—¿Dónde está Calcuta? —repitió mis palabras en voz alta, y me estremecí cuando su voz atravesó el bullicio de la barra—. Bueno, sí… está en el extranjero, señoriiito Mog.
—Ya sé que está en el extranjero —insistí—, pero ¿dónde del extranjero?
Movió los labios durante un par de segundos sin que saliera ningún sonido de su boca.
—Bueno, sí… está… muy lejos de aquí —balbuceó y quedó bien claro que no tenía ni idea—. Está en, sí… en el Polo Sur. —Y pareció sentirse muy satisfecha, incluso triunfante, por aquel inesperado toque de inspiración.
—¿Y cómo son la gente allí? —le pregunté, con un trozo de pastel en la boca.
—¿Cómo son? —repitió mis palabras de nuevo—. Vaya, pues son… diferentes —farfulló.
—¿Qué quiere decir con diferentes?
—Bueno, son… esto… son… —frotaba los surtidores con vigor, como si fueran bolas de cristal que le pudieran ofrecer una respuesta— … seguramente se deben de parecer a las ovejas, con cuernos retorcidos. Pero yo no he visto a nadie que sea de allá, así que tan sólo puedo decirle lo que he oído.
Concluí que Tassie no era de gran utilidad en cuestiones de geografía. Pero al momento se me abrieron nuevas perspectivas con la llegada a la taberna de Bob Smitchin, un simpático joven muy conocido en esa zona. No pasaban demasiadas cosas de las que no estuviera informado. Tenía palabras encantadoras para todo el mundo, y normalmente también algo extraordinario para vender y que la gente estaba más dispuesta a comprar después de que él la tratara amablemente.
—¡Hola, señor Gringle! ¡Señor Ratchet! ¿Quieres otra bien calentita? Hola, Tom, ¿te fueron bien esos ladrillos? Buenos días, señor Fettle. Dot, cariño, ¿qué tal ese tocino? Buen día, Charlie, ¿todavía en forma?
Allá donde fuera conocía a tanta gente que parecía imposible que tuviera tiempo de hacer algo; se podría haber pasado la vida saludando a gente. Una vez consiguió abrirse camino hasta el mostrador, intercambiando apretones de manos y cumplidos, se apoyó en la barra justo al lado de donde yo estaba sentado.
—¡Mog! —me dijo al verme—. ¡El diablillo de la imprenta, en persona! —Se agachó para acariciar a
Lash
, que le olisqueó y le lamió los dedos alegremente—. Parece como si algo te preocupara —comentó incorporándose—. ¿Algo va mal? ¿Alguien está enfermo?
—No, Bob —contesté—. Sólo estoy algo cansado. Anoche estuve imprimiendo carteles hasta muy tarde, eso es todo.
—¡Carteles! ¿No serán los del fugitivo de la prisión? —exclamó mientras le daba unas monedas a Tassie a cambio de la jarra de cerveza espumosa que ésta acababa de plantarle en la barra—. Has hecho un buen trabajo con esos carteles. Hoy los he visto colgados por puertas y paredes en no sé cuántos sitios. ¡Vaya un malhechor! ¡Un asesino!, ¿verdad? —Soltó un silbido y me dedicó una amplia sonrisa.
—Me he quedado muy harto de su cara después de haber hecho un centenar de carteles, harto de verdad —le comenté.
—Seguro que sí —respondió, llevándose la cerveza a los labios—. ¡Aaah! —exclamó tras tomar un trago—. Siempre tan buena, la cerveza de Tassie, lo mejor para sacarte el polvo del gaznate. —Hizo una mueca al notar el regusto amargo. Se le había quedado el bigote blanco de la espuma y se lo limpió con una manga llena de manchas—. Sí, el cartel del fugitivo —continuó—. Te han salido unas letras muy bonitas, Mog, grandes y fuertes. No es que yo sepa lo que dicen, pero estoy seguro de que forman palabras grandes y fuertes que hacen que cualquier ciudadano se ponga en alerta en lo que a presos fugitivos se refiere. ¡Y qué cara! ¡Vaya una cara de presidiario asesino para ir colgando por la ciudad! ¿Eh? Lo único que pasa… —tomó otro trago de cerveza y al hacerlo se le volvió a manchar de espuma blanca el bigote.
