Lucía se levantó.
—Bueno, ya veremos —dijo—. Y ahora, voy a estar ocupadísima toda la tarde, pero para la hora del té ya estaré lista para ver a cualquiera que venga de visita. Dame las cartas,
caro
, y así comprobaré si Daisy me ha escrito.
Fue mirando el remite una tras otra mientras se dirigía a su habitación, y entre ellas encontró un grueso sobre con la enorme caligrafía inclinada de la señora Quantock, que a primera vista parecía muy grande y legible pero que, tras un examen más minucioso, se reveló completamente incomprensible. Se tenía que sujetar la carta a cierta distancia para lograr sacar algo en claro de ella, y mirarla de un modo general y abstracto, como si sólo se le estuviera echando un vistazo. Tratadas de este modo, las palabras esparcidas por la cuartilla comenzaban a adquirir consistencia y, cuando se conseguía atrapar una cantidad suficiente de ellas, como vislumbres de un paisaje observados a la luz del resplandor de unos relámpagos, ya sé podía confiar en haberse hecho una idea de todo el conjunto. Mediante este procedimiento obtuvo al fin resultados muy prometedores. La señora Lucas mantenía las hojas a la máxima distancia que el largo de su brazo le permitía, alterando de tanto en tanto esa distancia para intentar modificar el efecto mediante un sutil cambio de enfoque. «Benarés» le saltó a la vista, y también «brahmín», y también «la casta más alta», y «santidad extraordinaria», y «gurú». Y cuando el significado de esta última palabra quedó desvelado en la entrada correspondiente a ‘Yoga’ de su
Encyclopædia
, Lucía avanzó rápidamente hacia una entera comprensión de la misiva.
La carta, cuando logró descifrarla en su conjunto, se bastó ella sola para acaparar toda su atención, y consiguió que dejara intacto el resto de su correspondencia. Semejante preludio a la aventura rara vez se había producido en Riseholme. Parece ser —su marido ya se lo había contado en la comida— que la señora Quantock había considerado que su constipado era demasiado obstinado para que lo aliviaran los preceptos de la señora Eddy; la «Declaración Verdadera del Ser», no importaba las innumerables veces que se repitiera su formulación, sólo parecía agravarlo, y finalmente un día, mientras estaba confinada en su casa, había cogido un libro «prácticamente al azar» de las estanterías de su biblioteca, supuestamente iluminada —eso creía ella— por algún impulso interior. Aquello fue considerado claramente una «señal».
La señora Lucas se detuvo un instante mientras asimilaba aquellas primeras frases de la carta. Recordaba vagamente que la señora Quantock había experimentado una
señal
similar la primera vez que tuvo conocimiento de la existencia del Cristianismo Científico. Aquel día la señal se había originado ante la visión de una nueva iglesia en Sloane Street; la señora Quantock había entrado en el edificio (a duras penas podía explicar por qué) y se había encontrado en medio de una Reunión Testimonial, donde, un testigo tras otro revelaban las milagrosas sanaciones que habían experimentado. Uno había padecido tos, otro cáncer, otro un hueso roto, pero todos habían logrado curarse gracias a las santas verdades expuestas en el Testamento según la señora Eddy. En cualquier caso, los recuerdos de Lucía sobre ese asunto no eran relevantes ahora: ardía en deseos de conocer la historia de la nueva
señal
.
En fin, el libro que la señora Quantock había cogido obedeciendo aquella última señal resultó ser un pequeño manual de filosofía oriental, y se había abierto por sí solo por un capítulo titulado «Yoga». Inmediatamente comprendió, como si lo hubiera descubierto con un ojo interior, que era precisamente el yoga lo que necesitaba, e inmediatamente escribió al domicilio de la editorial, solicitando alguna orientación adicional sobre la materia. Había leído en
Filosofías orientales
, les dijo, que para practicar con éxito el yoga era necesario un maestro: ¿sabían en la editorial de algún maestro que pudiese instruirla? Obtuvo una respuesta pronta y de lo más sorprendente a su pregunta, pues dos días después se presentó su criada diciendo que en la puerta había un caballero hindú que quería verla. Se le hizo pasar y éste, con una profunda reverencia, exclamó: «Amada señora: soy el maestro que usted solicitó; soy su gurú. ¡Que la paz reine en este hogar! ¡Om!».
