Por un puñado de hechizos (4 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Por un puñado de hechizos
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David soltó una risita. Lo miré e hice una mueca, y él estalló en carcajadas, aunque las cortó de golpe con un gesto de dolor. Su cara, con arrugas poco profundas, que todavía lucía una expresión divertida, se volvió hacia los números del ascensor, que iban descendiendo a continuación se irguió todo lo que pudo e intentó arreglarse el abrigo destrozado.

—¿Te apetece ir a cenar? —me preguntó, a lo que yo respondí con un bufido.

—Voy a pedir langosta —contesté, antes de añadir—: Los hombres lobo nunca trabajan juntos, sin sus manadas. Debo de haberlos jodido mucho. Por Dios, ¿qué problema tienen conmigo?

—No eres tú, soy yo —respondió él, incómodo—. No les gusta que haya iniciado una manada contigo. No, eso no es cierto. Lo que no les gusta es que no esté contribuyendo al crecimiento de la población de lobos.

El subidón de adrenalina se me empezaba a pasar, y notaba el dolor por todo el cuerpo. En el bolso llevaba un amuleto para el dolor, pero no iba a usarlo, teniendo en cuenta que no tenía nada para David. ¿En qué momento había logrado golpearme Karen en el rostro? Ladeando un poco la cabeza, examiné bajo la tenue luz la marca roja que había dejado una garra en la zona cercana a la oreja, pero me volví hacia David cuando asimilé sus últimas palabras.

—¿Perdona? —le solté, confusa—. ¿Qué significa que no estás contribuyendo al crecimiento de la población de lobos?

David clavó la mirada al suelo.

—Empecé una manada contigo… —balbuceó.

—Sí, y eso implica que nada de hijos. ¿Y? —Intenté incorporarme, pero dolía demasiado—. ¿A ellos qué más les da?

—Es que tampoco tengo relaciones con ninguna otra mujer lobo… aunque sean informales. Porque si las tuviera, esperarían que al final formase parte de la manada.

—¿Y…? —le insté a seguir.

—La única forma de conseguir más hombres lobo es con nacimientos —continuó, pasando el peso de una pierna a la otra—. No somos como los vampiros, que si lo desean pueden convertir a los humanos en uno de ellos. Y si aumenta la cantidad, también aumenta la fuerza, el poder… —Su voz se apagó. Finalmente, ya había pillado la idea.

—Oh, por el amor de Dios —me quejé en voz alta, sujetándome el hombro—. ¿Todo esto ha sido una cuestión política?

El ascensor tintineó y las puertas se abrieron.

—Eso me temo. Permiten que los lobos subordinados hagan lo que les apetezca, pero como lobo solitario, mis acciones les importan.

Salí de sopetón antes que David, preparada para enfrentarnos a cualquier problema, pero el vestíbulo estaba sumido en el silencio y completamente abandonado, a excepción de los tres hombres lobo inconscientes en un rincón. Al contarme todo aquello, el tono de David había sido un tanto amargo, y cuando sujetó la puerta principal abierta para que yo la cruzase, le acaricié el brazo para mostrarle mi apoyo. Sorprendido, me miró fijamente.


Hum
… sobre lo de la cena —dijo, mirándose la ropa—, ¿prefieres dejarlo para otro día?

Mis pies llegaron a la acera y el ritmo de mi taconeo me confirmó que cojeaba. Todo estaba en silencio, pero aquella calma parecía albergar una nueva amenaza. El señor Finley tenía razón en algo: esto volvería a suceder a menos que afirmase mi posición de alguna forma que ellos respetasen.

Respiré profundamente el aire helado mientras me dirigía al coche de David.

—Para nada, chico. Me debes una cena. ¿Te apetece chili del Skyline? —respondí. Vi que él se sentía confundido, dubitativo—. Pero lo comemos en el coche; esta noche tengo que investigar un par de temas.

—Rachel —protestó David mientras su coche gorjeaba alegremente al abrirse los cierres— creo que al menos te mereces tomarte la noche libre. —Sus ojos se achicaron y me miró por encima del techo del coche—. Siento mucho todo lo que ha pasado. Tal vez… tal vez tendríamos que anular el contrato de manada.

—¡Ni te atrevas! —le grité por si alguien nos estaba escuchando desde el piso de arriba, mirándolo mientras abría mi puerta. Pero volvía recuperar una expresión tímida—. No puedo permitirme que me quiten la bonificación de la póliza de seguros.

David rió, pero me daba cuenta de que mi respuesta no lo había satisfecho. Nos metimos en el coche. Los dos nos movíamos lentamente porque íbamos descubriendo nuevos puntos de dolor e intentábamos encontrar una postura en la que sentarnos con comodidad. Dios, sentía dolor en cada parte de mi cuerpo.

—Lo digo en serio, Rachel —insistió. Su voz grave llenaba todo el interior del pequeño coche cuando hubimos cerrado las puertas—. No es justo que tengas que soportar toda esta mierda.

Lo miré con una sonrisa en los labios.

—No te preocupes por mí, David. Me encanta ser tu alfa. Lo único que tengo que hacer es encontrar el amuleto adecuado para transformarme en lobo.

