Fue tras la primera sesión cuando el frenesí por el espiritismo atrapó por completo a la localidad de Riseholme. La princesa, haciendo gala de un magnífico buen humor y previendo sustanciosas facturas en el futuro, ofreció algunas muestras añadidas de sus poderes psíquicos además de las sesiones nocturnas de espiritismo previamente pactadas. Y así, precisamente cuando Georgie, a la tarde siguiente, estaba recibiendo el cruel veredicto sobre Debussy, la sibila leía las manos del coronel Boucher y de la señora Weston, y exploraba sin el más mínimo atisbo de error en sus pasados, al tiempo que se levantaba el borde del velo y les auguraba un brillante futuro. Ella ya sabía que ambos estaban comprometidos, pues se lo había dicho la señora Quantock en su paseo matutino, y no intentó ocultar el hecho; pero ¿cómo podía explicarse que, tras mirar de un modo impresionante alternativamente a uno y a otro, afirmara que una mujer ya no demasiado joven, pero alta sin duda, y con el pelo rubio, se había cruzado en sus vidas y había estado conectada con uno de ellos durante años? ¡Era imposible describir a Elizabeth con más precisión que de aquel modo!, y la señora Weston, muy nerviosa, confesó que su criada, que había estado con ella durante los últimos quince años, se correspondía exactamente con la descripción que la princesa había hecho solamente mirando en su mano. Después de aquello, sólo unos instantes más de escrutinio bastaron para que la princesa descubriera que Elizabeth iba a ser feliz también… Luego descubrió que había un hombre relacionado con Elizabeth, y la mano del coronel Boucher, a la que transfirió su escrutadora mirada, tembló con regocijada anticipación. La sibila pareció ver también a un hombre allí; no estaba completamente segura, pero ¿era tal vez un hombre al que había conocido desde hacía mucho tiempo? Claro. Y luego, poco a poco, los amoríos de Elizabeth y Atkinson quedaron desenmarañados de un modo infalible. No es de extrañar que el coronel empujara la silla de ruedas de la señora Weston a una velocidad récord hasta la librería Ye Signe of Ye Daffodille y, con la mayor de las suertes, consiguiera un ejemplar del afamado
Manual del quiromántico
.
En otra de aquellas sesiones informales, a la que asistieron Goosie y la señora Antrobus, habían ocurrido cosas incluso más extrañas si cabe, pues la mano de la princesa, mientras mantenían una pequeña conversación preliminar, comenzó a temblar y a crisparse incluso más violentamente que la del coronel Boucher, y entonces la señora Quantock rápidamente se apresuró a proporcionarle un lápiz y una buena cantidad de hojas de tamaño folio, pues aquellos temblores y crispaciones significaban que Raschia, una sacerdotisa del Antiguo Egipto, estaba deseando utilizar a la princesa para una sesión de escritura automática. Tras unos cuantos garabatos violentos y otros tantos movimientos repentinos con el lapicero, la princesa, aunque todavía seguía hablando con ellas como si nada, rellenó una hoja tras otra con una caligrafía grande e interminable. El resultado, cuando acabó y la princesa se recostó hacia atrás en su silla, resultó ser el discurso más maravillosamente espiritual que jamás hubieran leído los presentes. Allí se describía la felicidad y la armonía que se expandían por el universo al completo, y que sólo temporalmente se veían oscurecidas por las nieblas del materialismo. Esas nieblas estaban completamente apartadas de la visión de aquellos que habían fallecido ya. Ellos vivían rodeados de música, de flores, de luz, de amor puro… Hacia el final del discurso había un pasaje algo menos comprensible sobre el fuego procedente de las nubes. Se hizo comprensible por completo precisamente al día siguiente, cuando se desató una violenta tormenta… desde luego, un hecho del todo inusual en noviembre. Si aquello no hubiera ocurrido, la interpretación de la señora Quantock, que dijo que en realidad el mensaje de los espíritus se refería a los zepelines, se habría considerado igualmente satisfactoria. Después de aquello no era de extrañar que la señora Antrobus, acompañada de Piggy y Goosie, se pasara las tardes con unos cuantos lapiceros y papel a mano por si acaso, pues la princesa había declarado que la mayor parte de la gente tenía el don de la escritura automática, y que bastaba con que se tomaran la molestia y tuvieran la paciencia de desarrollarla. Todo el mundo tenía su guía particular, y fue al mismísimo día siguiente cuando la señorita Piggy obtuvo un texto firmado claramente por una presencia que dijo llamarse Annabel. Nicostratus y Jamifleg aparecieron muy poco después, en manos de la señora Antrobus y de Goosie, así que no hubo celos entre unas y otras.
