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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Por un puñado de hechizos (56 page)

BOOK: Por un puñado de hechizos
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—Mira, he estado pensando un poco y tienes razón. —Me asomé por un lado de Jenks y después volvía echarme atrás—. ¿Cuánto tiempo vais a tardar en llegar a ese centro comercial que hay al aire libre?

—¿Que has estado pensando un poco? —dijo Ivy en voz baja, parecía muy vulnerable.

Jenks examinaba la plaza.

—Tic, tac, Rachel.

Nerviosa, volví de nuevo con el teléfono.

—Sí. Necesito empezara tomar decisiones más inteligentes. Pero estamos en ese centro comercial y Brett y Walter están sentados en el coche. —La agradable sensación que me había infundido el azufre se había transformado en miedo y tuve que ahogar el pánico que empezaba a invadirme. En el fondo, el azufre no era más que un intensificador. Si estabas contenta, estabas muy contenta. Si estabas triste, te apetecía suicidarte. En ese momento yo estaba cagada de miedo. Hasta que se pasara el efecto, aquello iba a ser una montaña rusa de emociones. ¡Maldita fuera, no tenía tiempo para eso!

Ivy le gruñó algo a Nick y oí el estallido de un claxon.

—¿Cuántos? —preguntó con tono tenso.

Miré más allá de Jenks, vi las flores iluminadas por el sol y los alegres escaparates.

—Cuatro hasta ahora, pero tienen móvil. Llevamos disfraces, así que seguramente no saben que somos nosotros. —
Cálmate, Rachel
, me dije mientras intentaba aprovechar la droga en mi beneficio.
Piensa
.

—Sabía que iba a pasar esto. ¡Lo sabía! —gritó Ivy.

—Bueno, casi prefiero encontrármelos aquí que en el motel —dije; me empeñé en dominar mis emociones y volver a convertir el miedo en invencibilidad, pero no funcionaba muy bien, seguía asustada.

—El puente sigue siendo de un solo carril en ambos sentidos —gruñó Ivy—. No puedo esquivara este tío. Dale el teléfono a Jenks. Quiero hablar con él.

Jenks se puso pálido y sacudió la cabeza.

»Jenks —exclamó Ivy—. Sé que puedes oírme. No puedo creer que la dejaras convencerte para salir. Te dije que necesitaba por lo menos otra dosis de azufre antes de ponerse a trabajar en la cocina, ¡y ya no te digo nada para salir!

—No estoy tan débil —dije, indignada, pero Jenks ya se me había adelantado, cogió el teléfono y lo sujetó de modo que pudiéramos oír los dos.

—Se comió esa última galleta, Ivy —dijo, era obvio que estaba ofendido—. Y acabo de darle otro chute del material. Está hasta arriba. No soy tan estúpido.

—¡Lo sabía! —dije mientras miraba más allá de Jenks a las personas que paseaban—. ¡Me has puesto algo en la comida!

Se produjo un breve silencio.

—¿Pillaste más azufre? —dijo Ivy en voz muy baja. Jenks me miró a los ojos.

—Sí. Y no te preocupes, pagué en metálico. No aparece en la tarjeta.

—¿De dónde sacaste el dinero, Jenks? —preguntó Ivy, había una amenaza clara en su voz.

—No fue tan caro —dijo, pero por su expresión repentinamente preocupada me di cuenta que Jenks pensaba que había hecho algo malo.

—¡Serás imbécil! —dijo Ivy—. ¡Sácala de ahí ahora mismo! ¡Has comprado un chute callejero, pixie estúpido! ¡Va más colgada que una cometa!

Jenks empezó a mover la boca pero sin decir nada.

—Esto, ¿Ivy? —chilló—. Tenemos que irnos.

—¡No cuelgues! —aulló Ivy—. Pásame a Rachel. ¡Jenks, dale el teléfono a Rachel!

Jenks intentó colgar pero yo le quité el teléfono. ¿Me había metido azufre callejero? Estupendo. Simplemente estupendo. Ya decía yo que se me estaba subiendo mucho. Pude oír a Ivy contándole a Nick lo que había pasado y escuché la palabra «invencible» y «conseguir que la maten». Jenks se giró para escudriñar la zona con el cuerpo tenso y gesto culpable.

