Lo dejé trabajando en la ruidosa prensa y salí como una flecha hacia la puerta antes de que cambiara de opinión. Sólo con pensar en la carne y la cerveza ya se me hacía la boca agua. En esa época tenía hambre absolutamente a todas horas. Debía de ser porque solía compartir la comida que tenía con mi perro,
Lash
, y la mayoría de los días era él quien se quedaba con la mayor parte.
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era el ser vivo más adorable que había conocido en mi toda vida, seres humanos incluidos. No era de ninguna raza y era de todas, seguramente de cinco o seis variedades caninas mezcladas en una, con un gran porcentaje de spaniel y algo de lebrel. Se llamaba
Lash
, pestaña en inglés, porque tenía unas grandes pestañas —era el único perro que había visto que tuviera— y cuando me miraba desde detrás de esas pestañas, yo era incapaz de negarme a darle hasta el último bocado de mi comida, por mucha hambre que tuviera.
Estaba a punto de salir de la tienda, cuando lancé un corto silbido; se oyeron unas pisadas ruidosas que bajaban por la escalera de madera, y
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apareció a mi lado, lamiéndome los dedos sucios de tinta y haciéndome cosquillas en las muñecas con sus bigotes. Cuando oyó la palabra «comida», se puso a menear la cola con tanta fuerza contra las paredes de madera, que parecía que alguien estuviera tocando un improvisado tambor con un barril.
Lash
y yo salimos juntos. Éramos muy conocidos en Clerkenwell y, supongo, en bastantes partes más. Juntos nos lanzamos hacia el aire de la tarde con tanta prisa que me olvidé de la gorra.
Las ventanas vacías de la casa contigua me miraron fijamente al pasar. En otro tiempo había sido una casa magnífica, pero hacía años que estaba abandonada, tras haber sufrido un terrible incendio. Dentro, todavía se podían ver los desperfectos causados por el fuego: las paredes ennegrecidas el suelo cubierto de cenizas y pedazos de madera carbonizada, los marcos de las ventanas achicharrados, los cristales de las ventanas opacos por el tizne. A su lado, pared contra pared, el pequeño edificio, humilde y gris, que era la tienda de Cramplock, debía de haber parecido una excrescencia insultante, como un grano en la alta pared norte de la otra casa. Sin embargo, la imprenta había permanecido en activo durante todo ese tiempo, mientras que al orgulloso edificio vecino lo habían abandonado para que se pudriera. En una ocasión entré en el edificio con otros chicos, pero no nos quedamos mucho tiempo: había demasiadas ratas, a cada paso se oían chirridos y crujidos, y parecía que la casa estuviera a punto de desmoronarse en cualquier momento. Nadie sabía por qué no la habían derribado hacía años, y su fachada negra y carbonizada, como un rostro de ojos vacíos, siempre me hacía estremecer cuando pasaba por la calle, pisando sobre la basura.
Debo explicar una cosa: ese verano en que tenía doce años, cuando pasó todo lo que os voy a contar, yo ya estaba acostumbrado a cuidar de mí mismo. Nunca tuve ni un padre ni una madre que me cuidaran. Ni siquiera sé muy bien qué les pasó, excepto que mi madre murió durante la travesía en un gran barco que venía de la India, por los esfuerzos que tuvo que hacer para darme a luz, así que los primeros años de mi vida los tuve que vivir en un orfanato. No sé mucho más. Desde que me escapé del orfanato, estuve trabajando para Cramplock, y por una parte del salario que me daba, me dejaba dormir en una habitación en el piso superior de la imprenta. No era muy grande ni demasiado confortable, pero tenía todo lo que yo necesitaba: una cama para mí y un cesto para
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, una mesa, una jarra de agua para lavarme y un pequeño armario para mis cosas. Además, era lo más parecido a un hogar que nunca había tenido.
De no haber sido por Cramplock no sé qué habría hecho. Quizá me habría convertido en un ladronzuelo, como muchos de los muchachos que habían crecido en el vecindario. A un par de calles se alzaba el impresionante edificio de la prisión, con sus altos muros, detrás de los cuales desaparecía alguno de vez en cuando, tras ser descubierto robando o cometiendo algún otro delito. La gente se apelotonaba para ver cómo las grandes puertas se habrían, permitían pasar al carromato y luego se volvían a cerrar. Al parecer, nadie volvía a salir. Se decía que la única manera de salir de la cárcel era con los pies por delante, en un ataúd. Todos se morían dentro. A menudo veía cómo los enterraban en los terrenos vecinos.
Pero, muy raramente, algún preso conseguía escapar de allí antes de tiempo.
