—Claro. Todos queríamos. Pero Julia no lo permitió.
—¿Por qué?
—Quería mantenerlo vivo.
—¿Y nadie se lo discutió?
—Es vicepresidenta de la compañía, Jack. Insistía en que el enjambre era un accidente afortunado, que por casualidad nos habíamos encontrado con algo muy importante, que quizá al final fuera la salvación de la compañía y, por tanto, no debíamos destruirlo. Estaba… No sé… Estaba realmente encariñada con el enjambre. Mejor dicho, estaba orgullosa de él. Como si fuera un invento suyo. Lo único que quería hacer era «ponerle las riendas». Esas eran sus palabras.
—Sí, ya, ¿y cuánto hace que dijo eso?
—Ayer, Jack. —David se encogió de hombros—. Ya sabes, se fue de aquí ayer por la tarde.
Necesité un instante para darme cuenta de que tenía razón. Había pasado solo un día desde que Julia estuvo allí, y luego tuvo el accidente. Y en ese tiempo los enjambres habían evolucionado considerablemente.
—¿Cuántos enjambres había ayer?
—Tres. Pero solo vimos dos. Uno estaba escondido, supongo. —Movió la cabeza en un gesto de incredulidad—. Sabes, uno de los enjambres se había convertido en una especie de mascota para ella. Era más pequeño que los otros. Esperaba a que Julia saliera, y siempre se quedaba a su lado. A veces cuando salía, el enjambre giraba alrededor de ella, como si se alegrara de verla. Además, ella le hablaba, como si fuera un perro o algo así.
Me apreté las sienes palpitantes.
—Le hablaba —repetí. Dios santo—. No me digas que los enjambres también tienen sensores auditivos.
—No. No tienen.
—Así que hablarles era una pérdida de tiempo.
—Esto… bueno, pensamos que la nube estaba lo bastante cerca como para que el aliento de Julia desviara algunas de las partículas. Con una pauta rítmica.
—¿La nube entera actuaba como un tímpano gigante, pues?
—En cierto modo, sí.
—Y como es una red, aprendió…
—Sí.
Suspiré.
—¿Vas a decirme que el enjambre también le hablaba?
—No, pero empezó a hacer ruidos extraños.
Asentí con la cabeza. Yo mismo había oído esos ruidos.
—¿Cómo los hace?
—No estamos seguros. Bobby cree que es la inversión de la desviación auditiva lo que le permite oír. Las partículas palpitan en un frente coordinado y generan una onda sonora, algo así como un altavoz.
Tenía que ser algo así, pensé. Aunque resultaba inverosímil. En esencia, el enjambre era una nube de polvo compuesta de diminutas partículas. Estas carecían de la masa y la energía necesarias para generar una onda sonora.
Me asaltó una sospecha.
—David —dije—, ¿estuvo Julia ayer ahí fuera con los enjambres?
—Sí, por la mañana. No hubo problema. Fue unas horas más tarde, después de marcharse ella, cuando mataron a la serpiente.
—¿Ya habían matado algo antes?
—Esto… posiblemente un coyote hace unos días, no estoy seguro.
—¿Así que quizá la serpiente no fue la primera víctima?
—Quizá no.
—Y hoy han matado a un tapetí.
—Sí. Ahora evoluciona deprisa.
—Gracias, Julia —dije.
Estaba convencido de que el comportamiento acelerado de los enjambres era el resultado de su anterior aprendizaje. Esa era una característica de los sistemas distribuidos, y de hecho una característica de la evolución, que podía considerarse una especie de aprendizaje si uno deseaba verlo desde ese punto de vista. En cualquier caso, significaba que los sistemas experimentaban un período inicial largo y lento, seguido de etapas cada vez más rápidas.
Esa misma aceleración se advertía en la evolución de la vida en la Tierra. La vida surgió hace cuatro mil millones de años en forma de organismos unicelulares. Nada cambió durante los siguientes dos mil millones de años. De pronto aparecieron núcleos en las células. Las cosas empezaron a cobrar velocidad. Solo unos cientos de millones de años después, los organismos pluricelulares. Unos centenares de años más tarde, la diversidad explosiva de la vida. Y más diversidad. Hace unos doscientos millones de años había grandes plantas y animales, criaturas complejas, dinosaurios. En todo esto, el hombre es un recién llegado: hace cuatro millones de años, simios erguidos. Hace dos millones de años, los primeros humanos. Hace treinta y cinco mil años, la pintura rupestre.
La aceleración era espectacular. Si se comprimiera la historia de la vida en la Tierra en veinticuatro horas, los organismos pluricelulares aparecerían en las últimas doce horas, los dinosaurios en la última hora, los primeros hombres en los últimos cuarenta segundos, y los hombres modernos hace menos de un segundo.
