Desde el principio quiso anunciarles al Crucificado, y sólo al Crucificado. Pues a la vista de este Crucificado, que muere exhausto por los débiles, ¿cómo se puede presumir de dotes espirituales y poderes religiosos, gloriarse de superior sabiduría y grandes obras? ¿Cómo puede uno hacer prevalecer sin otros miramientos los propios intereses, abusar de la propia libertad, darse importancia ante Dios, distanciándose de todo lo débil, de la debilidad de los hombres y de la debilidad del mismo Dios? Precisamente en la escandalosa debilidad y locura del Crucificado, en la que parece manifestarse la debilidad y locura del mismo Dios, se manifiesta el poder resucitador de Dios y su arrolladora sabiduría. La debilidad de Dios, tan patente en la cruz, se muestra más fuerte que el poder del hombre; su locura, más sabia que la sabiduría humana. La cruz, contemplada a la luz de la nueva vida, significa para cuantos la aceptan confiadamente el poder y la sabiduría de Dios. En efecto, la fe en el Resucitado hace al hombre capaz de usar de su libertad en bien de los demás, no libertinamente; de poner los propios dones espirituales al servicio de la comunidad; de recorrer sin cesar el arriesgado camino del amor eficiente. De esta manera, el Jesucristo crucificado y redivivo es, para los creyentes, el fundamento que ya ha sido puesto y no puede ser sustituido por ningún otro. El Crucificado es, en cuanto viviente, el fundamento de la fe. El criterio de la libertad. El centro y la norma, en suma, de lo cristiano.
La cruz era el gran interrogante que luego resolvió la resurreción. Pero con Pablo se convierte, a la vez, en la gran respuesta, que
pone en entredicho toda falsa interpretación de la resurrección
. Así, frente a todo tipo de entusiasmo pseudoprogresista por la resurrección y la libertad, la cruz continúa alzada como signo admonitorio que devuelve al hombre a la tierra firme de su realidad y lo
invita a seguir al Resucitado
. El núcleo del mensaje cristiano de la resurrección, defendido enfáticamente por Pablo contra sus mistificadores, no es otro que el Crucificado, que para la comunidad cristiana no está muerto ni pertenece al pasado, sino que vive y está por venir. La soberanía del Resucitado no va más allá de lo que alcanza el servicio al Crucificado. La Pascua no anula a la cruz, la confirma: no aprueba su escándalo, pero le da un sentido y un valor positivos. Así, pues, el mensaje de la resurrección no debe oscurecer ni por un instante el mensaje de la cruz
[15]
. La cruz no es sólo «estación de paso» hacia la gloria, ni el camino de acceso al premio, ni un «hecho salvífico» más entre tantos otros. Es, más bien, la sigla permanente del Resucitado. ¿Qué aspecto tendría el Resucitado de no ser el Crucificado? Con razón se representa siempre al Glorificado con las llagas del Jesús histórico: la Pascua sólo es vista correctamente cuando se tiene en cuenta el sacrificio del Viernes Santo. Entonces, sólo entonces, la idea de la vida eterna no nos inducirá a buscar consuelo más allá de la cruz del presente, de los sufrimientos del individuo y los problemas de la sociedad ni a soñar beatíficamente en una vida después de la muerte, en vez de transformar, aquí y ahora, la vida
anterior
a la muerte y las condiciones sociales en que se desarrolla.
2. Pero también hay adversarios de derechas: los
moralistas
conservadores y piadosos de la región de
Galacia
, en el Asia Menor, descarriados por misioneros judaizantes
[16]
. Estos no anticipan el fin, como los entusiastas de Corinto, sino que se vuelven al pasado. La liberación de la Ley judía les parece un desarrollo equivocado. Junto a la fe en Cristo y el bautismo consideran todavía esenciales el ritual judío, la circuncisión, el sábado, el calendario, otras normas de vida judía y hasta los elementos naturales. Y piensan poder arreglarse con Dios retornando a ciertas prácticas religiosas, prestaciones morales y obras piadosas. De las promesas divinas hacen privilegio propio y de los mandamientos de Dios medio de autosantificación.
También a estos devotos de la Ley, retornados a la legalidad cultual y moral, para los cuales no habría hecho falta que Jesús viniera y muriera, los remite Pablo al
Crucificado
: que no quiso hacer más piadosos a los piadosos, sino que se dirigió a los descarriados, a los no practicantes, a los transgresores de la Ley, a los sin Dios; que, aun sometiéndose personalmente a la Ley, la relativizó radicalmente y anunció el Dios del amor y la misericordia frente al Dios de la Ley; que por eso a los guardianes de la Ley y el orden les pareció un servidor del pecado y de los pecadores, y en nombre de la Ley fue crucificado como un malhechor; que por la salvación de los sin ley y sin Dios cargó con la maldición de la Ley y, de esa manera, justificado contra la Ley por el Dios vivificante, liberó definitivamente a los hombres de la maldición de la Ley, llevándolos a la auténtica libertad y a la verdadera humanidad.
