A
unque The Hurst, en consonancia con su
châtelaine
, era la morada más rotundamente isabelina de Riseholme, el resto de la aldea, en mayor o menor medida, no le iba muy a la zaga en perfecciones. No tenía más que una calle, de una media milla de longitud, pero aquella calle era la joya de la arquitectura medieval local. La mayoría de las casas que la enmarcaban eran bloques de
cottages
adosados, que se habían reconvertido, bien individualmente, bien en grupos de dos o de tres, en viviendas con todas las comodidades consideradas indispensables en el siglo
XX
; pero exteriormente conservaban una antigüedad que, aunque hubiera podido ser restaurada o incluso ampliada, presentaba una apariencia verdaderamente isabelina. Se habían hecho añadidos, por supuesto, como los viejos carteles de posadas en las fachadas, y las antiguas campanillas para llamar a su lado, pero las puertas eran casi todas de una altura inconvenientemente baja y los tejados eran de lajas de piedra o de tejas antiguas, entre las cuales había arraigado una profusión de bocas de dragón y uvas de gato sorprendentemente abundante. Con mucha dificultad se podía encontrar un jardín que no tuviera un sendero de vetustas losas de piedra, una morera y algunos tejos podados artísticamente.
Nada en el pueblo, sin embargo, era más descaradamente medieval que la plaza, con su parque central presidiéndolo todo, a través de la cual Georgie dirigió sus garbosos pasos después de abandonar las estancias de su reina. La plaza estaba rodeada por una hilera de grandes olmos y, en el centro, había un estanque, de acuerdo con la tradición de Riseholme, aunque quizá en aldeas menos clásicas podría haber pasado por un simple bebedero de patos. Pero en Riseholme habría adquirido rango de herejía haber pensado, incluso en sus peores momentos, que aquello hubiera podido ser otra cosa distinta de un estanque. Justo a su lado había un par de cepos de tortura, acerca de la autenticidad de los cuales no había ninguna duda en absoluto, porque el señor Lucas los había adquirido en una iconoclasta aldea de los alrededores, donde estaban a punto de ser destruidos y, tras haberlos restaurado, los había colocado en el jardín comunal, y de entre todos había escogido aquel lugar junto al estanque
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. Alrededor de este parque central se agrupaban las tiendas del pueblo, ligeramente apartadas de la zona residencial, y en el extremo más alejado se encontraba aquella hospedería indudablemente isabelina, el Ambermere Arms, repleta a rebosar de mesas antiguas y arquetas para biblias, y morillos, y retablillos, y botellas, y arcones, y escaños. Todos estos objetos eran adquiridos en grandes cantidades por los turistas americanos que se arremolinaban allí durante los meses de verano, para provecho del sagaz propietario, que previamente adquiría antigüedades de nuevo cuño para colocarlas en su lugar apropiado. El Ambermere Arms, de hecho, había servido en tiempos como tienda de decoración, y era un negocio de lo más floreciente, pues se consideraba mucho más interesante comprar antigüedades en una verdadera y vieja posada isabelina que adquirirlas en una tienda corriente y vulgar.
Georgie se había echado su elegante capa militar sobre los hombros, y de tanto en tanto se presionaba un agujero de la nariz con su fino dedo índice mientras respiraba por el otro, imitando el ejercicio que había observado hacer en el jardín de la señora Quantock. Aunque aquello le mareaba un poco, ciertamente le reportaba una suerte de ligereza; pero entonces recordó la carta de la señora Quantock que la reina había citado, en la que se le advertía que aquellos ejercicios debían ejecutarse bajo estricta supervisión, así que dejó de jugar con los agujeros de su nariz. Se disponía a entregar la regia respuesta en la casa de la señora Quantock, y ante la perspectiva de la posibilidad de un súbito encuentro con el gurú, y de que consecuentemente se lo presentaran, se repitió a sí mismo «gurú, gurú, gurú», en vez de hacer profundas inspiraciones, con el fin de acostumbrarse a aquella palabra tan rara.
Desde luego, habría sido francamente extraño, además de totalmente impropio de las costumbres de Riseholme, haberse presentado en casa de una amiga, incluso aunque fuera con un recado tan impersonal como entregar la nota de otra persona, sin preguntar siquiera si la amiga estaba en casa. Y dado que, cuando acudieron a la llamada de la aldaba (la señora Quantock no poseía ningún tipo de timbre), le confirmaron que sí que estaba, y que enseguida Georgie pudo avistar, a través de la puerta abierta del vestíbulo, a la señora Quantock plantada en mitad del césped sobre una sola pierna, naturalmente entró corriendo hasta el jardín sin incurrir en mayores formalidades. La señora Quantock en esos momentos era el vivo retrato de una pequeña cigüeña gorda, cuyas patas no hubieran crecido, pero que aún conservara las instintivas costumbres de su especie.
—¡Querida señora, he traído una nota para usted! —dijo Georgie—. Es de Lucía.
La otra pierna descendió, y la mujer se volvió hacia él con la amplia y firme sonrisa que databa de aquellos lejanos días del Cristianismo Científico.
