Pero allí estaba Lucía, tal y como demostraban la nota y la misión de su edecán, apasionadamente interesada en
su
gurú. La señora Quantock supuso que el plan de Lucía era presentar al gurú en sus fiestas de agosto como si hubiera sido un descubrimiento de su propia cosecha. El gurú sería una novedad, y Lucía quien diera las Fiestas Om, y las Fiestas de la Respiración, y las Fiestas de Mantenerse Sobre una Sola Pierna, mientras que ella, Daisy Quantock, acudiría como una invitada cualquiera, y Lucía cosecharía toda la gloria, y, más que probablemente, sólo de vez en cuando invitaría a la verdadera descubridora y promotora del gurú. ¡El gurú de la señora Quantock se convertiría en el gurú de Lucía, y todo Riseholme acudiría en tropel, ansioso de luz y conocimiento, a The Hurst! Ella le había escrito a Lucía con total sinceridad, esperando que ampliara la hospitalidad de sus fiestas de jardín al gurú, pero ahora que la respuesta había sido tan inesperadamente cálida, se levantó en ella la sospecha de que la señora Lucas escondía intenciones aviesas. Se había precipitado demasiado, había sido imprudente, «demasiado inconsciente, demasiado atolondrada», como diría Lucía. Debería haber supuesto que Lucía, con sus fiestas de agosto en perspectiva, se lanzaría a la desesperada a por el gurú, y se lo quedaría para sus propias fiestas, lo que proporcionaría aún más viento a las arrogantes velas de Lucía. Lucía ya había sobornado a Georgie para que le entregara aquella nota y sin duda pronto comenzaría a birlarle al gurú. Ahora la señora Quantock lo veía todo bien claro, y era obvio que no podía tolerarlo. Antes de contestar, cobró ánimos recordando el triunfo que antaño había conseguido con el asunto del abogado escocés.
—Querido Georgie —dijo—, nadie estaría más encantada que yo si mi gurú aceptara tenerte como discípulo. Pero una nunca sabe lo que mi gurú va a hacer; como me dijo hoy, a propósito de mí misma: «No puedo permitirme acudir a ningún sitio a menos que se me envíe». ¿No te parece maravilloso? Supo de inmediato que había sido enviado especialmente para mí.
Pero esta vez Georgie estaba completamente decidido a sacar provecho del gurú. La magnitud de su decisión podía calcularse por el hecho de que olvidó totalmente la fiesta del jardín de Lucía.
—Pero me ha llamado amigo suyo… —dijo—. Me dijo que tenía un alma blanca y pura…
—Sí, pero es que esa es su actitud para con todo el mundo —dijo la señora Quantock—. Su religión no le permite pensar mal de nadie.
—¡Pero no le dijo eso a Rush! —exclamó Georgie—. Ya sabes, cuando le pidió el brandy para traértelo.
La expresión de la señora Quantock se transformó durante un instante, pero fue un instante demasiado breve como para que Georgie pudiera notarlo. Su rostro volvió inmediatamente a su ser.
—Naturalmente, no puede ir diciendo por ahí ese tipo de cosas —apuntó—. La gente normal (recuerda que él pertenece a la casta más elevada) podría no comprenderlo.
George acabó por suplicar directamente.
—Por favor, pídale que me enseñe —dijo.
Durante unos instantes, la señora Quantock no respondió, pero ladeó la cabeza un poco en dirección al peral, donde en aquellos momentos cantaba un zorzal. El pájaro no silbó más que un par de estrofas, y después se calló de nuevo.
La señora Quantock resopló y sonrió al peral.
—Gracias, pequeño hermano —dijo. Y luego se volvió hacia Georgie de nuevo—. Esto que he hecho proviene de las enseñanzas de San Francisco de Asís —explicó—, pero el yoga abraza todo lo que es verdadero en cualquier religión. Bueno, le preguntaré a mi gurú si acepta admitirte como discípulo, pero no puedo responsabilizarme de su respuesta.
