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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Presa (22 page)

BOOK: Presa
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—Ni hablar, Jack. Lo siento. No puede pasar del primer compartimiento estanco.

Miré a los otros. Todos expresaron su respaldo con gestos de asentimiento.

—Muy bien, pues. Lo examinaré fuera.

—¿De verdad vas a salir?

—¿Por qué no? —Los miré sucesivamente—. Debo deciros, chicos, que creo que estáis todos muy confusos. La nube no es peligrosa. Y sí, voy a salir. —Me volví hacia Mae—. ¿Tienes algún kit de disección?

—Te acompaño —dijo en voz baja.

—Bueno, gracias.

Me sorprendió que Mae fuera la primera en aceptar mi punto de vista. Pero, como bióloga de campo, probablemente estaba mejor preparada que los demás para evaluar los riesgos del mundo real. En todo caso, su decisión pareció disolver un poco la tensión del ambiente; los otros se relajaron visiblemente. Mae fue a buscar los instrumentos de disección y equipo de laboratorio. En ese momento sonó el teléfono. Vince contestó y se volvió hacia mí.

—¿Conoces a una mujer llamada doctora Ellen Forman?

—Sí. —Era mi hermana.

—Está al teléfono.

Vince me entregó el auricular y se apartó. Me invadió un repentino nerviosismo. Eché un vistazo a mi reloj. Eran las once de la mañana, la hora de la siesta matutina de Amanda. En esos momentos debía de estar dormida en su cuna. Recordé entonces que le había prometido a mi hermana que llamaría a las once para ver cómo iba todo.

—¿Sí? ¿Ellen? ¿Todo en orden?

—Sí, claro. —Un larguísimo suspiro—. Todo en orden. Simplemente no sé cómo te las arreglas.

—¿Cansada?

—Cansada como nunca lo había estado.

—¿Se han marchado los niños al colegio?

Otro suspiro.

—Sí. En el coche Eric le ha pegado a Nicole en la espalda, y ella le ha dado un puñetazo en la oreja.

—Cuando empiezan con eso, Ellen, tienes que obligarlos a cortar.

—Eso estoy viendo —contestó con hastío.

—¿Y la pequeña? ¿Cómo está del sarpullido?

—Mejor. Estoy poniéndole la pomada.

—¿Y qué tal sus movimientos?

—Perfectamente. Tiene mucha coordinación para su edad. ¿Hay algún problema del que debería estar enterada?

—No, no —contesté. Volví la espalda al grupo y bajé la voz—. Me refería a si hace caca bien.

Detrás de mí oí reírse a Charley Davenport.

—En abundancia —contestó Ellen—. Ahora está dormida. La he llevado un rato al parque. Estaba rendida. Todo va bien en casa. Excepto que el piloto del calentador se ha apagado, pero ya viene el técnico a arreglarlo.

—Bien, bien… oye, Ellen, ahora estoy ocupado…

—Jack, Julia ha telefoneado desde el hospital hace unos minutos. Te buscaba.

—Ajá…

—Cuando le he dicho que estabas en Nevada, se ha alterado mucho.

—¿Ah, sí?

—Ha dicho que tú no lo entendías y que ibas a empeorar las cosas. Algo así. Me parece que vale más que la llames. La he notado muy nerviosa.

—De acuerdo, la llamaré.

—¿Qué tal van las cosas por ahí? ¿Volverás esta noche?

—Esta noche, no —contesté—. Mañana por la mañana en algún momento. Ellen, ahora tengo que dejarte.

—Si puedes, llama a los niños a la hora de la cena. Les gustará saber de ti. La tía Ellen está bien, pero no es su papá. Ya sabes a qué me refiero.

—Muy bien. ¿Cenaréis a las seis?

—Más o menos.

Le dije que intentaría telefonear y colgué.

