Una brillante banda de siempre jamás cobró vida entre destellos; la capa de realidad alternativa, de una molécula de grosor, trazó un arco por encima de mi cabeza y se cerró a un metro y medio bajo mis pies. Formaba una burbuja oblonga que impedía que nada más peligroso que el aire la atravesase. Era un poco rudimentaria y no podría detener a un demonio, pero las bellotas rebotaron contra ella. También funcionaba con las balas.
—¡Dejadlo ya! —exclamé yo, cada vez más nerviosa. El resplandor da la energía, normalmente rojo, cambió tonos dorados, a juego con mi aura.
Al verme a salvo pero atrapada en el interior de mi burbuja, el hada de mayor tamaño descendió, ayudada por sus alas de polilla, con las manos en jarras sobre sus diminutas caderas y su pelo cubierto con una capa hecha de telaraña dándole el mismo aspecto que una copia negativa de la parca, pero con solo quince centímetros de estatura. Sus labios destacaban con un color rojo brillante sobre su rostro pálido, y los apretaba con determinación. Su belleza ruda lo hacía parecer de una fragilidad increíble, pero en realidad era muy duro. Era un hada de jardín, no uno de los asesinos que casi me habían matado la primavera pasada, pero igualmente estaba acostumbrado a luchar por su derecho a vivir.
—Ve dentro y no te haremos daño —me ordenó, dedicándome una mirada llena de malicia.
Dejé escapar una risita. ¿Qué harían? ¿Darme besitos de mariposa hasta matarme?
Un susurro lleno de entusiasmo hizo que me fijara en el grupo de niños de la vecindad que se habían arracimado ante la verja que rodeaba el cementerio y nos observaban. Tenían los ojos abiertos como platos al ver que intentaba dominar aquellos pequeños seres voladores, algo que todos los inframundanos sabían que era imposible. Mierda, estaba actuando como una humana ignorante. Pero era el jardín de Jenks, y seguiría defendiéndolo todo el tiempo que pudiese.
Salí del círculo con resolución. Sentí una sacudida cuando su energía se replegó de nuevo en mi interior, llenó mi
chi
y volvió a la línea luminosa. Un grito agudo ordenó que preparasen los dardos.
¿Dardos? Genial. Con el pulso acelerado, corrí hacia la pared de la cocina, donde colgaba la manguera.
—He intentado ser amable. He intentado ser razonable —murmuraba mientras abría la válvula y el agua empezaba a salir disparada de la boquilla, como un spray. Los arrendajos del cementerio callaron mientras yo seguía intentando dominar la manguera, que se detuvo de golpe cuando se enganchó en la esquina de la cocina. Me quité los guantes y empecé a tirar de ella, haciéndola ondear. Se liberó y yo trastabillé. Del fresno llegaban los sonidos agudos de las hadas organizándose. Nunca antes las había rociado con agua; tal vez me sería de utilidad. Las alas de las hadas no servían de mucho cuando estaban mojadas.
—¡Cogedla! —se escuchó, y levanté la cabeza a medida que se acercaban a mí, las espinas que empuñaban se me antojaban tan grandes como espadas.
Con un jadeo, apunté con la manguera, y el agua salió disparada hacia el aire; yo seguí con la mirada el chorro, con los labios separados, pero este se convirtió en un hilillo de agua que caía sobre el suelo y, finalmente, se apagó. ¿Qué demonios…? Me giré al oír el sonido de agua que seguía brotando. ¡Habían cortado la manguera!
—¡Me había costado veinte pavos! —grité, y empalidecí cuando vi que todo el clan estaba frente a mí y me di cuenta de que sus diminutas lanzas estaban empapadas en hiedra venenosa—. ¿No podemos hablarlo? —tartamudeé.
Dejé caer la manguera, y el hada de alas naranja sonrió como un estríper vampiro en una despedida de soltera. Mi corazón me martilleaba en el pecho, y me pregunté si debería refugiarme en el interior de la iglesia y soportar las chanzas de Ivy, o si debería enfrentarme a ellos y soportar una terrible erupción cutánea.