Esta vez la señora Lucas había mantenido la carta de la señora Quantock en un perfecto ángulo de visión que le permitía leer sin que se le escapara una sola letra: «¿No es francamente maravilloso, querida Lucía —añadía—, que mi deseo de iluminación se haya visto tan inmediatamente satisfecho? Sin embargo, mi gurú me dice que esto siempre ocurre así. Yo le fui enviada a él, y él me fue enviado a mí, ¡así de sencillo! Él llevaba tiempo esperando alguna llamada cuando llegó mi carta pidiendo información, así que se puso en marcha de inmediato, tan pronto supo que había sido llamado. ¡Imagínate! Ni siquiera conozco su nombre, y su religión le prohíbe decírmelo. Sólo es mi gurú, mi guía, y va a estar conmigo durante todo el tiempo que considere necesario a fin de mostrarme el Verdadero Camino. Le he instalado en la habitación de invitados, con su pequeño saloncito anejo, donde se dedica a meditar y hace el
prana
y el
pranayama
, que es respirar. Si perseveras en estas técnicas bajo su supervisión, logras una perfecta salud y vitalidad, y mi catarro ya se me ha pasado. Es un brahmín de la casta más elevada; en realidad, la casta no posee ya ningún significado para él, del mismo modo que cuando un baronet y un diputado están ante el rey, ambos deben parecerle casi la misma cosa. Proviene de Benarés, donde solía pasar sus días meditando junto al Ganges, y he podido comprobar por mí misma que es una persona que emana la más extraordinaria santidad. Pero también es capaz de meditar perfectamente en mi salita, pues dice que nunca estuvo en una casa en la que se respirara una atmósfera tan maravillosa. No tiene dinero en absoluto, lo cual lo hace aún más hermoso, y se muestra francamente apenado y disgustado cuando le pregunto si debo pagarle algo. Ni siquiera sabe cómo llegó aquí desde Londres; no cree que viniera en tren; así que tal vez se trasladara hasta aquí mediante algún tipo de procedimiento astral. Además, pareció perturbarse bastante al escucharme pronunciar la palabra «dinero», y evidentemente tuvo que pensar lo suyo para recordar lo que era, pues hace ya mucho tiempo que eso no significa nada en absoluto para él. Así que le he dicho que en caso de necesitar alguna cosa, vaya a cualquier tienda y que pida que me lo apunten. A menudo ha permanecido sin comer ni dormir durante días enteros, cuando está meditando. ¡Imagínate!
»¿Te lo llevo para que lo veas o vienes tú aquí a verlo? Él anhela conocerte, porque presiente que tú eres un espíritu hermoso, y que podrías ayudarle en su Camino, así como él podría ayudarte a ti. Yo también le estoy ayudando, eso dice, lo cual me resulta tan maravilloso que apenas puedo creerlo. Envíame un par de líneas en cuanto regreses.
Addio!
Tuya,
D
AISY
.»