Mae y yo estábamos ante la doble pared de cristal del compartimiento estanco exterior, a la entrada del edificio. Al otro lado del cristal, veía la puerta contraincendios de acero macizo que daba al exterior. Ricky estaba con nosotros, sombrío e intranquilo, observándonos mientras hacíamos los últimos preparativos.

—¿Estás seguro de que esto es necesario? ¿Salir?

—Es vital.

—¿Por qué no esperáis tú y Mae hasta la noche y salís entonces?

—Porque el tapetí ya no estará —contesté—. Por la noche, habrán venido los coyotes o los halcones y se habrán llevado el cuerpo.

—No creas —dijo Ricky—. No vemos coyotes por aquí desde hace tiempo.

—¡Demonios! —exclamé con impaciencia, conectando los auriculares—. En el rato que llevamos aquí hablando podríamos haber salido y vuelto a entrar. Hasta luego, Ricky.

Crucé la puerta de cristal y me detuve en el interior del compartimiento estanco. La puerta se cerró con un silbido a mis espaldas. Oí el breve zumbido ya familiar de las unidades de aire, y luego se abrió el otro panel de cristal. Me dirigí hacia la puerta de acero. Al volverme, vi a Mae entrar en el compartimento estanco.

Entreabrí la puerta contraincendios. La luz áspera e intensa proyectó una ardiente banda en el suelo. Noté el aire caliente en la cara. Por el intercomunicador Ricky dijo:

—Buena suerte, chicos.

Tomé aire, empujé la puerta y salí al desierto.

El viento había amainado, y el calor de media mañana era sofocante. En algún sitio gorjeó un pájaro; por lo demás, reinaba el silencio. De pie junto a la puerta, entorné los ojos ante el resplandor del sol. Un escalofrío me recorrió la espalda. Volví a respirar hondo.

Tenía la convicción de que los enjambres no eran peligrosos. Sin embargo una vez fuera mis inferencias teóricas parecieron perder fuerza. Debía de habérseme contagiado la tensión de Ricky, porque sentía una clara inquietud. Ahora que estaba fuera, el tapetí muerto se me antojaba mucho más lejos de lo que había imaginado. Estaba quizá a cincuenta metros de la puerta, la mitad de la longitud de un campo de fútbol. Alrededor, el desierto parecía un lugar inhóspito y desprotegido. Recorrí el trémulo horizonte con la mirada en busca de formas negras. No vi ninguna.

La puerta de acero se abrió detrás de mí, y Mae dijo:

—Cuando quieras, Jack.

—Vamos, pues.

Nos encaminamos hacia el tapetí; oyendo crujir la arena del desierto bajo los pies. Nos alejamos del edificio. Casi de inmediato el corazón me latió con fuerza y empecé a sudar. Me obligué a respirar hondo y despacio, esforzándome por conservar la calma. El sol me abrasaba la cara. Era consciente de que me había dejado asustar por Ricky, pero no podía evitarlo. Una y otra vez dirigía la mirada hacia el horizonte.

Mae me seguía a un par de pasos.

—¿Cómo va? —pregunté.

—Me alegraré cuando hayamos terminado.

Avanzábamos entre nopales amarillos que nos llegaban a la altura de la rodilla. El sol se reflejaba en sus espinas. Aquí y allá, un enorme cactus barril se alzaba de la tierra como un erizado pulgar verde.

Unos cuantos pájaros pequeños y silenciosos brincaban por el suelo, bajo los nopales. Cuando nos acercamos, levantaron el vuelo, manchas en movimiento contra el cielo azul.

Volvieron a posarse a unos cien metros.

Por fin llegamos junto al tapetí, rodeado por una nube negra y zumbante. Sobresaltado, vacilé.

—Son solo moscas —aseguró Mae.

