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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Por un puñado de hechizos (3 page)

BOOK: Por un puñado de hechizos
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A mi alrededor, los hombres lobo empezaban a recular un poco, ampliando el círculo. Mierda y otra vez mierda.

El señor Finley me sonrió educadamente; mi mirada saltó de él al resto de alfas que me rodeaban, vestidos con trajes caros y zapatos de quinientos dólares. Mi corazón me martilleaba en el pecho, mientras empezaba a ser consciente de lo que estaba sucediendo. Estaba hundida en la mierda hasta el cuello. Se habían unido entre ellos, en un vínculo cerrado.

Asustada, adopté una postura de combate. Que los hombres lobo se hubiesen unido de aquella forma, separados de sus manadas habituales, significaba que estaba sucediendo algo extraño. Lo había visto en una sola ocasión, en un partido de los Howlers, en el que varios alfas se habían unido para socorrer a un jugador herido y habían absorbido parte del dolor para que este pudiese acabar la carrera y ganar el partido. Era ilegal, pero era complicado de demostrar, ya que localizara los alfa en un estadio de grandes dimensiones era prácticamente imposible. El efecto fue tan solo temporal porque los hombres lobo, y sobre todo los alfa, no son capaces de seguir las órdenes de nadie durante mucho tiempo, pero serían capaces de mantener la unión el tiempo suficiente para que Karen me hiciese daño… mucho daño.

Asenté los pies en el interior de las botas, con firmeza, y sentí que los puños me empezaban a sudar. ¡No era justo, joder! Me habían arrebatado mi magia, lo que me dejaba con la única posibilidad de luchara golpes… ¡pero ella no sentiría nada! Estaba frita. Era comida para perros. La mañana siguiente iba a sentir mucho dolor en el cuerpo, pero no iba a caer sin luchar antes.

Las orejas de Karen se replegaron; era la única señal de advertencia que me iba a dedicar.

El instinto se impuso sobre el entrenamiento y reculé mientras ella saltaba. Los dientes mordieron con un chasquido en el mismo punto en que había estado mi cara y las dos caímos; sus garras estaban sobre mi pecho. Golpeé con fuerza el suelo y solté un gruñido. El aliento perruno, caliente, bañó mi rostro y le pegué un rodillazo; esperaba que aquello la dejase sin aliento. Se oyó un gemido de asombro y aquellas garras romas se deslizaron por mi costado mientras Karen se apartaba y volvía a enderezarse.

Yo me mantuve en el suelo. Me incorporé hasta quedar apoyada sobre mis rodillas, para que no pudiese tumbarme de nuevo. Sin un momento de espera, Karen volvió a saltar.

Grité y alargué un brazo, lo mantuve tenso. El pánico me dominó cuando el puño la alcanzó en el centro de la boca. Sus garras, del tamaño de mis manos, me empujaron mientras intentaba desesperadamente apartarse de mí. Yo caí de espaldas. Tenía suerte de que la mujer lobo no hubiese vuelto la cabeza y me hubiese arrancado el brazo de un mordisco. De todos modos, ya había empezado a sangrar por un tajo irregular.

Las toses de Karen, provocadas por el dolor, resonaban en la estancia, pero enseguida se convirtieron en un gruñido agresivo.

—¿Qué te pasa, abuelita? —jadeé, apartándome la trenza de la cara—. ¿No te puedes comer a Caperucita?

Las orejas se le pusieron de punta, el vello del cuello se erizó, los labios se abrieron para mostrar los dientes, y embistió de nuevo contra mí.

Vale. Quizás no había sido lo más inteligente que podía haber dicho en aquella situación. Karen me golpeó con la fuerza de un portazo, me empujó hacia atrás y caí. Su mandíbula rodeó mi cuello, me ahogó. Yo agarré la pata que había quedado sobre mi cuerpo y le clavé las uñas. Ella me mordió y yo solté un grito ahogado.

