Retrato del artista cachorro (17 page)

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Authors: Dylan Thomas

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Retrato del artista cachorro
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—Ahora cuéntemelo todo; soy un depósito de confidencias.

—No hay nada que contar. Vi a una muchacha en el jardín y fui demasiado tímido para hablarle. Era un pedazo de Dios. Amén.

Avergonzado de su deseo de camaradería, hundido todavía en su abismo de amor y miseria, con el tranquilo rostro de ella delante de los ojos y su sonrisa reprochándole y perdonándolo mientras hablaba, el joven envileció a la muchacha del banco, la arrastró entre el aserrín y los salivazos y la pintarrajeó para que el
barman
dijera:

—A mí me gustan grandotas.

—Deme otra igual, por favor.

—Quiere decir similar.

El
barman
sirvió un vaso de cerveza, lo bebió, y sirvió otro.

—Siempre tomo uno con los clientes —dijo—. Así estamos a mano. Ahora somos dos solterones con el corazón destrozado. (Y volvió a sentarse.) No puede contarme nada que yo no sepa —prosiguió—. En este bar he visto más de veinte coristas del
Empire
borrachas como cubas. ¡Oh,
les girls
! ¡Las piernas!

—¿Estarán esta noche?

—Esta semana sólo hay un tipo que divide una mujer en dos.

—Guárdeme la mitad.

Un borracho entró caminando sobre una invisible línea blanca, tambaleándose lleno de simpatía a través del salón, y el
barman
le sirvió un medio litro.

—Hoy, cerveza gratis. Usted ha estado al sol.

—He estado todo el día lejos del sol —dijo el hombre.

—Me pareció que estaba tostado.

—Es por la bebida —dijo el hombre—. He estado bebiendo.

—La fiesta se termina —susurró el muchacho a su vaso.

Adiós, mirlo; el momento se ha perdido —pensó, examinando, con un interés que no podía perdonarse, las cómicas postales coloreadas con mujeres de nalgas montañosas echadas en la playa y hombres de aspecto tímido con piernas de alfileres; mirándolas con prismáticos, pegadas sobre la pared debajo de la foto de un perro bebiendo cerveza. Ahora, con un
barman
locuaz y un borracho con la gorra aplastada, limpiaba los últimos restos del día. Se empujó el sombrero sobre la frente, y un mechón de cabellos que cayó debajo le cosquilleó un párpado. Vio, con ojo certero de forastero que no pierde la mínima sutileza de una sonrisa torcida o el más débil gesto que dibuja la forma de su muerte en el aire, a un joven de cabello indócil que tosía en el rincón de un salón podrido, despidiendo el humo de su cigarrillo con estupefacientes.

Pero cuando el borracho tejió su camino hacia él con pies ansiosos, transportando su dignidad tal como un hombre podría llevar un vaso lleno sobre un barco temblequeante, y mientras el
barman
, detrás del mostrador, hacía ruido con los vasos y silbaba y se agachaba a beber, se sacudió de encima la tragedia secreta y falsa con una mueca y un sonrojo, enderezó su melancólico sombrero y dio de lado al afectado extraño. En el seguro centro de su propia identidad, con su mundo familiar rodeándolo como otra carne, permaneció sentado, triste y contento, en el feo salón de aquel hotel barato, situado al lado del mar en aquel pueblo extenso y andrajoso donde sucedía todo esto. No tenía necesidad del oscuro mundo interior, cuando Tawe presionaba sobre él y la gente ordinaria y excéntrica salía, saltando o arrastrándose explosiva o rastrera, ruidosa y chillona, de sus casas, de los edificios sin gracia, de las fábricas, de las avenidas, de las tiendas relucientes, de las capillas blasfemantes, de las callejas de ladrillo, de los arcos, de los refugios, de los agujeros detrás de los carteles, del prado.

Al cabo, el borracho llegó hasta él.

—Ponga la mano aquí —dijo, y se volvió, golpeándose las asentaderas.