—¡Om! —dijo la señora Quantock, expeliendo lo que le quedaba de su última respiración—. Gracias, mi querido Georgie. Es extraordinario lo que el yoga ha hecho por mí. El catarro me desapareció por completo. Si alguna vez no te encuentras muy bien, querido Georgie, o estás deprimido o confuso, puedes curarte tú solo de inmediato. Sabrás que tengo un huésped especial aquí, en casa.
—¿Ah, sí? —preguntó Georgie, sin mencionar las emocionantes inquietudes que le habían estado carcomiendo los tuétanos desde el día anterior por la mañana, cuando había visto al gurú por primera vez en la tienda de Rush.
—Sí, y como acabas de bajar de casa de Lucía, quizá te haya contado algo sobre él, pues le escribí al respecto. Se trata de un gurú de extraordinaria santidad, originario de Benarés. ¡Me está enseñando el Camino! Ahora lo conocerás también, a no ser que esté meditando, claro. Lo llamaré; si está inmerso en sus meditaciones no me oirá, así que no serviría de nada interrumpirlo. No oiría ni un choque de trenes cuando medita.
La señora Quantock se giró hacia la casa.
—¡Gurú! ¡Gurú, querido! —exclamó.
Se produjo un silencio, y de pronto el rostro del indio apareció en la ventana.
—¡Amada señora! —dijo.
—Gurú, querido, quiero presentarte a un amigo mío —dijo la señora Quantock—. Éste es el señor Pillson. De todos modos, en cuanto lo conozcas un poco mejor, lo podrás llamar Georgie.
—Amada señora, ya lo conozco muy bien. Veo perfectamente en el interior de su alma blanca y pura. ¡Que la paz sea contigo, amigo mío!
—¿No te parece maravilloso? ¡Fantástico! —dijo la señora Quantock, en un aparte.
Georgie se quitó el sombrero muy educadamente.
—¿Cómo está usted? —dijo. (Tras sus silenciosos ensayos, debería haber dicho: «¿Cómo estás tú, amigo gurú?», pero aquello daba lugar a una rima totalmente ridícula, y sus rojos labios no llegaron a pronunciar la palabra «gurú»).
—Yo siempre estoy bien —dijo el gurú—. Siempre estoy joven y bien, porque sigo el Camino.
—Sesenta años por lo menos, me dice que tiene —apuntó la señora Quantock, en un aparte susurrado, probablemente audible al otro lado del Canal de la Mancha—; y él cree que puede tener más, pero los años no tienen ninguna importancia en su país. Es como un niño. Llámalo simplemente «Gurú».
—Señor Gurú… —empezó a decir Georgie.
—Sí, amigo mío.
—Me alegra mucho que se encuentre usted bien —dijo Georgie entusiasmado. Estaba enormemente impresionado, pero también muy nervioso. Por otro lado, resultaba muy difícil mantener una conversación de cierta naturalidad con alguien que se encontraba asomado a una ventana de un segundo piso, especialmente si uno tenía que dirigirse a un absoluto desconocido de extraordinaria santidad originario de Benarés.
La señora Quantock acudió a paliar su embarazo.
—Gurú, querido, ¿vas a bajar a vernos? —preguntó.
—No, amada señora —dijo con voz serena—. Se me impone esperar aquí. Es la hora del sosiego y la oración, cuando es bueno estar en soledad. Bajaré cuando los Guías me lo indiquen. Pero muestra a nuestro querido amigo lo que te he enseñado. Seguramente no tardaré mucho en estrechar su bondadosa mano, pero no ahora. ¡Paz! ¡Paz y luz!
—¿Así que tiene usted guías también? —preguntó Georgie cuando el gurú ya había desaparecido de la ventana—. ¿Son también indios esos guías?
—Oh, se refiere a sus guías espirituales —dijo la señora Quantock—. Aparentemente, los puede ver, y habla con ellos, pero no son corpóreos —y dejó escapar un suspiro de felicidad—. Nunca había sentido nada parecido —añadió—. Desde que el gurú ha llegado se respira en casa tal atmósfera que incluso Robert lo nota. ¡Y no le ha importado siquiera prescindir de su vestidor! Vaya, ha cerrado la ventana. ¿No es absolutamente maravilloso?
Georgie no había visto nada particularmente maravilloso todavía, excepto el fenómeno de sorprender a la señora Quantock plantada sobre una sola pierna en medio del césped, pero era de suponer que la emoción de la señora se le contagió mediante las sutiles influencias del espíritu.
—¿Y qué hace su gurú entonces? —preguntó Georgie.