—Oye, Ivy —dije, mi humor había dado un giro de varios grados hacia el cabreo—. La próxima vez que Jenks y tú queráis jugara los médicos, meteos el azufre por el culo, ¿vale? Los dos. No soy vuestra puñetera muñequita.

—Voy de camino —dijo Ivy sin hacerme ningún caso—. Rachel, tú solo… siéntate en alguna parte. ¿Puedes hacerlo? Te sacaré de ahí enseguida.

Me apoyé en la pared de ladrillos y sentí que hasta el más pequeño saliente se me clavaba a través de la camisa.

—Tómate tu tiempo —dije con ligereza, cabreada y nerviosa a la vez. La adrenalina corría por mis venas y el azufre me producía cosquilleos en la piel—. Jenks y yo vamos a recurrir al plan B.

—¿El plan B? —dijo Ivy—. ¿Cuál es el plan B?

Jenks se puso rojo.

—Coge el pez y sal pitando —murmuró, y yo casi me eché a reír.

—Voy a salir caminando de aquí —dije, había decidido que prefería ser invencible a tener miedo—, y voy a coger el tranvía para volver al motel. Y si alguien me para, voy a empezar a repartir golpes.

—Rachel —dijo Ivy poco a poco—. Es el azufre. No estás pensando con claridad. ¡No te muevas de donde estás!

Entrecerré los ojos.

—Puedo cuidarme muy bien sólita —dije, empezaba a sentirme francamente bien. No era el azufre. ¡No, yo vivía para emociones como esa! ¡Tomaba decisiones basadas en lo que me iba a joder más la vida! Era una bruja estúpida, chiflada y muy jodida que tenía que mezclar el peligro con su vida sexual para ponerse a tono, e iba a vivir una vida muy corta pero emocionante. Fui a colgar pero luego dudé.

—Oye, ¿quieres que deje la línea abierta?

—Sí —contestó Ivy en voz muy baja—. No. Sí.

Me despejé un poco al oír la preocupación en su voz.

—De acuerdo.

La sangre me recorrió entera con un cosquilleo y me metí el teléfono en la cinturilla del pantalón, al revés para que el micro quedara expuesto y no lo amortiguaran los vaqueros. Ivy podría oír todo lo que pasara. Miré a Jenks y percibí la preocupación y la tensión a la que estaba sometido.

—¿Y bien? —dije mientras me apartaba de un empujón de la pared—. ¿Qué piensas?

—Pienso que Ivy va a matarme —susurró—. Rachel, lo siento. No lo sabía.

Respiré hondo y exhalé el aire muy despacio durante un rato. Estaba hecho.

Si acaso, casi debería darle las gracias; estaba en pie y operativa, era capaz de correr aunque tuviera que pagar por ello más tarde.

—No te preocupes más —le dije y le toqué un hombro—. Pero deja de tomar mis decisiones por mí, ¿de acuerdo?

Vagué con la mirada y posé los ojos en el banco en el que habíamos estado sentados los dos. Se me secó la boca e intenté tragar un poco de saliva. Brett estaba de pie junto a él, de brazos cruzados y con los ojos clavados en mí. Estaba sonriendo a mí.

—Mierda —dije por lo bajo—. Jenks, saben que somos nosotros.

Mi pixie asintió, su juvenil rostro había adoptado una expresión muy seria.

—Apareció hace unos minutos. Tenemos seis en la salida que hay detrás de nosotros y cuatro en la esquina, por el otro lado.

—¿Y tú me dejas seguir hablando con Ivy? —dije sin poder creérmelo. Se encogió de hombros sin saber qué hacer.

—Son hombres lobo. No van a montar una escena.

