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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Por un puñado de hechizos (2 page)

BOOK: Por un puñado de hechizos
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—¿Señorita Bryant? —la llamó de nuevo David.

Mis pensamientos vagaron hacia la calle vacía; consideraba lo lejos que estábamos de cualquier observador casual. Detrás de mí, las puertas del ascensor se cerraron y la cabina empezó a descender. Un ligero ruido al fondo de la estancia hizo que se me disparase la adrenalina del cuerpo y di media vuelta.

David también se había puesto en posición de alerta, y los dos nos reímos cuando una figura delgada se levantó del sofá que había junto a una cocina moderna, al fondo de la larga sala; los armarios seguían envueltos en plástico.

—¿Señorita Bryant? Soy David Hue.

—Tan puntual como tus últimos informes anuales —respondió una voz masculina; el eco de esa voz flotó por el aire cada vez más oscuro—. Has sido muy considerado al traer contigo una bruja que compruebe las reclamaciones de tu cliente. Dime, ¿lo deduces de tus impuestos a final de año o lo pasas como gastosa la empresa?

Los ojos de David se abrieron como platos.

—Son gastos de la empresa, señor.


Hum
, ¿David? —Pasé mi mirada de David al hombre—. Deduzco que no es la señorita Bryant.

David negó con la cabeza, agarrando con fuerza su maletín.

—Creo que es el presidente de la compañía.

—Oh —exclamé yo, reflexionando sobre aquello. Y después reflexioné sobre otra cosa; todo eso me olía muy mal—. ¿David?

Me puso una mano en el hombro y se inclinó hacia mí.

—Creo que deberías irte —me susurró; la preocupación que se reflejaba en sus ojos marrones penetró hasta lo más hondo de mi ser.

Se me aceleró el pulso al recordar lo que me había contado en el ascensor, sobre sus sospechas de que su jefe lo tenía en el punto de mira.

—David, no voy a irme si tienes problemas —me negué. Mis botas repiqueteaban en el suelo mientras él me acompañaba hacia el ascensor.

—Yo me encargo. —Tenía el rostro sombrío.

—Pues me quedaré y te acompañaré hasta el coche cuando todo haya acabado —insistí, intentando soltarme de su presa.

—No hará falta, Rachel —respondió, mirándome fijamente—, pero gracias. Las puertas del ascensor se abrieron. Yo seguía protestando y el tirón que me pegó David para apartarme del aparato me dejó totalmente sorprendida. Levanté la cabeza y se me heló el rostro. La cabina estaba repleta de hombres lobo vestidos con diferentes niveles de elegancia: los había trajeados con ropa de Armani, otras llevaban unas sofisticadas mezclas de falda y camisa, mientras que algunos iban cubiertos simplemente con unos téjanos y una camiseta. Lo peor era que todos mostraban el orgullo confiado de los lobos alfa. Y todos sonreían.

Mierda. David tenía un problema de verdad.

—Por favor, dime que es tu cumpleaños —le supliqué— y que esto es una fiesta sorpresa.

Una joven mujer lobo con un vestido rojo brillante fue la última en apearse del ascensor. Me lanzó una mirada mientras se recolocaba su espesa melena negra. Aunque se mostraba muy segura de sí misma, por su postura demostraba que no se trataba de una zorra alfa. Todo esto era cada vez más extraño. Los alfas nunca se reunían. Nunca lo hacían. Sobre todo sin haber traído sus manadas con ellos.

—No es su cumpleaños —respondió la mujer, con un tono malicioso—, pero seguro que se ha quedado sorprendido.

David, que seguía agarrándome del brazo, apretó todavía más.

—Hola, Karen —la saludó con un deje mordaz en su voz.

Se me puso la piel de gallina y mis músculos se tensaron cuando los hombres lobo nos rodearon. Pensé en la pistola de pintura que guardaba en el bolso, después tanteé en busca de una línea luminosa pero no encontré ninguna. Por ningún dinero del mundo me largaría en esos momentos; aquello tenía toda la pinta de un linchamiento.