Corrí por los callejones, con
Lash
metiéndose entre mis piernas. El cielo de finales de la primavera era un manto bochornoso sobre nuestras cabezas, de un color azul intenso, pero en algunos rincones parecía que fuera de noche, porque las casas a ambos lados de las callejuelas estaban tan inclinadas que sus techos parecían estar a punto de tocarse y la luz del sol casi no podía penetrar. Para llegar a la taberna de La Cabeza de la Muñeca teníamos que pasar por Cow Cross, donde siempre había un montón de excrementos del ganado que todos los días pasaba dos veces por allí. Si las prensas estaban paradas, Cramplock y yo podíamos oír por la mañana y por la tarde los mugidos de protesta de los animales, mientras avanzaban pesadamente por las calles, dificultando el tráfico. Cow Cross siempre apestaba, y si llovía, casi no se podía avanzar por culpa de los excrementos, convertidos por las pezuñas de las vacas en una espesa pasta de casi dos palmos de grosor. Aun así, prefería ese hedor al del Fleet, que corría por detrás de las casas cercanas. La gente decía que el Fleet había sido un río, tiempo atrás, cuando desde las ventanas traseras de esas casas se podían divisar los verdes campos. Pero en ese tiempo ya no se le podía dar el nombre de río; más que otra cosa era una especie de acequia pringosa y oscura, y tan llena de suciedad y ratas que a los niños los reñían por acercarse. Era especialmente insoportable en verano. En esa estación, si pasabas cerca, tenías que respirar por la boca para poder soportar el hedor. La peste de las vacas no era ni la mitad de ofensiva que la del Fleet, y como lo que hacía apestar esa acequia era, en su mayor parte, los excrementos de la gente, la única conclusión a la que se podía llegar era que la gente apestaba muchísimo más que el ganado.
Y así llegamos a La Cabeza de la Muñeca, con su gran viga de madera que apuntalaba la parte alta de la casa e impedía que se desplomara sobre la calle. Para entrar por la estrecha puerta del local tenías que pasar por debajo de la viga. Una vez dentro, te encontrabas en un pequeño bar montado sin orden ni concierto, como si quien lo hubiera construido tuviera un ojo mirando para cada lado.
Aquella tarde no había nadie en el local, a excepción, por supuesto, de Tassie, la patrona.
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la saludó con un amistoso ladrido al ver el rostro regordete de la casera tras la barra.
—Tassie —dije—, Cramplock está hambriento, y
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y yo también.
—¡Dígame cuándo no están hambrientos, señoriiito Mog! —exclamó Tassie, alargando la mano por encima del mostrador para limpiarme con el dedo gordo una mancha de tinta de la mejilla. La Cabeza de la Muñeca había sido construida hacía mucho tiempo (en los tiempos de la reina Isabel, según decían algunos), y yo supongo que pensaba que Tassie había estado allí desde entonces. Normalmente estaba alegre, menos en los días muy lluviosos, en los que el agua de la lluvia se filtraba a través de los tablones del techo y le goteaba en la nuca desde grieta que había en el techo, justo encima de donde ella solía situarse. Siempre me llamaba «señoriiito Mog», y cuando estaba enfadada conmigo todavía lo alargaba más, y entonces le salía «señoriiiiito Moooooog». Yo solía entrar sigilosamente en el establecimiento e intentaba evitarla. Pero si había alguien más en el local, a menudo me convertía en toda una atracción.
—Mira quién nos visita hoy, pero si es el señoriiito Mog —decía, y entonces se me acercaba, me sacaba el polvo del pelo de un soplido y me limpiaba la mejilla con el dedo, tal como había hecho ese mismo día. Entonces añadía—: Es uno de mis clientes más asiduos, ¿no es cierto, señoriiito Mog? —Y se ponía a reír a mandíbula batiente como si acabara de explicar un gran chiste o de cantar una canción especialmente bonita.
—¿No tendrá por ahí algo de comida, Tassie? —le pedí—. ¿Y un poco de cerveza de la barata?
Apoyó la lengua en el interior de la mejilla, lo que la hizo parecer aún más regordeta de lo que era.
—Pues claro —contestó la patrona—, siempre que me muestre el monís que cuesta. —Con eso se refería al dinero—. ¿Y si le dijera que escondido bajo la mesa de la despensa tengo un buen trozo de jamón rosadito?
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reaccionó antes que yo con un ladrido de aprobación.
—Diría —repuse— que el jamón estaría muy bien. Y un poco de pan también estaría muy bien.
—¿Y si le dijera que tengo pan blanco? —añadió—. ¿Y si le dijera, señoriiito Mog, que tengo pan y también jamón?
La patrona vio brillar mis ojos por encima del mostrador y explotó en una gran risotada.
—¿No se le ponen estrellas en los ojos, señoriiito Mog? —me dijo, y como si estuviera hablando a otra persona, añadió—: Mira qué ojos más preciosos tiene el muchacho, y yo que hago que la carita le brille como la de un ángel. Vaya ojazos tiene, señoriiito Mog, cuántas mujeres morirían por unos ojos como los suyos. No es justo que un jovencito como usted tenga esos ojos, cuando hay tantas mujeres, jóvenes y viejas, que morirían por un unos ojos tan grandes y hermosos.
Yo ya estaba acostumbrado a eso, porque prácticamente siempre que la iba a ver me repetía lo mismo, y aunque siempre hacía muecas fingiendo estar harto de sus cumplidos, la verdad era que me encantaban. Esos elogios a mis ojos iban casi siempre seguidos de un comentario que ella, obviamente, consideraba muy inteligente, y como era de esperar, ese día volvió a repetirlo.