En circunstancias normales habría estado de acuerdo con él. Con el corazón disparado, les eché una ojeada furtiva a los seis lobos de la salida. Llevaban un porrón de joyas encima y vestían con colores vivos, es decir, formaban parte de la manada callejera. Recurría mi segunda visión y sentí que la poca bravuconería que me quedaba se deshacía como el papel mojado. Sus auras volvían a estar ribeteadas de marrón. ¿Cómo se las había arreglado Walter para volver a unirlos así?

—Esto, ¿Jenks? —dije, sabía que Ivy estaba escuchando—. Están en un círculo. No van a quedarse ahí plantados tan tranquilos. Tenemos que irnos antes de que lleguen los demás.

Jenks me miró, miró a los lobos y después me volvió a mirar a mí. Le echó un vistazo al tejado y supongo que estaba pensando que ojalá pudiera volar.

—Solo ha y una hilera de tiendas —dijo de repente—. Vamos.

Me cogió por el brazo y me metió en la confitería. Lo seguí tropezando y aspirando con bocanadas profundas el intenso aroma a chocolate. Había una pequeña cola ante el mostrador, pero Jenks se abrió camino hasta el fondo entre un coro de indignadas protestas.

—Perdón. Disculpe —dijo y levantó la barrera que separaba la parte pública de la del mostrador.

—¡Eh! —exclamó una mujer muy grande, que llevaba el delantal atado con la pulcritud de un uniforme—. ¡No pueden entrar aquí atrás!

—¡Solo estamos de paso! —clamó Jenks con tono alegre. Las bolsas que sostenía traquetearon, me soltó el brazo un momento y metió un dedo en el cuenco de dulce de azúcar que se estaba enfriando sobre una mesa de mármol.

—Necesita más almendra —dijo tras saborearlo—. Y lo está cocinando medio grado de más.

La mujer se quedó con la boca abierta de la sorpresa pero Jenks se abrió camino junto a ella y entró en la cocina.

—Ahí —dije y los ojos de Jenks se dispararon hacia la puerta trasera, perfilada por las cajas amontonadas a su alrededor. La puerta de seguridad estaba abierta para dejar salir el aire caliente de la cocina a través de una mosquitera que parecía normal. Detrás estaban los coches de los empleados aparcados en un callejón de aspecto desagradable y tras ellos, la carretera principal a lo lejos, los estrechos centelleaban, parecían tan grandes como un lago.

—¿Lista? —preguntó Jenks.

Saqué del bolso, de un tirón, la pistola de hechizos.

—Sí. Vamos.

—¿Qué coño están haciendo ahí atrás? —gritó una voz masculina.

Me volví y el hombre abrió mucho los ojos al ver mi pistola de color rojo cereza, después se puso desagradable.

—¡Esto es mi negocio! —chilló—. ¡No un estadio para jugar con pistolitas de pintura! ¡Largo! ¡Largo de aquí!

—Perdón —murmuré, y salí disparada hacia la puerta cuando el tipo echó a andar hacia nosotros con los brazos estirados. Jenks y yo usamos la salida y nos plantamos de un salto en el callejón envueltos en un subidón de adrenalina. El golpe de la pesada puerta al cerrarse de un portazo me atravesó entera.

—Ah, mira, Jenks —dije cuando frenamos un poco para orientarnos—. Un callejón sin salida.

El viento era fresco y se levantaba y golpeaba la parte de atrás de la tienda; con la sangre zumbando y los pasos rápidos, me encaminé a la calle y la acera agrietada que tenía al lado a los lobos les llevaría un tiempo abrirse camino para salir y rodear la calle antes de llegar a la parte de atrás de la tienda, a menos que se cargaran la confitería, claro. Pero no me parecía que fuerana hacerlo. Al igual que sus supuestamente lejanos parientes los lobos silvestres, los hombres lobo no eran agresivos a menos que estuvieran defendiendo a los suyos. Claro que estaban en un círculo, así que quién sabía lo que podían hacer.

—Ivy —dije sin aliento mientras corríamos a paso ligero hacia la carretera, sabía que podía oírme—. Estamos fuera, entre el centro comercial y la… ¡Mierda! —exploté, y me detuve en seco cuando, con un sonido de grava deslizándose por el asfalto, apareció un trío de hombres lobo que frenaron tras doblar la esquina.

