Reina Lucía (3 page)

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Authors: E. F. Benson

Tags: #Humor

BOOK: Reina Lucía
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Sobre la mesa había un buen montón de cartas dirigidas a la señora Lucas, puesto que el correo del día anterior no se le había enviado por temor a que se extraviara (los carteros de Londres eran muy descuidados y poco fiables). Lucía lanzó una pequeña exclamación de consternación cuando las vio.

—¡Creo que voy a portarme muy mal —dijo—, y no voy a leer ninguna hasta después de comer! Llévatelas,
caro
, y prométeme que las mantendrás a buen recaudo hasta ese momento. Y no me las des, por mucho que te lo suplique. Después volveré al duro banco de nuevo, un duro banco muy querido, de todos modos, y me ocuparé de ellas. Ahora daré un paseo por el jardín hasta que suene la campanilla para comer. ¿Sabes lo que dice Nietzsche sobre la necesidad de
mediterraneizarse
de vez en cuando? Pues bien, yo debo
riseholmerizarme
.

Pepino recordaba la cita, que había aparecido en una reseña de alguna obra de aquel celebrado autor —allí era, sin duda, donde Lucía la había leído—, y regresó —con la fuerza de la emulación
[6]
en su auxilio— a las prosas poéticas de su
Soledad
, mientras su esposa cruzaba el salón de fumar y salía al jardín, aparentemente con la idea de dejarse imbuir una vez más de esa atmósfera tan cultivada. En aquel jardín, situado en la parte trasera de la casa, no habían pretendido elaborar un escenario shakesperiano, pues, tal y como había observado Lucía muy atinadamente, Shakespeare, que amaba tanto las flores, hubiera deseado que ella disfrutara al máximo cualquier tesoro hortícola imaginable. Pero la decoración desempeñaba un importantísimo papel en ese lugar, así que por doquier había estatuas y relojes de sol y bancos de piedra dispersos con una profusión casi excesiva. Los lemas y emblemas eran también abundantes, y mientras un reloj de sol te advertía que
tempus fugit
, un atractivo lugar de solaz te aconsejaba de un modo un tanto desconcertante: «Descansa un poquito». Luego, de nuevo, en el respaldo de un rústico banco del paseo cubierto de intrincadas y doradas genistas colgantes, aparecía grabado: «Mucho he viajado por los reinos del oro», como si meditar las palabras de Keats te llevara a descansar otro poquito, conscientemente
[7]
. En realidad, tan abundante era el tesoro de las citas conocidas y estimulantes que uno de sus súbditos había comentado en cierta ocasión que un paseo por el jardín de Lucía no servía solamente para disfrutar de sus encantadoras flores, sino que uno podía aprovechar y de paso disfrutar media hora con alguno de los autores más excelsos.

Había un palomar, naturalmente, pero como los gatos siempre acababan matando a las palomas, la señora Lucas había dispuesto en torno a la morada profanada varios palomos de porcelana de Copenhague, que eran inmortales en lo que tocaba a los gatos y, además, mantenían su intención de ser humorística en la decoración. Esta vena desenfadada alcanzó su punto culminante cuando Pepino se las arregló para ocultar un ruiseñor mecánico, que emitía su verosímil gorjeo si tirabas de un cordel, tras un arbusto. Georgie aún no había reparado en los palomos de Copenhague y, al ser bastante corto de vista, pensó que eran reales. Entonces, oh, entonces, Pepino tiró del cordel y durante un buen rato Georgie escuchó absorto sus melodiosos arrullos. Aquello compensó su «trampa» anterior en el asunto de la pera verdadera mezclada entre las otras de escayola. Porque a pesar de la enrarecida atmósfera cultural de Riseholme, Riseholme sabía cómo
desipere in loco
, y su inmensa cultura a menudo se relajaba mediante esos ligeros y refinados toques.

