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Authors: Bruno Nievas

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

Realidad aumentada (15 page)

BOOK: Realidad aumentada
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Alex estaba gratamente sorprendido con el discurso de Stokes.

Por fin la potencia del chip dejaba de ser un misterio y pasaba a tener una explicación científica comprensible. Pero a pesar del embelesamiento que producían las amables palabras del ingeniero, no se olvidó del verdadero motivo de la reunión, por lo que hizo la pregunta que había ido a formular:

—¿Hay alguna posibilidad de que el chip contenga algún código que pueda estar interfiriendo con el nuestro?

—¿Y que explique los problemas que están teniendo? —dijo Stokes.

Alex no se amedrentó, a pesar de la amenaza velada que se escondía en esas palabras: el ingeniero insinuaba que podían estar buscando una justificación externa a sus problemas. Era algo que ya había pensado.

—Tengo indicios suficientes para, al menos, estudiarlo con detenimiento. Puedo presentar un informe, si es necesario.

—No es necesario, ya conocemos los resultados de
Predator
, y entiendo que su suposición es razonable —dijo Stokes.

Alex se sorprendió, pero enseguida se dio cuenta de que, tras los graves incidentes, era normal que Stokes se hubiera informado antes de viajar.
Puede que incluso lo haya hecho durante el vuelo. Por eso Cobitz se ha hecho acompañar de un ingeniero, y no de uno cualquiera
—pensó, admitiendo que ese tipo le caía bien, e incluso le resultaba familiar—
. Ha hecho bien en traerlo consigo.

—Me gustaría entonces que respondiera a esa sencilla pregunta —dijo, sin dar su brazo a torcer.

—Ese chip es un prototipo experimental —dijo Stokes, apoyando los codos sobre la mesa y cruzando los dedos—, de ultima generación y con un desarrollo terriblemente costoso y complejo. Pero, al contrario de lo que usted supone, no contiene nada que pueda estar interfiriendo con el código de su proyecto.

—¿Ondas, radiaciones, residuos de cualquier clase…? —insistió el neurólogo—. ¿Quizás algún otro dato que debamos conocer?

Stokes negó con la cabeza.

—Ni el chip ni ninguno de sus componentes por separado generan emanaciones que puedan afectar al organismo, si es a eso a lo que se refiere. Le garantizo que lo hemos certificado, nuestros estándares de seguridad son los más exigentes de la industria. Es algo que ustedes mismos han comprobado también, aunque no a un nivel tan exigente como el nuestro.

—Tiene que haber algo, entonces… —insistió Alex—. El problema
tiene
que estar en él.

—Doctor Portago —le interrumpió Stokes, en un tono cordial—, debe usted creerme: hemos realizado múltiples pruebas con ese chip, y actualmente estamos llevando a cabo ensayos con otros similares a ese, investigamos continuamente. En ninguno de nuestros desarrollos ha sucedido nada siquiera remotamente parecido a los incidentes que han acontecido en este proyecto, así que el problema, sea cual sea, no puede residir en nuestro procesador.

Esas palabras fueron definitivas para Alex. Si lo que Stokes acababa de afirmar era cierto —y no tenía motivos para suponer que no lo fuera—, el problema residía en alguna parte de su experimento y no en un procesador que, en otros ámbitos, funcionaba sin incidencias. Era algo bastante razonable.

—De acuerdo, Adam —dijo, asintiendo—. Seguiremos con el proyecto, pero hemos de garantizar la seguridad de las personas que están en él.

—Esa es nuestra máxima prioridad —dijo Stokes, sonriendo.

El ingeniero se levantó y le tendió la mano amistosamente, sellando con ello su acuerdo y respaldando las decisiones que Alex pudiera tomar. Con esas últimas palabras dieron por finalizada la reunión y se despidieron.

En cuanto se hubo separado de Stephen, Alex volvió a llamar a Owl, por eso estaba de nuevo frente a su puerta. De repente esta se abrió, y el hacker apareció, gritándole a alguien, probablemente a su madre:

—¡No vayas a tocar nada de mi cuarto, ya te lo he dicho mil veces: son ordenadores, no adornos! —se volvió hacia Alex, suspirando—. Me tiene frito, tío, ahora le ha dado por decir que tengo muchos aparatos encendidos todo el día y que gastan demasiada luz. ¡Pero si la pago yo! —Hizo un gesto de impotencia y le indicó que entrara, mientras seguía despotricando—. Ya me dirás qué quieres, no te veo en meses y hoy vienes ya dos veces. Te aseguro que te recibo porque me coges de buen humor y tenemos confianza, pero estoy muy ocupado, ¿sabes? Y no tengo todo el día.

—Necesito un favor —le interrumpió el neurólogo—. Y es gordo.

Owl se le quedó mirando. Alex sabía que su amigo era terriblemente curioso.

—Vaya, hoy eres una caja de sorpresas. Tú dirás…

Alex le relató su petición. El pirata se tomó unos segundos para pensar, antes de contestar:

—Tío, hacer eso es muy fácil, no me costará nada —murmuró, con el ceño fruncido—. ¡Y como plan es la bomba! Lo que de verdad me pregunto es: ¿estás seguro de que quieres que haga eso, sabes las consecuencias que podría tener si lo terminas utilizando?