—Hola, David —respondió la mujer lobo; su voz y su posición, detrás de los machos alfa, revelaban una gran satisfacción—. No puedes imaginarte lo que me alegro de que hayas empezado a formar tu propia manada.

El jefe de David había llegado también hasta nosotros, y con unos pasos rápidos y seguros, se colocó entre nuestros cuerpos y el ascensor. La tensión en la sala aumentó mientras Karen se deslizaba sigilosamente hasta colocarse detrás de él.

No conocía a David desde hacía mucho tiempo, pero nunca había detectado en él aquella mezcla de rabia, orgullo e irritación. No tenía miedo. David era un solitario y, como tal, el poder personal de un alfa tenía poca ascendencia sobre él. Pero había ocho de ellos… y uno era su jefe.

—Esto no tiene nada que ver con ella, señor —empezó a decir David, con una furia respetuosa—. Deje que se vaya.

—Lo cierto —respondió el jefe de David, alzando una ceja— es que esto no tiene nada que ver contigo.

Se me cortó la respiración. Vale, parecía que era yo la que tenía un problema.

—Gracias por venir, David. Tu presencia ya no es necesaria —dijo el refinado hombre lobo. Se volvió hacia los otros y añadió—: Por favor, lleváoslo fuera.

Respiré hondo. Con mi segunda visión, alcancé una línea luminosa; me había conectado con la que pasaba por debajo de la universidad. Mi concentración se hizo pedazos cuando dos hombres me agarraron por los brazos.

—¡Eh! —grité cuando uno de ellos me arrancó el bolso del hombro y lo lanzó por los aires, hasta que acabó aterrizando junto un montón de maderos—. ¡Soltadme! —les exigí, incapaz de liberarme de sus presas gemelas por mucho que me retorciese.

David gruñó, dolorido; cuando pisé el pie de alguien, me hicieron caer de un empellón. Se levantó una nube de polvo de escayola, que estuvo a punto de ahogarme. Se me escapó el aliento del cuerpo cuando alguien se sentó encima de mí. Me colocaron las manos detrás de la espalda; me quedé quieta.

—¡Ay! —me quejé. Soplé para apartarme un mechón pelirrojo de la cara y me retorcí de nuevo. Mierda, habían arrastrado a David al ascensor.

Él seguía ofreciendo resistencia a los otros. Tenía la cara roja, llena de rabia; lanzaba puñetazos a ciegas, que sonaban con golpes secos cuando acertaba algún objetivo. Podría haberse transformado en lobo para luchar con más furia, pero había un lapso de cinco minutos durante el cual sería vulnerable.

—¡Lleváoslo fuera! —repitió a gritos el jefe de David, dominado por la impaciencia; las puertas se cerraron. Se oyó un sonido metálico, de algo que golpeaba contra el interior del ascensor, y la maquinaria empezó a hacer descender la cabina. Oí gritos, pero poco a poco los sonidos de la lucha quedaron amortiguados por la distancia.

Me dominó el miedo, y solté una risita. El jefe de David me miró fijamente.

—¡Atadla! —ordenó rápidamente.

Cogí aire con un siseo. Frenética, busqué de nuevo la línea luminosa, la palpé con un fragmento de mi mente. La energía de siempre jamás fluyó a través de mí, llenó mi chi y pude mantener un eje secundario en mi mente. El dolor me atravesó cuando alguien dobló demasiado mi brazo derecho. Noté el contacto frío de una brida de plástico en una muñeca, que quedó bien sujeta con un tirón rápido, y enseguida oír el sonido que se hace al tirar del extremo para apretarlas. Sentí que el rostro se me enfriaba mientras hasta el último ergio de siempre jamás se escapaba de mi interior. Noté en mis labios el sabor amargo de los dientes de león. ¡Bruja estúpida!

