Georgie (era siempre Georgie o señor Georgie, nunca Pillson, para todo el mundo en Riseholme) no era el tipo de persona en la que predominara precisamente un carácter viril. El tipo de masculinidad que poseía era más pueril que adulta, y los rasgos más relevantes de su personalidad eran sin duda femeninos. Tenía, en común con el resto de Riseholme, una sólida inclinación artística y, además de tocar el piano, realizaba pequeños y encantadores bocetos en acuarela, muchos de los cuales enmarcaba por su cuenta y se los regalaba a los amigos, con unos títulos teñidos de un ligero romanticismo que hacía imprimir con esmeradas letras doradas en el marco. «Otoño dorado en los bosques», «Diciembre desolado», «Narcisos amarillos», «Rosas de estío» componían quizá su serie más notable, y se las había regalado a Lucía con ocasión de cuatro cumpleaños consecutivos. También hacía retratos a pastel; estos eran de dos tipos: damas de cierta edad con cofias de puntillas y collares de perlas, y muchachos con camisas de
cricket
remangadas. No eran los ojos precisamente su especialidad, así que sus modelos siempre parecían mirar hacia abajo, pero era excelente con las sonrisas, y las damas ancianas sonreían paciente y dulcemente, y los chicos traslucían mucha alegría. Pero su talento más refinado era el bordado, y su casa estaba plagada de los trofeos que había conseguido en esta disciplina: rústicos bordados de lana en las cortinas,
petit-point
en las sillas y bordados de seda enmarcados y acristalados. Después de Lucía, él era el habitante más atareado de Riseholme, pero como su fortaleza era sin duda menor que la de la reina, a menudo se veía obligado a viajar a la costa, para tomarse un descanso. Los desplazamientos en tren le molestaban una enormidad, pues no siempre podía disponer de un asiento retirado, o alguien con una pipa o un niño podían entrar en su vagón, o el mozo de estación podía ser poco delicado con su equipaje, así que habitualmente iba en su coche a algún balneario de las inmediaciones donde ya lo conocían. Lo llevaba Dickie, su joven y guapo chófer, y al lado de Dickie se sentaba Foljambe, su guapísima camarera, que ejercía de ayuda de cámara. Si Dickie tomaba el desvío equivocado, su señor le decía: «¡Chico travieso!», a través del intercomunicador, y Foljambe esbozaba una respetuosa sonrisa. Durante el mes de agosto, sus dos hermanas, ambas silvestres y robustas (Hermione y Úrsula, ¡ay!), acostumbraban a pasar unos días con él. Eran aficionadas a los cerdos y a los perros, a la caza de nutrias y a las chuletas de cordero, y por todas esas cosas resultaban elementos bastante discordantes en Riseholme. Pero Georgie tenía un corazón bondadoso y ni siquiera se planteaba si debía invitar o no a Hermy y a Ursy, aunque tuviera que hacer una limpieza a fondo en la casa después de que se hubieran ido.
No faltaba jamás algún delicioso detalle en los encuentros de Georgie y Lucía —cuando alguno de los dos había estado fuera de Riseholme— que ocultaba de un modo encantador la profundidad de la supuesta devoción de Georgie. Por tanto, cuando ella salió al jardín, donde su
cavaliere
y su marido ya estaban esperando a que sirvieran el té bajo la pérgola, Georgie se incorporó con presteza y dio unos pasos tipo
chassée
de ballet para salirle al encuentro a su musa, con ambas manos tendidas en señal de bienvenida. Ella captó la broma, le hizo una reverencia de cortesía, y un instante después ya estaban los dos ejecutando los pasos de un pequeño
minuet
improvisado, con las manos en alto, y marcando levemente con las punteras de los zapatos. Georgie tenía unos pies muy pequeños, calzaba botines, y era realmente elegante su manera de marcar con la punta. Llevaba un traje blanco de franela ligera y, por encima de los hombros, por temor a que la brisa vespertina pudiera ser demasiado fresca tras el caluroso día, vestía una pequeña capa de corte militar, como aquellas que utilizan las señoritas de los
cabarets
cuando se disfrazan de coroneles. Llevaba puesto un sombrero de paja, con un ribete azul, una camisa rosa y una corbata roja, bastante holgada y suelta. Tenía la cara rosada y redonda, y ojos azules, una nariz chata y unos labios muy rojos. La ausencia casi total de cejas se veía compensada con un mínimo y rígido bigote castaño, muy recortado y peinado hacia arriba en los extremos. Al contrario de lo que cabría esperar, era bastante alto, y la ropa le sentaba como un guante.
El baile concluyó con una profunda reverencia por parte de Lucía, un saludo sombrero en mano de Georgie (esta ostentación dejó adivinar un lacio mechón de pelo en un lado de su cabeza, muy repeinado por arriba hasta que se unía con el pelo del otro lado) y un aplauso de Pepino.
—
Bravo, bravo!
—exclamó desde la mesa del té—. ¡Magnífico!
La señora Lucas le lanzó un beso en reconocimiento a su cumplido y dedicó una sonrisa a su compañero de danza.