Alex suspiró, sin saber si sonreír o lamentarse:

—Creo que ni yo ni nadie puede imaginárselas.

Una hora después Alex salió de su casa en dirección al centro de la ciudad, en busca de una
pizza
. Había sido un día duro, y pensaba invertir lo poco que le quedaba frente al televisor viendo alguna película que le permitiera evadirse un rato, con unos cuantos tercios de cerveza bien helados como única compañía para su cena. La imagen de Lia se le vino a la mente y sintió una punzada en el estómago. Enseguida desechó la idea de llamarla, pues aún recordaba las miradas que le había dedicado esa misma mañana en el despacho de Boggs. No parecía el momento adecuado de intentar un acercamiento.
Debería pensar menos en ella
, se dijo a sí mismo, algo complicado, dado que ahora la veía a diario.

Siguió caminando, y lo que había sido un leve pinchazo, que había achacado al recuerdo de su compañera, se transformó en una extraña sensación de opresión creciente en el abdomen. Ligeramente preocupado, se sentó en un banco para descansar y ver si se le pasaba. Una pareja de ancianos le miró, y se dio cuenta de que debía de tener mala cara al ver la expresión que ponían. Fue consciente de que la sensación de inquietud iba en aumento, transformándose progresivamente en angustia. Debía de ser algo bastante parecido a lo que describían los enfermos con ansiedad cuando acudían a urgencias.

Decidió tomar algo que le aplacara los nervios. Empezó a andar de nuevo, esta vez buscando una cafetería, ya no tenía el estómago para
pizzas
. Sin embargo, las que encontró estaban atestadas de gente viendo el partido de fútbol, aún en juego. Por eso estaban las calles desiertas: no todos los días jugaba el Almería con el Fútbol Club Barcelona. Se acordó entonces de un pequeño pub decorado al estilo irlandés donde, si no recordaba mal, no disponían de televisores en las paredes. Ese seguro que estaba vacío, pensó, así que se encaminó hacia allí.

Al llegar a la puerta del local se detuvo de nuevo, esta vez llevándose la mano al pecho en un movimiento reflejo. Alarmado, se dio cuenta de que su corazón parecía desbocado.
¿Es esto lo que les ha pasado a los otros?
, se preguntó, angustiado. A lo mejor los otros accidentes habían ocurrido así. Con ansiedad, empujó la puerta y entró, por si tenía que pedir ayuda. Vio que el local estaba oscuro y que apenas había gente. Lejos de sentirse mejor por eso, su sensación de inquietud aumentó. Miró a su alrededor, y entonces descubrió algo que le frenó en seco aquella angustia, el malestar, y prácticamente el latido cardíaco.

Al fondo había una pareja sentada: un hombre joven, de complexión atlética, estaba enfrascado en la conversación que mantenía con una chica. Esta tenía el pelo liso y, a pesar de estar de espaldas, él supo enseguida que tenía los ojos azules, unos ojos que él conocía muy bien. Él sonreía, mientras hablaba, y ella soltó una carcajada. Actuando sin pensar, Alex se dio media vuelta y salió del pub a toda prisa.

Sintió un escozor en los ojos fruto de las lágrimas. Apretó los puños y los labios, sintiéndose el hombre más estúpido de la creación. Durante diez minutos caminó a toda prisa, conteniendo el llanto y maldiciéndose a sí mismo de mil formas diferentes. A punto de romper a gritar, respirando de forma agitada, y sintiéndose agotado por caminar tan deprisa, de repente se detuvo, cayendo en la cuenta de algo que su obnubilación no le había dejado notar en los últimos minutos: la angustia y la taquicardia habían desaparecido, al igual que el pinchazo del estómago, y por supuesto, la opresión en el pecho.

No puede ser
, se dijo a sí mismo, con los ojos humedecidos, y ahora abiertos de par en par. Hacía media hora, hubiera dado cualquier cosa por estar con Lia, pero no se había atrevido a llamarla. Y sorprendentemente, ahora creía entender por qué no lo había hecho: ¡había intuido que no era un buen momento! ¿Y cómo podía saber eso?, pensó preocupado. Pero la peor parte de esa historia residía en que, de forma inconsciente, y supuestamente sin querer, se había ido acercando a ella… ¡y la había localizado! Y, conforme lo hacía, se había ido encontrando peor, como si algo dentro de él supiera no solo dónde estaba, sino el riesgo que corría si la encontraba. Entonces se dio cuenta de que había encontrado a Lia, otra vez, con la misma facilidad que cuando probó el dispositivo el día anterior, solo que en esta ocasión no lo llevaba puesto.

8
Viaje a ninguna parte

Se viaja no para buscar el destino, sino para huir de donde se parte.

MIGUEL DE UNAMUNO

La luz del sol cegó a Alex nada más asomar a la superficie. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y a duras penas consiguió salir del angosto agujero, jadeando por el esfuerzo. Por fin estaba sobre la superficie, pensó aliviado, sacudiéndose el polvo de la ropa. Había corrido desde que se bajó del vagón de metro, buscando una salida. Tras cruzar en varias ocasiones las vías y recorrer tramos de estas a oscuras, al fin había encontrado una escala. Había trepado por ella y, al final, encontró el premio a su insistencia: una tapa de alcantarilla que logró abrir tras empujar con todas sus fuerzas.