—Lo único, Mog —retomó la frase—, es que yo he visto esa cara antes.
—¿Qué quieres decir con que la has visto antes? —le pregunté intrigado. ¿Me iba a decir que sabía dónde se escondía el fugitivo?
—En otro cartel. Quiero decir, que es una buena cara, buena para un malhechor, quiero decir, una buena cara de asesino, capaz de aterrorizar a cualquiera que ponga los ojos encima. Pero es la misma cara que había en el cartel de otro preso fugitivo hace un mes o dos.
Me quedé mirándolo atónito.
—¿Cómo? ¿La misma cara exactamente?
—Sin ninguna duda, muchacho —repuso Bob alegremente—. Bob nunca olvida una jeta, y ésta la he visto antes. Los mismos ojos, la misma mirada torcida. La misma barbilla, grande y cuadrada.
—Bueno, quizá se haya escapado por segunda vez —aventuré—, quizá la primera vez lo atraparon y lo volvieron a encerrar, y ahora se ha vuelto a escapar.
Bob encogió los hombros.
—Quizá sí —dijo—. Excepto que estoy seguro de que hace menos de quince días que aquel tipo se quedó bailando en el extremo de una cuerda. —Bob hizo un extraño movimiento con el cuerpo y sacó la lengua.
Yo me quedé mirándolo sin entender.
—Lo ahorcaron —me explicó.
—¿Qué? —exclamé, empezando a preocuparme.
—Juraría que oí decir que al fugitivo del otro cartel lo habían atrapado y después lo habían colgado —me aseguró—. Juraría que el viejo Tommy Cacklecross, el guardia de la entrada de la prisión, me lo explicó. Y si ya lo han colgado, pues bueno, no irían pegando carteles de él diciendo que se ha escapado, ¿no crees? Pero antes de que vayas a contárselo a Cramplock —murmuró, inclinándose hacia mí en tono confidencial—, quizá valdría la pena que fueras a charlar con el viejo Tommy, a ver si reconoce esa cara. Él te lo podrá aclarar. —Se volvió a incorporar, sonriente, buscando con la mirada a alguien más con quien hablar.
—Gracias por el consejo —repliqué un poco molesto. ¿Quién era Bob para criticar mi trabajo diciendo que me había equivocado al imprimir la cara? Si Bob tenía algún defecto era su costumbre de meter siempre las narices donde no le llamaban, dándoselas de saber más del oficio de los demás que ellos mismos. Pero una desagradable inquietud se apoderó de mí; ¿podría ser que me hubiese equivocado de cara? Un grabado grande entintado podía confundirse fácilmente con otro a la hora de montar la plancha. Y la memoria de Bob para las caras solía ser impecable. ¿Qué haría Cramplock si descubría que había impreso más de cien copias de un cartel equivocado?
Mientras me acababa de comer el pastel, intenté imaginarme adonde iría a vivir y qué haría si perdía mi trabajo, y cómo conseguiría suficiente comida para alimentar a
Lash
. Un momento después ya me había construido un futuro totalmente convincente en el que me veía durmiendo sobre los adoquines de la calle junto a la puerta del convento, cubriéndome con papel usado que robaría de los cubos de basura de Cramplock. Y entonces la palabra «Calcuta» me hizo volver a la realidad.
—Sí, el señoriiito Mog está hoy de lo más misterioso, ¿no es cierto, señoriiito Mog? —Tassie se hallaba inclinada sobre el mostrador, charlando con el efusivo Bob—. Me ha estado haciendo todo tipo de preguntas sobre Calcuta y el Polo Sur. ¡Cómo si yo fuera una experta en la materia!
—¿Preguntas sobre Calcuta? —inquirió Bob—. Vaya, qué casualidad, Mog, porque es de allí justamente de donde viene esto. —Y sacó del bolsillo un gran pañuelo de seda con un estampado exótico de color rosa y naranja y unos bordados en hilo dorado por todo el perímetro—. Pensaba encontrar algún buen comprador para esta mercancía. Para así poder pagar la cerveza esta noche. ¿Eh?