Con la mirada puesta en este Crucificado, así dice Pablo, ya no puede haber hombres sometidos a la Ley judía, al ritual, a las convenciones religiosas en general. Sólo puede haber
cristianos
verdaderamente
libres
, que
confían a Dios
toda su persona y todo su destino, que «viven en Cristo», es decir, «cristianamente». Este es el camino de la fe confiada, accesible a judíos y paganos, a señores y esclavos, a cultos e incultos, a hombres y mujeres, a piadosos y no piadosos. Y para ello no se requieren presupuestos especiales: especial procedencia, estricta observancia religiosa, vida irreprochable, piedad probada, actos rituales, méritos morales previos. Basta confiarse a Dios con la mirada puesta en Jesús, sin tener en cuenta las debilidades y faltas propias y sin tener asimismo en cuenta las prerrogativas, méritos, obras y pretensiones personales.
Quien, fuera de toda ensoñación piadosa, admite fríamente que a pesar de sus buenas obras no puede valerse por sí mismo en lo verdaderamente esencial; que ante Dios no se progresa observando la ley ritual y moral (la cual nunca se puede cumplir a la perfección y es, por tanto, fuente perenne de nuevas culpas); que todos sus esfuerzos morales y todas sus prácticas religiosas son incapaces de poner en orden su relación con Dios, y que no hay obra alguna que pueda merecer el amor divino; quien, por el contrario, se entrega enteramente a ese Cristo y cree con él que Dios ayuda precisamente a los descarriados, a los no practicantes, a los transgresores de la Ley, a los sin Dios y, en su benevolencia, regula esa misma relación por propia iniciativa; quien en el oscuro misterio de la cruz descubre la síntesis de la gracia y el amor de ese Dios que no juzga a los hombres al modo humano, por sus méritos, sino que de antemano los acepta, los aprueba y los ama; ése ya no es siervo, esclavo, dominado por la Ley y el ritual y, consiguientemente, por los hombres, sino verdadero hijo de Dios y, por tanto, verdadero hombre: como hijo adulto o hija adulta de «se Padre es capaz, bajo el impulso de la fe, sin la coacción de la Ley y la presión de las obras, de obedecer a Dios y de obligarse con los hombres con entera libertad; de vivir sin encerrarse egoístamente en sí mismo (= pecado), sino ocupándose de los que le rodean, para cumplir así de forma concreta y colmada —en una existencia activa, inspirada en el amor— la ley que tiene como meta el bien de los hombres.
Para más detalles habrá que leer lo que el mismo apóstol Pablo dice en sus cartas a los corintios y a los gálatas cuando trata de la sabiduría y la libertad del cristiano. Pero ¿no se echará de ver en esa lectura una considerable diferencia entre Pablo y Jesús?
Muchas veces se ha presentado a Pablo como el verdadero fundador del cristianismo o como su gran falseador, como lo afirma Nietzsche en su
Anticristo
recogiendo conceptos de la teología liberal (¿de F. Overbeck?). Nietzsche muestra simpatía por Jesús: «En el fondo no hubo más que un cristiano y éste
murió
en la cruz. El “evangelio” murió en la cruz»
[17]
. Acusa, en cambio, un gran desconocimiento de Pablo al tacharlo de «desangelado» y «falsificador por odio»: «el tipo opuesto al mensaje de la buena nueva, genio en el odio, en la visión del odio, en la lógica implacable del odio»
[18]
. Y hasta hubo teólogos cristianos tan superficiales e insensatos que al grito de «vuelta a Jesús» llegaron a pedir la «deserción del cristianismo paulino».
El
significado histórico del apóstol Pablo
y de su teología es indiscutible: él fue quien con extrema libertad facilitó a los no judíos el acceso práctico y teológico al mensaje cristiano. Los paganos no tuvieron que hacerse antes judíos, es decir, circuncidarse y someterse a aquel sinnúmero de tabúes de pureza y de preceptos sobre la comida y el sábado, para ellos tan extraños. Únicamente por Pablo tuvo éxito la misión cristiana entre paganos, al contrario de lo que pasó con la misión judeo-helenista. A él se debió que la comunidad de judíos palestinos y helenistas se convirtiera en una comunidad de judíos y paganos. A él se debió que la pequeña «secta» judía se transformara en una «religión universal». Es evidente, y sobre ello habrá que volver más adelante, que hay —tiene que haber— una diferencia esencial entre el mensaje personal de Jesús y la interpretación judeo-helenista (hecha a la luz de la muerte y la resurrección) de los acontecimientos que atañen al mismo Jesús.