—¡Hijo de puta! —grité y derribé al hombre lobo que tenía sentado encima. Me puse de pie con dificulta de intenté arrancar la tira de plástico flexible que me aprisionaba, pero no lo conseguí. En el interior tenía una tira de plata encantada, como mis esposas de la SI, perdidas hacía tanto tiempo. No podía contactar con la línea. No podía hacer nada. Casi nunca usaba mis habilidades con las líneas luminosas para defenderme, y no me había acordado de lo fácilmente que se podían anular.

Desposeída completamente de mi magia, me quedé de pie bajo los últimos rayos de luz ámbar que entraban por los grandes ventanales. Estaba sola con una manada de machos alfa. Mis pensamientos saltaron a los recuerdos de la manada del señor Ray y el pez de los deseos que accidentalmente le robé, y en que tuve que obligara los propietarios del equipo de béisbol de los Hollows a pagarme por ello. Oh… mierda. Tenía que escapar de allí.

El jefe de David pasó el peso a la otra pierna. El sol que caía sobre él hacía destacar el polvo en sus zapatos de vestir.

—La señorita Morgan, ¿verdad? —me preguntó con un tono educado.

Yo asentí, limpiándome las palmas de las manos en los téjanos. El polvo de escayola se me quedó pegado, lo que solo empeoró las cosas. No aparté los ojos de él, sabiendo que se trataba de un enfrentamiento por la dominancia. Había tratado con unos cuantos hombres lobo, y el único que parecía apreciarme era David. No sabía por qué.

—Encantado de conocerla —continuó. Se acercó a mí mientras sacaba un par de gafas metálicas del bolsillo interior de su americana—. Soy el jefe de David, pero puede llamarme señor Finley.

Se colocó las gafas sobre su delgada nariz y cogió el fajo de papeles grapados que le ofrecía la tal Karen, con un aire petulante.

—Discúlpeme que vaya un poco lento —siguió diciendo, mientras les echaba un vistazo—. Normalmente la que hace esto es mi secretaria. —Me miró por encima de los documentos, mientras sacaba la punta del bolígrafo—. ¿Cuál es el número de su manada?

—¿Eh? —fue mi inteligente respuesta. Me tensé de nuevo al ver que el círculo de hombres lobo se acercaba a mí. Karen soltó una risilla y yo sentí que el rostro se me enrojecía.

Las suaves arrugas del señor Finley se agudizaron cuando frunció el ceño.

—Usted es la alfa de David. Karen la reta para ocupar su lugar. Aquí tiene los documentos. ¿Cuál es el número de su manada?

Me quedé con la boca abierta. Esto no iba sobre los Rayo los Hollows. Vale, era el único miembro de la manada de David, pero era tan solo una relación sobre el papel, una relación establecida para que mi costoso seguro me saliese barato, barato, barato, y para que David pudiese mantener su empleo y esquivar el sistema para poder seguir trabajando solo, sin compañero. No quería formar ninguna manada; era un solitario convencido, era bueno siéndolo, y era casi imposible echara un alfa; ese era el único motivo por el que me había pedido que iniciase una manada junto a él.

Mi mirada se posó sobre Karen, que sonreía como la reina del Nilo, tan oscura y exótica como una puta egipcia. ¿Quería desafiarme para conseguir mi posición?

—¡Oh, demonios, no! —exclamé, y oí que Karen reía, creyendo que yo estaba asustada—. ¡No voy a luchar contra ella! ¡David no desea una manada de verdad!

—Eso es evidente —se burló Karen—. Reclamo el ascenso. Lo reclamo ante ocho manadas.

Ya no había ocho alfas junto a nosotras, pero supuse que los cinco que quedaban eran más que suficientes para forzarnos a seguir adelante con el tema.

El señor Finley bajó la mano con la que sostenía los documentos.

—¿Alguien tiene un catálogo? No sabe el número de su manada.

