Trotando, se alejó hacia la puerta.
Oí desvanecerse sus pisadas y luego el golpe de la puerta metálica al cerrarse. Después, silencio. Atraídas por el cuerpo abierto del animal, las moscas regresaron en tropel. Zumbando en torno de mi cabeza, intentaban posarse en las entrañas. Solté las patas traseras del tapetí y ahuyenté las moscas con una mano. Ocupado con las moscas, no pensé en la circunstancia de que me hallaba solo allí fuera.
Seguí lanzando miradas a lo lejos pero no veía nada. Continué apartando las moscas, y de vez en cuando rozaba con la mano el pelo del tapetí, y fue entonces cuando advertí que, bajo el pelo, la piel tenía un color rojo intenso.
Rojo intenso, exactamente igual que una quemadura solar. Sentí un escalofrío solo de verlo.
Hablé por el micrófono del auricular.
—¿Bobby?
Ruido de estática.
—Sí, Jack.
—¿Ves el tapetí?
—Sí, Jack.
—¿Ves la rojez de la piel? ¿Estás registrándolo?
—Ah, espera un momento.
Oí un leve susurro junto a la sien. Bobby controlaba a distancia la cámara, acercando la imagen con el zoom. El susurro se detuvo.
—¿Ves esto? —pregunté—. ¿A través de mi cámara?
No hubo respuesta.
—¿Bobby?
Oí murmullos, cuchicheos. O quizá era estática.
—Bobby, ¿estás ahí?
Silencio. Oí una respiración.
—Esto…, ¿Jack? —Era la voz de David Brooks—. Vale más que entres.
—Mae aún no ha vuelto. ¿Dónde está?
—Mae está dentro.
—He de esperarla. Va a tomar los cultivos…
—No, entra ya, Jack.
Solté el tapetí y me puse en pie. Miré alrededor, observé el horizonte.
—No veo nada.
—Están al otro lado del edificio, Jack.
Mantenía la voz serena, pero me recorrió un escalofrío.
—¿Están?
—Entra ya, Jack.
Me incliné para coger las muestras de Mae y su kit de disección. La piel negra del kit estaba caliente por efecto del sol.
—¿Jack?
—Solo un momento…
—Jack, déjate de gilipolleces.
Me dirigí hacia la puerta de acero. La arena del desierto crujió bajo mis pies. No veía nada en absoluto.
Pero oí algo.
Un peculiar sonido, grave y palpitante. Al principio, creí que se trataba de una máquina, pero aumentaba y disminuía, como un latido. Otros latidos se superponían, junto a una especie de silbido, creando un sonido extraño, irreal, distinto a cualquier otra cosa que hubiera oído.
Cuando recuerdo aquellos momentos, creo que fue ese sonido, más que nada, lo que me asustó.
Apreté el paso.
—¿Dónde están? —pregunté.
—Acercándose.
—¿Dónde?
—¿Jack? Vale más que corras.
—¿Cómo?
—Corre.
Aún no veía nada, pero el sonido cobraba intensidad. Empecé a trotar. La frecuencia del sonido era tan baja que lo percibía como una vibración en el cuerpo. Pero también lo oía. Una palpitación irregular y sorda.
—Corre, Jack.
Mierda, pensé.
Y me eché a correr.
Arremolinado y en medio de destellos plateados, el primer enjambre apareció por la esquina del edificio. La sibilante vibración procedía de la nube. Deslizándose junto a la fachada lateral del edificio, avanzaba hacia mí. Llegaría a la puerta mucho antes que yo.
Al volver la vista, vi un segundo enjambre aparecer desde el extremo opuesto del edificio. También este avanzaba hacia mí.
El auricular crepitó. Oí decir a David Brooks:
—Jack, no lo conseguirás.
—Ya lo veo —contesté.
El primer enjambre había llegado ya a la puerta, y se había quedado allí inmóvil, cortándome el paso. Me detuve, sin saber qué hacer. Vi un palo en el suelo frente a mí, uno grande, de más de un metro de largo. Lo cogí y lo blandí.
El enjambre palpitó, pero no se apartó de la puerta.
El segundo enjambre seguía avanzando en dirección a mí.
Era el momento de iniciar una maniobra de distracción. Conocía bien el código de PREDPRESA. Sabía que los enjambres estaban programados para perseguir blancos en movimiento si parecían huir de ellos. ¿Qué serviría como blanco?
Levanté el brazo y lancé el kit de disección negro por el aire, a gran altura, hacia el segundo enjambre. El kit cayó de lado y rodó por la tierra brevemente.
De inmediato el segundo enjambre fue tras él.
En el mismo instante el primer enjambre se apartó de la puerta, también en persecución del kit. Era igual que un perro detrás de una pelota. Sentí un momento de euforia al verlo moverse. Después de todo, no era más que un enjambre programado. Pensé: esto es un juego de niños. Corrí hacia la puerta.
Eso fue un error. Aparentemente mis apresurados movimientos captaron la atención del enjambre, que de inmediato se detuvo y retrocedió hacia la puerta para cortarme de nuevo el paso. Allí se quedó: palpitantes franjas plateadas, como la hoja de un cuchillo brillando bajo el sol.