Sin embargo, se necesita estar ciego ante lo que Jesús quiso, vivió y sufrió con toda radicalidad o no acertar a reconocer bajo las formas conceptuales judeo-helenísticas lo que en esencia intentaba Pablo (en el horizonte de la expectación de un fin inminente, como el mismo Jesús), para no ver que las cartas paulinas (contra todas las ideologizaciones del mensaje, tanto judías como helenistas)
constantemente
propugnan una
«vuelta a Jesús»
. En el
centro
de su pensamiento no está el hombre (antropología) o la Iglesia (eclesiología), ni siquiera la historia de la salvación en general, sino el Cristo
crucificado y resucitado
(la cristología entendida como soteriología). Se trata, pues, de un cristocentrismo en favor del hombre, de un cristocentrismo que se basa y culmina en un teocentrismo: «Dios por Cristo Jesús» - «por Cristo Jesús a Dios». De semejantes fórmulas binitarias surgen ya en el mismo Pablo (por inclusión del Espíritu Santo, en quien Dios y Jesucristo están presentes y operantes tanto en la comunidad como en el individuo) fórmulas trinitarias que son el presupuesto para la posterior doctrina sobre la Trinidad, la unidad trina del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Toda la visión paulina de la
historia de la salvación
(desde la creación, pasando por las promesas hechas a Abraham y la Ley de Moisés, hasta la Iglesia y la inminente consumación del mundo) tiene su inconmovible
centro
crítico en el Jesús crucificado y resucitado, poniendo de manifiesto tanto la línea Cristo-Abraham
[19]
y el paralelo Cristo-Adán
[20]
como la interpretación de la Iglesia como comunidad de judíos y gentiles y como cuerpo de Cristo
[21]
. A este centro se le puede denominar «cristología», «
kerigma»
, «teología de la cruz» o «mensaje de la rehabilitación»
[22]
. Pero sólo desde él se puede entender correctamente la elaboración que hace Pablo de la tradición cristiana, su empleo del Antiguo Testamento, todas sus explicaciones teológicas, de trascendencia histórica, sobre la Ley y la fe, sobre la ira y la gracia de Dios, sobre la muerte y la vida, el pecado y la justicia divina, el espíritu y la letra, Israel y el mundo gentil, así como sus afirmaciones sobre la predicación, la Iglesia, los carismas del Espíritu, el bautismo y la eucaristía, la la nueva vida en libertad y en esperanza de la consumación
[23]
.
Hoy ya no se puede sostener, según están las cosas, que Pablo no tuviera interés por el
Jesús histórico
. Esta tesis, tomada de la teología dialéctica (K. Barth) y de la teología del
kerigma
(R. Bultmann), ha sido defendida por algunos exégetas liberales después de la primera guerra mundial. Pero la más reciente discusión la ha desautorizado: en ningún texto de Pablo se puede encontrar una infravaloración consciente de la tradición sobre Jesús. Pero, ¿y cuando Pablo no quiere saber nada de un
«Cristo según la carne»?
[24]
. Cuando así habla, no se refiere al Jesús terreno en contraposición con el glorificado, como tampoco al crucificado en contraposición con el resucitado y, menos aún, al Jesús «histórico» que se conoce por la investigación histórica en contraposición con el Cristo de la fe. Se refiere al Jesús que entonces (en su época de perseguidor) conoció (malconoció) de modo natural e increyente, es decir, «carnal», en oposición al Jesucristo que ahora (tras la conversión) conoce (= reconoce) de modo pneumático y creyente, es decir, «espiritual». No se trata de un Cristo Jesús diferente, sino de una relación con él radicalmente distinta
[25]
.
En sus cartas —que, como dijimos, son escritos ocasionales, fragmentarios, y presuponen una elemental iniciación catequética en la fe—, Pablo recurre relativamente pocas veces a la tradición evangélica sobre Jesús. Pero no cabe duda de que su postura ante ella es positiva. En los escritos paulinos auténticos se pueden señalar por lo menos veinte lugares en los que Pablo se apoya inequívocamente en la tradición evangélica sobre Jesús
[26]
. Ello permite concluir que, además de lo casualmente conservado, Pablo sabía decir muchas más cosas a la comunidad de todo lo que había oído en Jerusalén, en Damasco, en Antioquía y en otras partes sobre el mensaje, la actitud y el destino del Jesús terreno e histórico. En Corinto, por ejemplo, durante su año y medio de predicación y catequesis, no iba a estar Pablo siempre repitiendo y variando sobre el mismo
kerygma
abstracto del Crucificado y Resucitado. También el Antiguo Testamento, cosa muy curiosa, juega en las cartas paulinas un papel relativamente escaso (en la primera a los Tesalonicenses, en la carta a los Filipenses y en grandes secciones de la primera y segunda a los Corintios no desempeña en la práctica papel alguno) y no por eso dejaría de estar continuamente presente en el pensamiento de Pablo, que en otro tiempo había sido teólogo fariseo. Sólo aparece expresamente en primer plano cuando lo exige la discusión con los judíos o con los cristianos judaizantes, como sucede en las cartas a los Gálatas y a los Romanos.