—
Amico!
—dijo—. ¡Qué agradable volver a verte! ¿Cómo va todo?
—
Va bene
—contestó Georgie, para demostrar que él también sabía italiano—.
Va
muy
bene
… sobre todo ahora que tú has regresado.
—¡Georgie! ¡Ahora, cuéntame todo lo que ha pasado! Disfrutaremos de una buena sesión de cotilleo.
El rostro de Georgie se iluminó con un «gozo solemne» ante la palabra cotilleo, igual que el de un borracho cuando se le menciona el brandy.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó—. Tengo tantas cosas que contarte… Pero creo que debemos comenzar con la gran noticia. ¡Ha sucedido una cosa realmente misteriosa!
Lucía sonrió para sus adentros. Sospechaba que conocía con toda seguridad en qué consistía la misteriosa novedad, y además, que sabía mucho más del asunto que el propio Georgie. Decidió ocultar completamente esta ventaja. Nadie podría haberlo adivinado.
—
Presto, presto!
—dijo—. Me tienes en ascuas.
—Ayer por la mañana —dijo Georgie—, estaba yo en Rush’s con la idea de comprar un poco de
crème de menthe
, que debían de haberme enviado el día anterior (Rush, ya sabes, es un poco negligente a veces), y estaba yo precisamente quejándome de ello, cuando de repente vi que Rush no me estaba atendiendo en absoluto, sino que estaba mirando algo que yo tenía a mi espalda, así que me di la vuelta para mirar y… ¡adivina!
—¡No me tortures,
amico
! —dijo Lucía—. ¿Cómo voy a adivinarlo? ¿Era un elefante rosa con lunares azules?
—No. ¡Prueba otra vez!
—¿Un indio… un piel roja con todas sus pinturas de guerra?
—¡Pues claro que no! Inténtalo otra vez —replicó Georgie, con un leve suspiro de alivio. (Habría sido tremendo que lo hubiera adivinado tan pronto.) En ese momento Pepino de repente se percató de que Lucía ya lo había adivinado y que estaba tramando algo.
—Dame la mano, Georgie —dijo Lucía—, y ahora mírame fijamente a los ojos. Voy a leerte el pensamiento. Piensa en lo que viste al darte la vuelta.
Lucía le agarró la mano y la presionó sobre su frente, cerrando los ojos.
—Pues la verdad es que me parece ver un indio… —dijo—. ¡Ah, pero no es un indio piel roja, es otro indio! Y… y lleva sandalias y calcetines marrones… no, no son calcetines marrones: ¡son sus pies! Y veo también… una barba y un turbante.
Dejó escapar un suspiro.
—Eso es todo lo que puedo ver —concluyó.
—Dios bendito, eres maravillosa… —dijo Georgie—. Has acertado del todo.
Pepino trató de ocultar un ligero ruidillo, como un gorgoteo que salía de su garganta, y Georgie comenzó a sospechar.
—Me parece que tú ya lo has visto —dijo—. ¡Mira que eres malvada…!
Cuando los tres se hubieron reído durante un buen rato, y Georgie estuvo seguro de que Lucía realmente, palabra de honor, no tenía ni idea de lo que había ocurrido después, se permitió continuar con su historia.
—De modo que allí estaba el indio, haciendo reverencias y saludando al estilo oriental muy educadamente a todo el mundo. Así que cuando logré que Rush me prometiera que me enviaría esa misma mañana mi
crème de menthe
, yo me entretuve echando un vistazo a la carta de vinos, y el indio se acercó al mostrador con profusión de reverencias y dijo: «¿Tendría usted la inmensa bondad de darme una pequeña botella de brandy?». Así que Rush se la dio y el indio, en vez de pagársela, ¿qué crees que dijo? ¡Adivínalo!
La señora Lucas se levantó con el aire de lady Macbeth y señaló con el dedo a Georgie.
—Dijo: «Apúntelo en la cuenta de la señora Quantock» —susurró Lucía.
Por supuesto, la explicación no se hizo esperar, y Lucía hizo partícipes a los dos caballeros del contenido de la misiva de la señora Quantock. Con esa confesión, sus cartas quedaron sobre la mesa, y aunque Georgie desconocía el hecho de que el brahmín fuera originario de Benarés, aún tenía muchas cosas interesantes que contarle a Lucía, pues su casa lindaba con la de la señora Quantock, y había un montón de cosas que la señora Quantock no había mencionado en su carta, así que Georgie no tardó en encontrarse de nuevo en condiciones de ejercer de verdadero informante. Las ventanas de su casa daban al jardín de la señora Quantock, y como no podía mantener los ojos cerrados durante todo el día, era evidente que los acontecimientos que tenían lugar allí se podían considerar prácticamente de dominio público. De hecho, aquello era una norma general en Riseholme; estaba admitido de forma tácita que cualquiera de una casa vecina comentase cosas del tipo: «¡Qué buen partido de tenis sobre hierba han tenido ustedes esta tarde!», tras haberlo estado siguiendo desde el dormitorio. Esto formaba parte del encanto de Riseholme: era como si todo el pueblo fuera una gran familia feliz, con intereses y objetivos comunes, y los vecinos hablaban unos con otros por encima de los muros del jardín. Lo que ocurría en el interior de las casas pertenecía ya a la esfera privada de cada uno y a la señora Quantock, por ejemplo, jamás se le ocurriría otear desde el promontorio que había en un extremo de su jardín el interior del salón de Georgie, o, si lo hacía, nunca le contaría a nadie cuántos invitados había a la mesa aquel día concreto en que ella le había pedido que la invitara a comer y él había replicado, con gran pesar, que la mesa estaba completa. Pero nadie podía evitar mirar los jardines ajenos desde las ventanas traseras: las «vistas» pertenecían a todo el mundo.