La señora Lucas caminó rápida y decididamente arriba y abajo por los senderos, mientras aguardaba la convocatoria para el almuerzo; la tumultuosa actividad de su pensamiento se trasladaba a su cuerpo, tiñendo sus movimientos de enérgicos gestos. Su frente estaba enmarcada por unas suaves y perfiladas ondulaciones de pelo negro que ocultaban la parte superior de sus orejas. Se había desprendido de su sombrero londinense y portaba una sombrilla de algodón rojo de Contadina’s que convertía, con su fulgor, en rosado su pálido rostro. Cargaba con el peso de sus cuarenta años con extremada ligereza, y salvo por la flacidez de la piel en las comisuras de su tersa y fina boca, podría haber pasado por una mujer mucho más joven. Por lo demás, su rostro no tenía ni una arruga, y no se percibía huella alguna en él de los estragos de una intensa vida emocional, que envejece tanto como debilita. No había en ella nada que trasluciera debilidad, ni tampoco ningún indicio de envejecimiento, por lo que habría sido razonable suponer que, veinte años después, sólo parecería un poquito mayor de lo que era en ese momento. Las únicas tentaciones en las que caía eran los puros y atemporales éxtasis artísticos; las únicas inquietudes que la atenazaban tenían que ver con la permanencia y la seguridad de su trono como reina absoluta de Riseholme. En realidad, no le pedía a la vida más que la promesa de que las cosechas tan abundantes que había recolectado durante aquellos últimos diez años se mantuvieran. Durante todo el tiempo en que rigió los destinos de Riseholme, asumió el liderazgo en su esfera cultural, fue la indiscutible fuente de todas sus inspiraciones y, tras refrescar su memoria de vez en cuando respecto a la indescriptible inferioridad de Londres, descubrió que no necesitaba nada más para sentirse feliz. Salvo la seguridad de que podía entregarse en cuerpo y alma a todas sus comodidades, entretenimientos y rentas. Como era prácticamente incansable, la pérdida de comodidades apenas le preocupaba, y como disponía de unos ingresos extremadamente holgados, la cuestión del dinero tampoco le quitaba el sueño. Podía afrontar el futuro con la certeza de disfrutar de una actividad constante, adulta, mientras hordas de jóvenes se marchitaban a su alrededor. Ninguna estrella, despuntando a lo lejos, soñaba siquiera amenazar con nublar su indiscutible esplendor. Aunque la naturaleza de su sociedad era esencialmente autocrática, a sus súbditos se les permitía desarrollar su inteligencia por sus propios medios —e incluso se les animaba a ello—, siempre que quedara claro que esas vías confluirían en algún momento en la estación central, que era ella. Y en lo tocante a la religión, en fin, debe señalarse, siquiera brevemente, que la señora Lucas creía en Dios prácticamente del mismo modo que creía en Australia, pues no dudaba en absoluto de la existencia de ninguno de los dos. Así que acudía a la iglesia los domingos con el mismísimo espíritu con que observaría a un canguro dando saltos por los jardines del zoológico, habida cuenta de que los canguros proceden de Australia.

Un pequeño muro separaba el extremo más alejado de su jardín de la ribera que se extendía al otro lado; tras el murete corría un arroyuelo que iba a desembocar en el Avon, y a la señora Lucas con frecuencia le resultaba maravilloso constatar el hecho de que el agua que discurría lentamente por allí no tardara en pasar junto a la iglesia de Stratford, donde yacía Shakespeare. Pepino había escrito un pequeño poema en prosa muy conmovedor al respecto, porque ella le había regalado graciosamente la idea y le había sugerido una hermosa analogía entre el terrenal rocío que refresca las flores, y luego se evapora con el fuego del sol, y el Pensamiento, el rocío espiritual, que refresca la mente, y después, muy lentamente, va ascendiendo hasta fundirse con el Omnímodo Espíritu Universal…

En aquellos pensamientos estaba cuando una figura en el camino que discurría al otro lado del afortunado arroyo que iba a desembocar al Avon atrajo su atención. No había ninguna posibilidad de confundir la identidad del orondo perfil de la señora Quantock, con sus pequeños pasitos y sus gesticulaciones, pero ¡por todos los santos…!, ¿qué hacía aquella cristiana científica paseando junto a un hombre de tez tropical y barba negra, ataviado apenas con una túnica y un turbante? El individuo en cuestión llevaba la túnica, de amarillo azafrán, sujeta con un fajín de un verde chillón y toda remangada, quizás para que le fuera más cómodo caminar. Además, a no ser que llevara calcetines de color chocolate, la señora Lucas distinguió unas piernas de ese mismo tono. Al instante siguiente desechó esa impresión definitivamente, puesto que vislumbró unos cortos calcetines rosas enfundados en unas sandalias rojas… Pero tan pronto como asomó la cabeza más de lo recomendable, la señora Quantock la vio (debido a su pertenencia al Cristianismo Científico, todo indicaba que había recobrado la ágil vista de la juventud), agitó la mano y le lanzó un beso, y luego, muy notoriamente, llamó la atención de su compañero, pues de inmediato éste la saludó de un modo majestuosamente oriental. Nada se podía haber hecho en aquel momento, salvo devolver aquellos saludos. No podía liarse a gritos, llamar aparte a la señora Quantock y preguntarle a voces: «¿Quién es ese indio?», pues si la señora Quantock lo oía, el indio también lo haría; pero en cuanto tuvo oportunidad, emprendió el camino de regreso a su casa y, una vez que los lilos estuvieron entre ella y el sendero, apretó el paso, a más velocidad de la habitual en ella, con la idea de averiguar, por Pepino y a la mayor brevedad posible, quién diablos podía ser aquel nuevo súbdito suyo. Sabía que en Londres residían algunos príncipes indios; a lo mejor se trataba de uno de ellos, en cuyo caso sería absolutamente necesario leer las entradas dedicadas a ‘Benarés’ y a ‘Delhi’ en la
Encyclopædia
sin perder un minuto.

