No quería saber a qué olía, pero cuando señalé la única cama, lo único que hizo fue encogerse de hombros, mirándome con aquellos ojos verdes, inocentes y seductores.
—Una cama —dije, haciendo gestos con los brazos.
—¿Y? —Y de repente se ruborizó, mirando la caja de pañuelos de papel que había en la mesita de noche—. Vaya, me parece que ya no quepo en la caja de pañuelos, ¿eh?
Aunque no me apetecía nada tener que hablar con aquella mujer, me dirigía la puerta y me colgué el bolso del hombro.
—Pediré que nos cambien de habitación. Hazme un favor y no uses el baño. Seguramente, querría cargarnos un plus por limpieza.
—Iré contigo —indicó él, y se puso en marcha a mi lado.
Los niños de la piscina corrían hacia su habitación con los pies mojados, tiritando bajo aquellas finísimas toallas blancas mientras nosotros cruzábamos el aparcamiento. Jenks me abrió la puerta de la recepción y el sonido de las conchas al chocar se mezcló con el de una discusión mientras entrábamos.
—¿Les has cargado la tarifa del Cuatro de Julio? —decía una voz de hombre, y oí una respuesta balbuceante. Le lancé a Jenks una mirada, sin decir ni palabra, y él se aclaró la garganta, con fuerza. Silencio.
Tras una conversación entre susurros, un hombre bajito, con la cara marcada, salió vestido con una camisa de cuadros, y peinándose la cabeza, casi calva.
—¿Sí? —nos dijo, con un tono de interés artificial—. ¿Qué puedo ofrecerles? ¿Toallas extra para la piscina? —Desde algún lugar que se quedaba fuera de nuestro campo de visión la mujer soltó un hipido y un sollozo, y él enrojeció.
—La verdad —respondí yo, colocando la llave de la habitación en el mostrador que nos separaba—, me gustaría una habitación distinta. Necesitamos dos camas, no una. Es culpa mía por no haberme explicado bien. —Sonreí, como si no hubiese escuchado nada.
La mirada del hombre recayó sobre Jenks, y enrojeció todavía más.
—Ah, sí, la número 13, ¿verdad? —aceptó, agarrando la llave y ofreciéndome una nueva.
Jenks se acercó a las figuritas, pero al escucharme suspirar, se dirigió a los folletos. Dejé el bolso sobre el mostrador.
—¿Qué diferencia de precio hay? —pregunté, con aire de suficiencia.
—Ninguna —respondió rápidamente—. Es la misma tarifa. ¿Puedo ayudarles en algo más? ¿Tal vez reservas para ustedes y el resto del equipo? —Parpadeó, con aspecto enfermizo—. ¿Se quedarán también aquí?
Jenks dio media vuelta para mirar por la puerta de cristal, con la mano en el mentón, intentando no reír.
—No —respondí con presteza—. Me han llamado para comunicarme que han encontrado un lugar, al otro lado de la ciudad, que llena la piscina con agua del lago. Y eso supera lo de las duchas mohosas.
La boca del hombre se movió, pero no brotó ningún sonido.
Jenks se movió. Miré a mi espalda y vi que se inclinaba para acercar uno de los folletos a su cara.
—Gracias —dije, agarrando la llave y sonriendo—. Tal vez nos quedemos una segunda noche. ¿Tiene alguna oferta para dos días?
—Sí, señorita —respondió, y noté cómo los ojos mostraban su alivio—. La segunda noche está a mitad de precio en temporada baja. Lo anotaré ahora mismo, si lo desea. —Echó una mirada hacia su esposa, a la que no podíamos ver.
—Genial. El martes seguramente tendremos que salir tarde.
—Saldrán tarde el martes —repitió él, garabateando algo en el libro de registros—. Perfecto. Nos encanta que estén aquí.
Asentí con la cabeza y sonreí, le di un golpecito a Jenks en el brazo y lo arrastré hacia la puerta, ya que no se movía por voluntad propia; tenía la vista clavada en el folleto que había cogido.