Indiferente a las moscas, se adelantó y se agachó al lado del animal muerto. Se puso un par de guantes de goma y me entregó a mí otro par. Extendió una lámina de plástico en la tierra y la aseguró con una piedra en cada esquina. Cogió el tapetí y lo colocó en el centro del plástico. Corrió la cremallera de un pequeño kit de disección y lo abrió. Vi brillar bajo el sol los instrumentos de acero: fórceps, escalpelo, varias clases de tijeras. Dispuso también una jeringuilla y varios tubos de ensayo con tapones de goma en fila. Sus movimientos eran rápidos y expertos. Ya había hecho aquello antes.

Me agaché junto a ella. El cuerpo del animal no despedía olor alguno. Externamente nada revelaba cuál podía haber sido la causa de la muerte. El ojo abierto tenía un aspecto rosado y saludable.

—¿Bobby? —preguntó Mae—. ¿Recibes imagen?

—Inclina la cámara hacia abajo —oí decir a Bobby Lembeck.

Mae ajustó la cámara montada en las gafas.

—Un poco más… Un poco más… Bien. Así.

—De acuerdo —dijo Mae. Dio la vuelta al tapetí entre las manos, inspeccionándolo desde todos los ángulos. Apresuradamente, dictó—: En el examen externo, el animal parece por completo normal. No hay señales de enfermedad o anomalía congénita; tiene el pelo espeso y saludable en apariencia. Los conductos nasales están parcial o totalmente obstruidos. Noto un poco de materia fecal excretada en el ano, pero supongo que es resultado de una evacuación normal en el momento de la muerte.

Colocó al animal cara arriba en el plástico y separó las patas delanteras con las manos.

—Necesito tu ayuda, Jack.

Quería que sujetara las patas. El cuerpo aún estaba caliente y no había empezado a endurecerse.

Cogió el escalpelo y cortó rápidamente el vientre expuesto. Se abrió una hendidura roja entre el pelo y fluyó la sangre. Vi los huesos de la caja torácica y partes de intestino rosado. Mae hablaba continuamente mientras sajaba, fijándose en el color y la textura de los tejidos.

—Sujeta aquí —me dijo, y bajé la mano para mantener a un lado el resbaladizo intestino.

De un solo tajo de escalpelo, seccionó el estómago. Salió un líquido verde y denso, y cierta pulpa que parecía fibra a medio digerir. La pared interior del estómago parecía áspera, pero Mae dijo que era normal. Recorrió la pared del estómago expertamente con la yema del dedo y de pronto se detuvo.

—Mmm. Mira aquí —dijo.

—¿Qué?

—Aquí. —Señaló con el dedo. En varios puntos el estómago presentaba un color rojizo y sangraba un poco, como si estuviera en carne viva. Vi manchas negras en medio de la sangre. Mae explicó—: Esto no es normal. Es patología. —Cogió una lupa y miró de cerca. Al cabo de un momento volvió a dictar—: Observo áreas oscuras de entre cuatro y ocho milímetros de diámetro aproximadamente, que son, supongo, grupos de nanopartículas presentes en el revestimiento del estómago. Estos grupos se encuentran en asociación con una leve hemorragia de la pared biliar.

—¿Hay nanopartículas en el estómago? —pregunté—. ¿Cómo han llegado ahí? ¿Se las ha comido el tapetí? ¿Las ha tragado involuntariamente?

—Lo dudo. Supongo que han entrado activamente.

Fruncí el entrecejo.

—Quieres decir que han descendido por el…

—Esófago. Sí. Al menos, eso creo.

—¿Por qué iban a hacer una cosa así?

—No lo sé.

En ningún momento interrumpía su rápida disección. Cogió unas tijeras y cortó hacia arriba por el esternón; luego separó ambas mitades de la caja torácica con los dedos.

—Sujeta aquí.

Desplacé la mano libre para mantener separadas las costillas como ella había indicado. Los huesos tenían los bordes afilados. Con la otra mano sujetaba las patas traseras. Mae trabajó entre mis manos.

—Los pulmones presentan firmeza y color rosa vivo, aspecto normal. —Cortó un lóbulo con el escalpelo y siguió cortando hasta dejar a la vista el tubo bronquial. Lo abrió también. Estaba negro por dentro.