Georgie había disfrutado también de esas maravillosas vistas.
—Aquel mismo día —dijo—, poco después de comer, estaba yo buscando una carta que creí que había dejado en mi dormitorio, y se me ocurrió echar un vistazo por la ventana. Entonces vi al indio sentado bajo el peral de la señora Quantock. Se estaba balanceando levemente hacia delante y hacia atrás.
—¡Ya está! ¡El brandy! —dijo Lucía con emoción—. Porque come en su propia habitación…
—No,
amica
, no era el brandy. De hecho, no creo que el brandy hubiera llegado a casa de la señora Quantock, porque él no se lo llevó de Rush’s, sino que
pidió que lo enviaran
… —Georgie se detuvo un momento—. ¿O sí se lo llevó? La verdad es que no me acuerdo. Pero, en cualquier caso, cuando se balanceaba hacia delante y hacia atrás, no era porque estuviera borracho, si es eso lo que estás sugiriendo. Porque al momento se puso de pie sobre una sola pierna, y dobló la otra por detrás, y se quedó así, con las manos en alto, como si estuviera rezando, durante mucho rato, y ahora sin balancearse en absoluto. Así que no podía estar piripi. Y luego volvió a sentarse, y se quitó las sandalias, y se tocó la punta de los pies con una mano, mientras tenía las piernas completamente rectas, y metió la mano izquierda por detrás de la cabeza, rodeándola, y entonces se agarró la oreja derecha. Intenté hacer eso mismo en el suelo de mi dormitorio, pero no pude ni aproximarme… Luego volvió a sentarse otra vez, y exclamó: «
Chela chela
», y la señora Quantock apareció corriendo.
—¿Por qué decía «
chela
»? —preguntó Lucía.
—Yo también me lo pregunté. Pero sabía que encontraría alguna clave para averiguarlo, así que consulté algunos libros de Rudyard Kipling y descubrí que ‘
chela
’ significa ‘discípula’. Lo que nos acabas de contar ahora mismo sobre el gurú, que es como un ‘maestro’, es la pieza que faltaba para completar el rompecabezas.
—¿Y qué hizo Daisy? —preguntó la señora Lucas con emocionada ansiedad.
—Se sentó también, y estiró las piernas completamente por delante de ella, exactamente igual que el gurú, e intentó tocarse la punta del pie con los dedos, y naturalmente no lo consiguió: le faltaban varios metros, de hecho. Yo me acerqué más que ella. Y el gurú dijo: «Amada señora, no quiera muy lejos ir al principio».
—¿De modo que pudiste oírlos también? —preguntó Lucía.
—Naturalmente, porque mi ventana estaba abierta, y como tú ya sabes, el peral de la señora Quantock queda bastante cerca de mi casa. Y luego el gurú le dijo que se tapara un agujero de la nariz con un dedo y que inspirara a través del otro, y que contuviera la respiración mientras él contaba hasta seis. Luego la señora Quantock volvió a respirar otra vez, y empezó con el otro agujero. Repitió eso varias veces, y el gurú parecía muy contento con ella. Luego la señora Quantock dijo: «Es absolutamente maravilloso: me siento tan ligera y llena de energía…».
—Desde luego, que nuestra querida Daisy se sintiera ligera sería algo que cabría calificar de absolutamente maravilloso… —apuntó Lucía—. ¿Y después?
—Luego se sentaron y se balancearon adelante y atrás una y otra vez, y murmuraban algo que sonaba como «pooom».
—Sería «om». ¿Y luego?
—Ya no pude entretenerme más, porque tenía que escribir unas cartas.
Lucía le sonrió.
—Te serviré otra taza de té para recompensarte por la información —dijo—. Ha sido todo realmente muy interesante. Cuéntame otra vez eso de inspirar y contener la respiración.
Georgie lo hizo, e ilustró en su propia persona lo que había visto. Al instante siguiente Lucía lo estaba imitando, y Pepino rodeó la mesa para ver de cerca lo que Georgie estaba haciendo. Luego se sentaron los tres, inspirando por un solo agujero de la nariz, conteniendo la respiración, y luego espirando el aire de nuevo.
—¡Muy interesante! —dijo Lucía al final—. Realmente esto le da a una como si dijéramos una especie de sensación de vigor y ligereza. Me pregunto cuál será el misterio…