El
barman
silbó y se alzó para ver al muchacho tocando los fondillos del borracho.

—¿Qué siente ahí?

—Nada.

—Eso es. Nada. Nada. No hay nada que sentir.

—Entonces, ¿cómo hace para sentarse? —preguntó el
barman
.

—Me siento sobre lo que me dejó el médico —dijo el hombre, enojado—. Tenía un buen trasero, como sólo se puede tener una vez. Trabajaba bajo la tierra en Dowlais, y de pronto el fin del mundo cayó sobre mí. ¿Y saben lo que me dieron por perder el trasero? ¡Cuatro libras y tres chelines! Dos libras y tres medios peniques por cachete. Más barato que un cerdo.

La muchacha del jardín entró en el bar con dos amigas: una muchacha rubia casi tan hermosa como ella y una mujer madura vestida y maquillada para parecer más joven. Las tres se sentaron a una mesa. La muchacha que él amaba pidió tres oportos con ginebra.

—Qué tiempo delicioso, ¿verdad? —dijo la mujer madura.

El
barman
contestó:

—Hay mucho cielo —y con muchas reverencias y sonrisas colocó las copas delante de ellas—. Creí que las princesas habrían ido a un bar mejor.

—¿Qué bar puede ser mejor no teniéndote a ti, hermoso? —dijo la rubia.

—Éste es el
Ritz
y el
Savoy
, ¿no es así,
garçon
querido? —dijo la muchacha del jardín, y le tiró un beso con la mano.

El muchacho, en la mesa de la ventana, sorprendido aún por la repentina aparición en el salón casi a oscuras, recogió el beso para sí y se sonrojó. Pensó en salir corriendo, y atravesar el jardín milagroso, y correr a su casa y esconder la cabeza en las mantas y quedarse toda la noche allí, vestido y temblando, con la voz de ella en los oídos y sus verdes ojos muy abiertos bajo sus propios párpados cerrados. Pero sólo un muchacho enfermo con la sangre revuelta podía huir de su propio amor hacia un sueño, tirarse en un dormitorio lleno de vergüenza y sollozar contra el pechó gordo y plumoso de la almohada húmeda. Recordó su edad y sus poemas, y resolvió no moverse.

—Un millón de gracias, Lou —dijo el
barman
.

Se llamaba Lou, Louise, Louisa. Debía de ser española, o francesa, o gitana, pero podía decir de qué calle procedía su voz; sabía dónde vivían sus amigos por el subir y el bajar de sus sílabas agudas. El nombre de la mujer madura era Mrs. Emerald Franklin. Se la podía ver todas las noches en la
Armónica
, sorbiendo bebidas, espiando, mirando el reloj.

—Estuvimos escuchando a Matthews Tormento en la playa. Abajo esto, abajo lo otro… ¡y solía beberse un litro de ginebra antes del desayuno! —dijo Mrs. Franklyn—. ¡Qué cara dura!

—Y todo sin despegar los ojos de las piernas —observó la rubia—. Yo no le daría ni un poquito más de confianza que a este Ramón Novarro del mostrador.

—¡Hurra! ¡Cómo progreso! La semana pasada yo era Charlie Chase—dijo el
barman
.

Mrs. Franklin alzó su copa vacía con la mano enguantada y la sacudió como una campana.

—Los hombres son siempre engañadores —dijo—. Una ruina todos.

—Especialmente Mr. Franklin —dijo el
barman
.

—Pero hay mucho de verdad en lo que dice el predicador, fíjense —explicó Mrs. Franklin—, sobre las cosas que se ven. Si uno sale a dar una vuelta por la playa después de cenar… ¡es como meterse en Sodoma y Gomorra!

La rubia rió.

—¡Oigan a Mrs. Grundy! El viernes pasado la vi con un negro, a la vuelta del museo.

—Era un hindú —dijo Mrs. Franklin— de la universidad, y te agradeceré que lo recuerdes. Todos somos hermanos bajo la piel, pero no hay alquitrán en mi familia.