Se habían requerido dos mil millones de años para que las células primitivas incorporaran un núcleo, el primer paso hacia la complejidad. Pero habían bastado doscientos millones de años, —una décima parte de ese tiempo— para la evolución de los animales pluricelulares. Y habían bastado cuatro millones de años para pasar de los simios de cerebro pequeño con toscas herramientas de hueso al hombre moderno y la ingeniería genética. A ese ritmo se había incrementado la velocidad.
Esa misma pauta se advertía en el comportamiento de los sistemas basados en agentes. Los agentes tardaban mucho tiempo en «asentar las bases» y llevar a cabo sus primeros avances, pero una vez completada esa etapa, los progresos posteriores podían ser rápidos. No era posible saltarse esa fase inicial, del mismo modo que no era posible para un ser humano saltarse la infancia. El trabajo preliminar era imprescindible.
Pero al mismo tiempo no había manera de evitar la posterior aceleración. Estaba implantada en el sistema, por así decirlo.
El adiestramiento mejoraba la progresión, y yo estaba convencido de que el adiestramiento de Julia había sido un factor importante en el actual comportamiento del enjambre. Por el mero hecho de interactuar con él había introducido una presión de selección en un organismo con un comportamiento emergente imprevisible. Había sido una estupidez.
Así pues, el enjambre —con un desarrollo ya rápido—, se desarrollaría más deprisa en el futuro. Y puesto que era un organismo artificial, la evolución no se producía a una escala de tiempo biológica. Por el contrario, tenía lugar en cuestión de horas.
La destrucción de los enjambres sería más difícil a cada hora que pasase.
—Muy bien —dije a David—. Si los enjambres van a volver, vale más que nos preparemos.
Con una mueca a causa del dolor de cabeza, me puse en pie y me dirigí hacia la puerta.
—¿Qué tienes en mente? —preguntó David.
—¿Tú qué crees? Tenemos que eliminar a esos enjambres. Tenemos que barrerlos de la faz de la tierra. Y tenemos que hacerlo ya.
David se revolvió en su silla.
—Yo no tengo inconveniente —dijo—. Pero dudo que a Ricky le guste.
—¿Por qué?
David se encogió de hombros.
—Simplemente creo que no va a gustarle.
Esperé en silencio.
David se movía nervioso, cada vez más incómodo.
—La cuestión es que él y Julia están… esto… de acuerdo.
—Están de acuerdo.
—Sí, se entienden muy bien. Respecto a esto, quiero decir.
—¿Qué intentas decirme, David?
—Nada. Lo que he dicho. Coinciden en que los enjambres deben mantenerse vivos. Creo que Ricky va a oponerse, eso es todo.
Tenía que hablar otra vez con Mae. La encontré en el laboratorio de biología, encorvada ante un monitor, observando las imágenes de un cultivo bacteriano blanco sobre un medio rojo oscuro.
—Óyeme, Mae, he hablado con David y necesito… mmm, ¿Mae? ¿Hay algún problema?
Tenía la mirada fija en la pantalla.
—Creo que sí —contestó—. Un problema con el material de alimentación.
—¿Qué clase de problema?
—Las últimas colonias de Theta-d no crecen debidamente. —Señaló una imagen en el ángulo superior de la pantalla que mostraba unas bacterias creciendo en uniformes círculos blancos—. Eso es un crecimiento coliforme normal. Ese debe ser en principio su aspecto. Pero aquí… —Colocó otra imagen en el centro de pantalla. Las formas redondas parecían apolilladas, irregulares y mal constituidas—. Esto no es un cultivo normal —añadió, negando con la cabeza—. Me temo que es fagocontaminación.
—¿Te refieres a un virus? —pregunté. Un fago era un virus que atacaba a las bacterias.
—Sí —contestó—. Las
E. coli
son susceptibles a un gran número de fagos. Naturalmente el fago T4 es el más común, pero la Theta-d se manipuló genéticamente para hacerla resistente al T4. Así que sospecho que esto se debe a un nuevo fago.
—¿Un nuevo fago? ¿Te refieres a uno recién desarrollado?
—Sí. Probablemente una mutación de una cepa existente que de algún modo elude la resistencia manipulada genéticamente. Pero no augura nada bueno para el proceso de manufacturación. Si tenemos colonias bacterianas infectadas, habrá que interrumpir la producción. De lo contrario, simplemente estaremos propagando virus.
—Para serte sincero —dije—, opino que interrumpir la producción sería buena idea.
—Probablemente me veré obligada a hacerlo. Intentaré aislar el virus, pero parece agresivo. Quizá no sea capaz de deshacerme de él sin limpiar a fondo el hervidor, sin empezar de cero con un cultivo nuevo. A Ricky no va gustarle.
—¿Le has hablado de esto?
—Todavía no. —Negó con la cabeza—. Dudo que necesite más malas noticias en estos momentos. Y además… —Se interrumpió, como se hubiera pensado mejor lo que iba a decir.
—Además ¿qué?
