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Authors: Dylan Thomas

Tags: #Cuento, Relato

Retrato del artista cachorro (18 page)

BOOK: Retrato del artista cachorro
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—Nadie nos quiere, salvo nosotros mismos —dijo Harold—. ¿Cierro el bar y dejo a toda esa gentuza fuera?

—Lou espera a Mr. O'Brien; pero no te preocupes por eso —dijo Marjorie—. Es su dulce papaíto de la vieja Irlanda.

—¿Tú quieres a Mr. O'Brien? —preguntó el muchacho.

—¿Cómo podría quererlo, Jack?

Imaginó a Mr. O'Brien, un tipo alto, ingenioso, maduro, con cabello gris ondulado y unos pelitos recortados en el labio superior, un anillo de fantasía en el anular, bolsas bajo los ojos conocedores, muy tieso con su corsé de ballenas, un hombre que la solía correr en Cardiff; el horrible amante de Lou que en este momento se lanzaba hacia ella en el automóvil de la firma a través de las calles sin aire. El muchacho apretó la mano sobre la mesa cubierta de muertos y la protegió dentro de la cálida fuerza de su puño.

—¡Otra vuelta, otra vuelta! —dijo—. ¡Otra vez, muchacho! Dobles, triples. Mrs. Franklin es una mula.

—Mi madre nunca tuvo una mula.

—¡Oh, Lou! —dijo—. Soy más que feliz contigo.

—¡Cu-cu! Oigan cómo se arrullan las tórtolas.

—Déjalas que se arrullen —dijo Marjorie—. Yo también lo haría.

El
barman
miró alrededor, sorprendido. Alzó las manos, con las palmas hacia arriba, e inclinó la cabeza.

—El bar está lleno de pájaros —anunció—. Emerald está poniendo un huevo —agregó al ver que Mrs. Franklin se removía en su silla.

Pronto el bar se llenó de clientes. El borracho despertó y salió corriendo, abandonando la capa en un charco. Le caía aserrín del cabello. Un hombre jovial, pequeño, viejo, redondo, carirrojo, se sentó mirando al muchacho y a Lou, que se daban las manos por encima de la mesa y se frotaban las piernas por abajo.

—¡Qué noche para el amor! —dijo el viejo—. En una noche como ésta Jessica se escapó de la casa del judío rico. ¿Saben de dónde es eso?

—De
El mercader de Venecia
—dijo Lou—. Pero usted es irlandés, Mr. O'Brien.

—Podía haber jurado que era un hombre alto —le dijo el muchacho gravemente.

—¿Qué armas elige, Mr. O'Brien?

—Coñac al amanecer, creo, Mrs. Franklin.

—Yo nunca describí a Mr. O'Brien. ¡Estás soñando! —susurró Lou—. Me gustaría que esta noche no terminara nunca.

—Pero no aquí. No en el bar. En un cuarto con una cama grande.

—Una cama en un bar —dijo el viejo—. Si me perdonan por escucharlos… Eso es lo que siempre he querido. Piense, Mrs. Franklin.

El
barman
asomó detrás del mostrador.

—¡Tiempo, caballeros y demás!

Los clientes partieron, saludados por la risa de Mrs. Franklin.

Las luces se apagaron.

—Lou, no me pierdas.

—Tengo tu mano.

—Apriétala fuerte; lastímala.

—Rómpele el maldito cuello —dijo en la oscuridad Mrs. Franklin—. Sin ofender a nadie.

—Marjorie pegamano —dijo Marjorie—. Salgamos de la oscuridad. Harold es un pájaro nocturno.

—La muchacha guía.

—Agarremos una botella cada uno y vamos a casa de Lou —dijo.

—Yo compraré las botellas —dijo Mr. O'Brien.

—Ahora no me pierdas tú a mí —susurró Lou—. Agárrate, Jack. Los otros no tardarán mucho. ¡Oh, señor Cristo, cómo me gustaría que estuviéramos solos tú y yo!

—¿Nada más que tú y yo?

—Tú y yo y la señora Luna.

Mr. O'Brien abrió la puerta del salón.

—Amontónense en el Rolls, señoras. Los caballeros van a buscar medicinas.

El muchacho sintió el rápido beso de Lou en su boca antes de salir detrás de Marjorie y Mrs. Franklin.