El zumbido de las alas de un pixie hizo que el corazón me saltase a la boca.
—¡Jenks! —exclamé, y me volví para seguir la mirada preocupada del líder de las hadas, que se habían clavado en un punto más allá de mi hombro. Pero no se trataba de Jenks, sino de su esposa Matalina y su hija mayor, Jih.
—Atrás —las amenazó Matalina mientras volaba al lado de mi cabeza. Sus alas de libélula, que permitían una mayor capacidad de maniobra, chasqueaban a mi lado y el aire que levantaban causaba que mis cabellos sueltos me hiciesen cosquillas en la cara. Parecía más delgada que el invierno anterior, sus rasgos infantiles eran más severos. Sus ojos mostraban una gran determinación y sostenía un arco tensado con una flecha. Su hija tenía un aspecto todavía más amenazador, ya que sostenía una espada de plata con la empuñadura de madera. Tenía un pequeño jardín al otro lado de la calle, pero precisaba de la plata para protegerlo porque todavía tenía que encontrar un marido.
—¡Es mío! —gritó frustrado el líder—. ¡Dos mujeres no pueden mantener un jardín!
—Yo solo necesito la tierra que sobrevuelo —respondió con resolución Matalina—. Marchaos de aquí. Ya mismo.
El hada dudó, pero Matalina tensó todavía más la cuerda del arco, hasta hacerlo crujir.
—Lo tomaremos de nuevo cuando no estés —exclamó el hada, haciendo un gesto a su clan para que se retirase.
—De acuerdo —aceptó Matalina—, pero mientras esté aquí no lo tomarás. Me quedé mirando, sorprendida, cómo aquella pixie de diez centímetros lograba imponerse a todo un clan de hadas. Y es que Jenks tenía una gran reputación, y las capacidades de los pixies eran muy poderosas. Si lo deseasen, podrían gobernar el mundo con asesinatos y chantajes… pero lo único que querían era un pedazo de tierra que cuidar y la tranquilidad necesaria para dedicarse a él.
—Gracias, Matalina —le susurré.
No apartó su mirada acerada de las hadas mientras estas se retiraban hacia el muro que separaba el jardín del cementerio.
—Agradécemelo cuando haya regado las semillas con su sangre —farfulló, y aquellas palabras me dejaron asombrada. Aquella bella pixie vestida de seda parecía tener dieciocho años, con la tez pálida después de haber vivido con Jenks y sus hijos durante todo el invierno en el sótano de un hombre lobo. Su vestido liviano, verdee hinchado se balanceaba con cada aleteo. Sus alas se habían teñido del color rojo de la furia, igual que las de su hija.
Las hadas de jardín volaron hasta una esquina del cementerio, y se quedaron allí flotando y realizando una danza belicosa sobre los dientes de león, a casi una calle de distancia. Matalina soltó la cuerda del arco, y una flecha salió despedida como una exhalación. Un puntito naranja brillante se movió hacia arriba, y después hacia abajo.
—¿Le has alcanzado? —preguntó su hija. Su voz etérea sonaba espeluznante con tanta vehemencia.
—Le he clavado el ala a una piedra —respondió Matalina bajando el arco—. Se la ha desgarrado al librarse. Así se acordará de mí.
Tragué saliva y me limpié las manos en los téjanos. El disparo había cruzado toda la propiedad. Recuperando la calma, me acerqué a la llave del agua y la cerré.
—Matalina —la llamé mientras me levantaba de nuevo, e inclinaba la cabeza a su hija, para mostrarle mis respetos—. Gracias. Estaban a punto de llenarme de hiedra venenosa. ¿Cómo estás? ¿Y cómo está Jenks? ¿Querrá hablar conmigo? —solté, pero fruncí el ceño y mi esperanza se desvaneció cuando ella bajó la mirada.