Suspiró y su pequeño armazón se estremeció con la exhalación. Después soltó un bufido…

—¿Qué pasa? —quise saber, abrochándome el cinturón de seguridad mientras él ponía en marcha el motor.

—¿Un amuleto para transformarte? —dijo mientras colocaba la marcha y se alejaba de la acera—. Aunque quieras ser mi alfa, preferiría que no fueses una transformista… ¿Lo pillas?

Descansé la cabeza sobre una mano y apoyé el codo en la parte interior de la puerta.

—No hace gracia —le respondí, pero él estalló en carcajadas a pesar de que hacerlo le dolía.

2.

Los rayos de luz del crepúsculo formaban dibujos moteados sobre mis guantes mientras me arrodillaba sobre una almohadilla de espuma verde y me estiraba para alcanzar la parte trasera de un parterre en el que se habían arraigado hierbajos a pesar de la sombra que proyectaba el roble que crecía por encima de él. Desde la calle me llegaba el suave rugido de los coches. Un arrendajo gorjeó y otro le contestó. Los sábados en los Hollows estaban llenos de rutina.

Me erguí y me desperecé hasta que la espalda me crujió. Me levanté de un salto, con una mueca de sufrimiento cuando el amuleto se me despegó de la piel y sentí un pinchazo agudo. Era consciente de que no tendría que estar trabajando allá fuera bajo la influencia de un amuleto para el dolor, y mucho menos hacerme daño sin darme cuenta, pero después de lo de anoche necesitaba pasar un poco de tiempo jugando con la tierra para asegurarle a mi subconsciente de que seguía viva. Y el jardín necesitaba que alguien se ocupara de él. Sin Jenks y su familia manteniéndolo, había quedado muy descuidado.

El olor del café recién hecho brotaba por la ventana de la cocina y dominó enseguida el aire de aquella fresca tarde de primavera. Ivy ya se había despertado. Me puse de pie y paseé la mirada desde el anexo revestido de listones amarillos tras la iglesia hasta el cementerio vallado que había más allá de mi jardín de bruja. Aquel terreno ocupaba cuatro solares completos, y se extendía hasta la calle que lo cruzaba al final. Aunque no habían enterrado a nadie desde hacía al menos treinta años, yo seguía cortando el césped periódicamente. Un cementerio cuidado es un cementerio feliz.

Preguntándome si Ivy me traería un café si le gritaba, extendí la alfombrilla para las rodillas bajo el sol, cerca de un parterre de violetas negras de tallos suaves. Jenks las había sembrado el otoño anterior, y quería evitar que al crecer fuesen demasiado largas y espigadas. Rodeé el plantel, evitando el rosal, me arrodillé ante las florecitas y arranqué un tercio de las violetas.

Ya llevaba el tiempo suficiente allí fuera como para que el esfuerzo me hubiese caldeado, ya que me había despertado antes de mediodía a causa de las preocupaciones. Tampoco me había sido fácil conciliar el sueño. Me había quedado sentada hasta el alba en la cocina, con mi libro de hechizos abierto en busca de uno que me sirviese para transformarme en un lobo. Pero era una tarea difícil de completar: no existían encantamientos para cambiarse en otro ser sensitivo; al menos, legales no. Y tenía que tratarse de un hechizo terrestre, ya que la magia de las líneas luminosas se basaba sobre todo en la ilusión y en los estallidos físicos de energía. Contaba con unos recursos pobres pero únicos, aunque entre todos los hechizos y amuletos de los que disponía no había ninguno que me enseñase a transformarme.

Acerqué un poco más la alfombrilla al parterre y sentí que en mi interior crecía cierta preocupación. David ya me lo había dicho: la única forma de ser un hombre lobo era haber nacido siéndolo. Pronto, los desgarrones que me habían producido los colmillos de Karen en el cuello y en los nudillos, que ahora llevaba cubiertos con vendajes, desaparecerían y no dejarían más secuelas que los recuerdos en mi memoria. Tal vez encontrase algún hechizo en la sección de artes negras, al fondo de la biblioteca, pero la magia negra terrestre usaba ingredientes repugnantes (como apéndices indispensables de algunos hombres, por ejemplo), y no me apetecía mucho meterme en ello.

En la única ocasión en que me había planteado usar la magia negra había acabado con una marca demoníaca, luego con otra y terminé por convertirme en el familiar de un demonio. Por suerte, había mantenido conmigo mi alma, y el trato se consideró imposible de cumplir. Estaba libre, limpia, de no ser por la marca original del Gran Al, que portaría junto con la de Newt hasta que descubriese la forma de pagarles mi deuda. Pero al mismo tiempo, el vínculo como familiar se había roto, y Al no se presentaba ante mí cada vez que contactaba con una línea luminosa.

Con los ojos entrecerrados por el sol, espolvoreé con tierra la muñeca y la marca demoníaca de Al. La tierra estaba fría y escondía con mayor eficacia la marca formada por círculos y líneas que cualquier hechizo. También cubrió la marca roja que me había quedado en la muñeca en el punto en que los lobos me habían colocado la brida de plástico. Dios, qué estúpida había sido.

