Reina Lucía (8 page)

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Authors: E. F. Benson

Tags: #Humor

BOOK: Reina Lucía
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En consecuencia, cuando el gurú se despidió con su reverencia oriental muy humildemente y dijo que con el gracioso permiso de la amada señora y el amable amo abandonaría el salón y meditaría en su habitación, y salió arrastrando los pies enfundados en sus sandalias rojas, la conversación que Robert se había sentido obligado a entablar con su esposa sobre la cuestión de tener a un hindú viviendo con ellos durante un período indefinido de tiempo se resolvió de un modo mucho más amigable de lo que habría cabido esperar si hubiera estado frente al filete de bacalao.

—Bueno, y ahora, respecto a este Golliwog…
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¿O debería decir gurú, querida? —empezó a decir—. ¿Qué va a pasar?

A Daisy Quantock se le cortó la respiración bruscamente y se estremeció ante la grosería de su marido, pero rápidamente recordó que siempre debía procurar enviar mensajes de amor a los cuatro puntos cardinales: Norte, Sur, Este y Oeste. Envió uno bastante afilado en dirección a su marido, que estaba sentado justo al Este, razón por la cual el mensaje le llegó de inmediato, y le lanzó una sonrisa particularmente dura y severa, sin duda una reliquia heredada de su anterior modo de vida.

—Nadie lo sabe, querido —dijo la señora Quantock con vehemencia—. Ni siquiera los Guías pueden decir dónde y cuándo va a recibir la llamada un gurú.

—¿Estás sugiriendo entonces que debería quedarse aquí hasta que reciba la llamada para irse a otra parte?

Ella continuó sonriendo.

—Yo no sugiero nada —dijo—. No está en mis manos.

Bajo la apaciguadora influencia del pescado al curry, Robert aún permaneció tranquilo.

—Es un cocinero de primera, en todo caso —dijo—. ¿No se te ha ocurrido contratarlo? Digo para la cocina, ya sabes.

—¡Querido! —dijo la señora Quantock, lanzándole más amor a su marido. Pero era casi incapaz de contener su fuerte temperamento, y de hecho ambos estaban hablando sin contención alguna, como dos grifos de agua caliente y fría abiertos a la vez en una bañera. La cristalina corriente de amor sirvió para mantener el genio de la señora Quantock moderadamente frío.

—Bueno, pregúntale —sugirió el señor Quantock—; como tú dices, uno nunca sabe de dónde puede recibir la llamada un gurú. Dale cuarenta libras al año y dinero para sus cervezas y…

—¡Cervezas! —exclamó la señora Quantock, pero entonces recordó de repente la historia de Georgie a propósito de Rush y el gurú y la botella de brandy, y se calló.

—Sí, querida, he dicho «cervezas» —recalcó Robert un tanto irritado—, y en cualquier caso, insisto en que despidas a la cocinera que tenemos ahora. Sólo la cogiste porque pertenecía al Cristianismo Científico, y además tú ya has abandonado ese pequeño redil. Recuerdo que por entonces solías hablar de falsos testimonios. ¡Bueno, pues ese testimonio suyo de que era cocinera es el más falso que he oído jamás! Antes preferiría arriesgarme con un organillero ambulante. Pero ese pescado al curry de esta noche, y aquel otro plato que preparó anoche… eso es lo que yo entiendo por buen comer.

La sola idea de una buena comida siempre calmaba la rústica sinceridad de Robert; ese pensamiento soplaba en él como el viento sobre un arpa eolia colgada en los árboles, evocando leves y dulces sonidos.

—Estoy seguro, querida mía —añadió—, de que estaré encantado de llegar a un agradable acuerdo sobre tu gurú, pero, sinceramente, no me parece excesivo por mi parte preguntarte qué clase de acuerdo propones. No tengo nada que decir en su contra, sobre todo cuando se ocupa de la cocina; sólo quiero saber si se va a quedar aquí una noche o dos, o un año, o dos. Háblalo con él mañana, y de paso envíale mi amor. Me pregunto si sabrá hacer sopa de marisco.