—El diablillo de la imprenta, lo llaman —dijo—, pero a veces me cuesta un buen rato decidir si es un diablo o un ángel, señoriiito Mog. ¡Diablo o ángel! —Y riéndose entre dientes, se metió en la trastienda para ir a buscar la comida.
Me senté a esperar, y
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se estiró debajo de la mesa. Vi cómo Tassie se movía con brío tras los dos grandes mangos de metal bruñido de los surtidores de cerveza. Junto a ellos tenía un trapo colgado para poder limpiarlos cuando se ensuciaban por el uso, y siempre los tenía relucientes.
—Los surtiiiiidores más brillantes de todo Clerkenwell —repetía siempre—, y si me podéis enseñar unos que brillen más en todo Londres, pues bien, me gustaría verlos. Mire cómo se le refleja la cara en ellos. Se le refleja, y nunca será de otra manera, no mientras yo esté sobre la faz de la tierra.
Era cierto que podías verte en ellos, pero tenían una forma tan peculiar que cuando te mirabas, tu cara aparecía extraordinariamente larga y curvada, como si alguien te hubiese tirado de la punta de los pelos hasta dejarte tan alargado como una masa de harina.
—He estado haciendo un cartel —le conté a Tassie mientras ésta cortaba lonchas de jamón, rosado y delicioso, de una pata reluciente—, de un tal Cockburn.
—Fantástico —repuso—, aunque si me deja decirle, señoriiito Mog, no estoy segura de a qué Cockburn se refiere.
—Cockburn es… —bajé la voz por si acaso en aquel local vacío hubiese escondida alguna oreja indiscreta—. ¡Cockburn es el nombre de un presidiario! —Solté un silbido, satisfecho conmigo mismo—. El tipo se ha escapado de la Prisión Nueva y ahora anda suelto. ¡Un hombre tremendamente feo! Con los ojos como los de una rata —dije al ver un hociquito rosado apareciendo en el bar desde un agujero cerca de la pata de una silla. El bicho echó un vistazo a
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y al instante volvió a desaparecer en la oscuridad.
—Seguro que lo reconoceré —replicó Tassie—. Todo el mundo dice que, en Clerkenwell, Tassie es la mejor a la hora de juzgar a las personas. Si entra en este establecimiento sabrá al instante que ha cometido un error. —La harina del pan que tenía en la mano la hizo estornudar, y una nube de polvo blanco quedó suspendida en el aire y lentamente se fue posando sobre los surtidores bruñidos. La patraña soltó un par de maldiciones en voz baja y agarró el trapo para limpiarlos—. ¿Y qué ha hecho este tipo para que lo metan en chirona?
—No lo sé —contesté—, pero es muy peligroso. Eso es lo que pone en el cartel. Sale un dibujo de su cara y es de lo más feo y desagradable. El señor Cramplock cree que es un asesino.
—Vaya, pues espero que no nos asesine a ninguno de nosotros —bromeó Tassie con la boca llena de jamón—, si no ¿quién se encargará de que La Cabeza de la Muñeca siga sirviendo cerveza y la imprenta siga imprimiendo? Nosotros dos, señoriiito Mog, trabajamos más que todos en esta ciudad, y si un día faltamos, habrá una buena ración de lloros. —Y se metió otro pedazo de jamón en la boca.
—¡Eh, no se coma nuestro jamón! —le pedí.
—Todavía no es suyo, es mío hasta que me lo pague —soltó la patrona—, y yo hago lo que me da la gana con mi jamón, señoriiito Mog. Yo no soy una ladrona, señoriiito Mog, y nunca me encontrará dentro de la Prisión Nueva, ni este año ni ninguno. Usted tiene más puntos para acabar allí dentro, incluso antes de hacerse un hombre, siendo el barril de diabluras que es.
Me pareció que no era muy justo que me llamara barril, porque no paraba de repetir que yo estaba en los huesos y que si me ponía de perfil, nadie me podía ver.
—Tome —me dijo—, como aún está en edad de crecer, bébase esto aquí mismo y luego le lleva un poco al viejo Clamprock.
—Cramplock —corregí, y tomé el vaso que me ofrecía.
—¡Oh, qué ganas de líos tiene esta noche! —exclamó—. ¿Sabe qué le dirían algunos, señoriiito Mog? Tiene demasiados humos en la cabeza. Oh, es de lo más listo, este diablillo de la imprenta. Pero será mejor que aprenda a callar, porque los hay que son mucho más listos que él, y si no se anda con cuidado…
Dejé de escucharla y acerqué los labios al vaso, que estaba lleno hasta el borde de una cerveza fresquita y espumosa del color del té fuerte. Tomé un sorbo largo, me relamí los labios y abrí los ojos como platos al notar el regusto amargo que me cubría la lengua. A veces había oído a algún tipo criticar la cerveza de Tassie a sus espaldas, pero a mí siempre me pareció que estaba muy buena, y cualquiera que hubiese intentado probar el agua que salía de la fuente de la plaza, venida directamente de las profundidades turbias del Fleet, no tardaría en llegar a la conclusión de que la peor de las cervezas era mejor opción.