—Yo tengo uno —se oyó decir a una hembra que balanceaba su bolso y rebuscaba en él hasta sacar lo que parecía una agenda diminuta—. Es la nueva edición —añadió, y lo sujetó abierto con un pulgar.

—No es nada personal —me explicó el señor Finley—, pero su alfa se ha convertido en el tema de conversación en los descansos junto a la máquina del agua, y esta es la forma más sencilla de meter en vereda a David y de atajar los poco tranquilizadores rumores que me han llegado. He invitado a los principales inversores de la compañía para que actúen como testigos. —Sonrió, pero no había nada cálido en ello—. Esto es legalmente vinculante.

—¡Esto es una pura basura! —exclamé yo enfadada; los hombres lobo que me rodeaban soltaron un respingo una risilla al apreciar mi temeridad de enfrentarme a él. Con los labios bien apretados, eché una mirada rápida a mi bolso ya la pistola de pintura que contenía, tirados a más de media habitación de distancia. Mi mano se extendió hacia la parte inferior de mi espalda, buscando las esposas que ya no estaban allí, igual que el cheque con el sueldo de la SI. Dios, echaba de menos las esposas.

—Aquí está —informó la mujer, con la cabeza gacha—. Rachel Morgan, O-C(H) 93AF.

—¿Está registrada en Cincinnati? —preguntó el jefe de David, mientras lo apuntaba. Dobló los papeles y me miró a los ojos—. David no es el primero que ha formado manada con alguien que no sea un… ¡hum!, un descendiente de lobos —completó la frase—. Pero es la primera vez que lo hace alguien en la compañía con el simple motivo de mantener su trabajo. No es un buen antecedente.

—El que desafía escoge —exclamó Karen, alzando la mano hacia la corbata de su traje—. Escojo convertirme la primera.

El jefe de David cerró el bolígrafo con un clic.

—Empecemos, pues.

Alguien me agarró los brazos, y yo me quedé petrificada durante tres latidos. El que desafía escoge, y mi abuela en patinete. Contaba con cinco minutos para derrotarla mientras se transformaba o ya podía darlo todo por perdido.

Me moví en silencio, me tiré al suelo y rodé. Se oyeron algunos gritos cuando derribé a quien fuese que me sujetaba, pero de nuevo mis pulmones se quedaron sin aire cuando alguien se tiró encima de mí. La adrenalina fluyó dolorosamente. Alguien me agarró de las piernas; otro me aplastó la cabeza contra el parqué cubierto de polvo.

No me matarán
, me tranquilicé a mí misma mientras escupía el pelo que se me había metido en la boca e intentaba poder respirar un poco decentemente.
Esto es solo una estupidez para convertirse en el lobo dominante, y no me matarán
.

Eso es lo que me decía, pero era difícil convencer a mis músculos temblorosos.

Un gruñido, que sonó mucho más grave de lo que esperaba, recorrió todo el suelo, y los tres hombres que me sujetaban dejaron que me pusiese en pie.

¿
Qué diablos
…?, pensé mientras me esforzaba por volver a alzarme y me quedaba mirando a Karen. Se había transformado. ¡Karen se había transformado en solo treinta segundos!

—¿Có… cómo…? —tartamudeé, incrédula.

Karen era un lobo terrorífico. Como persona era diminuta, no debía de llegar a los cincuenta kilos, pero si transfieres ese peso al cuerpo de un animal gruñendo, consigues un lobo del tamaño de un poni. Mierda.

Percibía perfectamente el gruñido de descontento que emitía con sus labios retraídos sobre su morro; un gesto de advertencia más antiguo que el mundo. Un pelaje negro, sedoso, del mismo tono que su larga melena, la cubría completamente, excepto en las orejas, que tenían una tonalidad blanca. Había dejado la ropa en un montón, detrás del círculo que formaban sus compañeros, sobre el suelo de planchas de madera. Los rostros que me rodeaban tenían un aspecto solemne; aquello no era una pelea callejera, sino un asunto muy serio, tan vinculante como un documento legal.

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