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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Presa (19 page)

BOOK: Presa
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Y no le creí.

Llevaba toda la vida trabajando en tecnología, y había desarrollado cierto olfato respecto a qué era posible y qué no. Pasos de gigante como aquel sencillamente no existían. Nunca habían existido. Las tecnologías eran una forma de conocimiento, y como todo conocimiento, crecían, evolucionaban, maduraban. Creer lo contrario era creer que los hermanos Wright podían construir un cohete y volar a la Luna en vez de recorrer cien metros por aire sobre dunas de arena a bordo del
Kitty Hawk
.

La nanotecnología estaba aún en la fase del
Kitty Hawk
.

—Vamos, Ricky —dije—. ¿Cómo lo hacéis en realidad?

—Los detalles técnicos no son tan importantes, Jack.

—¿Qué gilipollez es esa? Claro que son importantes.

—Jack —dijo con su sonrisa más convincente—. ¿De verdad piensas que estoy mintiéndote?

—Sí, Ricky —respondí—. Lo pienso.

Alcé la vista y contemplé los tentáculos del pulpo. Rodeado de cristal, vi mi propio reflejo docenas de veces en las superficies que tenía alrededor. Era confuso, desorientador. Intentando concentrarme, bajé la vista, y noté que pese a que habíamos pasado por pasarelas de cristal, algunas secciones del suelo también eran de cristal. Una sección se hallaba a corta distancia. Caminé hacia ella. A través del cristal vi tuberías y conductos de acero por debajo del nivel del suelo. Una de las series de tuberías me llamó la atención, porque iba desde el cuarto de almacenamiento hasta un cubo de cristal cercano, y allí salían del suelo y ascendían, subdividiéndose en tubos de menor diámetro.

Aquel era, supuse, el material de alimentación: la masa de materia orgánica que se transformaría en moléculas acabadas al final de la cadena de ensamblaje.

Bajando de nuevo la vista seguí las tuberías con la mirada hasta el punto por donde salían del cuarto contiguo. Ese empalme era también de cristal. Vi los fondos curvos de acero de los grandes hervidores en que me había fijado antes, los depósitos que había tomado por una microcervecería. Porque sin duda era eso lo que parecía, una pequeña cervecería. Maquinaria para fermentación controlada, para crecimiento microbiano controlado.

Y de pronto comprendí qué era en realidad.

—Eres un hijo de puta —dije.

Ricky volvió a sonreír e hizo un gesto de indiferencia.

—Eh, sirve para hacer el trabajo —contestó.

Los hervidores del cuarto contiguo eran en efecto depósitos para el crecimiento microbiano controlado. Pero Ricky no hacía cerveza; creaba microbios, y no me cabía la menor duda de cuál era la razón. Incapaz de construir auténticos nanoensambladores, Xymos utilizaba bacterias para producir sus moléculas.

Eso era ingeniería genética, no nanotecnología.

—Bueno, no exactamente —dijo Ricky cuando se lo comenté—. Pero admito que estamos utilizando una tecnología híbrida. Tampoco es tan extraño, ¿no?

Eso era cierto. Desde hacía al menos una década los observadores venían pronosticando que con el tiempo la ingeniería genética, la programación informática y la nanotecnología se unirían. Todas se dedicaban a actividades similares e interrelacionadas. No existía una gran diferencia entre usar un ordenador para decodificar parte de un genoma bacteriano y usarlo para ayudar a introducir nuevos genes en la bacteria, para crear nuevas proteínas. No existía gran diferencia entre crear una nueva bacteria para producir, por ejemplo, moléculas de insulina, y crear un ensamblador micromecánico artificial para producir nuevas moléculas. Todo tenía lugar a nivel molecular. Todo formaba parte del mismo desafío: imponer un diseño humano a sistemas sumamente complejos. Y el diseño molecular era de una gran complejidad.

Podía concebirse una molécula como una serie de átomos unidos del mismo modo que piezas de Lego, una tras otra. Pero la imagen era errónea, porque a diferencia de una construcción de Lego, los átomos no podían unirse al gusto de uno. Un átomo insertado estaba sujeto a poderosas fuerzas locales —magnéticas y químicas—, con resultados frecuentemente no deseados.

El átomo podía ser desalojado de su posición. Podía permanecer en ella, pero en un ángulo anómalo. Podía incluso plegar la molécula en nudos.

Como consecuencia, la manufacturación molecular era un ejercicio dentro del arte de lo posible, de sustituir átomos y grupos de átomos para crear estructuras equivalentes que actuarían de la manera deseada. En vista de todas estas dificultades, era imposible pasar por alto el hecho de que ya existían fábricas moleculares probadas capaces de generar gran cantidad de moléculas: se las llamaba células.

—Por desgracia, la manufacturación celular solo puede llevarnos hasta cierto punto —explicó Ricky—. Cultivamos las moléculas sustrato, la materia prima, y luego trabajamos a partir de ellas con procedimientos de nanoingeniería. Así que hacemos un poco de cada cosa.