Cerré la mano en un puño y la golpeé un par de veces en las costillas. Pegué otro rodillazo y la alcancé en alguna parte. Tenía la boca llena de aquel pelaje sedoso; alcé un poco la cabeza y le tiré de una oreja. Sus dientes me apretaron con más fuerza, me dejaban sin aire. Mi vista empezó a nublarse. Aterrorizada, le busqué los ojos.

Preocupada solo por sobrevivir, le clavé las uñas bajo los párpados. Y eso sí que lo sintió. Con un gemido, se separó de mí de un salto. Tomé airé entrecortadamente, y me apoyé sobre un codo. Mi otra mano subió hacia mi cuello y se separó de él cubierta de sangre.

—¡No es justo! —grité, completamente furiosa mientras me levantaba. Los nudillos me sangraban, me dolía el costado, y la adrenalina y el miedo hacían que temblase. Notaba la excitación del señor Finley, podía oler el almizcle que segregaba. Todos ellos se ponían con la perspectiva de ver a uno de los suyos devorara una persona «legalmente».

—Nadie ha dicho que tuviese que ser justo —respondió el hombre, con voz suave, e hizo una señal a Karen.

Pero su deseo de atacar se detuvo al escuchar el tintineo del ascensor.

La desesperación me invadió. Con tres alfas más, ya no sentiría ningún tipo de dolor. Ni siquiera si lograba hacerle un corte.

Las puertas se abrieron y mostraron a David, apoyado contra el fondo de la cabina. Su rostro mostraba una herida que seguramente derivaría en un ojo a la funerala, y su gabardina estaba rasgada y sucia. Poco a poco irguió la cabeza, mostrando la mirada asesina de sus ojos marrones.

—¡Vete! —rugió su jefe.

—Me he olvidado el maletín —bromeó él saliendo del ascensor de un salto. Con una rápida mirada sopesó la situación; todavía respiraba pesadamente por el esfuerzo de haber escapado de los tres hombres lobo que lo habían arrastrado a los pisos inferiores—. Habéis desafiado a mi alfa, y voy a quedarme aquí para asegurarme de que se trata de una pelea justa. —Se acercó tambaleante a su maletín, le quitó el polvo que le había caído encima y se volvió hacia mí—. Rachel, ¿todo bien?

Sentí que la gratitud me inundaba. No había venido a rescatarme, sino que quería asegurarse de que todo fuese justo.

—Todo bien —respondí yo, con voz quebrada— pero esa zorra no siente ningún daño y me han arrebatado la magia. —Iba a perder. Iba a perder y me dolería.
Lo siento, David
.

Los hombres lobo que me rodeaban se miraron intranquilos por la presencia de un testigo, y la tez del señor Finley adquirió tintes sombríos.

—Acabad con esto —ordenó, y Karen se lanzó hacia mí.

Sus uñas rasguñaron las planchas de madera del piso al impulsarse. Con un jadeo, me tiré al suelo antes de que ella pudiese derribarme. Alcé las rodillas hasta el pecho, coloqué mis pies contra ella cuando Karen aterrizaba sobre mí y la lancé por encima de mi cabeza.

Oí un chillido de desconcierto y un golpe sordo, ya David gritando algo. Se estaban produciendo dos peleas simultáneamente.

Me di la vuelta apoyada en el trasero para estar frente a Karen. Abrí los ojos y alcé un brazo.

Karen se estrelló contra mí y me dejó atrapada contra el suelo. Me cubría completamente; el miedo me golpeó profundamente. Tenía que evitar que volviese a morderme la garganta. Grité desesperadamente cuando me clavó los dientes en el brazo.

Suficiente.

Le pegué un puñetazo en la cabeza. Levantó el morro, arrastrando con él mi brazo, lo que lanzó una descarga de dolora través de todo mi cuerpo, aunque volvió enseguida a estar sobre mí, con aquellos rugidos salvajes. Pero una pequeña esperanza se había abierto ante mí y apreté los dientes. Karen había notado aquel golpe.