Pero el culmen, la cumbre auténtica de aquellas manifestaciones, fue indudablemente la serie de tres sesiones ordinarias que tuvieron lugar tras la hora de la cena ante tres selectos grupos de invitados. Las cajas musicales resonaron, los violines ofrecieron bellísimas tonadas, los invitados sintieron el tacto de dedos invisibles cuando sus manos estaban en contacto alrededor de la mesa, y del centro de la misma se elevaron materializaciones envueltas en muselina.
Vino Pocky, visible a la vista, y tocó música espiritual; Amadeo, melancólico e terrible, recitó a Dante, y el cardenal Newman, no visible a la vista, pero audible al oído, se unió al grupo cantando
Lead, Kindly Light
, una tonada que el secretario les pidió que entonaran, y les bendijo a la conclusión
[52]
. Lady Ambermere estaba tan impresionadísima y tan nerviosa por tener que volver a casa sola que insistió en que Georgie regresara a The Hall con ella, y la dejara en manos de
Pug
o de la señorita Lyall, y durante los tres días de la visita de la princesa no hubo prácticamente ningún tema en las conversaciones de la plaza que no fueran las últimas apariciones. Olga envió a un criado a Londres para que le comprara una bola de cristal, y Georgie a otro en busca de una
planchette
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, y Riseholme temporalmente se convirtió en una especie de república espiritista, con la princesa como sacerdotisa y la señora Quantock como presidenta.
Lucía, durante todo ese tiempo, casi se volvió loca de resentimiento y de celos, pues se sentó en vano a esperar una invitación para alguna de las sesiones. Mucho antes de que hubieran transcurrido aquellos tres días, habría acogido con entusiasmo incluso una invitación para ocupar una silla en una de las exhibiciones menores e informales. Puesto que no podía lograr que la princesa aceptara venir a cenar a su casa, le pidió a Daisy que la llevara a almorzar al menos, o a tomar el té, a cualquier hora del día o de la noche que considerara apropiada. Hizo que Pepino se plantara enfrente de la casa de Daisy con la orden de dejar caer el bastón, o de lanzar su sombrero al vuelo, si veía que el secretario salía por la puerta, de modo que así pudiera entablar una conversación con él. Entretanto, se las arregló para colarse de rondón una mañana en el vestíbulo de Daisy, y la llamó a voz en grito «¡Margherita!» con su tono argentino. En esa ocasión, Margherita salió del salón con una expresión de firme resolución en su rostro, y cerró la puerta cuidadosamente tras ella.
—Queridísima Lucía —dijo—, qué agradable volver a verte. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Solo me dejé caer por aquí para charlar un rato… —dijo Lucía—. No te he visto desde la noche del Spanish Quartet.
—¡No! ¿Tanto tiempo hace? ¿De verdad? Bueno, tienes que venir en alguna otra ocasión, ¿de acuerdo? Pasado mañana estaré menos ocupada. Te prometo que nos veremos entonces.
—Tienes una visita, ¿no? —preguntó Lucía desesperadamente.
—¡Sí! Dos, a decir verdad, se trata de dos buenos amigos míos. Pero me temo que no te gustarían. Conozco tu opinión sobre todo lo que tiene que ver con el espiritismo, porque (ay, qué tontos somos…) hemos estado jugueteando…
—Oh, ¡si eso que me cuentas es interesantísimo…! —dijo Lucía—. Yo… yo… sabes que yo siempre estoy dispuesta a aprender, y a cambiar de opinión si estoy equivocada.
La señora Quantock seguía inmóvil ante la puerta del salón.