—¿Qué le parece si compartimos la cuenta? —dijo Mr. O'Brien.

—Mire lo que encontré en el lavabo —dijo el
barman
—. Estaba cantando sentado en el retrete. (Apareció detrás del mostrador con el borracho apoyado en su brazo.)

Todos subieron al automóvil.

—Primera parada, en casa de Lou.

El muchacho, sobre las rodillas de Lou, vio al pueblo pasar vertiginosamente junto a ellos, el perfil azul humo de chimeneas y mástiles de los diques ociosos, las líneas relampagueantes de las calles pobres cada vez más largas, la sucesión de guiños de los negocios. El automóvil olía a perfume, a polvo, a carne. Su codo golpeó accidentalmente el pecho de Mrs. Franklin. Los muslos de ésta, como almohadones, sostenían el vacilante peso del borracho. Lo habían tirado, desparramado sobre un montón de mujeres. Pechos, piernas, estómagos, manos, lo tocaban, lo calentaban, lo acariciaban. A través de la noche, hacia la cama de Lou, hacia el increíble final de la tarde del sábado, pasaron velozmente junto a casas y puentes negros y a una estación metida en una nube de humo, treparon una calle lateral empinada con una sola lámpara mortecina en lo alto, en el centro de un círculo de verjas, y doblaron donde una alta casa de departamentos se erguía rodeada de grúas, escaleras de mano, postes, vigas, carretillas, montones de ladrillos.

Subieron varios tramos de escalera, oscuros y peligrosos, hasta la habitación de Lou. Frente a las puertas cerradas, sobre la baranda, colgaba ropa puesta a secar. Mrs. Franklin, caminando a tientas con el borracho detrás de los demás, pisó un balde, y un gato negro de la suerte corrió encima de su pie. Lou condujo de la mano al muchacho por un pasillo marcado con nombres y puertas, y encendiendo un fósforo murmuró:

—En seguida estoy. Sé bueno y ten paciencia con Mr. O'Brien. Aquí es. Entra primero. ¡Bienvenido, Jack! —y lo besó otra vez, en la puerta de su cuarto.

Encendió la luz, y él entró en el cuarto, orgulloso; en el cuarto que pronto iba a conocer. Y vio una cama ancha, un gramófono sobre una silla, una palangana medio escondida en un rincón, un hornillo, un aparador cerrado y la fotografía de ella en un marco de cartón sobre una cómoda. Allí dormía y comía. En la cama matrimonial dormía toda la noche, pálida, echada sobre su costado izquierdo. Cuando viviera con ella para siempre, no le permitiría soñar. En su cabeza no debía meterse ningún otro hombre ni la idea de amarlo. Extendió los dedos sobre la almohada.

—¿Por qué vives en la punta de la torre Eiffel? —preguntó el
barman
, entrando.

—¡Qué manera de subir! —dijo Mr. O'Brien— Pero es muy lindo, muy íntimo, cuando uno llega.

—¡Si se llega! —dijo Mrs. Franklin—. Estoy muerta. Esta porquería pesa una tonelada. Échate al suelo y duerme. ¡Qué porquería vieja! —dijo cariñosamente—. ¿Cómo te llamas?

—Ernie —dijo el borracho, alzando un brazo para protegerse la cara.

—Nadie te va a morder, Ernie. A ver; denle un trago de
whisky
. ¡Cuidado! ¡No te lo vuelques en el chaleco!, si no, por la mañana vas a querer chuparlo. Corre las cortinas, Lou; estoy viendo a esa luna vieja y malvada —dijo Mrs. Franklin.

—¿Y te está poniendo ideas en la cabeza?

—Yo amo a la luna —dijo Lou.

—Nunca hubo un enamorado joven que no amara a la luna. (Mr. O'Brien dedicó una sonrisa jovial al muchacho, y le palmoteo la mano. La suya era roja y peluda.) Al primer vistazo pude ver que Lou y este simpático, joven estaban hechos el uno para el otro. ¡Dios mío; no! ¡No soy tan viejo ni tan ciego que no pueda ver al amor delante de mis narices! ¿Usted no lo veía, Mrs. Franklin? ¿Tú no lo veías, Marjorie?

En el largo silencio, Lou recogió vasos del aparador como si no hubiera oído a Mr. O'Brien. Corrió las cortinas dejando afuera a la luna, se sentó en el borde de la cama con los pies recogidos debajo de ella, miró su fotografía como si no la conociera y entrelazó los brazos como cuando se encontraron por primera vez, bajo la mirada de adoración del muchacho, en el jardín.