Era un pañuelo absolutamente precioso, y no dudé de que alguien se lo compraría en seguida.
—¿Esto ha venido de Calcuta? —le pregunté intrigado.
—Salido de un barco mercante que atracó anoche —respondió Bob—. Venido directamente de Oriente, ¡cargado de riquezas que maravillarían al más mundano! Y yo os puedo ofrecer este pedacito cuadrado del místico Oriente… —Empezó a animarse, agitando el pañuelo en el aire ante la entretenida concurrencia—. Seda de una calidad como nunca habéis visto a un precio regalado, al mejor postor. Directo de las bodegas de
El Sol de Calcuta
, no hace ni dos horas que lo han desembarcado. Imaginaos esta suave seda alrededor del cuello de la preciosa hija de Marajá. —Se llevó el pañuelo a la nariz—. ¡Huuum! ¡Todavía conserva la rica fragancia de su celestial perfume! —Hubo un revuelo de interés entre la concurrencia. Bob era muy bueno—. Y ahora, aquí lo tienen —continuó—, ¡disponible para quien pueda pagarlo y quiera engalanarse como una verdadera princesa!
Pero yo ya no prestaba atención a las elocuentes dotes de comerciante de Bob. Me había quedado con sólo una pequeña parte de toda su perorata y quería saber más.
—Entonces,
El Sol de Calcuta
—dije— debe de ser un barco, ¿verdad?
—Claro que es un barco, y no encontrarás ninguno mejor en todo el puerto de Londres —afirmó Bob con entusiasmo—. ¡Cargado de regalos de Oriente!
—¿Dónde está? ¿Dónde puedo encontrarlo?
—¿Dónde puedes encontrarlo? —repitió—. ¿Dónde puedes encontrarlo? —Se volvió hacia el resto de los presentes y me señaló con la mano, como si los invitara a compartir un chiste—. ¡El chico quiere saber dónde puede encontrar
El Sol de Calcuta
! —anunció, y soltó una sonora carcajada—. ¿Dónde puede encontrar uno un barco mercante que acaba de llegar de Oriente, jovencito Mog? En el muelle, allí lo encontrarás, ¡y no me refiero al muelle que utilizó tu preso fugitivo para saltar por encima de los muros de la cárcel!
Chirriando y traqueteando con un estruendo infernal, el ruido de las ruedas de cientos de carros y carruajes se entremezclaba con las voces de la gente y el griterío de las gaviotas, que llenaban el aire caldeado de los muelles de Londres. Me abrí paso bordeando el río, con
Lash
bien agarrado; esquivando excrementos de caballo, evitando a los tenaces vendedores ambulantes que intentaban venderme fruta desde sus destartalados mostradores y avanzando a empujones entre las gruesas chaquetas de los caballeros y los comerciantes que se agolpaban por las calles. El calor era casi insoportable, los caballos relinchaban, hastiados de la aglomeración. Todo el mundo sudaba. Cuanto más avanzaba, más me parecía estar en un país extranjero: marineros de otros mares riendo y congregándose en las puertas de las tabernas y las tiendas, judíos con chaqueta y sombrero negros, mozos cargando paquetes y gritando a la gente para que les dejara pasar, todo el mundo farfullando lenguas extranjeras, discutiendo y peleándose unos con otros. De vez en cuando me paraba a preguntar si alguien sabía dónde podía encontrar
El Sol de Calcuta
, y si lo sabían, siempre apuntaban en dirección este, hacia Wapping y Shadwell.