—Lo siento, Rachel. —Se posó sobre la mano que le ofrecía yo, con sus alas todavía moviéndose. Pero se detuvieron mientras adquirían una tonalidad azul—. El… yo… por eso he venido.
—Oh, Dios, ¿se encuentra bien? —la interrumpí, asustada de veras porque la mujercita parecía a punto de echarse a llorar. Su ferocidad había sido sustituida por la aflicción. Miré a las hadas, que seguían a lo lejos, mientras Matalina intentaba recuperar la compostura.
Está muerto. Jenks está muerto
.
—Rachel… —farfulló, adquiriendo el aspecto de un ángel al enjugarse un ojo con la mano—. Me necesita, y ha prohibido a los niños que vuelvan. Y ahora menos…
La sensación de alivio que sentí al saber que seguía con vida se vio sustituida enseguida con la preocupación, y eché una mirada a las alas de mariposa. Estaban más cerca.
—Vamos dentro. Te prepararé un poco de agua azucarada —le ofrecí. Matalina sacudió la cabeza, y mantuvo el arco sujeto en su mano a su espalda, su hija seguía vigilando el cementerio.
—Gracias —me contestó—. Voy a asegurarme de que el jardín de Jih se encuentra a salvo y luego vuelvo.
Miré la zona frontal de la iglesia, como si desde allí pudiese ver el jardín de su hija, que se encontraba al otro lado de la acera. Jih aparentaba ocho años, lo que en años de pixie se traducía en que ya estaba lo bastante crecida como para haberse independizado y buscar activamente un esposo; gozaba de la posición única de tener tiempo para hacer crecer su propio jardín, y mantenerlo con ayuda de la plata que su propio padre le había regalado. Ya que acababan de expulsar un clan de hadas, asegurarse de que no había nadie esperando a asaltara Jih cuando volviese a casa parecía una buena idea.
—De acuerdo —respondí yo. Matalina y Jih se elevaron unos cuantos centímetros y dejaron tras ellas el olor de la hierba y las flores—. Te esperaré dentro. Entra directamente. Estaré en la cocina.
Con un suave repiqueteo, se elevaron por encima del alto campanario; yo me quedé mirándolas, preocupada. Seguramente las cosas debían de estar siendo bastante difíciles para ellas mientras el orgullo de Jenks las mantuviese alejadas de su jardín y ellas estuviesen intentando arreglar las cosas. ¿Qué les pasa a los hombres pequeños que siempre tienen un orgullo tan grande?
Comprobé que el vendaje de los nudillos no se me hubiese soltado, subí los escalones de madera y me quité las zapatillas de jardinera. Las dejé tiradas, entré por la puerta trasera y me metí en la sala de estar. El olor del café casi me abofeteó. Oí un par de botas de hombre chasqueando sobre el linóleo de la cocina, y dudé. No era Ivy. ¿Kisten?
Llevada por la curiosidad, me acerqué hurtadillas a la cocina. En el umbral de la puerta, dubitativa, observé la estancia, aparentemente vacía.
Me gustaba mi cocina. No, lo diré de otra forma. Adoraba mi cocina, con la misma lealtad que siente un bulldog hacia su hueso preferido. Era más espaciosa que la sala de estar; tenía dos fogones, de manera que nunca tenía que cocer mis pócimas y cocinar en la misma llama. Había fluorescentes brillantes, una encimera muy ancha y muchos armarios, además de varios utensilios de cerámica para hechizos que colgaban sobre la isla central. Una enorme copa de brandi que contenía a mi beta, el
señor Pez
, descansaba en la repisa de la ventana que había encima del fregadero, ante la cortinilla azul. Había grabado un círculo poco profundo en el linóleo para cuando necesitaba una protección adicional para cualquier hechizo demasiado sensible; de un estante de la esquina colgaban unas cuantas hierbas.