—Debe de estar pasando un ejército de ángeles —dijo Mr. O'Brien—. ¡Qué silencio! ¿He dicho algo inconveniente? Bebamos y seamos felices, que mañana tenemos que morir. ¿Para qué creen que compré estas encantadoras y relucientes botellas?

Abrieron las botellas. El silencio se alineó sobre la repisa de la chimenea. El
whisky
bajó. Harold, el
barman
y Marjorie con el vestido levantado estaban sentados, juntos, en el único sillón. Mrs. Franklin, con la cabeza de Ernie en el regazo, cantaba con voz de contralto, dulce y educada, «La novia del pastor». Mr. O'Brien llevaba el compás con un pie.

Quiero tener a Lou en mis brazos, se dijo el muchacho, observando cómo sonreía Mr. O'Brien y cómo el
barman
apretaba sobre sí a Marjorie. La voz de Mrs. Franklin cantaba dulcemente en el pequeño dormitorio donde él y Lou se tenderían sobre la blanca cama sin que nadie los viera ahogarse. Él y Lou se hundirían juntos, un cuerpo fresco con una piedra cálida, en el mar blanco, enteramente vacío, para no volver a subir nunca. Sentada en su lecho nupcial, lo bastante cerca como para oír la respiración de él, ella estaba aún más lejos que cuando se conocieron. Entonces él tenía todo, menos su cuerpo; ella le había dado dos besos, y todo se había desvanecido, menos aquel comienzo. Debía ser bueno y paciente con Mr. O'Brien. Podía borrar aquella sonrisa vieja y comprensiva con el dorso de su mano. Húndanse más, más, Harold y Marjorie, revuélquense como ballenas a los pies de Mr. O'Brien.

Deseó que se quedaran sin luz. En la oscuridad, él y Lou se deslizarían debajo de las sábanas e imitarían a los muertos. ¿Quién los buscaría allí si estuvieran muertos, quietos, silenciosos? Los otros los llamarían a gritos por las vertiginosas escaleras o hurgarían en silencio por los estrechos corredores llenos de obstáculos; saldrían tambaleantes a la calle para buscarlos entre las grúas y las escaleras, en la desolación de las casas destruidas. En la oscuridad inventada, podía oír la voz de Mr. O'Brien gritando: «Lou, ¿dónde estás? ¡Contesta, contesta!», y el hueco eco respondiendo: «¡Contesta!», mientras los labios de ella, en el pozo fresco de la cama, se movían secretamente alrededor de otro nombre y él los sentía moverse.

—Linda música, Emerald, y una letra bastante atrevida. Ése era un pastor, ¿eh? —comentó míster O'Brien.

Ernie comenzó a cantar con voz espesa, amodorrada; pero Mrs. Franklin colocó una mano sobre su boca, y él la lamió y la empujó.

—¿Y qué me dicen de este joven pastor? —dijo Mr. O'Brien señalando al muchacho con el vaso—. ¿Es capaz de cantar tan bien como hace el amor? Pídeselo de buen modo, chiquita —agregó dirigiéndose a Lou—, y nos cantará como un ruiseñor.

—¿Sabes cantar, Jack?

—Como los cuervos, Lou.

—¿Ni siquiera sabe hablar de poesía? ¿Qué clase de muchacho es, que no sabe declamar versos a su dama? —dijo Mr. O'Brien.

Lou trajo del aparador un libro de tapas rojas y se lo dio al muchacho, diciendo:

—¿Puedes leernos algo de aquí? El segundo tomo está en la caja de sombreros. Léenos algo soñador, Jack. Es casi medianoche.

—Algo blando y dulce —dijo Mrs. Franklin. Retiró la mano de la boca de Ernie y miró al cielo raso.

El muchacho leyó, pero no en voz alta, deteniéndose en el nombre de ella, en la dedicatoria de la portadilla del primer volumen de los poemas completos de Tennyson: «A Louisa, de su maestra de la Escuela Dominical. Miss Gwyneth Forbes. ¡Dios está en el cielo, y todo está bien en este mundo!»