—¡Oh, vamos, vamos, vamos! —dijo Lou—. ¡Basta; sean buenas! Hoy es mi cumpleaños. Y es sábado. ¡Un poquito de alegría! ¡Miau, miau! ¡Marjorie, besa a Emerald y sean amigas! (Sonrió y rió a las dos. Guiñó al
barman
, que llenaba las copas hasta el borde.) ¡Por tus ojos azules,
garçon
! (No se había fijado en el joven del rincón.) ¡Y otra por abuelito; allá! —agregó, sonriendo al borracho vacilante—. ¡Hoy cumplo veintiún años! ¡Bueno; lo hice sonreír!

El borracho hizo una reverencia profunda y peligrosa, alzó su sombrero y se tambaleó contra la repisa de la chimenea, pero en su mano libre su litro entero de cerveza está firme como una roca.

—Por la chica más bonita de Carmarthenshire —dijo.

—Esto es Glamorganshire, papito —dijo ella—. ¿Dónde está tu geografía? ¡Mírenlo cómo baila! ¡Cuidado con los lentes! Parece un aviso de Kruschen. ¡A ver; más rápido! Báilanos un charlestón.

El borracho, con el vaso en alto, bailó hasta caer, sin derramar una sola gota de cerveza. Quedó tendido en el polvoriento suelo, a los pies de Lou, y alzó la cara sonriéndole con afecto y confianza.

—Me caí —dijo—. Antes solía bailar como un soldado.

—La trompeta final le hizo perder el traste —explicó el
barman
.

—¿Cuándo lo perdió? —preguntó Mrs. Franklin.

—Cuando Gabriel sopló el instrumento en Dowlais.

—Me está tomando el pelo.

—Sería un placer, Mrs. Em. ¡Eh; tú! ¡Levántate!

El hombre sacudió su trasero como una cola y gruñó al pie de Lou.

—Apoya la cabeza sobre mi pie. Ponte cómodo. Déjelo que se quede ahí —pidió.

El borracho se durmió en seguida.

—No puedo tener borrachos aquí.

—Entonces ya sabes a dónde puedes irte.

—¡Cruel, Mrs. Franklin!

—Vaya, atienda su negocio. Sirva al muchacho del rincón; está con la lengua fuera.

—¡Cruel, cruel!

Cuando Mrs. Franklin llamó la atención sobre el muchacho, Lou espió miopemente a través del salón y lo vio sentado con la espalda hacia la ventana.

—Tendré que comprarme gafas —dijo.

—Verás doble antes de que se acabe la noche.

—No; en serio, Marjorie. No sabía que alguien estuviese ahí. Le ruego que me perdone el que está en el rincón—dijo.

El
barman
encendió la luz.

—Un poco de
lux in ténebris
.

—¡Oh! —dijo Lou.

El muchacho no se atrevió a moverse por miedo a quebrar la larga luz de su escudriñamiento, el encantamiento que brillaba como una sola línea de luz entre ellos, o a asustarla haciéndola hablar; y no ocultó el amor de sus ojos, porque de todos modos ella podía adivinarlo con la misma facilidad con que podía volcarle el corazón dentro del pecho, y hacerlo latir más fuerte que el parloteo de sus dos amigas, el tintineo de las copas detrás del mostrador, donde el
barman
escupía y lustraba sin perder detalle, y los ronquidos del apacible durmiente. Nada puede herirme. Que se burle el
barman
. Ríe dentro de tu copa, Em. Se lo estoy diciendo al mundo, estoy caminando sobre tréboles, estoy mirando a Lou como un idiota; es mi chica, es mi lirio. ¡Oh, amor, amor! No es una dama; tiene tonada arrabalera, bebe como un buzo; pero, Lou, soy tuyo, y tú, Lou, eres mía. Se negó a meditar sobre su serenidad, a retorcer su belleza en palabra. No era, bajo el sol o la luna, nada más que suya. Sin rubor, seguro, le sonrió; y, aunque estaba preparado para todo, su sonrisa de respuesta le hizo temblar los dedos otra vez, como habían temblado en el jardín, y enrojeció sus mejillas y echó a galopar su corazón.