En cuanto sus pupilas empezaron a acomodarse a la intensa luz, vislumbró unos raíles de tren, y vio que se adentraban en el océano, apenas un metro sobre el nivel del agua y perdiéndose en dirección al horizonte. De alguna forma supo que ese era el camino, así que se dio la vuelta y caminó en dirección a una pequeña hondonada que había tras él, donde sabía lo que iba a encontrar. Un tren detenido parecía a punto de partir. Corrió al ver que empezaba a moverse, sintiendo pinchazos en las piernas y en el pecho, y se subió de un salto en el momento en que la serpiente de metal adquiría velocidad.

¡Por los pelos!
, pensó, sintiendo el pecho a punto de explotar. Respirando entrecortadamente, entró en el vagón. Encontró un rincón libre al lado de una de las ventanas, y se arrebujó en él, intentando tranquilizarse. Cerró los ojos y se concentró en los murmullos de los otros viajeros, pronunciados en diferentes lenguas. Eran frases inconexas, jerga incomprensible que no le decía nada y que tampoco podría ayudarle en su búsqueda. No se molestó en mirar a nadie, cada uno tenía sus problemas, aunque le pareció que todos se resumían en uno: sobrevivir. Intentó dormir, con poco éxito, y con ese fin se concentró en el paisaje: hasta donde su vista alcanzaba solo vio una enorme extensión de agua, y esa extraña amenaza de que en cualquier momento la marea podía subir, engulléndolo todo, incluidas la lengua de tierra, las vías y hasta el mismísimo tren.

Pasaron varias horas en las que apenas dormitó y en las que intentó pensar en sus posibilidades, algo tan doloroso como recordar los últimos días: muerte, destrucción y más muerte. Y, por encima de todo eso, el olor a sangre y a carne quemada, algo a lo que estaba seguro que no podría acostumbrarse jamás. Sintió cómo el tren se detenía, y se sintió agradecido por tener una distracción. Asomó la cabeza por la ventana y comprobó con satisfacción que estaban en tierra firme. Por desgracia, más adelante la vía continuaba de nuevo a escasos centímetros sobre la superficie del mar, una delgada y larga línea de rocas que parecía unir continentes. Decidió que no quería seguir su viaje a escasos centímetros del agua. Bastante tenía ya con huir de todo, pensó.

Bajó de un salto, contento de pisar la tierra, y se dirigió hacia la salida de la rudimentaria estación. El tren la abandonó silenciosamente, como si no quisiera hacer demasiado ruido, algo que le pareció normal en un mundo donde atraer la atención podía resultar una aniquilación segura, en caso de que
ellos
estuviesen al acecho. Pensó que era sorprendente que siguieran circulando trenes y que probablemente ese fuera uno de los últimos.

Anduvo y, tras varias horas, vio un cartel de bienvenida a su ciudad natal, que parecía de otro siglo. Atravesó la zona del puerto, próximo al parque donde miles de adolescentes habían hecho botellón, durante la que ya era otra etapa de la Historia. La mayoría de esos chavales estarían muertos, se dijo con amargura, mientras agotaba los restos de su cantimplora, y se imaginó las risas y las celebraciones de una época que parecía no haber existido nunca, aunque databa de tan solo un par de semanas antes.

Sintiendo un ardiente calor en los pies debido al cansancio, se topó con una fila de vehículos, a lo lejos, que se dirigía hacia la playa, donde alguien había improvisado unos enormes embarcaderos. La población hacía cola para subir a unas descomunales barcazas, sin duda destinadas al transporte en masa. Era un éxodo, parecido al que habían sufrido millones de judíos en la Segunda Guerra Mundial, solo que en vez de trenes, las naves se asemejaban a arcas bíblicas, de aspecto moderno, donde la huida era voluntaria.

Esos malditos seres grises parecían dispuestos a destruir todo, en su desbocado afán por conquistar el planeta. Alguien había tenido la idea de preparar expediciones masivas al mar con el fin de esconderse, pues sería más difícil localizarles. Se organizarían, en teoría, para sobrevivir, reagruparse y plantar cara a la invasión, así que había puntos de embarque en casi todas las ciudades con puerto. A este fin habían dedicado sus últimos recursos los maltrechos gobiernos.

A Alex le parecía una idea estúpida: si no se había podido luchar desde tierra firme, no entendía cómo iban a hacerlo desde el mar. Eso, por no pensar en lo que ocurriría cuando escaseara el agua potable, por ejemplo. Estaba seguro de que terminaría habiendo motines, y que acabarían matándose entre ellos. Algunos ya lo habían hecho, intentando conseguir alguna de las escasas plazas, que estaban limitadas, dándose prioridad a los «útiles»: mujeres y hombres jóvenes, fuertes, o con conocimientos especializados. Él, como médico, no tendría ningún problema en formar parte de una de esas expediciones.

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