A mí alrededor seguía oyendo gritos y porrazos. David estaba interfiriendo, estaba rompiendo su concentración. El círculo se estaba separando. Yo no podía superar a Karen, pero ahora estaba completamente convencida de que cuando se fuese se acordaría de mí.

La rabia y la adrenalina me ayudarían en mi misión.

—¡Perra estúpida! —grité y le lancé otra puñada al oído, que le hizo soltar un gañido—. ¡Maldita hija de perra faldera! ¡Te apesta el aliento! Te gusta esto, ¿eh? —La volvía golpear, incapaz de ver nada por culpa de las lágrimas que me emborronaban la visión—. ¿Quieres más? ¿Qué te parece esto?

Se lanzó contra mi hombro y me agarró, e intentó sacudirme. Una de sus sedosas orejas se me metió en la boca, y como no logré escupirla, la mordí con todas mis fuerzas.

Karen aulló y se apartó. Respirando de nuevo libremente, me erguí sobre manos y rodillas y me quedé contemplándola.

—¡Rachel! —exclamó David; mi pistola de pintura se deslizó sobre el suelo de madera hasta acabar bajo mi mano.

Empuñé el arma de color rojo cereza y, de rodillas, apunté a Karen. Ella se quedó sentada, intentando detener con los cuartos delanteros el impulso que la llevaba adelante. Con los brazos todavía temblorosos, escupí un jirón de pellejo blanco.

—Se acabó lo que se daba, zorra —le comuniqué, y disparé.

El bufido de aire comprimido que surgió de mi pistola quedó ahogado por el grito de frustración de alguien.

El proyectil la golpeó en el centro del morro y le cubrió el rostro con la poción de sueño, el encantamiento más agresivo que puede usar una bruja blanca. Karen cayó como si le acabasen de cortar los hilos que la sujetaban y se desplomó a un metro de mí.

Me levanté, temblando tanto por toda la adrenalina que me llenaba el cuerpo que casi no me podía mantener en pie. Con los brazos agarrotados, apunté al señor Finley con la pistola. El sol ya se había escondido tras las colinas que había más allá del río, y su rostro estaba bañado por las sombras. Era muy sencillo leer su postura corporal.

—He ganado —le dije, y le pegué un golpe a David cuando me rodeó los hombros con un brazo.

—Calma, Rachel —me tranquilizó David.

—¡Estoy bien! —exclamé, volviendo a poner a su jefe en el punto de mira antes de que el hombre pudiese escabullirse—. Me parece perfecto que quieran desafiarme por mi título, pero tengo que combatir como una bruja… ¡y me han desposeído de toda mi fuerza! ¡No ha sido justo y usted lo sabe!

—Venga, Rachel, salgamos de aquí.

Yo seguía apuntando a su jefe; deseaba con todas mis fuerzas apretar el gatillo. Pero, demostrando toda mi clase, bajé el arma y le arrebaté mi bolso a David, que me lo estaba ofreciendo a mi alrededor, noté que la tensión que rodeaba al resto de lobos alfa, que nos observaban, se estaba relajando.

Con el maletín en la mano, David me acompañó hasta el ascensor. Yo seguía temblando, pero de todos modos les di la espalda; aquel gesto demostraba mucho mejor que las palabras que ya no los temía.

Pero sí que estaba asustada. Si Karen hubiese intentado matarme, no solo someterme a ella, la pelea habría acabado en treinta segundos.

David pulsó el botón de la planta baja, y los dos nos volvimos.

—No ha sido un combate justo —comentó, y se frotó la boca. La mano se le había teñido de color rojo sangre—. Tenía todo el derecho a estar presente.

—Debe estar presente el lobo alfa de la hembra —respondió el señor Finley, negando con la cabeza— o, en caso de que esté ausente, tiene que haber seis alfas presentes como testigos para evitar cualquier tipo de… —sonrió— juego sucio.