—Los bronquios aparecen infestados de nanopartículas, lo cual confirma la inhalación de elementos del enjambre —continuó, dictando—. ¿Recibes, Bobby?

—Lo recibo todo. La resolución de la imagen es buena.

Mae continuó cortando en dirección ascendente.

—Sigo el árbol bronquial hacia la garganta… —Y continuó cortando. Entró en la garganta y luego desde la nariz retrocedió a través del carrillo hasta la boca. Tuve que apartar la vista un momento. Pero ella siguió dictando tranquilamente—. Observo una considerable infiltración de todos los conductos nasales y la faringe. Esto indica una obstrucción parcial o total de las vías respiratorias, lo cual a su vez puede ser la causa de la muerte.

Volví a mirar.

—¿Cómo?

La cabeza del tapetí ya era apenas reconocible. Había desprendido la mandíbula y examinaba la garganta.

—Echa un vistazo tú mismo —dijo—. Una densa masa de partículas parece tapar la faringe y da la impresión de que se ha producido una reacción alérgica o…

Ricky la interrumpió:

—Eh, ¿vais a quedaros ahí fuera mucho más tiempo?

—Tanto como sea necesario —contesté. Me volví hacia Mae—. ¿Qué clase de reacción alérgica?

—Fíjate en los tejidos de esta zona, lo hinchados que están, y fíjate en la coloración gris, que indica…

—¿Sois conscientes de que lleváis ahí fuera cuatro minutos? —preguntó Ricky.

—Estamos aquí porque no podemos entrar el tapetí en el edificio —contesté.

—Exacto, no podéis.

Mae movió la cabeza en un gesto de negación al escucharlo.

—Ricky, no nos ayudas…

—No muevas la cabeza, Mae —dijo Bobby—. Desplazas la cámara.

—Lo siento.

Pero la vi levantar la cabeza, como si mirara al horizonte, y al hacerlo, destapó un tubo de ensayo e introdujo una porción de revestimiento del estómago. Se lo guardó en el bolsillo. Luego volvió a bajar la vista. A través del vídeo nadie vio lo que había hecho.

—Muy bien —dijo—, ahora tomaremos muestras de sangre.

—Sangre es lo único que vais a traer aquí dentro —dijo Ricky.

—Sí, Ricky. Ya lo sabemos.

Mae cogió la jeringuilla, clavó la aguja en una arteria, extrajo una muestra de sangre, la vertió en un tubo de plástico, desprendió la aguja con una sola mano, colocó otra, y extrajo una segunda muestra de una vena. En ningún momento aminoró el ritmo de trabajo.

—Tengo la sensación de que ya has hecho esto antes —comenté.

—Esto no es nada. En Sichuan, siempre trabajábamos en medio de inmensas ventiscas. No veíamos lo que hacíamos, se nos helaban las manos, los animales estaban congelados, era imposible clavar una aguja… —Dejó aparte los tubos de sangre—. Ahora solo falta tomar unos cultivos y habremos acabado. —Abrió su maletín y miró dentro—. ¡Vaya! Mala suerte.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Las torundas para cultivo no están aquí.

—Pero ¿los tenías ahí?

—Sí, estoy segura.

—Ricky, ¿ves las torundas por algún sitio? —pregunté.

—Sí están aquí, junto al compartimiento estanco.

—¿Podrías traérnoslas?

—Sí, claro. —Soltó una áspera carcajada—. No voy a salir ahí en pleno día por nada del mundo. Si las queréis, venid a buscarlas.

—¿Quieres ir? —me preguntó Mae.

—No —contesté. Estaba sujetando al animal; tenía las manos en posición—. Ve tú. Yo esperaré aquí.

—De acuerdo. —Se puso en pie—. Procura espantar las moscas. No nos interesa que haya más contaminación de la necesaria. Enseguida vuelvo.

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