—Gracias —dije, elevando la voz—. Y buenas noches.
Las conchas de la puerta tintinearon sordamente, y yo respiré el aire fresco de la noche. El aparcamiento estaba totalmente silencioso, y solo el tráfico cercano interrumpía aquel silencio. Satisfecha, miré la llave bajo la débil luz que colgaba del toldo. En aquella ocasión teníamos la habitación 11.
—Rache. —Jenks sacudió el folleto ante mí—. Aquí. Está aquí. Lo sé. Métete en la furgoneta. Cerrarán en diez minutos.
—¡Jenks! —exclamé cuando me cogió del brazo y me empezó a arrastrar por el aparcamiento—. ¡Jenks, espera! ¿Es Jax? ¿Dónde está?
—Aquí —repitió él, volviendo a sacudir el folleto ante mi cara—. Aquí es donde yo iría.
Desconcertada, cogí el tríptico a todo color y lo leí bajo la débil luz de la lámpara. Abrí la boca mientras rebuscaba las llaves del coche y Jenks volvía a guardar nuestras cosas en la furgoneta y cerraba la puerta del motel de golpe, impaciente.
El Pabellón de las Mariposas. Claro.
Canturreando nervioso, Jenks dejó el frasco de miel en el cesto, junto con las vendas y el resto de alimentos. Se movía nerviosamente, y yo arqueé las cejas.
—¿Miel, Jenks? —pregunté.
—Es medicinal —contestó, ruborizándose y dándose la vuelta para colocarse ante el estante de cosas para hornear, con los pies separados, adoptando una postura de Peter Pan. Cogió un paquete de levadura y lo lanzó a la cesta, con el resto.
—Polen de abejas —gruñó en voz baja—. Por las bragas de Campanilla, ¿dónde tienen los suplementos vitamínicos? No encuentro nada en esta tienda.
—¿Quién la ha planificado? ¿Gilligan? —Levantó la cabeza y recorrió los carteles que colgaban sobre los pasillos.
—Las vitaminas deben de estar junto con las medicinas —intervine yo, y él se retorció.
—¿Lo has oído? —tartamudeó, con cara de asombro. Yo me encogí de hombros—. Maldición —murmuró, alejándose de mí—, no sabía que me podías oír tan bien. Antes nunca podías.
Le seguí, con las manos vacías. Jenks insistía en llevar cualquier peso, insistía en abrirme todas las puertas… Si le dejase, hasta tiraría de la cadena por mí. No era ninguna actitud machista, sino que lo hacía porque podía. Las puertas automáticas eran sus favoritas, y aunque todavía no se había puesto a jugar saltando encima del sensor de peso, estaba convencida de que se moría de ganas de hacerlo.
Caminaba rápidamente, y sus pasos ya eran silenciosos gracias a las nuevas botas que le había comprado menos de una hora antes. No se había mostrado muy contento de que yo insistiese en que teníamos que ir a comprar antes de comprobar si Jax estaba en el Pabellón de las Mariposas, una muestra de mariposas y una tienda de animales, pero al menos se mostró de acuerdo en que si Jax estaba allí, seguramente estaba escondiéndose, porque si no le habría pedido al propietario que se pusiera en contacto con nosotros para que fuésemos a recogerlo. No sabíamos en qué situación se encontraba, y si llamábamos a la puerta y le preguntábamos al propietario por un pixie, seguramente descubriría la conexión con el robo y las lenguas podían empezar a hablar.
Así que Jenks y yo aprovechamos el intervalo de tiempo en que el propietario cerraba y hacía la caja para hacer unas compras previas al allanamiento de morada. Me sorprendió encontrar algunas tiendas bastante exclusivas justo al lado de las trampas para turistas en unas galerías comerciales que no debían de llevar construidas más de cinco años. Los árboles solo llevaban ese tiempo allí; soy una bruja, lo sé.
