltaban solo tres días para la luna nueva. Aquella noche la SI tendría una velada atareada intentando refrenara todo el mundo.
Ya no es problema mío
, pensé alegremente mientras me sentaba tras el volante de mi coche, y quité la capota para poder sentir el viento entre mi pelo. Sí, iba a llover, pero aún faltaban unas cuantas horas.
Con la pequeña gorra en la cabeza, y la elegante chaquetilla de cuero que frenaba el frío del viento, atravesé los Hollows a un ritmo pausado, y esperé hasta cruzar el puente y adentrarme en la carretera interestatal para darle caña. El viento que me golpeaba el rostro me traía todo tipo de olores, más claros, más vividos de los que había percibido en meses, y el rugido de los neumáticos, el motor y el viento al traspasar todo el resto de cosas sonaba como la mismísima libertad. Estaba rozando los ciento treinta kilómetros por hora cuando localicé la lancha aparcada en una rampa de entrada. Llevaba el emblema de la Agencia Federal del Inframundo, y frené un poco y lo saludé; me respondió con un destello de luces. Todo el mundo de la AFI conocía mi coche… Es que me lo habían regalado ellos. Los de la AFI no me detendrían, pero los miembros de la Seguridad del Inframundo sí, aunque fuese solo para vengarse de que hubiese dimitido de su fuerza policial nacional.
Me coloqué un mechón de pelo detrás de la oreja y comprobé lo que me rodeaba con atención. Solo hacía un par de meses que poseía el coche, y toda la flota de maderos de la SI ya me conocía perfectamente, aunque fuese únicamente para poder quitarme unos cuantos puntos del carné. ¡No era justo! El mes anterior me había saltado un semáforo en rojo por un buen motivo… y a las cinco de la madrugada, en aquel cruce no estaría más que el policía. Todavía no sé de dónde salió… ¿De mi maletero? Y llegaba tardea una reunión cuando me detuvieron por haber rebasado los ciento veinte kilómetros por hora. No iba mucho más rápido que el resto de gente.
—Maldito coche —farfullé orgullosa, pero no cambiaría aquel pequeño imán de multas por nada del mundo. No era culpa suya que la SI aprovechase cualquier oportunidad para fastidiarme la vida.
Walkie Talkie Man
sonaba a tope, y Steriogram tocaban tan rápido que solo un vampiro podría seguirles el ritmo, y en poco tiempo la manecilla blanca volvió a marcar los ciento treinta kilómetros por hora; mi humor mejoraba con la velocidad. Incluso vi a un chico bastante mono que iba en bici con el que pude flirtear mientras me dirigía a Edgemont, el lugar en el que Jenks tenía que llevar a cabo su caso.
El viento dejó de soplar sobre mí en cuanto abandoné la interestatal, y cuando escuché un trueno de verdad, me detuve en la cuneta un segundo para colocar la capota. Levanté la cabeza cuando el chico de la bici pasó por mi lado, con la mano alzada a modo de saludo. Una débil sonrisa se mantuvo en mi rostro durante un segundo, pero enseguida se desvaneció.
Si no lograba que Jenks me hablase, mataría a ese diminuto majadero. Respiré profundamente, seleccioné la opción de vibración del teléfono móvil, apagué la música y volvía mezclarme con el tráfico. El coche cruzó a trompicones un paso a nivel. Eché un vistazo al crepúsculo; nada cambiaba, tan solo se había intensificado el ritmo que llevaban los peatones y los ciclistas ante la amenaza de lluvia, cada vez más cercana. Era un distrito empresarial, una de las viejas áreas industriales de la ciudad en el que la alcaldía había invertido un montón de dinero para convertirla en unos grandes almacenes gigantescos que atrajesen a las típicas cadenas comerciales y propiciasen la construcción de apartamentos. Me recordó al piso de la señorita Bryant… Fruncí el ceño.
Pasé por delante de la dirección para evaluar el edificio de varios pisos. Por el porche
art déco
y los buzones, parecía un complejo industrial convertido en una mezcla de pequeños comercios y apartamentos de alto nivel. No había visto todavía a Jenks, aunque eso no era extraño si es que estaba persiguiendo a alguien. Matalina me había comentado que se trataba de un caso un tanto turbio, pero que lo necesitaba para reunir dinero para el billete de avión.
Yo seguía ceñuda, preocupada, cuando doblé la esquina y encontré un hueco para poder aparcar ante una cafetería; pisé el freno y puse la marcha en posición neutral. Los pixies no podían realizar vuelos comerciales: el cambio en las presiones del aire los dejaba para el arrastre. Jenks ya no estaba pensando de forma razonable. No me extrañaba que Matalina hubiese acudido a mí.
Recogí mi bolso, comprobé el ritmo de marcha del resto de viandantes para acoplarme a él, y salí del coche. Eché un vistazo a las nubes bajas y agarré el paraguas de Ivy. El aroma del café casi me arrastró al interior del establecimiento, pero al final me alejé de él, como era mi deber. Eché una mirada rápida a mí alrededor y me colé en el callejón lateral del edificio, caminando de forma que mis botas fabricadas por vampiros no repiqueteasen.
En el aire flotaba con mucha fuerza el hedor de la basura y de la orina de perro. Arrugué la nariz y me arrebujé en mi chaqueta, buscando un lugar en el que poder vigilar la puerta principal del complejo y quedar fuera de la vista. Era temprano. Si podía cruzarme con él antes de que entrase, mucho mejor… Pero me quedé paralizada al oír el familiar tintineo de unas alas.
Intentando no mostrar ninguna emoción en mi rostro, alcé la mirada y descubrí un pixie vestido con un traje negro limpiando un poco un cristal de una ventana del piso superior que estaba cubierta de polvo y excrementos de pájaro.
La vergüenza me impedía hablar. Dios, qué idiota había sido. No lo culpaba por haberse ido de casa, por pensar que no había confiado en él. La pura verdad es que no lo había hecho. El solsticio pasado había descubierto que Trent Kalamack era un elfo, y lograr que ese cabrón no me matase por averiguar que los elfos no se habían extinguido requirió un poco de chantaje. El descubrimiento de la especie de inframundanos a la que pertenecía Trent sería el equivalente al Santo Grial para el mundo pixie, y yo era consciente de que la tentación de Jenks de revelar eso sería demasiado grande. De todas formas, se merecía algo más que todas las mentiras que le conté, y no me extrañaría que no me escuchase.
Jenks flotaba en el aire, intentando observar lo que había en el interior. Sus alas de libélula resultaban invisibles cuando estaban tranquilas, y de él no brotaba ni una motita de polvo mágico. Parecía seguro de sí mismo, y llevaba atada en la frente una cinta roja. Era una protección por si invadía el territorio de un pixie o un hada rival, como una promesa de que saldría rápidamente de la zona y que no albergaba ninguna intención de robar alimento.