2

M
ientras cruzaba el salón de fumar, las delicadas campanillas que antaño tintinearon en el cuello de un caballo flamenco repicaron por toda la casa, y casi al mismo tiempo recordó que habría
macaroni au gratin
para comer. Los
macaroni au gratin
eran su comida favorita y la que más recuerdos le traía a Pepino. Pero incluso antes de hincar el tenedor en su plato rebosante, tenía que hablar con él, pues el ansia de información era de lejos mucho más acuciante que cualquier apetito de comida.


Caro
, ¿quién es ese indio que acabo de ver ahora mismo con Daisy Quantock? —preguntó—. Estaban paseando por la orilla opuesta de
il piccolo Avono
.

Pepino ya había comenzado sus macarrones y tuvo que detenerse para conducir los restos colgantes de pasta hasta el interior de su boca. Pero el apresuramiento con que lo hizo era suficiente garantía de su vehemente deseo de contestar tan pronto como le fuera humanamente posible hacerlo.

—¿Un indio, querida? —preguntó con el mayor interés.

—Sí. Turbante, y túnica, y calcetines, y sandalias —contestó la señora Lucas con bastante impaciencia, pues ¿para qué se había quedado en Riseholme el bueno de Pepino si no podía proporcionarle a su regreso una información precisa y veraz sobre los recientes acontecimientos locales? Sus poemas en prosa estaban muy bien, pero como príncipe consorte tenía otras obligaciones de Estado que no podía descuidar sólo por las exigencias del Arte.

Aquella ligera aspereza por su parte pareció agudizar el ingenio de su marido.

—En realidad, no sé nada seguro, Lucía —dijo—. Entre otras cosas porque ni lo he visto. Pero sumando dos y dos, podría suponer que es un invitado de la señora Quantock.

—Dos y dos son cuatro, efectivamente —dijo Lucía, con aquella ironía por la que era temida—. Y respecto a eso que tú llamas invitado, espero que sea exactamente igual de cierto.

—Bueno, como te dije en una de mis cartas —dijo Pepino—, la señora Quantock mostraba indicios de estar un poco cansada del Cristianismo Científico. Tuvo un resfriado, y aunque recitaba la «Declaración Verdadera del Ser»
[8]
con tanta frecuencia como antes, el resfriado no mejoró. Pero cuando la vi el martes pasado, a no ser que fuera el miércoles… no, no pudo haber sido el miércoles, así que debió de haber sido el martes…

—¡Cuando quiera que fuera! —interrumpió su esposa, poniendo brillantemente fin a la indecisión de su marido.

—Sí, cuando quiera que fuera, como dices, cuando vi a la señora Quantock estaba absorbida por alguna filosofía oriental de las que consiguen curarte de inmediato cualquier mal. ¿Cómo lo llamó…? ¡Yoga! Sí, eso es: yoga.

—Continúa —dijo Lucía.

—Bueno, al parecer, uno debe tener algo así como un maestro de yoga o, de otro modo, puede llegar a hacerse daño. Luego tienes que respirar profundamente y decir: «Om»…

—¿Decir qué?

—«Om». Entiendo que la exclamación es «om». Y practicar unos ejercicios físicos muy curiosos: tienes que sujetarte la oreja con una mano y el talón con la otra, y tener cuidado, puesto que puedes hacerte daño si no lo haces correctamente. En términos generales eso es lo esencial del yoga.

—¿Y conoceremos pronto al indio? —preguntó Lucía.

—¡
Carissima
, ya lo has conocido! Supongo que la señora Quantock ha solicitado un maestro y le han dado ese.
Ecco!

Al oír aquellas noticias, la señora Lucas frunció notablemente el ceño. Pepino poseía una maravillosa elegancia a la hora de explicar determinadas circunstancias excepcionales en la vida de Riseholme. Pero si en aquel caso su marido estaba en lo cierto, a Lucía le parecía de todo punto intolerable que alguien hubiera importado un místico hindú en Riseholme sin habérselo consultado siquiera. Es verdad que ella había estado fuera, pero todavía existía el correo postal.


Ecco!
, desde luego —dijo Lucía—. Esto me coloca en una posición muy delicada, porque debo enviar hoy mismo las invitaciones para mi fiesta en el jardín, y realmente no sé si debería considerarme oficialmente al corriente de la existencia de ese hombre o no. No puedo escribir a Daisy Quantock y decirle: «Por favor, ten a bien traerte a Om, tu amigo negro», o como quiera que se llame al final ese tipo; pero, por otro lado, si al final es de esa clase de personas a quien una lamentaría no conocer, no me gustaría ignorarlo.

—Después de todo, querida, hace sólo una hora que has regresado a Riseholme —dijo su marido—. Habría sido difícil que hubieras podido hablar con la señora Quantock.

El rostro de Lucía se iluminó.

—¡A lo mejor Daisy me ha escrito una carta hablándome de él! —dijo—. Seguro que encontraré un informe detallado de todo cuando abra las cartas.

—Puedes darlo por seguro. Difícilmente se habría quedado tranquila si no hubiera podido decírtelo. Además, creo que su invitado debe de haber llegado muy recientemente, o yo ya lo habría visto en cualquier parte, con seguridad.

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