La voluminosa cantidad de hojas que tanto tiempo había tardado en leer crujió cuando la señora Lucas volvió a doblarlas. Sabía que debía poner en acción toda su capacidad intelectual para tomar una rápida decisión. Por una parte, «el cuerpo le pedía» devolverle a la señora Quantock una gélida respuesta que demostrara, sin la más mínima vacilación, que no tenía ningún interés en gurús anónimos, fueran estos o no brahmines de Benarés, y que se presentaban ante la puerta de la pobre Daisy sin un penique en el bolsillo y sin tener claro si habían llegado en tren o no. A favor de tomar semejantes y prudentes medidas estaba la mentalidad verdaderamente ateniense de Daisy, que siempre andaba en busca de «alguna novedad» que acababa convertida en piedra filosofal en cuanto era descubierta, e igual de rápidamente quedaba relegada al baúl de los recuerdos. Pero en contra de tomar semejante decisión estaba el incuestionable hecho de que Daisy había acogido en alguna ocasión a determinados individuos que al final habían terminado siendo personajes interesantes. A Lucía se le quedaría grabado hasta el mismísimo día de su muerte el advenimiento a Riseholme de aquella especie de pequeño abogado escocés, en quien Daisy parecía haber descubierto una portentosa inteligencia. Lucía se había negado rotundamente a ofrecerle su regia hospitalidad, incluso a reconocer su existencia de algún modo durante los quince días que permaneció con Daisy. Naturalmente, se enfadó muchísimo cuando se enteró, no muchos años más tarde, de que había terminado ocupando un puesto de gran relevancia en el Gobierno. De hecho, Lucía lo había desairado de tal modo en su primera visita a Riseholme que el hombre se había negado a ir a su casa en subsiguientes oportunidades, aunque visitó a la señora Quantock en varias ocasiones después, y la hizo partícipe de toda suerte de secretos políticos (o al menos eso dijo ella) que no podían ser divulgados por nada del mundo. No debía producirse de nuevo semejante error fatal.
Otro detalle inclinó la inestable balanza. Clarísimamente, Lucía precisaba en su corte de algún elemento innovador que consiguiera que Riseholme al completo tuviera conocimiento de su regreso al palacio. Agosto, con su languidez y su ausencia de estímulos, estaba a la vuelta de la esquina, y entonces resultaría bastante complicado, en esos días soporíferos y apáticos, mantener la bandera de la cultura ondeando firmemente sobre su palacio
[9]
. El gurú ya había dicho que presentía que ella tenía un espíritu hermoso, y… el bosquejo de un plan iluminó su cabeza como un fogonazo. ¡Organizaría veladas de yoga durante las calurosas tardes de verano, cuando el calor del día hubiera remitido un poco, y, entonces, encantadores grupos, reunidos en torno a los lemas del jardín, escucharían elevados discursos sobre asuntos espirituales! Luego pasarían a disfrutar de unas deliciosas cenas a la luz de la luna bajo la pérgola, o, si la luna estaba indispuesta —Lucía no siempre era capaz de dominar tan precisamente los asuntos lunares como los de Riseholme—, tendrían lugar desenfadadas reuniones provistas de sándwiches en el salón de fumar. La decoración humorística sería relegada a los armarios y, cuando todos volvieran ya al vestíbulo de la entrada, sonando en los relojes una hora insospechadamente tardía, se oirían pequeñas conversaciones susurrantes sobre «lo maravilloso que había estado el gurú aquella noche», no exentas de miradas perdidas y suspiros, y notas con los títulos de los libros que conducen al peregrino por el Camino. Quizá, mientras todos se reunieran apaciblemente para marcharse, se escucharía a lo lejos una ligera música para rematar la velada, y entonces se vio a sí misma presionando con el pie el pedal unicordio del piano, entre los susurros de la gente, para interpretar el primer movimiento de la sonata
Claro de luna
. Y luego, al final, se haría el silencio, y ella se levantaría con un suspiro, y alguien diría: «
Lucia mia!
», y otro: «¡Qué música celestial!», y quizá el gurú diría: «Amada señora», como le dijo al parecer a la pobre Daisy Quantock. Flores, música, requisitorias al gurú, dulces despedidas, sentido de modernidad…
… Con el recuerdo presente del abogado escocés, se hizo más evidente que la decisión más prudente sería adherirse al gurú antes que repudiarlo.
Cogió una pluma y el tarjetón que estaba en lo más alto de un montón que tenía frente a ella, en el cual estaban impresos su nombre y su dirección.
«¡Absolutamente maravilloso!», escribió. «Por favor, tráelo tú misma a la pequeña fiesta que daré en el jardín el viernes. Seremos sólo unos pocos. Hazme saber si tu gurú precisa que dispongamos una estancia tranquila para él.»