—En el momento del combate, no había seis alfas presentes —replicó David—. Espero que esto entre en actas como una victoria para Rachel. Esa mujer no es mi alfa.

Seguí su mirada, fija en Karen, que seguía tumbada en el suelo, olvidada, y me pregunté si alguien la sumergiría en agua salada para romper el hechizo, o si tan solo la abandonarían, todavía inconsciente, en el rellano del cubil de su manada. Realmente no me importaba, y tampoco iba a preguntar.

—Sea justo o no, así es la ley —continuó el señor Finley, mientras los alfas se desplazaban para mostrarle su apoyo—, y nos permite aplicar unos amables correctivos cuando un alfa se descarría. —Respiró profundamente, claramente pensativo—. Esto quedará registrado como una victoria para tu alfa —concluyó, como si no le importase—, siempre y cuando no presentes una reclamación. Pero David, no es una mujer lobo. Si no puede derrotar a otro con sus capacidades físicas, no se merece el título de alfa y pueden vencerla en cualquier momento.

Sentí una punzada de miedo al recordar la imagen de Karen sobre mí.

—Una persona no puede vencer a un lobo —siguió el señor Finley—. Tendría que transformarse en lobo para tener alguna posibilidad, y las brujas no pueden hacerlo.

Los ojos del hombre se cruzaron con los míos, y aunque yo no aparté la mirada, el miedo se deslizó hasta mi vientre. La campanilla del ascensor sonó, y corría su interior; no me importaba que supieran que estaba asustada. David me siguió mientras yo me aferraba a mi bolso ya mi pistola, como si tuviese miedo de derrumbarme si no los tenía conmigo.

El jefe de David dio un paso adelante. Su presencia era amenazadora, con el rostro completamente cubierto por las sombras de la noche.

—Eres un alfa —dijo, con el mismo tono de voz que usaría para regañar a un niño—. Deja de jugar con brujas y empieza a contribuir como debes.

Las puertas se cerraron y yo me apoyé en el espejo. ¿«Contribuir como debes»? ¿Qué significaba aquello?

El ascensor descendía lentamente y con cada piso que nos separaba de ellos sentía que la congoja en mi interior se suavizaba. Olía a lobos furiosos; miré a David. Uno de los espejos estaba rajado, y mi reflejo me mostraba un aspecto terrible: la trenza estaba deshecha, llena de restos de escayola; tenía la marca de un mordisco en el cuello, en el punto en que los colmillos de Karen me habían apresado y arrancado la piel; y me había desgarrado los nudillos cuando le golpeé el morro. La espalda me punzaba, tenía un pie dolorido y, mierda, había perdido un pendiente. Y eran mis preferidos.

Recordé el tacto suave de la oreja de Karen en mi boca, lo elástica que estaba cuando la mordí. Había sido espeluznante tener que herir a alguien de forma tan íntima, pero yo estaba bien. No había muerto. Nada había cambiado. Nunca había intentado aprovechar mis habilidades con líneas luminosas en una pelea tan feroz como esta, y ahora había aprendido que tenía que tener cuidado con las ataduras. Por Dios, me habían atrapado con tanta facilidad como a una adolescente robando.

Me lamí un pulgar y me limpié un pegote de escayola de la frente. La brida de plástico que rodeaba mi muñeca era fea, y necesitaría las tenazas de Ivy para librarme de ella. Me quité el pendiente que todavía llevaba y lo dejé caer en el bolso. David se había apoyado en la esquina y se apretaba las costillas, pero no tenía aspecto de que le preocupase mucho tener que encontrarse ahora con los otros tres hombres lobo que había abatido antes en el ascensor, así que también guardé la pistola. Los lobos solitarios eran como alfas que no necesitaban la seguridad que proporciona la manada para sentirse confiados. Si te parabas a pensarlo, resultaba bastante peligroso.

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