Cortándome el paso.
Tardé un momento en tomar conciencia del significado de aquello. Mi movimiento no había inducido al enjambre a seguirme. El enjambre no había intentado darme caza en absoluto. En lugar de eso, había ido a cortarme el paso. Preveía mis movimientos.
Eso no estaba en el código. El enjambre estaba inventando un nuevo comportamiento, adecuado a la situación. En lugar de perseguirme, había vuelto atrás y me había acorralado.
Había ido más allá de su programación, mucho más allá. No me explicaba cómo había ocurrido. Pensé que debía de tratarse de una especie de refuerzo aleatorio, porque las partículas individuales disponían de muy poca memoria. La inteligencia del enjambre era forzosamente limitada. No debería ser demasiado difícil superarlo en inteligencia.
Hice ademán de ir a la izquierda y luego a la derecha; la nube me imitó, pero solo por un momento. Después volvió a la puerta, como si supiera que mi objetivo era aquel y le bastara con quedarse allí esperando.
Ese era un comportamiento demasiado inteligente. Debía de haber programación adicional de la que no me habían hablado. Por el auricular pregunté:
—¿Qué demonios habéis hecho con esto?
—No va a dejarte pasar, Jack —aseguró David.
Solo oírselo decir me indignó.
—¿Eso crees? Ya veremos.
El siguiente paso era obvio. Cerca del suelo como estaba, el enjambre era estructuralmente vulnerable. Era un conjunto de partículas apiñadas no mayores que motas de polvo. Si alteraba el conjunto —si rompía su estructura—, las partículas tendrían que reorganizarse, del mismo modo que una bandada dispersa de aves volvería a colocarse en formación en el aire. Eso les requeriría unos segundos como mínimo. Y en ese tiempo conseguiría cruzar la puerta.
Pero ¿cómo alterarlo?
Agité el palo, oyéndolo rehilar, pero evidentemente no servía. Necesitaba algo con una superficie plana mucho mayor, como un remo o una hoja de palmera, algo capaz de crear una considerable ráfaga de aire.
Tenía la mente acelerada. Necesitaba algo.
Algo.
A mis espaldas, se aproximaba la segunda nube. Avanzaba hacia mí con un irregular zigzagueo para atajar cualquier intento por mi parte de escapar. La observé con una especie de horrorizada fascinación. Sabía que tampoco aquello había sido codificado en el programa original. Eso era comportamiento emergente autoorganizado, y su finalidad resultaba muy clara. Estaba acorralándome.
El sonido palpitante aumentó de volumen a medida que el enjambre se acercaba.
Tenía que alterarlo.
Girando en círculo, recorrí el suelo con la mirada. No vi nada que pudiera utilizar. El enebro más cercano estaba demasiado lejos. Los nopales eran demasiado ligeros. Estoy en el desierto, pensé; claro que no hay nada. Eché un vistazo al exterior del edificio con la esperanza de que alguien hubiera dejado fuera una herramienta, quizá un rastrillo o algo así.
Nada.
Nada en absoluto. Estaba allí fuera sin nada más que la camisa, y no había nadie para ayudarme a…
¡Claro!
El auricular crepitó.
—Jack, escucha…
Pero ya no oí nada más. Al sacarme la camisa por la cabeza, el auricular cayó al suelo. A continuación, sosteniendo la camisa en la mano, tracé con ella amplios arcos por el aire y, gritando como un poseso, embestí contra el enjambre situado ante la puerta.
El enjambre vibró con aquel sonido grave y palpitante. Cuando corría hacia él, se dispersó un poco, y de pronto me vi en medio de las partículas y me sumergí en una extraña semioscuridad, como si estuviera en una tormenta de arena. No veía nada. No veía la puerta. Busqué a ciegas el tirador. Me escocían los ojos a causa de las partículas, pero seguía agitando la camisa en amplios arcos. Al cabo de un momento la oscuridad empezó a disiparse. Estaba dispersando la nube, alejando las partículas en todas las direcciones. Mi visibilidad mejoraba, y aún podía respirar normalmente, aunque tenía la garganta seca y dolorida. Empecé a notar millares de minúsculos alfilerazos por todo el cuerpo, pero apenas dolían.
Veía ya la puerta frente a mí. Tenía el tirador a mi izquierda. Seguía agitando la camisa, y de pronto la nube desapareció por completo, casi como si saliera de mi radio de acción. En ese instante crucé la puerta y la cerré a mis espaldas.
Parpadeé en la repentina oscuridad. Apenas veía. Pensé que mi vista se adaptaría después del resplandor del sol y esperé un momento, pero mi visión no mejoró. En realidad, parecía empeorar.
Distinguía vagamente las puertas de cristal del compartimiento estanco justo enfrente. Sentía aún los alfilerazos en la piel. Tenía la garganta seca y la respiración ronca. Tosí. Mi visión se hacía más borrosa. Empecé a marearme.