Lo que Bob había dicho de los marajás me hizo pensar que era muy posible que
El Sol de Calcuta
y el hombre con prisas de nariz aguileña estuvieran relacionados entre sí. Un extranjero, me dije, perdido en el laberinto de calles de Londres la misma noche en que había atracado
El Sol de Calcuta
, sin duda debía de haber bajado a tierra desde ese mismo barco. Pero cuanta más gente veía, mientras vagaba entre edificios de ladrillos, sucios y caldeados, cada vez me convencía menos esa idea. ¿Cuántos barcos habría atracados en Londres en ese momento? ¿Y de cuántos países diferentes provendrían? También era consciente de que me estaba adentrando en lo que mucha gente consideraba el nido de ladrones más importante del mundo. Mucha gente lo decía dándose importancia, como si fuera una cuestión de orgullo nacional que los muelles de Londres tuvieran esa fama. A pesar de eso, sentía demasiada curiosidad y no dudé en avanzar hacia él.
Pero me empezaban a doler los pies, así que convencí a un carretero para que nos dejara sentarnos en su carro, junto a unos barriles de cerveza. Yo subí primero, usando el eje de la rueda como escalón; luego
Lash
se encaramó al carro de un solo salto, lanzando un ladrido emocionado, y se sentó con la lengua colgando, observando, con un aire de superioridad, a la muchedumbre desde su nueva posición aventajada. Un rato después el carretero hizo parar al caballo y, sin terciar palabra, con un movimiento de cabeza nos indicó un callejón que llevaba al río. Habíamos llegado. Bajamos de un salto y yo busqué en mi bolsillo un penique para darle a cambio del paseo.
En los fétidos muelles, los mástiles de los barcos chocaban unos contra otros buscando un espacio, y se extendían hasta donde llegaba la vista. Una y otra vez, la gente me gritaba que saliera del paso, mientras empujaban o tiraban de carros llenos de mercancías sobre los adoquines. Los estibadores y los marineros se apiñaban por los estrechos muelles, desnudos de cintura para arriba, con la piel como de cocodrilo a consecuencia de años de exposición a la lluvia y al abrasador sol tropical. Pasamos por delante de pequeñas tabernas abarrotadas de gente:
El Galeón
,
El Sol
,
El Gato Marino
,
El Vigía
, todas albergando a hordas de marineros que habían desembarcado con ansias de bebida, comida y compañía femenina. Cuanto más cerca estábamos del agua, más intenso se hacía el olor y los mástiles parecían crecer. La brisa primaveral hacía bailar los cabos sueltos, las cuadernas de madera reseguían la orilla a lo largo de kilómetros y, al balancearse sobre el agua y chocar las unas con las otras, hacían un ruido parecido al gruñido de un millar de animales salvajes.
A lo lejos, en el embarcadero, vi a un hombre que ayudaba a un grupo de gente a subir a un bote de madera. De vez en cuando gritaba a la gente que había en los muelles.
—¡Vean la ciudad de Londres desde el agua! ¡Naveguen por el gran Támesis! ¡Vean la ciudad! ¡Todavía quedan dos plazas!
La barca se bamboleaba como si le conviniera llevar a dos personas menos en vez de a dos más, pero los rostros sonrientes que se veían en aquel bote abarrotado parecían bastante felices ante la perspectiva de aquel viaje. El hombre anguloso que estaba al mando, con las facciones afiladas como las de una rata de agua, parecía una persona tan poco de fiar que tuve la certeza de que a todos aquellos sonrientes extranjeros no tardarían en robarles.
Seguí adelante, tirando de vez en cuando de la correa de
Lash
para que dejara de perseguir gaviotas o se alejara de cualquier otra distracción fascinante. Después de que alguien me señalara qué barco era
El Sol de Calcuta
, me llamaron la atención dos hombres solos, con una pinta curiosa, que observaban el gentío y conversaban en susurros. Uno era alto y muy desaliñado, de complexión robusta, con una andrajosa camisa abierta que mostraba una barriga y un pecho peludos. Una venda le rodeaba la cabeza, como si hubiese participado recientemente en una pelea o hubiese sufrido un accidente. Su compañero era más bajo y delgado, parecía más viejo que el otro y caminaba algo encorvado. Tenía los ojos grises y sin vida, y su rostro parecía congelado en una expresión de tremenda fatiga, con la boca medio abierta y la piel colgándole como si la ley de la gravedad se la estirara hacia abajo.