Como todavía no había empezado la temporada turística, había mucho donde escoger y los precios eran razonables, pero aquello cambiaría en una semana, con las vacaciones escolares, cuando la población se triplicase y los
fudgies
, como llamaban a los turistas en Mackinaw, por el
fudge
, el dulce típico de la ciudad, cayesen sobre ellos.
Resultó que a Jenks le encantaba ir de compras; seguramente era algo que le recordaba a tener que estar recolectando comida en el jardín. En poco tiempo, había entrado ya en tres tiendas de ropa, un
outlet
de danza, y una zapatería. En lugar de un jovencito ardiente vestido con chándal y chancletas, ahora me acompañaba un hombre de casi dos metros, vestido con pantalones de lino y una camisa beis a juego. Debajo llevaba un maillot de seda y licra de dos piezas que nos había dejado doscientos dólares más pobres, pero después de verlo enfundado en él, bajé la cabeza y levanté la tarjeta. Eso corría de mi cuenta.
No podía evitar que mis ojos lo examinasen mientras él se agachaba ante el expositor de vitaminas y se quitaba las gafas de sol que le había regalado, porque no quería volver a oírlo quejarse del sol, como había hecho durante todo el camino. Claramente molesto, se rascó por debajo de la gorra, preocupado. El cuero rojo tendría que haber desentonado con el resto de ropa que llevaba, pero le quedaba… ¡Ñam!
Jenks tenía muy buen aspecto, y yo deseaba haber llevado ropa mejor. Y una cámara. Era difícil mantener a ese hombre a tu lado, ahora que no llevaba el chándal ni las chancletas.
—Polen de abejas —dijo mientras se bajaba la manga de la chaqueta de aviador y se inclinaba adelante, soplando sobre la estantería de las latas para levantar el polvo—. Esto sabe como si ya hubiese estado dentro de la abeja —comentó mientras lo colocaba junto al resto de objetos—, pero como las únicas flores que tienen aquí son margaritas pasadas y rosas deshidratadas, me tendrá que servir.
Su voz estaba teñida por un ligero escarnio; miré el precio en silencio. No me extrañaba que los pixies se pasaran más tiempo en el jardín que trabajando de nueve a cinco para ganarse la comida, como el resto de gente. Las dos botellas de jarabe de arce nos salían por la friolera de nueve dólares. Cada una. Cuando intenté devolver aquel mejunje a la estantería, añadió una botella más.
—Deja que lleve algo yo —me ofrecí, porque ya me sentía inútil.
Meneó la cabeza, y aceleró el paso al dirigirse hacia la parte frontal del supermercado.
—Si no nos vamos ya, hará demasiado frío para que podamos encontrar algún pixie que nos ayude. Además, el propietario ya debe de estar en casa viendo la tele. Son casi las nueve.
Le eché un vistazo al teléfono sujeto al cinturón.
—Son y veinte —le dije yo—. Vamos.
—¿Y veinte? —Jenks soltó una risita, y meneó la cesta—. Solo hace una hora que se ha puesto el sol.
Se tambaleó un poco cuando agarré el teléfono de su cinturón y lo sostuve para que lo viese bien.
—Las nueve y veinte —repetí, sin saber si debía burlarme o preocuparme porque su sentido del tiempo se hubiese apagado. Esperaba que Ceri no lo hubiese estropeado.
Durante un instante, Jenks tuvo un aspecto aterrorizado, pero enseguida torció la boca.
—Hemos cambiado de latitud —se explicó—. Creo que iré… —cogió el teléfono y comprobó la hora— unos veinte minutos retrasado al anochecer y unos veinte adelantado al amanecer. —Se rió—. Nunca había pensado que necesitaría un reloj, pero será más útil que tener que cambiara mi forma original y después volver a cambiar de nuevo.