—Querido, no se trata de lo que hace, sino de lo que
es
—contestó la señora Quantock—. Vaya, incluso el breve y escueto informe que le proporcioné a Lucía sobre él ha conseguido que ella lo invite a su fiesta en el jardín. Por supuesto, no sé si podrá ir o no. Parece tan… ¿cómo lo diría?, parece como si me lo hubieran enviado a propósito exclusivamente para mí. Pero, naturalmente, le preguntaré si quiere acompañarnos. ¡Todo el día se lo pasa meditando, y en trance! Y entre una cosa y otra, desprende una gran serenidad y dulzura. Verás, por ejemplo: tú sabes lo pesado que puede llegar a ser Robert con su comida. El caso es que tengo que reconocer que el cordero de ayer noche estaba ligeramente poco hecho, y Robert ya había comenzado a esparcirlo alrededor del plato, como hace siempre. Bueno, pues entonces mi gurú se levantó y se limitó a decir: «Muéstrame el camino de la cocina» (a veces utiliza muy pocas palabras, porque éstas, según él, carecen de importancia); entonces yo lo llevé hasta allí, y él dijo: «¡Paz!». Me pidió que lo dejara allí solo, y diez minutos más tarde ya estaba de vuelta con un pequeño plato de arroz con curry que mezcló con los restos que habían quedado del cordero poco hecho, y jamás en tu vida habrás probado algo tan delicioso. Robert se comió la mayor parte, engulléndolo, y yo lo que quedó. Mi gurú estaba extasiado de ver a Robert tan contento. Dijo que Robert tenía un alma blanca y pura, exactamente como tú; pero no voy a decírselo, porque en su caso el Camino ordenó que debe descubrirlo por sí mismo. Y justamente hoy, antes del almuerzo, otra vez, se fue a la cocina, y mi cocinera me contó que apenas cogió un pellizco de pimienta y tomate, y una pizca de grasa de cordero, y una sardina y un pedazo de queso, y unas sobras de pasta de anchoas, y un poquito de nuez moscada, y salió con un plato que no se puede comparar a ninguno que hayas visto en tu vida. ¡Delicioso! No me extrañaría que Robert empezara pronto a hacer él también los ejercicios de respiración. Hay uno que incluso adelgaza y rejuvenece, y fortalece el hígado.
Aquello sonaba verdaderamente fascinante.
—¿Puede enseñármelo? —preguntó Georgie presa de la ansiedad. Se había sentido bastante fastidiado últimamente ante el incremento de sus lorzas el año anterior y ante el aumento de su edad desde bastantes más años atrás. Respecto a su hígado, siempre procuraba extremar los cuidados tras una fiesta, y a menudo su piel lucía un poco cetrina.
La señora Quantock sacudió la cabeza.
—Recuerda que no puedes practicarlo sin la supervisión de un experto —dijo.
Georgie evaluó rápidamente cuáles serían los comentarios de Hermy y Ursy si, cuando llegaran al día siguiente, se lo encontraran haciendo ejercicios bajo la supervisión de un gurú cualquiera. Hermy, cuando no estaba cazando nutrias, podía ser bastante sarcástica, y Georgie tenía por delante todo un mes con Hermy en casa, sin ninguna cacería de nutrias a la vista, las cuales, tal y como le había hecho saber, no se celebraban en agosto. Aquello le resultaba bastante misterioso a Georgie, porque no le parecía probable que todas las nutrias se murieran en agosto, o que se metamorfosearan en cualquier otra cosa, como si fueran orugas. Si estuvieran en octubre, Hermy se pasaría toda la mañana cazando nutrias, tras lo cual roncaría toda la tarde y por consiguiente estaría de un humor excelente; pero la visita era en agosto, y ello exigía más prudencia. Sin embargo, la perspectiva de estar delgado y joven, y en armonía interna, era maravillosamente tentadora.
—¿Pero no podría ser también mi gurú? —preguntó.
Repentinamente, como si hubiera sido víctima de una súbita posesión diabólica, un deseo que hasta entonces sólo había aparecido intermitentemente en la conciencia de la señora Quantock se apoderó absolutamente de ella: una insurrección revolucionaria izó sus rojas banderas. Porque… con aquella asombrosa innovación que había introducido en el pueblo en forma de gurú, ¿no podría llegar a gobernar y liderar Riseholme desbancando a la mismísima Lucía? Durante mucho tiempo se había preguntado por qué razón la exquisita Lucía tenía que ser la reina de Riseholme, y, en una repentina iluminación, se había contemplado a sí misma, provista de aquel instrumento, mucho más capaz de ejercer la hegemonía que la actual monarca. Después de todo, en Riseholme ya todo el mundo se sabía de memoria las cancioncillas de Lucía, y en lo más profundo de su ser todos estaban completamente seguros de que no tocaba ni el segundo ni el tercer movimiento de la sonata
Claro de luna
simplemente porque «iban demasiado deprisa», por mucho que quisiera cubrir su deficiencia diciendo que esas piezas eran más propias de las once de la mañana o las tres de la tarde. Y la señora Quantock a menudo había sospechado que Lucía no leía ni una cuarta parte de los libros de los que hablaba y que escogía temas de la enciclopedia con la idea de ofrecer un magnífico espectáculo que en realidad ocultaba una ignorancia supina. Era cierto que gastaba una buena suma de dinero en fiestas, pero Robert últimamente había conseguido con los petróleos rumanos veinte veces más de lo que la exquisita Lucía se gastaba anualmente. Y respecto a sus representaciones, ¿no se había quedado totalmente en blanco cuando interpretó a lady Macbeth en mitad de la escena en la que ésta camina sonámbula?
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