Olga balanceó el tenedor en el que había ensartado un pedazo de la piña que Georgie había comprado aquella misma mañana en casa del frutero.
—¡Qué extraordinario descaro! —dijo—. Pensé que debía de ser una broma, y me reí con la mayor educación. Pero no era una broma. No se lo va usted a creer, pero
no lo era
. Una de las tres damas bigotudas dijo: «Eso sería una idea maravillosa», y otra puso la cara que todo el mundo pone en los conciertos. Y yo estaba tan aturdida que canté, y lady Ambermere marcaba el compás, y
Pug
ladraba.
Señaló con el dedo a Georgie.
—¡Nunca más, hasta el día del Juicio Final! —dijo—. Mientras lady Ambermere rechine sus preciosos dientes, jamás de los jamases volveré a poner los pies en esa casa. Ni ella en la mía. Antes le prendo fuego. ¡Vaya! Dios mío, ¡qué buena estaba la comida! ¿Podemos jugar ya al
croquet
?
Las fiestas al aire libre en el jardín de Lucía se programaban de cinco a siete, y media hora antes de que se esperara al primer invitado ella ya estaba vigilando con ojo de águila todos los preparativos, que aquel día habían alcanzado suntuosas proporciones. Los bolos se habían dispuesto en el campo de juego, no porque se previera que nadie con indumentaria
hitum
tuviera la más mínima intención de andar por ahí encorvado o realizando los bruscos movimientos que aquel juego implicaba, sino porque los bolos eran genuinamente isabelinos. Entre el campo de bolos y el césped más cercano a la casa se había instalado una gran carpa, donde la gente normal —aunque no había gente que pudiera considerarse realmente normal en Riseholme— podría tomar un piscolabis. Pero incluso donde nadie es normal puede haber grados de rareza, y junto a aquel espacio de refrigerio general había una pequeña tienda, alfombrada con esterillas orientales, y con una media docena de sillas dentro y dos asientos que sólo podían describirse como tronos, pues el gurú de Lucía, aunque merecedor de un trono, estaría encantado de sentarse en una de sus posturas más atractivas en el suelo. Esta tienda estaba destinada sólo a las conversaciones más elevadas, y los invitados normales (si se portaban bien) serían conducidos hasta allí y presentados a las Eminencias Supremas, mientras que para el refrigerio de las Eminencias, en los intervalos entre audiencias, se había dispuesto en el salón de fumar una comida más elaborada, con melocotones y cuatro clases distintas de sándwiches. Así pues, aquellos invitados para los cuales no estaban previstas audiencias podrían gozar de la alegría de ver a las personalidades cruzando el césped en su periplo hacia la zona de la comida, y probablemente contemplarlos avanzar entre los aros del campo de
croquet
, que se habían dejado allí para dotar de un aire de descuidada naturalidad al césped. En el saloncito de fumar, uno o dos Elzevir se dejaron abiertos como por casualidad, como si el señor y la señora Lucas hubieran estado leyendo las obras de Persio Flaco o de Juvenal cuando llegaron los primeros invitados. En el salón de música, finalmente, que por lo común no se utilizaba en estas ocasiones, había varios jarrones con flores recién cortadas: el piano estaba abierto, y si no hubieran visto los Elzevir en el salón de fumar, habría sido razonable que los primeros invitados, si entraban allí, imaginaran que la señora Lucas había estado repasando el último acto del
Sigfrido
un minuto antes.
En su recorrido de inspección definitiva, Lucía iba acompañada por su gurú, pues él formaba parte también del
dramatis personae
doméstico, y ella quería que lo «descubrieran» en la carpa especial. Lucía le señaló el lugar exacto donde se proponía que lo «descubrieran».
—Muy probablemente la primera persona a la que traiga aquí —dijo— será lady Ambermere, pues es famosa por su puntualidad. Está muy deseosa de verte, ¿y no te parecería increíble descubrir que ya os conocíais? Su marido fue gobernador de Madrás, y pasó muchos años en la India.