Señalé los depósitos.

—¿Qué células cultiváis?

—Theta-d 5972 —dijo.

—¿Y eso es?

—Una variedad de
E. coli
.

E. coli
es una bacteria común, presente en casi todas partes en el medio natural, incluso en el intestino humano.

—¿A nadie se le ha ocurrido que podría no ser una buena idea emplear células capaces de vivir en el interior de los seres humanos? —pregunté.

—En realidad no —respondió—. Para serte sincero, eso no se tuvo en cuenta. Simplemente queríamos una célula bien conocida y muy documentada. Escogimos un elemento habitual en la industria.

—Ya…

—En todo caso, no creo que sea un problema, Jack. No proliferaría en el vientre humano. Theta-d es optimizada para diversas fuentes nutrientes, a fin de abaratar su cultivo en laboratorio. De hecho, creo que puede crecer incluso en la basura.

—Así es como conseguís las moléculas, pues. Os las fabrican las bacterias.

—Sí —contestó—, así es como conseguimos las moléculas
primarias
. Cultivamos veintisiete moléculas primarias. Se unen en ambientes con temperaturas relativamente altas donde los átomos son más activos y se mezclan rápidamente.

—¿Por eso hace aquí tanto calor?

—Sí. La eficiencia de la reacción alcanza un máximo a sesenta y cuatro grados centígrados, así que trabajamos a esa temperatura. En esas condiciones obtenemos el índice de combinación más rápido. Pero estas moléculas se combinarán a temperaturas muy inferiores. Incluso entre uno y cuatro grados se conseguirá cierta cantidad de combinación molecular.

—¿Y no se requieren otras condiciones? —pregunté—. ¿Vacío? ¿Presión? ¿Campos magnéticos de alta potencia?

Ricky negó con la cabeza.

—No, Jack. Mantenemos esas condiciones para acelerar el ensamblaje, pero no son estrictamente necesarias. El diseño es francamente elegante. Las moléculas integrantes se unen con gran facilidad.

—¿Y estas moléculas integrantes se combinan para formar vuestro ensamblador final?

—Que luego ensambla las moléculas que queremos, sí.

Crear los ensambladores con bacterias era una solución astuta. Pero Ricky me decía que los componentes se ensamblaban casi automáticamente, sin más condición que una temperatura alta. ¿Para qué se utilizaba, pues, ese complejo edificio de cristal?

—Eficiencia y separación de procesos —aclaró Ricky—. Podemos construir hasta nueve ensambladores simultáneamente en los distintos brazos.

—¿Y dónde hacen los ensambladores las moléculas finales?

—En esta misma estructura. Pero primero los reaplicamos.

Moví la cabeza en un gesto de incomprensión. No conocía ese término.

—¿Los reaplicáis?

—Es un pequeño descubrimiento que desarrollamos aquí. Vamos a patentarlo. Verás, el sistema funcionó perfectamente desde el principio, pero el rendimiento era muy bajo. Generábamos medio gramo de moléculas acabadas por hora. A ese ritmo, llevaría varios días hacer una sola cámara. No entendíamos cuál era el problema. La última parte del ensamblaje en los brazos se realiza en fase gaseosa. Resultó que los ensambladores moleculares eran pesados y tendían a depositarse en el fondo. Las bacterias formaban una capa sobre ellos, liberando las moléculas integrantes, que eran aún más ligeras y flotaban a mayor altura. Así que los ensambladores apenas entraban en contacto con las moléculas que debían ensamblar. Probamos tecnologías de mezclado, pero no sirvieron.

—¿Y qué hicisteis?

—Modificamos el diseño de los ensambladores para crear una base lipotrófica que se adhiriese a la superficie de las bacterias. Eso mejoró el contacto de los ensambladores con las moléculas integrantes, y de inmediato el rendimiento se quintuplicó.

—¿Y ahora vuestros ensambladores se posan en las bacterias?

—Exacto. Se adhieren a la membrana exterior de la célula.

En un terminal cercano, Ricky hizo aparecer el diseño del ensamblador en la pantalla plana del monitor. El ensamblador parecía una especie de molinete, una serie de brazos en espiral que partían en distintas direcciones y un denso nudo de átomos en el centro.

—Es fractal, como he dicho —continuó Ricky—. Así que tiene más o menos el mismo aspecto en órdenes de magnitud menores. —Soltó una carcajada—. Es como el chiste de la torre de tortugas.
[7]
—Pulsó más teclas—. En todo caso, aquí tienes la configuración acoplada.

El monitor mostró el ensamblador adherido a un objeto mucho mayor en forma de cápsula. Como un molinete acoplado a un submarino.

—Esa es la bacteria Theta-d —dijo Ricky—. Con el ensamblador sobre ella.

Mientras observaba, se acoplaron varios molinetes más.

—¿Y estos ensambladores crean las unidades de cámara?