Una mesa de granja, pesada y antigua, ocupaba toda la pared del fondo. En el extremo más cercano a mí había una pila de libros que antes no estaban allí. El resto estaba ocupado por el equipo de Ivy, pulcramente colocado: el ordenador, la impresora, los mapas, los rotuladores de colores y todo lo que necesitaba para planificar sus incursiones en el aburrimiento. Mis cejas se alzaron al ver los libros, pero sonreí al fijarme en el trasero enfundado en unos téjanos que sobresalía de la limpia puerta de acero del frigorífico.
—Kist —dije. El tono encantado de mi voz hizo que el vampiro vivo levantase la cabeza—. Pensaba que eras Ivy.
—Hola, cariño —me respondió él. Su acento británico quedaba casi totalmente disimulado. Cerró la puerta con el pie con aire despreocupado—. Espero que no te importe que haya entrado directamente. No quería llamar al timbre y despertara los muertos.
Sonreí mientras él colocaba el queso cremoso sobre la encimera y se acercaba a mí. Ivy todavía no estaba muerta, pero era tan desagradable como un trol de puente sin techo si la despertabas antes de que le hubiese llegado su hora.
—Mmmm, puedes entrar cuando quieras… siempre que me prepares café —le respondí, rodeando su delgado talle, y lo recibí con un abrazo de bienvenida. Sus uñas bien cortadas resiguieron las heridas y los mordiscos de mi cuello, a unos centímetros de distancia.
—¿Te encuentras bien? —resopló.
Mis ojos se cerraron al apreciar la preocupación que teñía su voz. Había querido venir la noche anterior, y yo me sentía agradecida de que se hubiese quedado cuando le pedí que no me acompañara.
—Me encuentro bien —le aseguré, barajando la idea de contarle que no habían jugado limpio, que se habían unido para darle ventaja a esa zorra a pesar de que ya la tenía. Pero era un acontecimiento tan poco habitual que temía que dijese que me lo estaba inventando… y parecía demasiado quejica.
En lugar de eso, apoyé la cabeza en él y olí su aroma, una mezcla de cuero oscuro y seda. Iba vestido con una camiseta de algodón negro que le quedaba ajustada en los hombros, pero el olor de la seda y el cuero todavía permanecían en él. También aprecié las trazas de incienso que siempre acompañaban a los vampiros. No había identificado aquel particular aroma hasta que empecé a vivir con Ivy, pero ahora podía distinguir con los ojos cerrados si Ivy o Kisten estaban en una habitación.
Aquellos aromas eran deliciosos, y aspiré profundamente, para permitir que las feromonas de vampiro que soltaba inconscientemente me calmasen, me relajasen. Aquello hacía más fácil encontrar una fuente de sangre. Kisten y yo no compartíamos la sangre. Yo no. Esta pequeña bruja no. Ni ahora ni nunca. El riesgo de convertirme en un juguetito, de que mi voluntad estuviese dominada por un vampiro, era demasiado real. Pero eso no significaba que no pudiese disfrutar de aquel suave colocón.
Podía oír su latido, y me quedé pegada a él mientras sus dedos trazaban un caminito hacia la parte inferior de mi espalda. Apoyé la frente sobre su hombro, en un punto más bajo de lo habitual, ya que él iba calzado con sus botas y yo solo llevaba calcetines. El aliento que exhalaba hacía que mi pelo se moviese. Aquella sensación hizo que levantara la cabeza, y mi mirada se cruzó con sus ojos azules que surgían bajo su largo flequillo. En sus pupilas, del tamaño habitual, pude leer que había saciado su ansia de sangre antes de venir. Casi siempre lo hacía.
—Me gusta que huelas a tierra —me dijo, con los ojos entrecerrados.
Con una sonrisa, recorrí con la punta del dedo su áspera mejilla. Tenía una nariz diminuta, como la barbilla, y normalmente llevaba barba de tres días para mantener un aspecto más duro. Llevaba el pelo teñido de rubio, para ir a juego con su barba incipiente, aunque nunca lo había visto con raíces negras o usando un hechizo para colorearlo.