—¿Madrás dice, gentil dama? —preguntó el gurú—. Yo también estuve en Madrás: hay muchos espíritus oscuros en Madrás. ¿Y dice que esa señora estuvo en la residencia inglesa?
—Sí. Dice que el señor Kipling no sabe ni una palabra de la India. Tú y ella tendréis muchas cosas de las que hablar. Ojalá también yo pudiera sentarme en el suelo y escuchar vuestras anécdotas.
—Será un gran placer —dijo el gurú—. Amo a todos aquellos que aman mi maravilloso país.
De repente se detuvo y se llevó las manos a la cabeza, con las palmas hacia fuera.
—Hoy tenemos un montón de maravillosas vibraciones —dijo—. Todo el día estoy sintiendo que hay algo que me están diciendo los Guías. Algún fantástico mensaje de luz.
—Oh, ¿no sería maravilloso que te llegara el mensaje en directo en mitad de mi fiesta en el jardín?
—Ah, gentil dama, los grandes mensajes no llegan así. Vienen siempre en la soledad y la quietud. La gentil dama lo sabe tan bien como el gurú.
El interés por el
gurismo
puro y la pasión por su superioridad social luchaban en el interior de Lucía. El
gurismo
le decía que debía mostrarse extasiada ante la idea de que un gran mensaje estuviera a punto de llegar, y debería sonreír automáticamente por el deseo de soledad y quietud que manifestaba el gurú, mientras que la preeminencia social le susurraba al oído que no podía dejarlo marchar, ya que había prometido a lady Ambermere, que sólo conocía Madrás, presentarle a un místico de Benarés, que era de la casta más alta además. Por otro lado, Olga Bracely iba a ser una invitada incluso más resplandeciente que la propia lady Ambermere o el gurú: seguramente Olga Bracely era suficiente para situar aquella fiesta al aire libre en la más elevada de las cumbres. Y si intentaba forzar a su gurú a quedarse, una espantosa consecuencia acechaba como una posibilidad real, y ésta era que posiblemente el gurú pudiera decidir volverse al agujero de donde lo había sacado, a saber, la casa de la pobre Daisy Quantock. La idea era intolerable, pues, con el gurú en casa, ella se había convertido en una especie de Dispensadora de los Misterios Orientales y Gran Dama del Om en Riseholme. De hecho, el gurú era su proeza de agosto; no podía perderlo en ningún caso antes de que finalizase julio, y se pondría enferma si tuviera que volver a ver a todo Riseholme peregrinando hasta la casa de Daisy. Con los labios apretados, tomó una firme decisión respecto al gurú: ella sabía que, si lo provocaba, él podía desafiarla o abandonarla sin contemplaciones. Sabía que tenía que ceder, y decidió hacerlo sin plantear ningún impedimento en absoluto.
—¡Oh, sí! —dijo—. Cuán cierto es lo que dices. Pero querido gurú, sube a la «Hamlet»: allí nadie te molestará. Aunque si llega el mensaje antes de que lady Ambermere se marche, prométeme que bajarás a vernos.
El gurú se metió en casa —la puerta principal ya estaba abierta para recibir a lady Ambermere, que le estaba diciendo a «su gente» cuándo tenían que regresar a buscarla— y huyó con los talones de las sandalias resonando en las escaleras de roble que conducían a la «Hamlet». Suavemente cerró la puerta a los oscuros espíritus de Madrás, y se protegió, más incluso, girando la llave de la habitación. Jamás correría el riesgo de presentarse como un brahmín de la casta superior de Benarés delante de cualquiera que conociera mínimamente la India y sus razas, pues tal vez su figura podría no corresponderse con los recuerdos que la dama tuviera de semejantes individuos.
La llegada de lady Ambermere fue inmediatamente seguida por la de los demás invitados, así que, en vez de dirigirse a la carpa especial reservada para las Eminencias, la dama se situó en una posición dominante en medio del césped, desde donde le sería fácil examinar a todo el mundo a través de sus impertinentes portátiles de carey. Mantuvo a Pepino a su lado, que acudía veloz a saludar a los invitados de su esposa y luego volvía corriendo para atenderla. La pobre señorita Lyall permanecía detrás de su silla y, de tanto en tanto, cuando se le ordenaba, le daba la capa, o le abría la sombrilla, o le colocaba bien el escabel, o cogía en brazos a
Pug
o lo soltaba; lo que requiriera su señora. La mayor parte del tiempo lady Ambermere mantenía un majestuoso monólogo.