—Ricky tiene mucho interés en el éxito de la compañía. —Se volvió hacia mí—. Bobby lo oyó hablar por teléfono el otro día de sus opciones de compra de acciones. Parecía preocupado. Por lo visto, Ricky ve a Xymos como su última gran oportunidad. Lleva aquí cinco años. Si esto no sale bien, será demasiado mayor para empezar en una nueva empresa. Tiene mujer y un hijo; no puede arriesgarse a perder otros cinco años esperando a ver si la siguiente empresa despunta. Así que realmente ha puesto todo su empeño en que esto dé resultado. Se pasa la noche en vela, trabajando, pensando. No duerme más de tres o cuatro horas. La verdad, me preocupa que esto afecte su buen criterio.
—Me lo imagino —comenté—. La presión debe de ser espantosa.
—Está tan falto de sueño que tiene un comportamiento imprevisible —explicó Mae—. Nunca sé qué va hacer ni cómo va a reaccionar. A veces tengo la impresión de que no quiere deshacerse de los enjambres. O quizá está asustado.
—Quizá —convine.
—En todo caso su comportamiento es imprevisible. Así que yo en tu lugar me andaría con cuidado cuando persigas a los enjambres. Porque eso vas a hacer, ¿no? ¿Perseguirlos?
—Sí —respondí—. Eso voy a hacer.
Estaban todos en la sala de recreo, con los videojuegos y las máquinas del millón. En este momento nadie jugaba. Todos me observaban con expresión inquieta mientras les explicaba qué debíamos hacer. El plan era bastante sencillo: el propio enjambre nos dictaba cómo había que actuar, pero me abstuve de mencionar esa molesta verdad.
En esencia les dije que tenían un enjambre fuera de control. Y el enjambre presentaba un comportamiento autoorganizativo.
—Siempre que se da un alto componente autoorganizativo, el enjambre puede reensamblarse después de un daño o una perturbación. Como ha hecho conmigo. Así que este enjambre ha de destruirse físicamente de manera definitiva. Para eso hay que someter las partículas a calor, frío, ácido o potentes campos magnéticos. Y por lo que he visto de su comportamiento, diría que tenemos más probabilidades de destruirlo por la noche, cuando el enjambre pierde energía y cae a tierra.
—Pero, Jack —gimoteó Ricky—, ya te hemos dicho que por la noche no lo encontramos…
—Así es, no podéis —lo interrumpí—. Porque no lo marcáis. Oídme, el desierto es muy grande. Si queréis seguirle el rastro hasta su escondite, tenéis que marcarlo con algo lo bastante potente.
—Marcarlo ¿cómo?
—Esa es mi próxima pregunta —dije—. ¿Qué clase de agentes de marcado tenemos aquí? —Me miraron con cara de incomprensión—. Vamos, chicos, esto es un complejo industrial. Debéis de tener algo para recubrir las partículas que deje una pista que podamos seguir. Me refiero a una sustancia con una intensa fluorescencia, o una feromona con una señal química característica, o algo radiactivo… ¿No?
Más caras de incomprensión. Gestos de negación.
—Bueno —dijo Mae—, tenemos radioisótopos, claro.
—Bien, perfecto. —Ya estábamos llegando a alguna parte.
—Los utilizamos para detectar fugas en el sistema. El helicóptero los trae una vez por semana.
—¿Qué isótopos tenemos?
—Selenio-72 y renio-186. A veces también xenón-133. No estoy muy segura de qué hay ahora.
—¿De qué vida media hablamos? —pregunté. Ciertos isótopos perdían radiactividad muy pronto, en cuestión de horas o minutos. En tal caso, no me serían útiles.
—Alrededor de una semana por término medio —contestó Mae—. La del selenio es de ocho días; la del renio, cuatro. El xenón-133 tiene una vida media de cinco días, cinco y cuarto para ser exactos.
—Muy bien. Cualquiera de ellos nos servirá. Una vez marcado el enjambre, nos basta con que la radiactividad dure una noche.
—Normalmente ponemos los isótopos en FDG. Es una base líquida de glucosa. Podría atomizarse.
—Eso sería perfecto —dije—. ¿Dónde están ahora los isótopos?
Mae esbozó una sombría sonrisa.
—En la unidad de almacenamiento —contestó.
—¿Dónde está eso?
—Fuera. Junto a los coches.
—De acuerdo. Vamos a buscarlos.
—¡Por Dios! —exclamó Ricky, levantando las manos—. ¿Te has vuelto loco? Has estado a punto de morir esta mañana, Jack. No puedes salir otra vez.
—No hay otra opción —respondí.
—Claro que la hay. Espera hasta la noche.
—No —insistí—, porque entonces no podremos rociarlos hasta mañana, y no podremos seguirles el rastro y destruirlos hasta mañana por la noche. Eso equivale a una espera de treinta y seis horas, y se trata de un organismo que evoluciona deprisa. No podemos correr el riesgo.
—¿El riesgo? Jack, si sales ahora, no sobrevivirás. Es un disparate incluso planteárselo.
Charley Davenport había estado atento al monitor. En ese instante volvió junto al grupo.