Cuando se fue a la cama, Daisy se llevó consigo, escaleras arriba, una buena cantidad de material para reflexionar, y se detuvo un instante frente a la puerta del gurú, desde cuyo interior salían sonidos que traslucían una respiración tan profunda que cualquiera que no lo conociera habría pensado que estaba roncando. Pero ella pareció detectar en la estancia el tono de la espiritualidad, lo cual la convenció de que el gurú estaba entablando una elevada comunión con los Guías. En torno a él giraron los pensamientos de la señora Quantock aquella noche, y él fue el árbol entre cuyas ramas los pensamientos de la señora revolotearon entre musicales gorjeos.

Su primer y principal interés en él era el puro
gurismo
, pues Daisy Quantock era una de esas personas intensamente felices que pasan por la vida en extática persecución de ese tipo de nociones que aquellos que no las comparten suelen tildar de «modas pasajeras». El pobre Robert podía recordar con toda precisión la devastación que se produjo en su hogar el día en que Daisy, tras estudiar un pequeño panfleto llamado
Boletín Mensual del Ácido Úrico
que había cogido de un puesto de libros, llegó a la pasmosa conclusión de que su abundancia mamaria se debía casi enteramente al consumo de productos basura que debía eliminar. Para un hombre goloso y glotón como él, la situación subsiguiente fue francamente intolerable, pues cuando seguía su dieta habitual (esto aconteció antes del desdichado advenimiento de la cocinera Cristiana Científica), ella se quedaba señalando con el dedo su bien provisto plato, y le decía que cada átomo de aquella ternera o de aquel cordero y aquellas patatas se convertían, desde el mismo momento en que se los tragaba, en bacterias cromógenas y toxinas, y que su aparente apetito era simplemente el resultado de la fermentación. Respecto a sí misma, su plato se convirtió en una abominable mezcla de quesos y polvos proteínicos, acompañados de manzanas y ensaladas bañadas en aceite, mientras a su alrededor, como platillos con semillas de especias, se alineaban pequeños montoncillos de nueces y piñones que proporcionaban el material justo para el sustento corporal, y que ella pesaba con escrupulosa exactitud, de acuerdo con las directrices del susodicho
Boletín Mensual del Ácido Úrico
. El té y el café eran tabú, dado que intoxicaban la corriente sanguínea con venenos; y el hervidor de la cocina bullía día y noche para proporcionar los ríos de agua hervida con la que (a sorbitos) la buena señora inundaba su sistema digestivo. Demacradas féminas de extraño aspecto bajaban desde Londres cargadas de pequeños paquetillos llenos de comida deshidratada que sabían tan mal que parecía que te estabas comiendo sus bolsos de viaje, y que eran tan nutritivos que unas pocas libras de aquel material equivalían a la ración diaria que se necesitaba para alimentar a un ejército. Afortunadamente, incluso la férrea constitución de la señora Quantock fue insuficiente como para que resistiera la presión durante mucho tiempo, y una anemia galopante amenazó con minar una constitución seriamente perjudicada por los preceptos de la salud perfecta. Solamente gracias a un menú de filetes de ternera y otras sustanciosas viandas cargadas de ácido úrico pudo recuperar su antiguo vigor.