—Tienen ustedes un bonito jardincito aquí, señor Lucas —decía—, aunque tal vez inconvenientemente pequeño. Su césped para el
croquet
no me parece del tamaño reglamentario, y además no hay pista de tenis. Pero supongo que tendrá usted otra pequeña pista de hierba en alguna otra parte que utilizará para los bolos, ¿no es así? Dentro de un rato iré a dar un paseo con usted y veremos toda su propiedad. Baje a
Pug
otra vez, por favor, señorita Lyall, y déjele correr un poco por ahí. Mire, quiere jugar con una de esas bolas de
croquet
; señorita Lyall, ¡tíresela y correrá a por ella! Dios me asista, ¿quién está llegando por el sendero a esa tremenda velocidad en una silla de ruedas? Oh, ya veo, es la señora Weston. No debería ir tan deprisa. Si
Pug
se hubiera desviado hacia el sendero, lo habría atropellado sin duda. ¡Mejor vuelva a coger a
Pug
otra vez, señorita Lyall, hasta que la señora Weston se haya detenido! Y ahí viene el coronel Boucher. Si hubiera traído sus bulldogs, tendría que haberle pedido que se los llevara de nuevo. Me gustaría tomar una taza de té, señorita Lyall, con mucha leche. Y no demasiado fuerte. Ya sabe usted cómo me gusta el té. Y una galleta o algo para
Pug
, con un poquito de crema en un platillo o algo que tenga a mano.
—¿No quiere usted entrar en el saloncito de fumar y tomar el té allí, lady Ambermere? —preguntó Pepino.
—¿El saloncito de fumar? —preguntó la señora—. ¡Qué extrañísimo servir el té en un salón de fumar!
Pepino le explicó que con toda probabilidad nadie había utilizado aquella estancia para fumar en los últimos cinco o seis años.
—Oh, en ese caso, iré —dijo—. ¡Mejor tráigase a
Pug
también, señorita Lyall! Hay una horquilla de
croquet
en la hierba. Me alegro de haberla visto, o me habría tropezado con ella tal vez. Oh, éste es el salón de fumar, ¿no? ¿Por qué tienen tiradas esas esterillas en el suelo? ¡Ponga a
Pug
en una silla, señorita Lyall, o puede pincharse las patas! Libros, también, según veo. Ese que está abierto es antiguo. Poesía latina. La biblioteca de The Hall es muy famosa por su literatura clásica. La coleccionó el primer vizconde, y cuenta con varios miles de volúmenes.
—Desde luego, es una biblioteca maravillosa —dijo Pepino—. Nunca consigo despegarme de allí cuando voy a The Hall.
—No me extraña. Yo también soy una gran estudiosa y, a menudo, me paso la mañana allí, ¿a que sí, señorita Lyall? Deberían ustedes poner cristales nuevos en las ventanas, señor Lucas. En un día oscuro aquí no se debe ver apenas. A propósito, su buena mujer me dijo que tienen alojado aquí a un indio notable, que acudiría a la fiesta, un brahmín de Benarés, me dijo. Me gustaría mantener una breve conversación con él mientras tomo el té. ¡Tenga la bondad de prepararme un melocotón, señorita Lyall!
Pepino había sabido del retiro del gurú como consecuencia de la inminente llegada de un mensaje de los Guías, y procedió a explicárselo a lady Ambermere, que no hizo el más mínimo caso a lo que Pepino le decía, pues estaba mirando los melocotones con sus impertinentes.
—Ese de ahí cerca me parece el más comestible —dijo—. Y, luego, no veo por aquí a la señorita Olga Bracely, aunque le dije claramente que yo estaría aquí esta tarde, y ella me dijo que la señora Lucas la había invitado. Espero oírla cantar otra vez esta tarde. Cantó para nosotros ayer por la noche en The Hall, ¿lo sabía?, y muy encomiablemente, desde luego. Su marido, el señor Shuttleworth, es primo del difunto lord.