Todo esto le había llevado su tiempo, y apenas había garabateado una docena de tarjetones a sus amigos, rogándoles que acudieran a su fiesta del jardín el viernes, cuando anunciaron que el té ya estaba dispuesto. Aquellas invitaciones llevaban la mística palabra «
Titum
» escrita en su esquina inferior izquierda, la cual transmitía al avisado destinatario qué clase de fiesta se iba a celebrar, y a su vez informaba sobre la indumentaria apropiada al evento. Porque una de las pintorescas ideas de Lucía había sido clasificar las indumentarias festivas en tres clases, a saber: «
Hitum
», «
Titum
» y «
Scrub
»
[10]
. «
Hitum
» significaba que una tenía que ir con sus mejores galas, las más elegantes y nuevas de todas. Por tanto, cuando escribía «
Hitum
» en una tarjeta de invitación, se daba por supuesto que la fiesta sería una fiesta deslumbrante. Del mismo modo, «
Titum
» indicaba una fiesta moderadamente elegante, e informaba del tipo de atuendo que resultaría apropiado; en cambio, para los picnics, la palabra «
Scrub
» era suficientemente indicativa. Estos términos se aplicaban asimismo a la indumentaria masculina, y por lo que respecta a las veladas nocturnas, una cena de gala «
Hitum
» indicaría la necesidad de una pajarita blanca y frac; una cena «
Titum
» requería pajarita negra y traje, y una comida «
Scrub
» exigía ropa
casual
.
Junto con el té se anunció también la llegada de Georgie Pillson, que era el
cavaliere servente
de la señora Lucas, su edecán, su ferviente súbdito. Con el fin de evitar posteriores malentendidos, ha de quedar bien sentado que no había habido jamás, ni había, ni jamás habría ni la más mínima aproximación al flirteo entre ellos. Ninguno de los dos, ella con sus cuarenta respetables años, y él, con sus intachables cuarenta y cinco, había flirteado jamás con nadie en absoluto. Pero una de esas encantadoras y agradables ficciones que circulaban por Riseholme era que Georgie estaba apasionadamente enamorado de ella, y que había sido por ella por lo que se fue a vivir a Riseholme hacía unos siete años más o menos, y que por ella seguía aún soltero. Para ser justos con Lucía, ella jamás había hecho referencia a nada semejante, pero es un hecho que, en determinadas ocasiones, cuando el nombre de Georgie surgía en la conversación, sus ojos adoptaban aquella mirada «ausente» que sólo una auténtica obra maestra habría podido inspirarle, y entonces exhalaba un suspiro y murmuraba: «¡Querido Georgie!», y cambiaba de tema, con el tacto que la caracterizaba. De hecho, sus relaciones mutuas se encontraban entre las cosas más
bellas
de Riseholme, y la actitud de Pepino al respecto apenas podía considerarse menos bella. Aquel hombre de gran corazón confiaba ciegamente en ambos, y su confianza jamás fue traicionada. Georgie entraba y salía de la casa en cualquier momento del día; sobre todo entraba, y el escándalo no sólo nunca pudo asomar a su maledicente cabeza, sino que nunca tuvo una cabeza con la que murmurar ni unos pies sobre los que asentarse. Y además, en este punto, Georgie nunca había dicho que estuviera enamorado de ella (ni habría sido verdad si lo hubiera dicho), pero dado su absoluto silencio a este respecto, parejo con su constancia, parecía admitir la verdad de este inocente idilio. Conversaban y paseaban y leían las obras maestras de la literatura, y e interpretaban duetos al piano. En ocasiones (pues era un intérprete brillantísimo, aunque, como él mismo decía, «terriblemente perezoso a la hora de practicar», por lo cual sufría las constantes reprimendas de Lucía), Georgie le daba una cariñosa palmadita en la mano a Lucía si ésta se equivocaba en una nota y le decía: «¡Te estás portando muy mal!». Y ella le replicaba en tono infantil: «Lo siento mucho, señor Georgie. Y usted también es muy malo, porque hace pupa a Lucía». Éstas eran las mayores familiaridades carnales a las que se permitían llegar, y con brillantes miradas clavadas en las partituras, ambos estallaban en repentinos campanilleos de risas de niñas, hasta que la belleza de la música los devolvía de nuevo a la seriedad.