—Exacto. —Volvió a teclear. Vi una nueva imagen—. Esta es nuestra micromáquina, la cámara final. Tú has visto la versión para la corriente sanguínea. Esta es la versión para el Pentágono, mucho mayor y concebida para moverse por el aire. Lo que estás viendo es un helicóptero molecular.

—¿Dónde está la hélice? —pregunté.

—No tiene. Esta máquina utiliza esas pequeñas protuberancias redondas que ves ahí, dispuestas en ángulo; esos son los motores. De hecho, las máquinas se desplazan trepando por la viscosidad del aire.

—Trepando ¿por dónde?

—Por la viscosidad. Del aire. —Sonrió—. A nivel de micromáquina, ¿recuerdas? Es un mundo totalmente nuevo, Jack.

Por innovador que fuera el diseño, Ricky estaba condicionado por las especificaciones técnicas del Pentágono para el producto, y el producto no rendía como se esperaba. Sí, habían creado una cámara que no era posible abatir, y transmitía bien las imágenes. Ricky explicó que funcionaba perfectamente durante las pruebas a puerta cerrada. Pero al aire libre, incluso una ligera brisa tendía a arrastrarla como la nube de polvo que era.

El equipo de ingenieros de Xymos intentaba modificar las unidades para aumentar la movilidad, sin éxito hasta el momento. Entretanto el Departamento de Defensa decidió que las limitaciones del diseño eran insalvables, y se habían echado atrás en cuanto al nanoproyecto; se había anulado el contrato de Xymos, y en seis semanas el Departamento de Defensa iba a interrumpir la financiación.

—¿Por eso Julia buscaba tan desesperadamente capital riesgo en las últimas semanas? —pregunté.

—Sí —contestó Ricky—. Para serte sincero, la compañía podría ir a la quiebra antes de Navidad.

—A menos que acondicionéis las unidades para operar con viento.

—Así es, así es.

—Ricky, soy programador —dije—. No puedo ayudaros con el problema de la movilidad de los agentes. Eso es una cuestión de diseño molecular. Es ingeniería. No es mi especialidad.

—Lo sé. —Arrugando la frente, guardó silencio por un instante—. Pero en realidad creemos que el código del programa puede influir en la solución.

—¿El código? ¿En la solución a qué?

—Jack, debo hablarte con franqueza. Hemos cometido un error —dijo—. Pero la culpa no es nuestra. Te lo juro. No hemos sido nosotros. Fueron los contratistas. —Empezó a bajar por la escalera—. Ven, te lo enseñaré.

Con paso enérgico, me guió hasta el extremo del edificio, donde vi la caja amarilla de un ascensor abierto montado sobre la pared. Era un ascensor pequeño, y me resultaba incómodo porque estaba abierto; desvié la mirada.

—¿No te gustan las alturas? —preguntó Ricky.

—No las soporto.

—Bueno, pero es mejor que ir a pie. —Señaló a un lado, donde una escala de hierro ascendía por la pared hasta el techo—. Cuando el ascensor se avería, tenemos que subir por allí.

Me estremecí.

—Yo no.

El ascensor llegó hasta el techo, a una altura de tres pisos. Suspendida del techo, había una maraña de conductos, y una red de pasarelas de rejilla metálica para que los trabajadores realizaran el mantenimiento. Detestaba la rejilla, porque a través de ella veía el suelo, mucho más abajo. Procuré no mirar. Tuve que agacharme varias veces para pasar por debajo de tuberías. Ricky levantó la voz para hacerse oír por encima del rugido del equipo.

—Todo está aquí arriba —gritó, señalando en distintas direcciones—. Las unidades de tratamiento de aire están allí; el depósito del agua para el sistema contraincendios está allí. Las cajas de empalmes eléctricos también. De hecho, esto es el centro de todo. —Ricky continuó por la pasarela y finalmente se detuvo junto a un enorme respiradero, de un metro de diámetro aproximadamente, que daba al exterior. Inclinándose para acercarse a mi oído, dijo—: Este es el respiradero número tres, uno de los cuatro respiraderos principales de salida de aire al exterior. ¿Ves esas ranuras a lo largo del respiradero y las cajas cuadradas acopladas a las ranuras? Son grupos de filtros. Hay microfiltros dispuestos en capas sucesivas para evitar la contaminación externa.

—Las veo.

—Las ves
ahora
—precisó Ricky—. Por desgracia, el contratista olvidó instalar los filtros en este respiradero en concreto. De hecho, ni siquiera hizo las ranuras, así que los inspectores del edificio no llegaron a darse cuenta de que faltaba algo. Dieron el visto bueno a las instalaciones, y empezamos a trabajar. Y emanamos aire sin filtrar al medio ambiente.

—¿Durante cuánto tiempo?

Ricky se mordió el labio.

—Tres semanas.

—¿Y estabais en plena producción?

Asintió con la cabeza.

—Calculamos que emitimos aproximadamente veinticinco kilos de contaminantes.

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