De este modo reforzada, y con la misma energía con la que se había entregado a combatir el ácido úrico, se arrojó en brazos del Cristianismo Científico. Aquella secta, inhumana en grado extremo tanto para con ella misma como para con los demás, tomó absoluta posesión de la señora Quantock. Así que cuando su marido se quejó una gélida mañana de enero de que su salón de fumar estaba como un iglú porque la criada se había olvidado de encender la chimenea, ella no sintió ni una pizca de piedad por él, porque sabía que no existían cosas tales como el frío o el calor o el dolor, y por tanto uno no podía sentir frío. Y entonces, de acuerdo con su nuevo credo, puesto que no existían cosas como el ácido úrico, los cromógenos y los purines, vio que podía permitirse viandas decentes de nuevo con total seguridad. Pero, a este respecto, su infeliz marido no salió beneficiado en absoluto, pues mientras él comía, ella se dedicaba a endilgarle vehementes discursos sobre el nuevo credo y le pedía que recitara con ella la «Declaración Verdadera del Ser». Y el colmo de todo aquello fue que despidió a la buena cocinera que tenían y contrató a esa sinvergüenza cuyas fechorías Robert aún padecía, aunque el Cristianismo Científico, que había permitido que aquel catarro estuviera engañándola durante tanto tiempo, ya había seguido los pasos de la moda del ácido úrico y estaba en el limbo de sus creencias descartadas.

Pero ahora, una vez más, Daisy había descubierto temporalmente la piedra filosofal en las enseñanzas de su gurú, y era, como ya se ha mencionado, el puro
gurismo
lo que constituía el principal atractivo de su nuevo credo. Siendo esto indudable, su pensamiento volvió a ciertos asuntos secundarios que para una verdadera riseholmense eran de sumo interés. La señora Quantock tenía la firme sospecha de que Lucía en realidad contemplaba la posibilidad de apropiarse de su gurú, puesto que de otro modo no habría enviado una respuesta tan entusiasta a su nota ni habría enviado a Georgie a entregarla en mano y a profesar el mismo apasionado interés por el gurú. Entonces, ¿qué pérfida conducta le convendría adoptar? ¿Debería Daisy Quantock negarse en redondo a llevarlo a casa de la señora Lucas, con un mensaje de disculpa en el que se dijera que el gurú no se sentía
llamado
a ir? Si hacía eso, ¿se sentiría lo suficientemente fuerte para arrojarle a Lucía el guante (en forma de gurú) y, usándolo como señuelo, retar a la exquisita Lucía a un duelo a muerte con el fin de decidir quién debería liderar todo aquello que en la sociedad de Riseholme había de avanzado y culto? Y adelantándose aún más en las ramificaciones de aquel plan, ¿debería sobornar a Georgie para atraerlo a su campamento revolucionario, prometiéndole el acceso a las enseñanzas del gurú? O siguiendo una táctica menos audaz, ¿debería incluir a la exquisita Lucía y a Georgie en su círculo sagrado y, al mismo tiempo, conservar su derecho a quedarse con el tesoro que había descubierto, aunque compartiéndolo con ellos en algunas ocasiones especiales y permitiéndoles quizás el acceso al gurú en pequeñas dosis si se portaban bien?

La mente de la señora Quantock recordaba, en las evoluciones de sus estrategias, a una polilla cegada por la gloria de varias luces brillantes. Se estrellaba con una, salía ligeramente chamuscada y, olvidándolo todo, volvía su atención a la segunda, y luego a la tercera, dándose de cabezazos con cada una, sin decidir cuál de aquellas luminarias, en fin, era la más seductora. Así pues, con la idea de refrenar la exuberancia de aquellas divagaciones frenéticas, cogió media cuartilla de papel y anotó las posibilidades entre las que debería escoger.

(i)
¿Me lo quedo sólo para mí?

(ii)
¿Lo utilizo todo lo que pueda y dejo fuera a L.?

(iii)
¿Pongo a G. de mi lado?

(iv)
¿Le doy a L. y a G. un poquito?

Se detuvo un instante y luego, recordando que el gurú había ayudado voluntariamente a su guapísima criada a hacer las camas aquella mañana, diciendo que su labor (como la del príncipe de Gales) era servir a los demás, añadió:

(v)
¿Debo pedirle que sea mi cocinero?