—¿Cuánto… cuánto cobra por las clases? —preguntó Georgie.
Una vez más, la sonrisa del Cristianismo Científico iluminó el rostro de la señora Quantock.
—La palabra ‘dinero’ nunca sale de sus labios —dijo—. No creo que conozca realmente su significado. Pretendía sentarse en medio del jardín de la plaza del pueblo con un bote para mendigar, pero, por supuesto, yo no permitiría que hiciera nada así; de momento, yo misma le proveo de todo lo que necesita. Sin duda, cuando se marche… (lo cual espero que no ocurra antes de un par de meses, aunque nadie puede prever cuándo recibirá otra llamada), cuando se marche, digo, le entregaré discretamente una cantidad convenientemente generosa, pero procuro no pensar en eso. Pero supongo que ya tendrás que irte. ¡Así que buenas noches, querido Georgie! ¡Paz! ¡Om!
Antes de salir definitivamente por la puerta principal, Georgie se permitió volver por última vez la cabeza y vio que la señora Quantock estaba otra vez en pie sobre una sola pierna, exactamente como la había visto al principio. Recordó un grabado que le habían enseñado en una ocasión y que representaba un faquir en Benarés. Pues bien, la señora Quantock estaba en esa postura precisamente. Y si el arroyo que desembocaba en el Avon pudiera considerarse el Ganges, y el jardín una amplia escalinata de baños purificadores, y las veloces golondrinas banderolas, y la pulcra camarera un brahmín, y el gong chino del vestíbulo, tan llamativo, se tomara por una pieza de quincallería de Benarés, casi podría haberse imaginado a sí mismo al borde del río sagrado. Las caléndulas del jardín no precisaban transformación ninguna, sin embargo… Georgie se había «sosegado» bastante mientras rodeaba la morera de la señora Quantock, y diez pasos después bordeó su propio árbol, ante el que pudo recobrar el estado de ánimo vespertino habitual de aquellas ocasiones en las que gustaba de cenar solo. Habitualmente, esas noches le resultaban muy agradables y muy entretenidas, porque no se daban muy a menudo en el torbellino propio de la vida de Riseholme, y apenas una vez a la semana podía disfrutar de una solitaria velada nocturna, e incluso en esos casos, si se cansaba de estar solo consigo mismo, había media docena de casas, de fácil acceso, donde tras echarse por los hombros su capa militar podría pasar una agradable hora de sobremesa. Pero generalmente, cuando se presentaban esas ocasiones, Georgie prefería ocuparse de sus asuntos en casa, bien quitando el polvo a las pequeñas figurillas de porcelana, bien reordenando los bibelots de sus estanterías, y, después de colocar sus anillos y el pañuelo de puntillas bordadas en el candelero del piano, y finalmente pasar una hora larga (con el pedal unicordio pulsado, para no irritar a Robert) leyendo su parte correspondiente en aquellos duetos que muy probablemente se vería obligado a tocar con la reina en los próximos días. Aunque él leía música mucho mejor que ella, solía «repasar» primero su parte solo, y dejar que se diera por sentado que no había visto antes las partituras. Pero estaba completamente seguro de que Lucía hacía exactamente lo mismo, así que en este aspecto estaban empatados. En estos asuntos transcurrían las horas muy agradablemente, hasta las once, cuando se iba a la cama, y rara vez tenía que sacar la baraja del solitario para entretener el duermevela.
Pero de vez en cuando —y aquella noche era una de esas veces— había noches en las que rechazaba cualquier invitación a cenar pretextando que «estaba muy ocupado en casa». Noches que se repetían aproximadamente una vez cada mes, y en las que ni siquiera una invitación de su reina conseguía sacarle de casa. Una ligera sospecha de lo que mantenía a George tan «ocupado en casa» se había convertido desde hacía mucho tiempo en la comidilla de Riseholme, pero aunque ninguno de los amigos de Georgie habló jamás con nadie acerca de la estricta naturaleza de sus asuntos privados, todo el mundo los conocía perfectamente. Sus ocupaciones en casa, de hecho, se mantenían en perfecto secreto simplemente porque todo el mundo sabía perfectamente en qué consistían.