—¿De veras? —dijo—. Entonces estoy segura de que mantendremos una magnífica conversación al respecto cuando vengas a verme pasado mañana. Pero en este momento me temo que serás algo difícil de convencer.
Se besó las puntas de los dedos de un modo tan irremediablemente definitivo que no hubo nada que hacer, sino marcharse.
Entonces, mermada su capacidad de mando, Lucía modificó su estrategia y se acercó a la plaza del pueblo, donde Piggy le estaba contando a Georgie lo del texto firmado por Annabel. Cuando la vio aparecer, lo repitió de nuevo para que Lucía lo oyera.
—¿No te parece absolutamente encantador? —estaba diciendo Piggy— Annabel es mi guía y escribe con una caligrafía bastante distinta a la mía.
Lucía dejó escapar un pequeño grito, y se puso los dedos en los oídos.
—¡Que Dios me bendiga! —dijo—. ¿Qué le ha pasado a Riseholme? Dondequiera que voy no oigo más que hablar de sesiones de espiritismo, y de espíritus, y de escritura automática. ¡Vaya retahíla de bobadas, mi querida Piggy! Me sorprende en una muchacha tan juiciosa como tú.
La señora Weston, propulsada por el coronel, se giró en su silla de ruedas.
—Oh, el
Manual del quiromántico
es absolutamente maravilloso —dijo—. Jacob y yo estuvimos ensimismados con él hasta no sé qué hora. Hay un corte en su línea de la vida, precisamente a la derecha, cuando estuvo tan enfermo en Egipto, lo cual es muy notable, y cuando Tommy Luton me trajo la silla de ruedas esta mañana… la tenía yo en la puerta del jardín, porque hay un montón de grava justo en la puerta principal, y las ruedas se hunden muchísimo allí… «Tommy», le dije yo, «déjame que te mire la mano un momento», y allí, en su línea del destino, estaba la pequeña cruz que significa una pérdida. Y fue exactamente así, ¿verdad, Jacob? Él tenía trece años, cumple catorce este año, y la señora Luton murió hace un año justo. Por supuesto, no le dije eso a Tommy, sólo le dije que se lavara las manos, pero el hecho fue curiosísimo. ¿Y tiene usted ya su
planchette
, señor Georgie? Me consumo de curiosidad por ver lo que escriben los espíritus, así que, si tiene usted una velada libre cualquier noche de estas, puede venir por casa a cenar un poquito, y celebraremos una sesión, con mesas redondas,
planchette
y quiromancia, todo a la vez. Y ahora, dígame, qué pasó en la sesión de la primera noche. Ojalá hubiera podido estar presente en una verdadera sesión de espiritismo; pero, claro, la señora Quantock no puede encontrar sitio para todo el mundo, y he de decir que ha sido muy amable por su parte permitir que el coronel y yo fuéramos a visitarla ayer por la tarde. Nos emocionó muchísimo, y quién sabe si no fue la princesa en persona quien escribió el
Manual del quiromántico
, pues en la portada dice que su autor es «P.». ¡Y eso podría ser perfectamente Popoffski! ¡O no, o a lo mejor significa «princesa»!
Aquella alusión a que no había sitio para todo el mundo fue una verdadera puñalada para Lucía. Se rio tan argentinamente como pudo.
—O a lo mejor la P es de
Pepino
—dijo—. Tengo que preguntarle al
mio caro
si fue él quien lo escribió. ¿O a lo mejor es la P de Pillson? Georgino, ¿eres tú el autor del
Manual del quiromántico
?
Ecco!
Confiesa. Fuiste tú quien lo hizo.
Aquello no fue muy inteligente por su parte, pues nadie detestaba más la ironía que la señora Weston, ni era más aguda para detectarla. Lucía nunca debería haberse mostrado irónica precisamente en ese momento, ni debería haber reincidido en su uso del italiano, desde luego.
—¡No! —exclamó la señora Weston—. Estoy segura de que no lo escribieron ni
il signor Pepino
ni
il signor Pillson
. Creo que fue la
principessa
. Así que
ecco!