Al otro lado del compartimiento, estaban Ricky y Mae observándome. Oí gritar a Ricky.
—¡Adelante, Jack! ¡Deprisa!
Me ardían los ojos. La sensación de mareo aumentaba por momentos. Me apoyé contra la pared para no desplomarme. Notaba un nudo en la garganta. Me costaba respirar. Jadeando, aguardé a que las puertas de cristal se abrieran, pero permanecían cerradas. Sin comprender, fijé la mirada en el compartimiento.
—¡Tienes que colocarte de pie frente a la puerta! ¡Erguido!
Tuve la sensación de que el mundo se movía a cámara lenta. Me habían abandonado las fuerzas. Estaba débil y tembloroso. El escozor empeoraba. El espacio se oscurecía. Dudaba que fuera capaz de mantenerme en pie.
—¡Erguido! ¡Jack!
De algún modo conseguí apartarme de la pared y abalanzarme hacia el compartimiento estanco. Con un susurro, las puertas de cristal se abrieron.
—¡Entra, Jack! ¡Ya!
Vi puntos ante mis ojos. Estaba aturdido y tenía náuseas. Tambaleándome, entré en el compartimiento y choqué con el cristal. A cada segundo que pasaba respiraba con mayor dificultad. Era consciente de que estaba asfixiándome.
Fuera del edificio oí de nuevo el sonido grave y palpitante. Me volví lentamente para mirar atrás.
La puerta de cristal se cerró.
Me miré el cuerpo pero apenas pude verlo. Parecía tener la piel negra. Estaba cubierto de polvo. Me dolía todo. También la camisa estaba negra de polvo. Noté el escozor del líquido con que me rociaron y cerré los ojos. Después se pusieron en marcha las unidades de tratamiento de aire con su sonoro zumbido. Vi desaparecer el polvo de la camisa. Mi visión mejoró, pero seguía sin poder respirar. La camisa se me escapó de la mano y quedó adherida a la rejilla del suelo a mis pies. Me agaché para cogerla. Empecé a temblar. Oía solo el ruido de las unidades de aire.
Se me revolvió el estómago. Me flaquearon las rodillas. Me desplomé contra la pared.
Miré a Mae y Ricky a través de la segunda puerta de cristal; parecían muy lejos. Mientras los observaba, retrocedieron aún más. Pronto estaban tan lejos que ya no necesitaba preocuparme más. Sabía que iba a morir. Al cerrar los ojos, caí al suelo y el rugido de las unidades de aire se desvaneció dando paso a un frío y absoluto silencio.
—No te muevas.
Algo frío como el hielo recorrió mis venas. Me estremecí.
—Jack. No te muevas. Solo un segundo, ¿de acuerdo?
Algo frío, un líquido frío me ascendió por el brazo. Abrí los ojos. Tenía la luz justo encima, resplandeciente, verdosa. Hice una mueca. Me dolía todo el cuerpo. Me sentía como si me hubieran dado una paliza. Estaba tendido de espaldas en la camilla negra del laboratorio biológico de Mae. Entornando los ojos bajo el resplandor, vi a Mae junto a mí, inclinada sobre mi brazo izquierdo. Me había abierto una vía intravenosa en la sangría.
—¿Qué ocurre?
—Por favor, Jack, no te muevas. Solo había hecho esto con animales de laboratorio.
—Resulta tranquilizador.
Levanté la cabeza para ver qué hacía. Me palpitaron las sienes. Lancé un gemido y volví a apoyar la cabeza.
—¿Te encuentras mal? —preguntó Mae.
—Fatal.
—No me extraña. He tenido que inyectarte tres veces.
—¿Con qué?
—Tenías un shock anafiláctico, Jack. Presentabas una aguda reacción alérgica. Casi se te había cerrado la garganta.
—Una reacción alérgica —repetí—. ¿Era eso?
—Aguda.
—¿A causa del enjambre?
Tras una breve vacilación, respondió:
—Claro.
—¿Causarían las nanopartículas una reacción alérgica así?
—Desde luego sería posible…
—Pero tú no lo crees —la interrumpí.
—No, no lo creo. En mi opinión, las nanopartículas son antigénicamente inertes. Creo que has reaccionado a una toxina coliforme.
—Una toxina coliforme… —El dolor de cabeza me venía a rachas. Tomé aire y lo expulsé lentamente. Intenté entender de qué me hablaba. Mi mente pensaba con lentitud. Una toxina coliforme.
—Sí.
—¿Una toxina de la bacteria
E. Coli
? ¿Te refieres a eso?
—Sí. Una toxina proteolítica probablemente.
—¿Y de dónde provendría una toxina como esa?
—Del enjambre —contestó.
Eso no tenía el menor sentido. Según Ricky, las bacterias
E. coli
solo se utilizaban para manufacturar moléculas precursoras.
—Pero las bacterias no pueden estar presentes en el propio enjambre —comenté.
—No lo sé, Jack. Quizá sí.
¿Por qué estaba tan cambiada?, me pregunté. Esa actitud no era propia de ella. Normalmente Mae era precisa y clara.