La brisa me despeinó un mechón pelirrojo que me hizo cosquillas en la nariz y lo volvía colocar en su sitio mientras rodeaba el rosal, para acceder a la parte trasera del parterre. Mis labios se separaron, sorprendidos. Alguien lo había pisoteado.

Una sección entera de las plantas estaba partida por la base, y las flores estaban tumbadas, mustias. Unas huellas diminutas demostraban quién había hecho aquello: rabiosa, recogí un puñado de tallos quebrados y sentí en su falta de elasticidad aquella muerte inminente. Malditas hadas de jardín.

—¡Eh! —grité, levantándome de golpe con la vista fija en el dosel de ramas de un fresno cercano.

Con el rostro encendido, caminé con fuertes pasos hasta colocarme debajo del árbol, sujetando las flores en la mano de forma acusatoria. Había estado enfrentándome con ellas desde la semana anterior, cuando habían llegado desde México, pero estaba perdiendo la batalla. Las hadas se comen los insectos, a diferencia de los pixies, que se alimentan de néctar, y no les importa arrasar el jardín mientras cazan su comida. En eso se parecen a los humanos: destruyen lo que las mantiene con vida a largo plazo para conseguir vituallas a corto plazo. Solo era un grupo de seis, pero no respetaban nada.

—¡He dicho «eh»! —volví a gritar, aumentando el volumen, doblando el cuello para mirar el amasijo de hojas que parecía un nido de ardillas sujeto en medio del árbol—. ¡Os dije que os mantuvierais alejadas de mi jardín si no podíais evitar destrozarlo! ¿Qué vais a hacer para reparar esto?

Mientras yo seguía echando humo en tierra, se oyeron unos crujidos y una hoja seca cayó del árbol. Un hada macho pálida asomó la cabeza; era el líder de aquel clan de solterones que había decidido por fin dirigirse a mí.

—No es tu jardín —me replicó, a voz en grito—. El jardín es mío, y si por mí fuese, podrías irte a dar un largo paseo por una de tus líneas luminosas.

Me quedé boquiabierta a mí espalda escuché el golpe sordo de una ventana al cerrarse; Ivy no quería saber nada de lo que iba a suceder a continuación. No la culpaba, pero era el jardín de Jenks, y si no lo libraba de las hadas, para cuando lo convenciese de que volviese a casa ya estaría completamente arrasado. Era la vigilante, maldita sea, y si no podía mantener el jardín de Jenks intacto, no me merecía el cargo. Pero a cada segundo se hacía más complicado; las hadas volvían a aparecer en el mismo momento en que entraba en casa.

—¡No me ignores! —grité cuando el hada desapareció en el interior del nido común—. ¡Maldito bichejo! —Se me escapó un grito de rabia cuando un culito diminuto, desnudo, apareció en el mismo punto en el que antes había estado la cara y se meneó ante mí. Creían que estaban a salvo allá arriba, fuera de mi alcance.

Disgustada, arrojé a un lado los tallos rotos y caminé hacia el cobertizo. Si ellos no venían a mí, tendría que ir yo a ellos. Y tenía una escalera.

Los arrendajos azules del cementerio seguían trinando; parecía que habían descubierto un nuevo tema del que cotillear mientras que yo acarreaba aquel armatoste de metal de cuatro metros. Mientras lo colocaba apoyado en el tronco, golpeó contra las ramas más bajas, y con una protesta aguda, el nido se vació con una explosión de alas de mariposa azules y naranjas. Coloqué un pie en el primer peldaño, y con un soplido me aparté un mechón de pelo de los ojos. Odiaba tener que hacer esto, pero si destrozaban el jardín los niños de Jenks se morirían de hambre.

—¡Ahora! —sonó una orden chillona, y grité cuando sentí unos aguijones en la espalda.

Me encogí, agaché la cabeza y giré sobre mí misma. La escalerilla se resbaló y fue a caer sobre el mismo parterre que las hadas habían destruido. Volvía sentir un aguijonazo y levanté la cabeza. Me estaban lanzando las bellotas del año anterior, que tenían una punta lo bastante afilada como para hacerme daño.

—¡Malditos cabroncetes! —grité de nuevo, alegrándome de llevar conmigo un amuleto contra el dolor.

—¡Otra vez! —volvió a ordenar el líder.

Mis ojos se abrieron como platos al ver el puñado de bellotas que habían disparado en mi dirección.


Rhombus
. —Pronunciar aquella palabra era como presionar un gatillo que provocaba la activación de una serie de ejercicios mentales aprendidos con dificultad como si fuese una acción casi instintiva. Más rápida que el pensamiento, mi consciencia contactó con la pequeña línea luminosa del cementerio. La energía me llenó, equilibrándose en mi interior en el tiempo que había entre el recuerdo y la acción. Giré sobre mí misma, con el dedo gordo del pie extendido dibujando un burdo círculo, y la energía de la línea lo llenó y lo cerró. Podía haber hecho lo mismo la noche anterior y haberme evitado la derrota si no hubiese sido por la plata encantada que me habían colocado en la muñeca.

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