Lucía había entrado en el saloncito de fumar durante este discurso y oyó aquellas palabras fatales. En aquel momento, de buena gana habría retirado absolutamente su invitación a Olga Bracely antes que haber aludido en ella al señor Bracely. Pero aquella era una de las cosas irremediables de la vida, y puesto que era inútil afligirse por ello, sólo estaba deseosa de que Olga llegara, cualquiera que fuera el nombre de su marido. Se preparó para afrontar la situación con entereza.
—Pepino, ¿estás atendiendo a lady Ambermere? —dijo—. Querida lady Ambermere, espero que se estén ocupando adecuadamente de usted.
—Un melocotón muy decente, sí señor —dijo lady Ambermere—. El muro sur de mi jardín está repleto de melocotones, y siempre tienen un sabor especialmente delicioso. The Hall tiene fama por sus melocotones. Me pareció entender que la señorita Bracely tenía intención de venir, señora Lucas. No sé qué puede haberle retrasado tanto. Yo siempre he sido conocida por mi puntualidad. ¡Ya terminé mi té!
El césped del exterior estaba ya poblándose de gente, todos ataviados con sus
hitum
, y lady Ambermere, cuando salió de nuevo del salón de fumar, observó la escena con notable desagrado. Las dos señoritas Antrobus acababan de llegar, y se dirigieron a su anfitriona a gritos:
—¡Llegamos espantosamente tarde! —dijo la mayor—. Pero todo ha sido culpa de Piggy.
—No, Goosie, ha sido culpa tuya —dijo la otra—. ¿Cómo puedes ser tan mala diciendo que fue mía? Querida señora Lucas, ¡está siendo una fiesta encantadora! ¿Podemos ir a jugar a los bolos?
Lady Ambermere observó sus espaldas al alejarse, mientras corrían con los brazos entrelazados, hasta el campo de bolos.
—¿Y quiénes son esas dos jóvenes señoritas? —preguntó—. ¿Y por qué se hacen llamar Piggy y Goosie?
[27]
¡Señorita Lyall, no deje que
Pug
se acerque a los bolos! Esas dos son muy gordas.
En otra parte del jardín, la señora Antrobus iba avanzando lentamente de grupo en grupo, con su trompetilla violentamente empeñada en recibir noticias frescas. Pero la conversación no estaba resultando tan animada como de costumbre, porque la actitud de intensa expectación que se extendía por todos los corrillos, debida a la inminente aparición de la señorita Bracely, les obligaba a mantener un tono bastante entrecortado e incoherente. Además, había corrido la voz de que el indio misterioso, que había sido visto por aquí y por allá a lo largo de toda la semana, estaba en aquellos momentos viviendo en casa de la señora Lucas: ¿y por qué no estaba allí entonces? Más insólita todavía, aunque no tan apasionantemente interesante, era la ausencia del señor Georgie. ¿Qué podría haberle ocurrido para que no estuviera revoloteando y satisfaciendo los mandados de su señora y siendo el alma de la fiesta? No sirvió de nada que la señora Antrobus continuara avanzando en su metódico rumbo, buscando respuestas a todos aquellos enigmas, y que la señora Weston, en su veloz recorrido, se precipitara en su silla de ruedas de grupo en grupo, allí donde la gente parecía estar conversando con cierta animación. Ella no pudo averiguar nada, y la señora Antrobus nada pudo averiguar tampoco: de hecho, la única información de la que se iba a disponer al respecto en los instantes siguientes fue la que la propia señora Weston proporcionó. Tenía un rostro agradable y muy colorado, y unos gestos extremadamente intrigantes, como si estuviera proporcionando una información de la máxima importancia. Hablaba de forma innata con voz alta y clara, así que no tenía que elevarla mucho ni siquiera cuando se dirigía a la señora Antrobus. La riqueza en detalles de su discurso no tenía rival en el pueblo, y era de todas todas la mejor observadora de Riseholme.