—Que sea un poema de amor; no te olvides. —El muchacho leyó en voz alta, cerrando un ojo para ver con más firmeza la letra de imprenta,
Sal al jardín, Maud
. Y cuando llegó al comienzo del cuarto verso su voz se hizo más fuerte:

Le dije al lirio: No hay más que uno

con el cual ella quiere estar.

¿La dejarán por fin a solas?

Ya está cansada de danzar.

Hacia la luna que se pone

una mitad se aleja ya;

hacia el mañana, que ya asoma,

se aleja la otra mitad.

Baja en la playa, fuerte en la piedra,

la última rueda se echa a rodar.

Dije a la rosa: Mira la noche,

con vino y fiestas ya se va.

¡Oh!, mi señor enamorado,

¿para qué tanto suspirar

por alguien que tú, ya lo sabes,

no ha de ser tuya nunca más?

Es mía, mía —juré a la rosa—,

mía por siempre jamás.

Al finalizar el poema dijo de pronto Harold, la cabeza colgando sobre el brazo del sillón, el cabello revuelto y la boca embadurnada de lápiz de labios:

—Mi abuela recuerda haber visto a lord Tennyson. Era un hombrecito jorobado.

—No —dijo el muchacho—. Era alto, y tenía largos cabellos y barba.

—¿Lo viste alguna vez?

—Yo no había nacido entonces.

—Mi abuelo lo vio. Tenía joroba.

—Alfred Tennyson no.

—Lord Alfred Tennyson era un hombrecito jorobado.

—No puede haber sido el mismo Tennyson.

—El que no era Tennyson es el que usted piensa; yo digo el famoso poeta, el que tenía joroba.

Lou, sobre la cama maravillosa, esperándolo nada más que a él entre todos los hombres, feos o hermosos, viejos o jóvenes, en el ancho pueblo y en el pequeño mundo que estaba condenado a caer, agachó la cabeza y le arrojó un beso con su mano, dejando a ésta en el río de luz del cristal de la ventana. Él la vio allí transparente. La luz fue tomando la forma de su palma y de sus dedos.

—Pregúntele a Mr. O'Brien cómo era lord Tennyson —dijo Mrs. Franklin—. Apelamos a usted, Mr. O'Brien, ¿tenía o no tenía joroba?

Nadie más que el muchacho, para quien ella vivía, aguardándolo, notó los pequeños movimientos de Lou. Se llevó la mano luminosa al pecho izquierdo. E hizo un rictus misterioso.

—Depende —dijo Mr. O'Brien.

El muchacho cerró otra vez un ojo, porque la cama se tambaleaba como un barco; una tormenta caliente y revulsiva de humo de cigarrillo desdibujó el ropero y la cómoda. El astuto guiño de su ojo calmó los movimientos del dormitorio marino, pero ansió desesperadamente respirar el aire de la noche. Caminó hasta la puerta con piernas de marinero.

—La Cámara de los Comunes está en el segundo piso, al final del pasillo —dijo Mr. O'Brien.

En la puerta se volvió hacia Lou y le sonrió con todo su amor, declarándolo a la cara de toda la compañía, y obligándola, frente a la mirada envidiosa de Mr. O'Brien, a sonreírle a su vez y a decir:

—¡No tardes, Jack, por favor! No debes tardar.

Todos lo sabían. El amor había crecido en una noche.

—Un minuto, querida —dijo—. En seguida vuelvo.

La puerta se cerró tras él. Se llevó por delante la pared del pasillo. Encendió un fósforo. Le quedaban tres. Escalera abajo, aferrándose a la baranda pegajosa y tembleque, tambaleándose sobre las tablas desparejas, magullándose el tobillo contra un balde, junto a los ruidos íntimos de las vidas que se escondían detrás de las puertas, se deslizó, a los golpes, jurando, y oyó la voz de Lou, poseída de nueva fiebre, incitándolo a apresurarse, pidiéndole que volviera, hablándole con tal pasión y abandono que aun en la oscuridad y en el dolor de su prisa se sentía deslumbrado. Ella hablaba, allá en la escalera podrida, en medio de la casa miserable, y era un torrente de palabras de amor; las incitaciones ardían de su boca: «Pronto, pronto, que están asesinando los instantes que pasan. Amor, adorado, querido, vuelve corriendo, sílbame, abre la puerta, grita mi nombre, tírame al suelo. Mr. O'Brien ha puesto sus manos en mis costados».

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