—Harold, llena el vaso del joven —dijo mistress Franklin.

El
barman
permaneció inmóvil, un paño en una mano, una copa chorreando en la otra.

—¿Tienes agua en los oídos? ¡Llena el vaso del joven!

El
barman
se llevó el paño a los ojos. Sollozó y se secó unas lágrimas fingidas.

—Creí que estaba en una
première
y que éste era el palco real —dijo.

—Tiene agua en el cerebro, no en el oído —dijo Marjorie.

—Soñaba con una hermosa tragicomedia titulada «Amor a primera vista» u «Otro hombre bueno que se arruina». Acto primero, en un boliche junto al mar.

Las dos mujeres se golpearon la frente.

Lou dijo sonriendo:

—¿Dónde transcurría el segundo acto?

Su voz era suave como la había imaginado antes de su alegre y nervioso jugueteo con el
barman
confianzudo y las mujeres inferiores. La vio como una muchacha cuerda y blanda a la que ninguna compañía podía echar a perder, por mala que fuera, porque su delicado yo, desnudo hasta el corazón, la defendía de todas las falsedades sensuales. Al pensar en eso, reflejando en el tono de su voz su suavidad, alejándose, infiel, con sus palabras, de esa habitación real con su amor en el centro, despertó con sobresalto y vio su cuerpo vivo a seis pasos de él; no un corazón sereno envuelto en una frase, sino una muchacha bonita a la que era posible conseguir y guardar. Debía aferrarse a ella en seguida. Se levantó y cruzó en su dirección.

—Me desperté antes de que empezara el segundo acto —decía el
barman
—. Sería capaz de vender a mi madre para verlo. Media luz. Canapés color de púrpura. Felicidad extática,
La, la, chérie!

El muchacho se sentó a la mesa, al lado de ella.

Harold, el
barman
, se inclinó sobre el mostrador y ahuecó una mano junto a la oreja.

El hombre tendido se movió entre sueños y su cabeza cayó sobre la escupidera.

—Hace largo rato que deberías haber venido a sentarte —susurró Lou—. Y detenerte a conversar conmigo en el jardín. ¿Eras tímido?

—Era demasiado tímido —susurró el muchacho.

—No es de buena educación cuchichear. No logro oír una palabra —dijo el
barman
.

A una señal del muchacho, un chasquido de los dedos que puso en movimiento mozos de etiqueta que se deslizaron transportando ostras a través del salón, el
barma
n llenó las copas con oporto, ginebra y cerveza.

—Nosotras nunca bebemos con desconocidos —dijo Mrs. Franklin riendo.

—No es un desconocido —dijo Lou—. ¿Verdad, Jack?

Él arrojó un billete de una libra sobre la mesa.

—Cóbrate los daños.

La noche, que había terminado antes de comenzar, volvió a transcurrir entre la risa de las encantadoras mujeres, hirientes como cuchillos, y los cuentos del
barman
, que debía de haber trabajado en el teatro, y las deliciosas sonrisas de Lou y sus propios silencios. Ahora está a salvo y seguro, pensó, después de caminar, como yo mismo, dando vueltas por las solitarias soledades del día festivo. En el centro tibio, vertiginoso, estaban cerca y se parecían. El pueblo y el mar y los últimos paseantes derivaban por una oscuridad que no tenía nada que ver con ellos, y donde sólo ardía esta habitación.

Uno a uno, algunos hombres perdidos se arrastraron desde la tiniebla hasta el bar, bebieron tristemente, salieron. Mrs. Franklin, arrebolada y chorreando bebida, saludaba su partida con su copa en alto. Harold parpadeaba a sus espaldas. Marjorie les mostraba las piernas largas y blancas.

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