Llevaban pantalón caqui y polos a juego para que pareciera que iban de uniforme. Y lo que era peor, uno de ellos dejó caer una bolsa de lona y después de abrir la cremallera, empezó a tirarles unas armas muy feas a sus amiguitos. Me quedé allí plantada, incapaz de moverme. ¿Estaban chiflados? Eso iba mucho más allá de una simple muestra pública de fuerza. ¡Joder, ni siquiera los vampiros hacían eso! No a plena luz del día y en una calle donde podía verlos cualquier humano que pasara, en cualquier caso.

Alguien amartilló su arma y Jenks me tiró hacia atrás. Yo todavía no había cerrado la boca cuando aterrizamos contra un cuatro puertas oxidado por la sal y con la parte delantera llena de bolsas arrugadas de comida rápida.

Brett dobló la esquina con paso rápido y los ojos examinándolo todo. Al verme, sonrió.

—Los tenemos, señor —le dijo al teléfono que llevaba en la oreja, después se detuvo detrás de los tres lobos con posturas agresivas—. Detrás de la confitería. Se acabó todo salvo los gritos.

Con el corazón disparado, miré la carretera y el tráfico esporádico. El recuerdo de cuando había encontrado a Nick atado al muro resurgió en mi subconsciente. Un escalofrío lo purgó todo de mi interior salvo una determinación fiera. No era lo bastante fuerte como para sobrevivir a eso. No podía dejar que me atraparan.

—¿Quieres que haga un círculo y esperamos a Ivy o quieres salir de aquí luchando, Jenks? —dije, la mano con la que sujetaba la pistola de hechizos me había empezado a sudar.

Con un sonido de metal que se deslizaba, Jenks sacó una barra de metal sin brillo del cercano contenedor de reciclaje y la blandió un par de veces. Los tres lobos que llevaban armas adoptaron una postura más agresiva todavía.

—¿Crees que necesitamos a Ivy? —me preguntó mi pixie.

—Solo preguntaba —respondí, después me volví hacia los lobos. Me temblaban los brazos—. Ya. Como si fuerais a dispararnos —me burlé—. Si estamos muertos, no podéis sacarnos a golpes la ubicación de Nick.

Brett apretó la mandíbula. Por el otro lado llegaron dando zancadas tres lobos más, con lo que ya había siete hombres. Yo tenía catorce pociones para dormirlos. Tenía que actuar y rápido.

—Sometedlos —dijo Brett mientras guiñaba los ojos por culpa del sol. Molesto, le quitó el arma al hombre que tenía más cerca—. Utilizad los puños. Sois más que ellos y no quiero a la SI por aquí por culpa de unos disparos.

Me invadió la adrenalina, pero me hizo sentir más débil, no más fuerte a mí lado, Jenks gritó y después dio un salto. La mitad de los lobos se adelantaron a recibirlo, su velocidad y ferocidad me dejaron espantada.

Me golpeó el pánico. Apunté y derribé a uno con un hechizo. Después a otro. Quería ayudar a Jenks, pero llegaban muy rápido. Uno se escabulló y pasó de largo junto al pixie. Ahogué un grito e hinqué una rodilla en el suelo.

—¡Hoy no, hijo de puta! —exclamé antes de bañarlo con la poción. Se deslizó a menos de un metro de mí. Apunté al siguiente, que consiguió dar tres pasos más que el primero.

—¡Jenks! ¡Repliégate! —grité mientras me iba retirando y disparando sin parar:
puf, puf, puf
.

Cayeron tres más. Desesperada, me quité el pelo de la cara con una sacudida. Había muchos más de siete lobos, porque yo ya había derribado por lo menos a otros tantos. ¿Dónde coño estaba Ivy?

—¡Rache! —gritó Jenks para advertirme—. ¡Detrás de ti!

Giré en redondo. Un lobo vestido de cuero corría hacia mí. Detrás de él, la puerta de la cocina estaba abierta de par en par y llena de lobos con aspecto de tíos duros con ropa de calle.

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