Me encogí de hombros. Nunca había necesitado usar un reloj a menos que estuviese trabajando con Ivy y necesitáramos «sincronizarnos» para evitar que le diese un ataque; entonces usaba el de Jenks. Me sentía bajita a su lado, así que lo aparté de la cola del autoservicio, porque habríamos tenido que quedarnos allí toda la noche. Jenks se encargó de descargar la cesta sobre la cinta, y me dejó a mí la tarea que dedicarle una sonrisa de compromiso a la cajera.
La mujer arqueó sus cejas depiladas al coger el polen de abeja, la levadura, la miel, el jarabe de arce, la cerveza, las tiritas y la planta semimarchita que Jenks había rescatado del cajón de ofertas en el diminuto departamento de jardinería.
—Vaya, ¿van a cocinar un poco? —preguntó tímidamente, con una gran sonrisa al llegar a una divertida conclusión sobre a qué podrían dedicarse dos personas como nosotros con una lista de la compra así. La placa que llevaba su nombre revelaba que se llamaba Terri, pesaba unos diez kilos de más, y tenía los dedos hinchados y cargados de anillos.
Jenks abrió los ojos con su aspecto completamente inocente.
—Jane, cariño —me dijo—, por favor, ¿por qué no vas a buscar un paquete de pastel instantáneo? —Bajó la voz hasta adquirir un tono grave y seductor—. Tráete el de sirope; me he cansado del de chocolate.
Sintiéndome un poco traviesa, me apoyé en él, y jugueteé con los rizos que le caían sobre las orejas.
—Ya sabes que Alexia es alérgica al sirope… y Tom haría lo que fuese por el de pistacho. Creo que tengo un poco en la nevera, entre el caramelo y las natillas. —Dejé escapar una risita, mesándome el pelo—. ¡Dios, me encanta el caramelo! ¡Tardas tanto en acabártelo a lametones…!
Jenks esbozó una sonrisa perversa, se quedó mirando a la cajera por debajo de su gorra y agarró un puñado de cepillos de dientes de un expositor y los dejó encima de la cinta.
—Esto es lo que me encanta de mi Janie… —comentó, dándome un abrazo lateral tan fuerte que me hizo perder el equilibrio y caer contra él—. Siempre piensa en los otros. ¿No es el alma más amable que jamás haya conocido?
La mujer se había ruborizado completamente. Nerviosa, siguió intentado enderezar la planta en oferta, pero no lo logró y la guardó en una bolsa.
—Sesenta y tres con veintisiete —tartamudeó, sin atreverse a mirar a Jenks a la cara.
Con aire petulante, Jenks sacó la cartera que habíamos comprado hacía solo un cuarto de hora, y rebuscó en su interior para encontrar la tarjeta de Encantamientos Vampíricos. La pasó lentamente por el lector; era evidente que se divertía al tener que pulsar los botones con números. Ivy había dado de alta la tarjeta hacía tiempo, y la firma de Jenks también estaba archivada, pero era la primera vez que podía usarla. Parecía que supiese perfectamente lo que estaba haciendo.
La mujer se quedó mirando el nombre de nuestra agencia cuando apareció en su pantalla, y abrió la boca tanto que se le formó una doble papada.
Jenks firmó en la máquina muy serio, y sonrió a la cajera cuando esta le entregó el recibo y una tira de cupones.
—Hasta luego —se despidió Jenks. El plástico de las bolsas crujió cuando las cogió y las sostuvo con un brazo. Yo eché un vistazo atrás mientras las puertas de cristal se abrían automáticamente y el aire nocturno, frío, me revolvía un par de mechones de pelo, que me hicieron cosquillas en la cara. La cajera ya estaba cotilleando con el encargado, y se cubrió la boca con una mano cuando vi que me volvía para mirarla.
—Por Dios, Jenks —exclamé, agarrando la bolsa en la que estaba el recibo, para poder mirarlo. ¿
Más de sesenta dólares por dos bolsas de compra
?—. Tal vez podríamos haber hecho algo realmente asqueroso, como lamer su micrófono. —¿
Para qué ha comprado tantos cepillos de dientes
?