Y por cierto, ¿no le parece que la otra noche disfrutamos de una deliciosa velada en casa de la señorita Bracely? Qué modo de cantar tan encantador, y qué interesante saber que el
signor
Cortese era el autor de todo aquello. Y aquellas letras tan encantadoras, porque aunque yo no entendía mucho, sonaban decididamente exquisitas. Y, ¡qué lujo!, la señorita Bracely hablando italiano tan maravillosamente cuando ninguno de nosotros sabía que lo hablaba en absoluto.
El amable rostro de la señora Weston se había tornado carmesí por la irritación contenida, de la cual aquellas breves palabras eran sólo una mínima filtración, y a continuación se produjo un embarazosísimo silencio, que fue afortunadamente roto porque todo el mundo comenzó a hablar de nuevo a la vez, muy rápido y muy alto. Entonces la silla de ruedas de la señora Weston se alejó rápidamente, Piggy se esfumó hacia los cepos de tortura en los que Goosie estaba sentada con una gran hoja de papel, por si acaso su mano se agitaba dispuesta a escribir automáticamente, y Lucía se volvió hacia Georgie, que se había quedado solo.
—¡Pobre Daisy! —dijo Lucía—. Acabo de estar en su casa justo ahora, y lo cierto es que la encontré muy extraña. Aunque dado lo maniática que ha estado con el Cristianismo Científico y el ácido úrico y los gurús y ahora los médiums, lo raro sería que estuviera totalmente cuerda. ¡Qué triste! Lo lamentaría terriblemente si sufriera algún tipo de colapso mental: esa clase de cosas son siempre muy lamentables. Pero conozco un sitio de primera categoría especializado en curas de descanso: creo que sería muy deseable que le pasara discretamente el nombre de ese sitio al señor Robert, sólo por si acaso. Y esta última manía parece terriblemente contagiosa. ¡Imagínate! ¡La señora Weston estudiando quiromancia! Es muy cómico, pero espero no haber herido sus sentimientos al haber sugerido que Pepino o tú escribisteis ese
manual
. Es peligroso hacer chistecillos a costa de la pobre señora Weston.
Georgie se mostró plenamente de acuerdo con esto último, pero no creyó necesario decir en qué sentido lo estaba. Últimamente, cada día, Lucía derramaba torrentes de luz a propósito de una faceta completamente nueva de su carácter, que hasta entonces, mientras era la indiscutible señora de Riseholme, había permanecido oculta, como la impresión de alguna placa fotográfica en la oscuridad. Pero desde la llegada de Olga, o al menos eso le parecía ahora a Georgie, Lucía había mostrado unos puntos de vista criticones e irónicos que antes solía reservar exclusivamente para los nativos londinenses. A cada paso tenía que criticar y condenar a todo el mundo, cuando antaño únicamente habría dispensado alabanzas. Así, pocos meses antes, habían celebrado aquella maravillosa fiesta
hitum
en el jardín, en la que Olga había cantado, mucho después de que lady Ambermere se hubiera marchado. Aquella fue
su
fiesta en el jardín; el esplendor y el éxito habían sido suyos, y nadie se había olvidado de aquello hasta que Olga regresó de nuevo. Pero en el momento en que esto ocurrió, y Olga comenzó a cantar por su cuenta (a lo cual, al fin y al cabo, tenía perfecto derecho, o así lo creía Georgie), todo comenzó a cambiar drásticamente. A Olga le gustaban las algarabías ruidosas, algo que no agradaba en Riseholme; cantó en la iglesia, y aquello acabó siendo algo histriónico; celebró una fiesta con el Spanish Quartet, y Lucía hizo creer delante de todo el mundo que la actuación había corrido a cargo del cuarteto de Brinton. Y luego, para colmo, había llegado la señora Quantock con su princesa, y ¡mira por dónde!, fue justo entonces cuando a Lucía le vino a la cabeza el nombre de un establecimiento para curas de descanso para preservar la cordura de la pobre Daisy. Por otro lado, el coronel Boucher y la señora Weston habían manifestado su intención de casarse, y a tal fin consultaban el
Manual del quiromántico
, así que también ellos contribuían a su modo a desvelar la fotografía que durante tanto tiempo había permanecido en la oscuridad.