Durante unos breves instantes, la alegría de sus apasionadas cavilaciones se oscureció cuando se le pasó por la cabeza la indigna sospecha de que tal vez la belleza de su criada tenía algo que ver con su colaboración en el dormitorio, pero inmediatamente desestimó esa idea. También estaba lo de la botella de brandy que había comprado en Rush… Cuando ella le había rogado que comprara lo que necesitara e hiciera que se lo apuntaran en su cuenta, desde luego no había contemplado la posibilidad de que lo que necesitara fuera precisamente
brandy
… Luego, recordando que una de las condiciones más necesarias para progresar en el yoga era que el discípulo debía tener una confianza ciega en su gurú, también apartó esa idea de su mente. Pero aun así, incluso cuando decidió consignar por escrito las líneas de actuación de cualquier estrategia posible, no fue capaz de tomar una decisión, y dejando el papel al lado de la cama, resolvió posponer la decisión hasta la mañana siguiente. Los rítmicos sonidos de la sagrada respiración le llegaban claramente desde la habitación de al lado, y murmuró «om, om», al compás con ellos.

Las horas de la mañana entre el desayuno y el almuerzo constituían el espacio de tiempo que los habitantes de Riseholme dedicaban principalmente a espiarse unos a otros. Deambulaban de tienda en tienda, ocupados en sus asuntos domésticos, comprando de vez en cuando alguna cosa que se llevaban en pequeños paquetes de papel con sus convenientes lazos de cuerda, pero el objetivo real de aquellas deambulaciones era comprobar qué estaban haciendo todos los demás y enterarse así de las noticias frescas que hubieran brotado como champiñones durante la noche. Georgie estaría comparando sedas en el pañero y, por supuestísimo, el señor Lucas, de camino a la floristería para preguntar si ya habían recibido los bulbos de Holanda, le diría que Lucía había recibido los arreglos para piano de un trío de Mozart. Georgie, por su parte, mencionaría que esperaba la llegada de Hermy y Ursy esa misma tarde, y Pepino, enriquecido con ese detalle, «seguiría sus andanzas» —en sus propias palabras— para sonsacar e intercambiar confidencias con el siguiente espía. Por cierto, Pepino se había percatado de que Georgie llevaba una pequeña caja rectangular con esquinas remachadas, y, con toda la razón del mundo, imaginó que serían cigarrillos para Hermy y Ursy, puesto que Georgie no fumaba.

—Bueno, debo seguir mis andanzas… —dijo el señor Lucas tras catalogar la caja de cigarrillos de Georgie, y un poco confuso ante un bulto que notó en el bolsillo de éste—. ¿Vas a pasarte por casa un rato esta mañana, tal vez?

Georgie no estaba completamente seguro de poder hacerlo (porque estaba ocupadísimo, debido a la llegada de sus hermanas, y a la necesidad de ir a ver al señor Holroyd, con el fin de que aquel artista pudiera calibrar con precisión el tono de su pelo con vistas a la confección del carísimo
toupet
), pero la mención de la llegada del trío de Mozart le obligó a tomar una decisión rápida. En cualquier caso, tenía intención de dar una vuelta por las inmediaciones de The Hurst, antes de volver a casa a comer, para ver si captaba —por adoptar una metáfora mixta— el eco de los concienzudos ensayos de aquella delicia clásica en el interior de la mansión. Probablemente, el pedal unicordio estaría presionado, pero él tenía un oído maravillosamente agudo, y se sorprendería mucho si no pudiera escuchar los reconocibles acordes de Mozart, y aún más incluso si, cuando fueran a ensayar la pieza juntos, Lucía no le diera a entender que era la primera vez que la leía. Él ya tenía su ejemplar, y había practicado su parte la noche anterior, pero se encontraba en una posición privilegiada respecto a Lucía, porque él no tenía un marido que pudiera «irse de la lengua» inadvertidamente. Entretanto, era de vital importancia encontrar una seda con un peculiar tono púrpura que no tuviera aquella espantosa tintura magenta. Entretanto, además, era de vital importancia, incluso mayor, observar los movimientos que acontecían alrededor de Riseholme.

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