Junio había sido un mes muy ajetreado, no por ningún tipo de «asunto doméstico», sino debido a los múltiples compromisos a los que Georgie había tenido que hacer frente. Así que mientras subía a sus dependencias, tras haberle comunicado Foljambe que el peluquero lo estaba esperando «desde hacía diez minutos», se miró el pelo en el espejo cromwelliano que colgaba en las escaleras y fue plenamente consciente de que había llegado la hora de volver a someterse a los servicios del señor Holroyd. Ciertamente, su matorral de pelo gris (bien visible por debajo de su mechón castaño) debería haber sido atendido al menos quince días atrás. También notaba menos espesor en los mechones que cruzaban su cabeza de lado a lado. El señor Holroyd ya había aludido a ese detalle con anterioridad y había sugerido cierto remedio, en absoluto inconveniente a no ser que Georgie pretendiera practicar algún tipo de deporte sin gorra o bien someterse a un vendaval. Pero como él no tenía ninguna intención de practicar deporte en lugar alguno, con o sin gorra, decidió, mientras subía las escaleras, que seguiría el consejo de Holroyd. El protocolo de Holroyd, incluso sin ese aditamento añadido, implicaba permanecer sentado «hasta que aquello se secase»; después, cenaría, y luego el señor Holroyd comenzaría de nuevo. Era un tipo realmente hábil en todo lo referente al cutis, las manos y los pies. Últimamente, Georgie se había dado cuenta de que mostraba un poco de cojera al caminar; y había sido incluso más consciente aún de la necesidad que tenía de ponerse toallas calientes y húmedas en la cara, así como del tamborileo de los dedos del señor Holroyd sobre sus mofletes, y de los estiramientos que el señor Holroyd ejecutaba con los pulgares en las zonas más flácidas de sus mejillas y su barbilla. En el intervalo entre los tratamientos aplicados al pelo y a la cara, el señor Holroyd disfrutaría de una buena cena abajo, con Foljambe y el cocinero. Y a la mañana siguiente, cuando se encontrara con Hermy y Ursy, Georgie estaría tan impecable y tan joven como siempre, si no más.
Georgie (¡bendita ingenuidad!) ignoraba absolutamente que todo Riseholme sabía que los tersos mechones castaños con los que cubría la parte superior de su cabeza estaban apuntalados igual que los zarcillos de una parra desde sus raíces y que se derramaban como un río sobre una calva cabeza. En consecuencia, cuando el señor Holroyd le confió su innovadora propuesta, a saber, la colocación de un peluquín central cuyos laterales se confundirían del modo más natural con su propio cabello, a George le pareció que nadie notaría la diferencia. Además, así evitaría aquellos arriesgados momentos, en los días especialmente ventosos, en los que tenía que quitarse el sombrero para saludar a un amigo, pues en esas ocasiones siempre corría el peligro de que el pelo le saliera volando de lo alto de la cabeza, y se le quedara colgando hacia abajo sobre un hombro, como si fueran las trenzas de una doncella renana. Así que encomendó al señor Holroyd que se pusiera manos a la obra de inmediato, y cuando las canas fueron debidamente atendidas, Georgie se sentó a cenar mientras «aquello se secaba». Después vinieron las toallas húmedas y calientes, y el masajito en la cara, y los demás procedimientos; así que cuando, alrededor de las diez y media, bajó las escaleras de nuevo para realizar unos breves ejercicios en la parte de los bajos de la Quinta Sinfonía de Beethoven, ingeniosamente arreglada para dos intérpretes al piano, volvió a observar con sincera satisfacción su cara sonrosada en el espejo cromwelliano, y sus zapatos le resultaron perfectamente cómodos de nuevo, y sus uñas brillaron como estrellas rosadas mientras sus manos volaban airosamente por encima del piano en los pasajes más rápidos. Pero todo el tiempo resonaba en su cabeza con una melodía más evocadora que la de Beethoven el recuerdo del gurú que dormía en la casa vecina, bajo cuya tutela podría ser capaz de recuperar la juventud sin tener que recurrir a todos aquellos costosos subterfugios (pues el precio de aquel
toupet
indetectable le había conmocionado literalmente). Lo que más le hubiera gustado de todo habría sido tener al gurú sólo para él, para así poder conservar la eterna juventud en exclusiva, mientras el resto de Riseholme (incluidas Hermy y Ursy) envejecía irremediablemente. Entonces, como era natural, él se convertiría en el rey del lugar, en vez de servir a los intereses de su reina.
Se incorporó con un leve suspiro, y después de colocar bien la banda de franela sobre el teclado, cerró el piano y se entretuvo un poco limpiando suavemente el polvo de su gabinete de bibelots, que ni siquiera Foljambe estaba autorizada a tocar. Se daba por sentado, en general, que los había heredado (aunque tal herencia le había llegado principalmente gracias al escrutinio por diversas tiendas de curiosidades), y había varias piezas de considerable valor entre ellos. Había una caja de rapé, de oro, estilo Luis XVI, una miniatura debida a Karl Huth, una tacita de plata de la época de la reina Ana, una figurita de porcelana Bow y una pitillera esmaltada de Fabergé
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. Pero aquella noche el modo de tocarlas y manipularlas no fue tan delicado como de costumbre, y la tacita acabó por caerse al suelo cuando estaba quitándole el polvo. Su mente estaba todavía absorta en el gurú y en los ejercicios que conducían a la tan ansiada eterna juventud. ¡Qué rápido se lo había apropiado Lucía para su fiesta en el jardín…! Sin embargo, tal vez no conseguiría salirse con la suya tan fácilmente, pues el gurú bien podía decir que no había sido enviado para tales menesteres. Pero a lo mejor sí que se lo enviaban a Georgie, de quien supo, desde el momento en que puso sus ojos en él, que tenía un alma limpia y pura…
El reloj dio las once y, como era habitual en las noches calurosas, Georgie abrió la puerta acristalada de su jardín e inhaló una bocanada de aire nocturno. El cielo estaba profusamente acribillado de hermosas estrellas y Georgie, tras su atareado e intenso día, disfrutó observándolas, aunque, si hubiera tenido poder sobre ellas, con toda seguridad las habría colocado con formas más definidas. Entre ellas había un astro muy rojo, y Georgie, recordando su educación clásica, no tardó en recordar que Marte, el dios de la guerra, estaba simbolizado en los cielos por una estrella roja. ¿Podía significar aquello algo en el pacífico Riseholme? ¿Una contienda interna, quizás? ¿Un alzamiento revolucionario? ¿Sería posible algo así en un reino tan sosegado?
E
l rubicundo e irascible Robert, tan proclive a dejar intacta la comida en el plato si no le resultaba aceptable, se encontraba de un excelente humor aquella misma noche después de la cena. El gurú había hecho otra de sus visitas a la cocina, así que tras la habitual tajada de amarillento bacalao medio muerto servida tras un simulacro de sopa tibia, le sorprendió con la aparición de un delicioso pescadito al curry. El gurú se había comportado con exquisita delicadeza: había visto la tormenta cerniéndose sobre el rostro del pobre Robert mientras sorbía aquel mejunje soso y frío, y dejaba caer la cuchara de nuevo con una salpicadura en su plato de sopa. Así que, acto seguido, el hindú había asentido en silencio y se había dirigido rápidamente a la cocina para interceptar la siguiente abominación. Luego, regresando con el pequeño plato de curry, explicó que aquello era exclusivamente para Robert, puesto que aquellos que buscaban el Camino no se permitían el lujo de comidas demasiado calientes. Y por eso él se lo había engullido hasta el último bocado.